El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov
Mijaíl Bulgákov
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INTRODUCCIÓN
Para la presente edición de El maestro y Margarita, del
novelista y dramaturgo ruso Mijaíl Bulgákov, se ha tomado la
traducción al español de Amaya Lacasa Sancha realizada en
1967, un año después de la primera edición en lengua rusa y casi
treinta después de la muerte de su autor. Durante mucho tiempo
esta fue la única traducción disponible en idioma español. Solo
después, en 2004, apareció una segunda versión, realizada en
esta ocasión por el cubano Julio Travieso Serrano. En 2014 la
Editorial Nevsky, especializada en obras rusas en español,
publica una nueva versión de la novela, esta vez traducida por
Marta Rebón y basada en el texto considerado definitivo, establecido
en 1990 por la investigadora Lidia Yanóvskaya.
Especialistas en la obra de Bulgákov han destacado el
hecho de que El maestro y Margarita tuvo un muy accidentado
origen. De hecho Bulgákov escribió, destruyó y reescribió
la novela sucesivamente durante más de diez años, víctima
del ostracismo al que lo había sometido Josef Stalin, armado
de una fe inquebrantable en su obra y sabiendo de antemano
que jamás viviría para verla publicada. Para el año de 1929
Bulgákov había pasado de ser el autor más representado en los
teatros soviéticos a ser vetado en todos los escenarios señala
su biógrafa Marietta Chudakova y, aunque había enviado
un total de siete cartas a los más altos miembros del gobierno,
incluido el mismo Stalin, ya había perdido toda esperanza de
estrenar o publicar ninguna nueva obra. En esa situación
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manifiesta su deseo de marcharse del país, y si no le dejaran, se
suicidaría sin dejar ninguna huella de su trabajo. Es entonces
cuando quema los manuscritos de su novela, ante la presencia
de Elena Serguéievna, su amante, que luego se convertirá en su
tercera esposa y en el modelo del personaje Margarita. Es ella la
que rescata del fuego unos veinte capítulos medio chamuscados.
Una versión censurada del libro, que eliminaba aproximadamente
un doce por ciento del texto y cambiaba otro importante
porcentaje del mismo, fue publicada por vez primera en
la revista Moskvá (Moscú), en el n.º 11 de 1966, y en el n.º 1 de
1967. Las partes omitidas, con indicaciones relativas a su ubicación,
fueron posteriormente publicadas en formato de samizdat
(copia y distribución clandestina de literatura prohibida por el
régimen soviético). En la versión de Amaya Lacasa Sancha se
incluye buena parte de los textos que la censura soviética había
eliminado en aquella primera publicación.
Mijaíl Bulgákov escribió una novela fantasiosa, fantasmagórica,
en ocasiones próxima a la fábula infantil, en otras
a los relatos góticos, enormemente corrosiva y tremendamente
divertida, pero evidentemente inútil ante los ojos de los censores
soviéticos de la época. En la historia, el Diablo, personificado
por el profesor Voland, ilusionista y mago negro, y su séquito de
extravagantes demonios llegan a un Moscú grotesco y goyesco
en más de un sentido, ponen patas arriba la ciudad, provocando
una serie de desastres, e intentan manipular al maestro,
enamorado de Margarita (en un claro homenaje al Fausto de
Goethe), y autor a su vez de una heterodoxa Vida de Jesús cuyo
héroe es Poncio Pilatos. En un gesto de autoparodia, en la obra
el maestro también entrega al fuego su manuscrito. Pero en la
novela, reino de la imaginación, Voland le da una copia intacta
al maestro evitándole así el trabajo que le supuso a Bulgákov
reescribir la obra entera. Debajo del disparatado y fantástico
argumento subyace una sutil sátira al régimen soviético, aunque
no tan sutil como para que sus censores no la percibieran. El
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
suicidio del poeta Vladímir Mayakovsky, en 1930, fue uno de
los acontecimientos que afectó profundamente a Bulgákov y lo
llevó a tomar la decisión de autocensurarse, entregando al fuego
el manuscrito de su obra cumbre.
El maestro y Margarita no solo es una sátira genial de
la sociedad soviética, con su población hambrienta, sus burócratas
estúpidos, sus aterrados funcionarios y sus corruptos
artistas. La novela transcurre entre dos aguas: la sátira política
a la Rusia soviética de los planes quinquenales de Stalin y el
amor por lo fantástico. La sátira es consustancial a la obra de
Bulgákov; así lo dice él mismo en su carta a Stalin, asevera el
profesor Ricardo San Vicente, otro de los estudiosos del escritor
ruso. La obra se alimenta del mito fáustico y de diversas lecturas
de la Biblia, en concreto la pasión y muerte de Cristo. Las
diferentes lecturas de Fausto giran en torno a la inversión de
los valores morales: si Stalin aparece como un símbolo positivo
en la realidad soviética, si Stalin es Dios, yo prefiero seguir al
Diablo.
En una de esas desesperadas cartas a sus censores,
Bulgákov hace una confesión y una declaración de principios:
Mi obligación en tanto que escritor es luchar contra la censura,
sea cual fuera esta y bajo cualquier poder que se dé, así como
apelar a la libertad de expresión. Soy un ferviente partidario de
esa libertad, y creo que si algún escritor se propusiese demostrar
que no la necesita se parecería a un pez que asegurase públicamente
que puede prescindir del agua.
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Aun así, dime quién eres.
Una parte de aquella fuerza
que siempre quiere el mal y que
siempre practica el bien.
J.W.V. GOETHE
Fausto
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Libro primero
1
No hable nunca con los desconocidos
A la hora de más calor de una puesta de sol primaveral en
Los Estanques del Patriarca aparecieron dos ciudadanos. El
primero, de unos cuarenta años, vestido con un traje gris de
verano, era pequeño, moreno, bien alimentado y calvo. Tenía en
la mano un sombrero aceptable en forma de bollo, y decoraban
su cara, cuidadosamente afeitada, un par de gafas extraordinariamente
grandes, de montura de concha negra. El otro, un
joven ancho de hombros, algo pelirrojo y desgreñado, con una
gorra a cuadros echada hacia atrás, vestía camisa de cowboy,
un pantalón blanco arrugado como un higo y alpargatas
negras. El primero era nada menos que Mijaíl Alexándrovich
Berlioz1, redactor de una voluminosa revista literaria y presidente
de la dirección de una de las más importantes asociaciones
moscovitas de literatos, que llevaba el nombre
compuesto de massolit2; y el joven que le acompañaba era el
poeta Iván Nikoláyevich Pónirev, que escribía con el seudónimo
de Desamparado.
1 Es habitual que bautice a sus personajes con nombres de compositores
musicales.
2 Nombre compuesto que quiere decir literatura de masas. (N. de la T.)
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Al llegar a la sombra de unos tilos apenas verdes, los escritores
se lanzaron hacia una caseta llamativamente pintada
donde se leía: Cervezas y refrescos.
Ah, sí, es preciso señalar la primera particularidad de esta
siniestra tarde de mayo. No había un alma junto a la caseta, ni
en todo el bulevar, paralelo a la Málaya Brónnaya. A esa hora,
cuando parecía que no había fuerzas ni para respirar, cuando
el sol, después de haber caldeado Moscú, se derrumbaba en un
vaho seco detrás de la Sadóvaya, nadie pasaba bajo los tilos,
nadie se sentaba en un banco: el bulevar estaba desierto.
Agua mineral, por favor pidió Berlioz.
No tengo dijo la mujer de la caseta como ofendida.
¿Tiene cerveza? inquirió Desamparado con voz ronca.
La traen para la noche contestó la mujer.
¿Qué tiene? preguntó Berlioz.
Refresco de albaricoque. Pero no está frío dijo ella.
Bueno, sírvalo como esté.
El sucedáneo de albaricoque formó abundante espuma
amarilla y el aire empezó a oler a peluquería.
Después de refrescarse, a los literatos les dio hipo. Pagaron
y se sentaron en un banco mirando hacia el estanque, de espaldas
a la Brónnaya.
En este momento tuvo lugar la segunda particularidad,
que concernía exclusivamente a Berlioz. De pronto se le cortó
el hipo; le dio un vuelco el corazón, que por un instante pareció
hundírsele; sintió que volvía luego, pero como si le hubieran
clavado en él una aguja, y a Berlioz le entró un pánico tal que
hubiese echado a correr para desaparecer rápidamente de Los
Estanques.
Miró alrededor con desazón sin comprender qué era lo que
le había asustado. Palideció y se enjugó la frente con el pañuelo.
Pero, ¿qué es esto? pensó. Nunca me había pasado nada
igual. Será el corazón que me falla... Estoy agotado..., ya es hora
de mandar todo a paseo... y a Kislovodsk....
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Y entonces el aire abrasador se espesó ante sus ojos, y
como del aire mismo surgió un ciudadano transparente y rarísimo.
Se cubría la pequeña cabeza con una gorrita de jockey y
llevaba una ridícula chaqueta a cuadros, también de aire... El
ciudadano era largo, increíblemente delgado, estrecho de hombros
y con una pinta, si me permiten, bastante burlesca.
La vida de Berlioz había transcurrido de tal manera que no
estaba acostumbrado a ningún suceso extraordinario. Palideciendo
aún más y con los ojos ya desorbitados, pensó horrorizado: ¡Esto
es imposible!. Pero desgraciadamente no lo era: aquel extraño
sujeto, a través del cual se podía ver, se mantenía flotante, balanceándose
en el aire.
Le invadió una tremenda sensación de terror y cerró los
ojos. Y cuando los abrió de nuevo, vio que todo había terminado.
La neblina se había disipado, el tipo de los pantalones a
cuadros había desaparecido y, con él, la aguja que le oprimía el
corazón.
¡Buf! ¡Cuernos! exclamó el redactor. Sabes, Iván, por
poco me desmayo de tanto calor. Hasta he tenido algo parecido
a una alucinación trató de sonreír, pero todavía le bailaba el
miedo en los ojos y le temblaban las manos. Logró tranquilizarse.
Se abanicó con un pañuelo, y diciendo con una voz bastante
animada: Bueno, como decía... siguió su discurso,
interrumpido para tomar el refresco.
Este discurso, como se supo más tarde, era sobre
Jesucristo. El jefe de redacción había encargado al poeta un
largo poema antirreligioso para el próximo número de la
revista. Iván Nikoláyevich había escrito el poema en un plazo
muy corto, pero sin fortuna, porque no se ajustaba lo más
mínimo a los deseos de su jefe. Desamparado describió al personaje
central de su poema es decir, a Cristo con tonos muy
negros. Berlioz consideraba que tenía que hacer un poema
nuevo. Y precisamente en ese momento, él, Berlioz, se lanzó a
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toda una disertación sobre Cristo con el fin de que el poeta se
percatara de su principal defecto.
Sería difícil decir qué había fallado en el artista: si la fuerza
plástica de su talento o el total desconocimiento del tema. Pero
el resultado fue un Cristo vivo, testimonio de su propia existencia,
aunque con todos sus rasgos negativos.
Berlioz quería demostrar al poeta que se trataba no de la
maldad o bondad de Cristo, sino de que Cristo, como tal, no
existió nunca y que todo lo que se decía de él era puro cuento,
un mito vulgar.
Hay que reconocer que nuestro jefe de redacción era un
hombre muy leído y en su discurso citaba, con mucha habilidad,
a los historiadores antiguos, al famoso Filón de Alejandría y a
Josefo Flavio hombre docto y brillante que no hacían mención
alguna de la existencia de Jesús. Exhibiendo una magnífica
erudición, Mijaíl Alexándrovich comunicó, entre otras cosas, al
poeta, que ese punto del capítulo 44 del libro 15 de los famosos
Anales de Tácito, donde se habla de la ejecución de Cristo, no es
más que una añadidura posterior y falsa.
Todo lo que decía el jefe de redacción era novedad para el
poeta, que le escuchaba atentamente, sin apartar de él sus vivos
ojos verdes, con frecuentes accesos de hipo y maldiciendo por lo
bajo el sucedáneo de albaricoque.
No existe ninguna religión oriental decía Berlioz en
la que no haya, como regla general, una virgen inmaculada que
dé un Dios al mundo. Y los cristianos, sin inventar nada nuevo,
crearon a Cristo, que en realidad nunca existió. Esto es lo que
hay que dejar bien claro.
La voz potente de Berlioz volaba por el bulevar desierto y a
medida que se metía en profundidades lo que solo un hombre
muy instruido se puede permitir sin riesgo de romperse la
crisma el poeta se enteraba de más y más cosas interesantes y
útiles sobre el Osiris egipcio, bondadoso dios e hijo del Cielo y
de la Tierra, sobre el dios fenicio Fammus, sobre Mardoqueo,
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
incluso sobre Vizli-Puzli, el terrible dios, mucho menos conocido,
que fue muy venerado por los aztecas de México. Precisamente
cuando Mijaíl Alexándrovich le explicaba al poeta cómo los
aztecas hacían con masa de pan la imagen de Vizli-Puzli, apareció
en el bulevar el primer hombre.
Tiempo después, cuando en realidad ya era tarde, muchas
organizaciones presentaron sus informes con la descripción
de ese hombre. La comparación de dichos informes no puede
dejar de causar asombro. En el primero se lee que el hombre era
pequeño, que tenía dientes de oro y cojeaba del pie derecho; y
en el segundo, que era enorme, que tenía coronas de platino y
cojeaba del pie izquierdo. El tercero, muy lacónico, dice que no
tenía rasgos peculiares. Ni que decir tiene que ninguno de estos
informes sirve para nada.
Primero: el hombre descrito no cojeaba de ningún pie,
no era ni pequeño ni enorme; simplemente alto. En lo que se
refiere a su dentadura, tenía a la izquierda coronas de platino y
a la derecha, de oro. Vestía un elegante traje gris, unos zapatos
extranjeros del mismo color, y una boina, también gris, le caía
sobre la oreja con estudiado desaliño. Llevaba bajo el brazo
un bastón negro con la empuñadura en forma de cabeza de
caniche. Aparentaba cuarenta años y pico. La boca, algo torcida.
Bien afeitado. Moreno. El ojo derecho, negro; el izquierdo,
verde. Las cejas, oscuras, y una más alta que la otra. En una
palabra: extranjero.
Al pasar junto al banco donde se sentaban el redactor y el
poeta, el extranjero los miró de reojo y, deteniéndose repentinamente,
se sentó en un banco a dos pasos de nuestros amigos.
Alemán, pensó Berlioz. Inglés, pensó Desamparado.
¿Y no le darán calor esos guantes?.
Entretanto, el extranjero se había parado a contemplar
los grandes edificios que, en forma de rectángulo, rodeaban el
estanque. Evidentemente era la primera vez que estaba allí y el
lugar le sorprendía. Detuvo la mirada en los pisos altos, en los
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cristales que deslumbraban con el reflejo quebradizo de un sol
que se iba para siempre de Mijaíl Alexándrovich; y después en
los primeros pisos, allí donde las ventanas empezaban a oscurecerse
presintiendo la noche. Sonrió con indulgencia y entornó
los ojos. Apoyó las manos en la empuñadura del bastón y la barbilla
en las manos.
Tu representación, Iván decía Berlioz, del nacimiento
de Jesús, Hijo de Dios, es justa y satírica, pero la clave está en
que antes de Cristo habían nacido toda una serie de hijos de
Dios; como el Adonis fenicio, el Attis de Frigia o el Mitra persa.
En conclusión, ni nacieron ni existieron ninguno de ellos. Y
Cristo, por supuesto, tampoco.
Es necesario que tú, en vez de describir el Nacimiento
o la llegada de los Magos, relates los rumores absurdos de este
acontecimiento. Porque, según lo mentas tú, da toda la impresión
de que Cristo pudo nacer así.
Y al llegar aquí, Desamparado hizo un intento de terminar
con el hipo que le seguía atormentando y contuvo la respiración.
El resultado fue un ataque más agudo y doloroso. También
entonces Berlioz tuvo que interrumpir su discurso, porque el
extranjero se había levantado y se dirigía hacia ellos. Los escritores
le contemplaban extrañados.
Espero que ustedes me perdonen dijo el caballero con
acento extranjero, pero sin llegar a desfigurar las palabras por
atreverme... sin haber sido previamente presentados... pero el
tema de su docta conversación es tan sumamente interesante
que...
Diciendo esto se quitó la boina con elegancia y a nuestros
amigos no les quedó otro remedio que levantarse y hacer una
leve inclinación. No, más bien francés, pensó Berlioz.
Polaco, pensó Desamparado.
Es preciso señalar que el extranjero causó una pésima
impresión al poeta y que, sin embargo, a Berlioz le agradó; es
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
decir, no es que le gustara sino, ¿cómo diríamos?, que más bien
parecía interesarle.
¿Me permiten que me siente? preguntó el caballero cortésmente,
y los escritores tuvieron que hacerle sitio. El extranjero
se sentó entre ellos con prontitud y en seguida tomó parte
en la conversación. Si no me equivoco, usted acaba de decir
que Cristo no ha existido dijo volviendo hacia Berlioz su ojo
izquierdo, el verde.
No, no se equivoca respondió Berlioz, eso es exactamente
lo que había dicho.
¡Oh, qué interesante! exclamó el extranjero.
¿Qué diablos querrá este?, pensó Desamparado frunciendo
el entrecejo.
Y usted, ¿estaba de acuerdo con su interlocutor? Se
interesó el desconocido, volviéndose hacia Desamparado.
¡Cien por cien! asintió el poeta, al que le gustaban las
expresiones afectadas y metafóricas.
¡Sorprendente! exclamó el entrometido interlocutor y,
mirando furtivamente en derredor, redujo la voz, ya baja, a un
murmullo y dijo: Perdonarán mi insistencia, pero me parece
entender que, además, no creen en Dios y añadió con expresión
alarmada: ¡Les juro que no se lo diré a nadie!
No, no creemos en Dios contestó Berlioz con una ligera
sonrisa, al ver la sorpresa del turista. Pero es algo de lo que se
puede hablar con entera libertad.
El extranjero se recostó en el banco y preguntó, con la voz
entrecortada de curiosidad:
¿Quiere usted decir que son ateos?
Pues sí, somos ateos respondió Berlioz sonriente. Desamparado
pensó con irritación: Este bicho extranjero se nos ha pegado como una
lapa. ¡Pero qué tipo tan plomo!.
¡Qué encanto! gritó el extraño turista, girando la cabeza
a un lado y a otro para mirar a los dos literatos.
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En nuestro país nadie se sorprende porque uno sea
ateo dijo Berlioz con delicadeza y diplomacia. La mayoría de
nuestra población ha dejado, conscientemente, de creer en todas
las historias sobre Dios.
El extranjero, entonces, se levantó y estrechó la mano al
sorprendido jefe de redacción mientras decía:
Permítanme hacerles otra pregunta dijo el invitado.
Pero, ¿por qué? inquirió Desamparado con estupor.
Porque, como viajero, considero esta información de
extraordinaria importancia explicó el extranjero, levantando
un dedo con aire significativo.
Desde luego, esta confidencia tan importante tuvo que
impresionar mucho al forastero, que miraba asustado a las
casas de alrededor, como si temiera la aparición de un ateo en
cada ventana.
No, no es inglés, pensó Berlioz. Y Desamparado pensó:
¡Cómo habla el ruso! ¡Qué bárbaro! ¡Me gustaría saber dónde
lo habrá aprendido!, y de nuevo enarcó las cejas.
Permítanme hacerles otra pregunta dijo el invitado
extranjero, después de meditar con cierta inquietud. ¿Y las
pruebas de la existencia de Dios, que son cinco, como ustedes
sabrán?
¡Ah! contestó Berlioz, todas esas pruebas no significan
nada hoy en día, la humanidad las archivó ya hace tiempo.
No me negará que la razón no puede admitir ninguna prueba de
la existencia de Dios.
¡Bravo! exclamó el extranjero. ¡Bravo! Está usted
repitiendo exactamente lo que nuestro viejo inquiridor Manuel
opinaba de este asunto. Pero no olvide algo muy curioso: destruyó
por completo las Cinco Pruebas y después, como burlándose
de sí mismo, elaboró una sexta propia.
La prueba de Kant dijo el redactor sonriendo con benevolencia
tampoco es convincente; y no a humo de pajas dijo
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Schiller que los argumentos de Kant a este respecto solo podrían
satisfacer a los esclavos. Y Strauss se reía de su sexta prueba.
Mientras el extranjero seguía hablando, Berlioz se preguntaba:
Pero, ¿quién puede ser? Y, ¿cómo es posible que hable el
ruso tan bien?.
A ese Kant habría que encerrarle tres años en Solovkí3
soltó de repente Iván Nikoláyevich.
¡Iván, por favor! le susurró Berlioz azorado.
Pero la idea de enviar a Kant a Solovkí no solo no extrañó
al forastero, sino que pareció entusiasmarle.
¡Estupendo! gritó. Y le brillaba el ojo izquierdo (el
verde) mirando a Berlioz. ¡Allí es donde debiera estar! Ya le
decía yo mientras desayunábamos: Usted dirá lo que quiera,
profesor, pero se le ha ocurrido algo absurdo. Puede que sea
muy elevado, pero resulta incomprensible. ¡Ya verá cómo se
reirán de usted!.
A Berlioz parecían crecerle los ojos de asombro. ¿Desayunando...
con Kant? Pero, ¿qué dice este hombre?.
Pero continuó el extranjero, sin hacer caso del asombro
de Berlioz y dirigiéndose al poeta es imposible mandarle a
Solovkí porque lleva más de cien años en un lugar mucho más
lejano que Solovkí, y le aseguro que no hay modo de sacarle de allí.
Pues yo lo siento dijo el poeta agresivo.
Y yo también afirmó el desconocido. Y le brillaba
el ojo, pero a mí me preocupa lo siguiente: si Dios no existe,
¿quién mantiene entonces el orden en la tierra y dirige la vida
humana?
El hombre mismo dijo Desamparado con irritación,
apresurándose a contestar una pregunta tan poco clara.
Perdone, usted dijo el desconocido suavemente, para
dirigir algo es preciso contar con un futuro más o menos previsible;
y dígame: ¿cómo podría estar este gobierno en manos
3 Isla del mar Blanco, antiguo lugar de deportación. (N. de la T.)
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del hombre, que no solo es incapaz de elaborar un plan para
un plazo tan irrisorio como mil años, sino que ni siquiera está
seguro de su propio día de mañana? Y volviéndose a Berlioz:
Figúrese, por ejemplo, que es usted el que va a disponer de sí
mismo y de los demás, y que poco a poco le toma gusto; pero
de pronto... resulta que usted..., hum..., tiene un sarcoma pulmonar
al decir esto el extranjero sonreía, como si la idea del
sarcoma le complaciera extraordinariamente, pues sí, un sarcoma
repitió la palabra sonora, entornando los ojos como un
gato. ¡Y se acabó su capacidad de gobierno! Todo lo que no
sea su propia vida dejará de interesarle. La familia empieza a
engañarle; y usted, dándose cuenta de que hay algo raro, se
lanza a consultar con grandes médicos, luego con charlatanes
y, a veces, incluso con videntes. Las tres medidas son absurdas,
y usted lo sabe. El fin de todo esto es trágico: el que hace muy
poco se sabía con el poder en las manos, se encuentra de pronto
inmóvil en una caja de madera; y los que le rodean, conscientes
de su inutilidad, le queman en un horno. Y hay veces que lo que
sucede es aún peor: un hombre se dispone a ir a Kislovodsk el
extranjero miró de reojo a Berlioz; puede parecer una tontería,
pero ni siquiera eso está en sus manos, porque repentinamente
y sin saber por qué resbala y le atropella un tranvía. No me dirá
que ha sido él mismo quien lo ha dispuesto así. ¿No sería más
lógico pensar que fue otro el que lo había previsto? y se echó a
reír con extraña expresión.
Berlioz había escuchado con gran atención el desagradable
relato sobre el sarcoma y el tranvía; y unos pensamientos
bastante poco tranquilizadores comenzaban a rondarle por la
cabeza. No es un extranjero... ¡Qué va a ser! pensaba, es un
sujeto rarísimo... Pero, ¿quién puede ser?.
Me parece que tiene ganas de fumar interrumpió de
pronto el desconocido dirigiéndose al poeta. ¿Qué prefiere?
Pero, ¿es que tiene de todo? preguntó malhumorado el
poeta, que se había quedado sin tabaco.
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¿Qué prefiere? repitió el desconocido.
Bueno, Nuestra marca contestó rabioso Desamparado.
El forastero sacó una pitillera del bolsillo y se la ofreció a
Desamparado.
Nuestra marca...
Lo que más sorprendió al jefe de redacción y al poeta no
fue que en la pitillera hubiese precisamente cigarrillos Nuestra
marca, sino la misma pitillera. Era enorme. De oro de ley. Al
abrirla, brilló en la tapa, con luz azul y blanca, un triángulo de
diamantes.
Al ver aquello los literatos pensaron cosas distintas; Berlioz:
No, es extranjero, y Desamparado: ¡Diablos! ¡Qué tipo!.
El poeta y el dueño de la pitillera encendieron un cigarrillo
y Berlioz, que no fumaba, lo rechazó.
Puedo hacerle varias objeciones decidió Berlioz. El
hombre es mortal, eso nadie lo discute. Pero es que....
No tuvo tiempo de articular palabra, porque el extranjero
empezó a hablar.
De acuerdo, el hombre es mortal, pero eso es solo la
mitad del problema. Lo grave es que es mortal de repente, ¡esta
es la gran jugada! Y no puede decir con seguridad qué hará esta
tarde.
¡Qué modo tan absurdo de enfocar la cuestión!, meditó
Berlioz y le rebatió:
Me parece que saca usted las cosas de quicio. Puedo contarle
lo que haré esta tarde sin miedo a equivocarme. Bueno,
claro, si al pasar por la Brónnaya, me cae un ladrillo en la
cabeza...
Pero un ladrillo, así, de repente interrumpió el extranjero
con autoridad no le cae encima a nadie. Puedo asegurarle
que precisamente usted no debe temer ese peligro. La suya será
otra muerte.
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Quizá usted sepa cuál y no le importe decírmelo, ¿verdad?
intervino Berlioz con una ironía muy natural, dejándose arrastrar
por la conversación verdaderamente absurda.
Desde luego, con mucho gusto respondió el desconocido.
Y miró a Berlioz de pies a cabeza, como si le fuera a cortar
un traje. Después, empezó a decir entre dientes cosas muy
extrañas: Uno, dos... Mercurio en la segunda casa..., la luna
se fue..., seis, una desgracia... la tarde, siete..., y en voz alta,
complaciéndose en la conversación, anunció: Le cortarán la
cabeza.
Desamparado miró furioso, lleno de rabia, al impertinente
forastero. Y Berlioz, esbozando una sonrisa oblicua preguntó:
¿Y quién será? ¿Enemigos? ¿Invasores?
No contestó su interlocutor, una mujer rusa, miembro
del Komsomol4.
¡Mmm! gruñó Berlioz, irritado por la broma del desconocido,
perdone, usted, pero me parece poco probable.
También yo lo siento, pero es así contestó el extranjero.
Además me gustaría saber qué va a hacer esta tarde, si no
es un secreto, naturalmente.
No es ningún secreto. Primero pienso ir a casa y después,
a las diez de la noche, hay una reunión en el massolit que
voy a presidir.
Eso es imposible afirmó muy seguro el extranjero.
¿Por qué?
Porque... y el extranjero miró al cielo con los ojos
entornados. Unos pájaros negruzcos lo rasgaban en silencio,
presintiendo el fresco de la noche porque Anushka ha comprado
aceite de girasol y además lo ha derramado. Esa reunión
no tendrá lugar.
Entonces, como es lógico, se hizo un silencio bajo los tilos.
4 Unión de Juventudes Comunistas. (N. de la T.)
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Por favor dijo Berlioz después de una pausa con la vista
fija en el extranjero que desvariaba. ¿Qué tiene que ver el aceite
de girasol?... ¿Quién es Anushka?
Sí, ¿qué pinta aquí el aceite de girasol? intervino de
pronto Desamparado, que por lo visto había decidido declarar
la guerra al inesperado interlocutor. ¿No tuvo usted nunca la
oportunidad de visitar un sanatorio para enfermos mentales?
¡Iván! exclamó en voz baja Mijaíl Alexándrovich.
Pero el extranjero no se molestó lo más mínimo y se echó a
reír muy divertido.
¡Cómo no! Y muchas veces dijo entre risas, pero sin
dejar de mirar muy serio al poeta.
¡He visto tantas cosas! Lo que siento es no haberme
molestado en preguntar al profesor qué es la esquizofrenia. Por
favor, pregúnteselo usted mismo, Iván Nikoláyevich.
¿Cómo sabe usted mi nombre?
¡Pero, Iván Nikoláyevich!; ¿quién no le conoce a usted?
El extranjero sacó del bolsillo el último número de la Gaceta
Literaria e Iván Nikoláyevich se vio retratado en la primera
página sobre sus propios versos. Pero este testimonio de gloria
y popularidad, que tanta alegría le deparara el día anterior,
parecía que ahora no le hacía ninguna gracia.
Perdone, ¿eh? dijo cambiando de expresión. ¿Me permite
un momento? Tengo que decirle una cosa al camarada.
¡Por favor, con toda libertad! exclamó el desconocido.
Me encuentro estupendamente bajo estos tilos; además,
no tengo ninguna prisa.
Oye, Misha susurró el poeta, llevando a Berlioz aparte,
este tipo ni es turista ni nada, es un espía. Es un emigrado que ha
pasado la frontera. Pídele sus documentos, que se nos va...
¿Tú crees? dijo Berlioz preocupado y pensando para
sus adentros: Puede que tenga razón.
Hazme caso repitió el poeta, se hace el tonto para
indagar algo. Ya ves cómo habla el ruso y el poeta hablaba
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mirando de reojo al desconocido por si escapaba. Vamos a
detenerle o se nos irá.
Y tiró del brazo de Berlioz conduciéndole hacia el banco.
El desconocido se había levantado y permanecía de pie.
Tenía en la mano un librito encuadernado en gris oscuro, un
sobre grueso de papel bueno y una tarjeta de visita.
Lo siento, pero en el calor de la discusión, he olvidado
presentarme. Aquí tienen, mi tarjeta de visita, mi pasaporte y
la invitación a Moscú para hacer unas investigaciones dijo con
seriedad el extranjero, mientras observaba a los dos literatos
con aire perspicaz.
Se azoraron. ¡Diablos!, nos ha oído, pensó Berlioz indicándole
con un ademán que los documentos no eran necesarios.
Mientras el extranjero le encajaba los documentos al jefe de redacción,
el poeta pudo leer en la tarjeta la palabra profesor, impresa
con letras extranjeras, y la letra inicial del apellido: una W.
Mucho gusto murmuraba Berlioz muy cortado. El
forastero guardó los documentos en el bolsillo.
Así se restablecieron las relaciones y los tres tomaron
asiento.
¿Ha venido en calidad de consejero, profesor? preguntó
Berlioz.
Así es.
¿Es usted alemán? inquirió Desamparado.
¿Yo...? preguntó el profesor, quedándose pensativo.
Pues sí, seguramente soy alemán dijo.
Habla usted un ruso de primera dijo Desamparado.
¡Ah!, soy políglota y conozco muchos idiomas respondió
el profesor.
Y, ¿cuál es su especialidad? se interesó Berlioz.
Soy especialista en magia negra
¡Lo que faltaba!, estalló en la cabeza de Mijaíl Alexándrovich.
Y..., ¿le han invitado a nuestro país por esa profesión?
preguntó recobrando la respiración.
29
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Sí, precisamente por eso afirmó el profesor y explicó:
Han descubierto unos manuscritos originales en la Biblioteca
Estatal de Herbert de Aurilaquia, nigromante del siglo x.
Y quieren que yo los descifre. Soy el único especialista en el
mundo.
¡Ah! Entonces, ¿es usted historiador? preguntó Berlioz
aliviado, con respeto.
Soy historiador afirmó el sabio y añadió algo que no
venía a cuento: Esta tarde tendrá lugar una historia muy interesante
en Los Estanques del Patriarca.
El asombro del jefe de redacción y del poeta llegó al colmo.
El profesor hizo una seña con la mano para que se acercaran y
susurró:
Tengan en cuenta que Cristo existió.
Mire usted, profesor dijo Berlioz con una sonrisa forzada,
respetamos sus conocimientos, pero tenemos otro punto
de vista sobre esta cuestión.
No es cuestión de puntos de vista respondió el extraño
profesor: simplemente existió, y eso es todo.
Pero se necesita alguna prueba comenzó a decir Berlioz.
No se necesita prueba alguna interrumpió el profesor.
Y en voz baja, perdiendo repentinamente su acento extranjero,
añadió: Es muy sencillo: con un manto blanco forrado de rojo
sangre; arrastrando los pies como hacen los jinetes, apareció a
primera hora de la mañana del día catorce del mes primaveral
Nisán...
31
2
Poncio Pilatos
Con manto blanco forrado de rojo sangre, arrastrando los
pies como hacen todos los jinetes, apareció a primera hora de la
mañana del día catorce del mes primaveral Nisán, en la columnata
cubierta que unía las dos alas del palacio de Herodes el
Grande, el quinto procurador de Judea, Poncio Pilatos.
El procurador odiaba más que nada en este mundo el olor
a aceite de rosas, y hoy todo anunciaba un mal día, porque ese
olor había empezado a perseguirle desde el amanecer.
Le parecía que los cipreses y las palmeras del jardín exhalaban
el olor a rosas, y que el olor a cuero de las guarniciones y
el sudor de la escolta se mezclaban con aquel maldito efluvio.
Por la glorieta superior del jardín llegaba a la columnata
una leve humareda que procedía de las alas posteriores del
palacio, donde se había instalado la primera cohorte de la duodécima
legión Fulminante, que había llegado a Jershalaím con
el procurador. El humo amargo que indicaba que los rancheros
de las centurias empezaban a preparar la comida se unía también
al grasiento olor a rosas.
¡Oh, dioses, dioses! ¿Por qué este castigo?... Sí, no hay
duda, es ella, ella de nuevo, la enfermedad terrible, invencible...,
la hemicránea, cuando duele la mitad de la cabeza, no hay
remedio, no se cura con nada... Trataré de no mover la cabeza....
Sobre el suelo de mosaico, junto a la fuente, estaba preparado
un sillón; y el procurador, sin mirar a nadie, tomó asiento
32
y alargó una mano en la que el secretario puso respetuosamente
un trozo de pergamino. Sin poder contener una mueca de dolor,
el procurador echó una ojeada sobre lo escrito, devolvió el pergamino
y dijo con dificultad:
¿El acusado es de Galilea? ¿Han enviado el asunto al
tetrarca?
Sí, procurador respondió el secretario.
¿Qué dice?
Se ha negado a dar su veredicto sobre este caso y ha
mandado la sentencia de muerte del sanedrín para su confirmación
explicó el secretario.
Una convulsión desfiguró la cara del procurador. Dijo en
voz baja:
Que traigan al acusado.
Dos legionarios condujeron de la glorieta del jardín al
balcón y colocaron ante el procurador a un hombre de unos
veintisiete años. El hombre vestía una túnica vieja y rota, azul
pálida. Le cubría la cabeza una banda blanca, sujeta por un
trozo de cuero que le atravesaba la frente. Llevaba las manos
atadas a la espalda. Bajo el ojo izquierdo el hombre tenía una
gran moradura, y junto a la boca un arañazo con la sangre ya
seca. Miraba al procurador con inquieta curiosidad. Este permaneció
callado un instante y luego dijo en arameo:
¿Tú has incitado al pueblo a que destruya el templo de
Jershalaím?
El procurador parecía de piedra, y al hablar apenas se
movían sus labios. El procurador estaba como de piedra, porque
temía hacer algún movimiento con la cabeza, que le ardía produciéndole
un dolor infernal.
El hombre de las manos atadas dio un paso adelante y
empezó a hablar:
¡Buen hombre! Créeme...
El procurador le interrumpió, sin moverse y sin levantar
la voz:
33
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¿Me llamas a mí buen hombre? Te equivocas. En todo
Jershalaím se dice que soy un monstruo espantoso y es la pura
verdad y añadió con voz monótona: que venga el centurión
Matarratas.
El balcón pareció oscurecerse de repente cuando se presentó
ante el procurador el centurión de la primera centuria
Marco, apodado Matarratas. Matarratas medía una cabeza
más que el soldado más alto de la legión, y era tan ancho de
hombros que tapaba por completo el sol todavía bajo.
El procurador se dirigió al centurión en latín:
El reo me ha llamado buen hombre. Llévatelo de aquí
un momento y explícale cómo hay que hablar conmigo. Pero sin
mutilarle.
Y todos, excepto el procurador, siguieron con la mirada a
Marco Matarratas, que hizo al arrestado una seña con la mano
para indicarle que le siguiera. A Matarratas, siempre que aparecía,
le seguían todos con la mirada por su estatura, y también
los que le veían por primera vez, porque su cara estaba desfigurada:
el golpe de una maza germana le había roto la nariz.
Sonaron las botas pesadas de Marco en el mosaico, el
hombre atado le siguió sin hacer ruido; en la columnata se hizo
el silencio, y se oía el arrullo de las palomas en la glorieta del
jardín y la canción complicada y agradable del agua de la fuente.
El procurador hubiera querido levantarse, poner la sien
bajo el chorro y permanecer así un buen rato. Pero sabía que
tampoco eso le serviría de nada.
Después de conducir al detenido al jardín, fuera de la
columnata, Matarratas cogió el látigo de un legionario que
estaba al pie de una estatua de bronce y le dio un golpe al arrestado
en los hombros. El movimiento del centurión pareció
ligero e indolente, pero el hombre atado se derrumbó al suelo
como si le hubieran cortado las piernas; pareció ahogarse con el
aire, su rostro perdió el color y los ojos la expresión.
34
Marco, con la mano izquierda, levantó sin esfuerzo, como
si se tratara de un saco vacío, al que acababa de caer; lo puso en
pie y habló con voz gangosa, articulando con esfuerzo las palabras
arameas:
Al procurador romano se le llama hegémono. Otras
palabras no se dicen. Se está firme. ¿Me has comprendido o te
pego otra vez?
El detenido se tambaleó, pero pudo dominarse, le volvió el
color, recobró la respiración y respondió con voz ronca:
Te he comprendido. No me pegues.
En seguida volvió ante el procurador.
Se oyó una voz apagada y enferma:
¿Nombre?
¿El mío? preguntó de prisa el detenido, descubriendo
con su expresión que estaba dispuesto a contestar sin provocar
la ira.
El procurador dijo por lo bajo:
Sé mi nombre. No quieras hacerte más tonto de lo que
eres. El tuyo.
Joshuá respondió el arrestado rápidamente.
¿Tienes apodo?
Ga-Nozri.
¿De dónde eres?
De la ciudad de Gamala contestó el detenido haciendo
un gesto con la cabeza, como queriendo decir que allí lejos, al
norte, a su derecha, estaba la ciudad de Gamala.
¿Qué sangre tienes?
No estoy seguro contestó con vivacidad el acusado.
No recuerdo a mis padres. Me decían que mi padre era sirio...
¿Dónde vives?
No tengo domicilio fijo respondió el detenido tímidamente;
viajo de una ciudad a otra.
Esto se puede decir con una sola palabra: eres un vagabundo
dijo el procurador. ¿Tienes parientes?
35
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
No tengo a nadie. Estoy solo en el mundo.
¿Sabes leer?
Sí.
¿Conoces otro idioma aparte del arameo?
Sí, el griego.
Un párpado hinchado se levantó, y el ojo, cubierto por una
nube de dolor, miró fijamente al detenido; el otro ojo permaneció
cerrado.
Pilatos habló en griego:
¿Eres tú quien quería destruir el templo e incitaba al
pueblo a que lo hiciera?
El detenido se animó de nuevo, sus ojos ya no expresaban
miedo. Siguió hablando en griego:
Yo, buen... el terror pasó por la mirada del hombre,
porque de nuevo había estado a punto de confundirse. Yo,
hegémono, jamás he pensado destruir el templo y no he incitado
a nadie a esa absurda acción.
La cara del secretario, quien escribía las declaraciones encorvándose
sobre una mesa baja, se llenó de asombro. Levantó
la cabeza pero en seguida volvió a inclinarse sobre el pergamino.
Mucha gente y muy distinta se reúne en esta ciudad para
la fiesta. Entre ellos hay magos, astrólogos, adivinos y asesinos
decía el procurador con voz monótona. También se encuentran
mentirosos. Tú, por ejemplo, eres un mentiroso. Está
escrito: incitó a destruir el templo. Lo atestigua la gente.
Estos buenos hombres dijo el detenido, y añadió apresuradamente,
hegémono, nunca han estudiado nada y no han
comprendido lo que yo decía. Empiezo a temer que esta confusión
va a durar mucho tiempo. Y todo porque él no apunta
correctamente lo que yo digo.
Hubo un silencio. Ahora los dos ojos del procurador
miraban pesadamente al detenido.
Te repito y ya por última vez, que dejes de hacerte el
loco, bandido pronunció Pilatos con voz suave y monótona.
36
Sobre ti no hay demasiadas cosas escritas, pero suficientes para
que te ahorquen.
No, no, hegémono dijo el detenido todo tenso en su
deseo de convencer, hay uno que me sigue con un pergamino
de cabra y escribe sin pensar. Una vez miré lo que escribía y me
horroricé. No he dicho absolutamente nada de lo que ha escrito.
Le rogué que quemara el pergamino, pero me lo arrancó de las
manos y escapó.
¿Quién es? preguntó Pilatos con asco y se tocó una sien
con la mano.
Leví Mateo explicó el detenido con disposición. Fue
recaudador de contribuciones y me lo encontré por primera
vez en un camino, en Bethphage, donde sale en ángulo una
higuera, y nos pusimos a hablar. Primero me trató con hostilidad,
incluso me insultó, mejor dicho, pensó que me insultaba
llamándome perro el detenido sonrió. No veo nada malo en
ese animal como para sentirse ofendido con su nombre.
El secretario dejó de escribir y miró con disimulo, pero no
al detenido, sino al procurador.
Sin embargo, después de escucharme, empezó a ablandarse
seguía Joshuá, por fin tiró el dinero al camino y dijo
que iría a viajar conmigo...
Pilatos sonrió levantando un carrillo, descubriendo sus
dientes amarillos y, volviendo todo su cuerpo hacia el secretario,
dijo:
¡Oh, ciudad de Jershalaím! ¡Lo que no se oye aquí no se
oye en ningún lugar! ¡Un recaudador de contribuciones que tira
el dinero al camino!
No sabiendo qué contestar, el secretario creyó oportuno
imitar la sonrisa del procurador.
Dijo que desde ese momento odiaba el dinero explicó
Joshuá la extraña actitud de Leví Mateo y añadió: Desde
entonces me acompaña.
37
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Sin dejar de sonreír el procurador miró al detenido, luego
al sol que subía implacable por las estatuas ecuestres del hipódromo
que estaba lejos, a la derecha, y de pronto pensó con
dolorosa angustia que lo más sencillo sería echar del balcón
al extraño bandido, pronunciando solo tres palabras: Que le
ahorquen. También podría echar a la escolta, marcharse de la
columnata al interior del palacio, ordenar que oscurecieran las
ventanas. Tenderse en el triclinio, pedir agua fría, llamar con
voz de queja a su perro Bangá y contarle lo de la hemicránea.
Y de pronto, la idea del veneno pasó por la cabeza enferma del
procurador, seduciéndole.
Miraba con ojos turbios al detenido y permanecía callado;
le costaba trabajo recordar por qué estaba delante de él, bajo el
implacable sol de Jershalaím, un hombre con la cara desfigurada
por los golpes, y qué inútiles preguntas tendría que hacerle
todavía.
¿Leví Mateo? preguntó el enfermo con voz ronca y
cerró los ojos.
Sí, Leví Mateo le llegó a los oídos la voz aguda que le
estaba atormentando.
Pero, ¿qué decías a la gente en el mercado?
La voz que contestaba parecía pincharle la sien a Pilatos, le
causaba dolor. Esa voz decía:
Decía, hegémono, que el templo de la antigua fe iba a
derrumbarse y que surgiría el templo nuevo de la verdad. Lo
dije de esta manera para que me comprendieran mejor.
¿Vagabundo, por qué confundías al pueblo en el mercado,
hablando de la verdad, de la que no tienes ni idea? ¿Qué es
la verdad?
El procurador pensó: ¡Oh, dioses! Le estoy preguntando
cosas que no son necesarias en un juicio... Mi inteligencia ya no
me sirve. Y de nuevo le pareció ver una copa con un líquido
oscuro. Quiero envenenarme....
Otra vez se oyó la voz:
38
La verdad está, en primer lugar, en que te duele la cabeza
y te duele tanto que cobardemente piensas en la muerte. No
solo no tienes fuerzas para hablar conmigo, sino que te cuesta
trabajo mirarme. Y ahora, involuntariamente, soy tu verdugo
y esto me disgusta mucho. Ni siquiera eres capaz de pensar en
algo y lo único que deseas es que venga tu perro, que es, por lo
visto, el único ser al que tienes cariño. Pero tu tormento se acabará
pronto, se te pasará el dolor de cabeza.
El secretario, sorprendido, se quedó mirando al detenido y
no terminó de escribir una palabra.
Pilatos levantó los ojos de dolor hacia el detenido y vio el
sol, bastante alto ya, sobre el hipódromo. Un rayo había penetrado
en la columnata y se acercaba a las sandalias gastadas de
Joshuá, que se apartaba del sol.
Entonces el procurador se levantó del sillón, se apretó la
cabeza con las manos y su cara afeitada y amarillenta se llenó de
terror. Pudo aplastarlo con un esfuerzo de voluntad y se sentó
de nuevo.
El detenido seguía su discurso. El secretario ya no escribía,
con el cuello estirado como un ganso trataba de no perder una
palabra.
Ya ves, todo ha terminado dijo el detenido, mirando a
Pilatos con benevolencia. Me alegro mucho. Te aconsejaría,
hegémono, que abandonaras el palacio y fueras a dar un paseo
a pie por los alrededores, por los jardines del monte El-Elión.
La tormenta empezará... el detenido se volvió mirando al sol
con los ojos entornados más tarde, al anochecer. El paseo te
haría bien y yo te acompañaría con mucho gusto. Tengo unas
ideas nuevas que creo que podrían interesarte; estoy dispuesto
a exponértelas porque tengo la impresión de que eres una persona
inteligente el secretario se puso pálido como un muerto y
dejó caer el rollo de pergamino. El detenido continuó hablando
sin que le interrumpiera nadie. Lo malo es que vives demasiado
aislado y has perdido definitivamente la fe en los hombres.
39
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Reconoce que es insuficiente concentrar todo el cariño en un
perro. Tu vida es pobre, hegémono y el hombre se permitió
esbozar una sonrisa.
El secretario pensaba si debía o no dar crédito a sus oídos.
Pero parecía ser cierto. Trató de imaginarse qué forma concreta
adquiriría la ira del impulsivo procurador tras oír tan inaudita
impertinencia. No consiguió hacerse idea, aunque le conocía
bien.
Se oyó entonces la voz cascada y ronca del procurador, que
dijo en latín:
Que le desaten las manos.
Un legionario de la escolta dio un golpe con la lanza, se la
pasó a otro, se acercó y desató las cuerdas del preso. El secretario
levantó el rollo; había decidido no escribir y no asombrarse
por nada.
Confiesa dijo Pilatos en griego, bajando la voz, ¿eres
un gran médico?
No, procurador, no soy médico respondió el preso, frotándose
con gusto las muñecas hinchadas y enrojecidas.
Pilatos miraba al preso de reojo. Le atravesaba con los ojos
que ya no eran turbios, que habían recobrado las chispas de
siempre.
No te lo he preguntado dijo Pilatos, pero puede que
conozcas el latín, ¿no?
Sí, lo conozco contestó el preso.
Las amarillentas mejillas de Pilatos se cubrieron de color y
preguntó en latín:
¿Cómo supiste que yo quería llamar al perro?
Es muy fácil contestó el detenido en latín: movías la
mano en el aire el preso imitó el gesto de Pilatos como si quisieras
acariciarle, y los labios...
Sí dijo Pilatos.
Hubo un silencio. Luego Pilatos preguntó en griego:
Entonces, ¿eres médico?
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No, no dijo vivamente el detenido; créeme, no soy
médico.
Bien, si quieres guardarlo en secreto, hazlo así. Esto
no tiene nada que ver con el asunto que nos ocupa. ¿Aseguras
que no has instigado a que derriben... o quemen, o destruyan el
templo de alguna otra manera?
Repito, hegémono, que no he provocado a nadie a hacer
esas cosas. ¿Acaso parezco un loco?
Oh, no, no pareces loco contestó el procurador en voz
baja, y sonrió con mordaz expresión. Jura que no lo has hecho.
¿Por qué quieres que jure? se animó el preso.
Aunque sea por tu vida contestó el procurador. Es el
mejor momento, porque, para que lo sepas, tu vida pende de un hilo.
¿No pensarás que tú la has colgado, hegémono? preguntó
el preso. Si es así, estás muy equivocado.
Pilatos se estremeció, y respondió entre dientes:
Yo puedo cortar ese hilito.
También en eso estás equivocado contestó el preso,
iluminándose con una sonrisa, mientras se protegía la cara
del sol. ¿Reconocerás que solo aquel que lo ha colgado puede
cortar ese hilo?
Ya, ya dijo Pilatos sonriente. Ahora estoy seguro de
que los ociosos mirones de Jershalaím te seguían los pasos.
No sé quién te habrá colgado la lengua, pero lo ha hecho muy
bien. A propósito, ¿es cierto que has entrado en Jershalaím por
la Puerta de Susa, montando un burro y acompañado por un
tropel de la plebe, que te aclamaba como a un profeta? el procurador
señaló el rollo de pergamino. El preso miró sorprendido
al procurador.
Si no tengo ningún burro, hegémono. Es verdad, entré
en Jershalaím por la Puerta de Susa, pero a pie y acompañado
por Leví Mateo solamente, y nadie me gritó, porque entonces
nadie me conocía en Jershalaím.
41
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¿No conoces a estos seguía Pilatos sin apartar la vista
del preso: a un tal Dismás, a otro Gestas y a un tercero Bar-
Rabbán?
A esos buenos hombres no les conozco contestó el detenido.
¿Seguro?
Seguro.
Ahora, dime: ¿por qué siempre utilizas eso de buenos
hombres? ¿Es que a todos les llamas así?
Sí, a todos contestó el preso. No hay hombres malos
en la tierra.
Es la primera vez que lo oigo dijo Pilatos sonriendo.
¡Puede ser que no conozca suficientemente la vida! Deje de
escribir dijo, volviéndose hacia el secretario, que había dejado
de hacerlo hacía tiempo, y se dirigió de nuevo al preso:
¿Has leído algo de eso en un libro griego?
No, he llegado a ello por mí mismo.
¿Y lo predicas?
Sí.
Y el centurión Marco, llamado Matarratas, ¿también es
bueno?
Sí contestó el preso; pero es un hombre desgraciado.
Desde que unos buenos hombres le desfiguraron la cara, se hizo
duro y cruel. Me gustaría saber quién se lo hizo.
Yo te lo puedo explicar con mucho gusto contestó
Pilatos, porque fui testigo. Los buenos hombres se echaron
sobre él como perros sobre un oso. Los germanos le sujetaron
por el cuello, los brazos y las piernas. El manípulo de infantería
fue cercado, y de no haber sido por la turma de caballería que yo
dirigía, que atacó por el flanco, tú, filósofo, no podrías hablar
ahora con Matarratas. Eso sucedió en la batalla de Idistaviso,
en el Valle de las Doncellas.
Si yo pudiera hablar con él dijo de pronto el detenido
con aire soñador, estoy seguro de que cambiaría completamente.
42
Me parece respondió Pilatos que le haría muy poca
gracia al legado de la legión que tú hablaras con alguno de sus
oficiales o soldados. Pero, afortunadamente, eso no va a suceder,
porque el primero que se encargará de impedirlo seré yo.
En ese momento una golondrina penetró en la columnata
volando con rapidez, hizo un círculo bajo el techo dorado, casi
rozó con sus alas puntiagudas el rostro de una estatua de cobre
en un nicho y desapareció tras el capitel de una columna. Es
posible que se le hubiera ocurrido hacer allí su nido.
Durante el vuelo de la golondrina, en la cabeza del procurador,
ahora lúcida y sin confusión, se había formado el
esquema de la actitud a seguir. El hegémono, estudiando el
caso de Joshuá, el filósofo errante apodado Ga-Nozri, no había
descubierto motivo de delito. No halló, por ejemplo, ninguna
relación entre las acciones de Joshuá y las revueltas que habían
tenido lugar en Jershalaím. El filósofo errante había resultado
ser un enfermo mental y por ello el procurador no aprobaba
la sentencia de muerte que pronunciara el pequeño sanedrín.
Pero teniendo en cuenta que los discursos irrazonables y utópicos
de Ga-Nozri podían ocasionar disturbios en Jershalaím,
lo recluiría en Cesarea de Estratón, en el mar Mediterráneo, es
decir, donde el procurador tenía su residencia. Solo quedaba
dictárselo al secretario.
Las alas de la golondrina resoplaron sobre la cabeza del
hegémono, el pájaro se lanzó hacia la fuente y salió volando. El
procurador levantó la mirada hacia el preso y vio que un remolino
de polvo se había levantado a su lado.
¿Eso es todo sobre él? preguntó Pilatos al secretario.
No, desgraciadamente dijo el secretario.
¿Qué más? preguntó Pilatos frunciendo el entrecejo.
Al leer lo que acababa de recibir cambió su expresión. Fue
la sangre que afluyó a la cara y al cuello, o fue algo más, pero su
piel perdió el matiz amarillento, se puso oscura y los ojos parecieron
hundírsele en las cuencas.
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Seguramente era cosa de la sangre que le golpeaba las
sienes, pero el procurador sintió que se le turbaba la vista. Le
pareció que la cabeza del preso se borraba y en su lugar aparecía
otra. Una cabeza calva que tenía una corona de oro, de
dientes separados. En la frente, una llaga redonda, cubierta de
pomada, le quemaba la piel. Una boca hundida, sin dientes, con
el labio inferior colgando. Le pareció a Pilatos que se borraban
las columnas rosas del balcón y los tejados de Jershalaím, que
se veían abajo, detrás del parque, y que todo se cubría del verde
espeso de los jardines de Caprea. También le sucedió algo
extraño con el oído: percibió el ruido lejano y amenazador de
las trompetas y una voz nasal que estiraba con arrogancia las
palabras: La ley sobre el insulto de la majestad....
Atravesaron su mente una serie de ideas breves, incoherentes
y extrañas: ¡Perdido!. Luego: ¡Perdidos!. Y otra completamente
absurda, sobre la inmortalidad; y aquella inmortalidad le
producía una angustia tremenda.
Pilatos hizo un esfuerzo, se desembarazó de aquella visión,
volvió con la vista al balcón y de nuevo se enfrentó con los ojos
del preso.
Oye, Ga-Nozri habló el procurador mirando a Joshuá
de manera extraña: su cara era cruel, pero sus ojos expresaban
inquietud, ¿has dicho algo sobre el gran César? ¡Contesta!
¿Has dicho? ¿O... nooo... lo has dicho? Pilatos estiró la palabra
no algo más de lo que se suele hacer en un juicio, e intentó
transmitir con la mirada una idea a Joshuá.
Es fácil y agradable decir la verdad contestó el preso.
No quiero saber contestó Pilatos con una voz ahogada
y dura si te resulta agradable o no decir la verdad. Tendrás que
decirla. Pero cuando la digas, piensa bien cada palabra, si no
deseas la muerte, que sería dolorosa.
Nadie sabe qué le ocurrió al procurador de Judea, pero se
permitió levantar la mano como protegiéndose del sol, y por
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debajo de la mano, como si fuera un escudo, dirigió al preso una
mirada insinuante.
Bien decía, contéstame: ¿conoces a un tal Judas de
Kerioth y dime qué le has dicho, si es que le has dicho algo, sobre
el César?
Fue así explicó el preso con disposición: Anteanoche
conocí junto al templo a un joven que dijo ser Judas, de la ciudad
de Kerioth. Me invitó a su casa en la Ciudad Baja y me convidó...
¿Un buen hombre? preguntó Pilatos, y un fuego diabólico
brilló en sus ojos.
Es un hombre muy bueno y curioso afirmó el preso.
Manifestó un gran interés hacia mis ideas y me recibió muy
amablemente...
Encendió los candiles... dijo el procurador entre dientes,
imitando el tono del preso, mientras sus ojos brillaban.
Sí siguió Joshuá, algo sorprendido por lo bien informado
que estaba el procurador; solicitó mi opinión sobre el
poder político. Esta cuestión le interesaba especialmente.
Entonces, ¿qué dijiste? preguntó Pilatos. ¿O me vas
a contestar que has olvidado tus palabras? pero el tono de
Pilatos no expresaba ya esperanza alguna.
Dije, entre otras cosas contaba el preso, que cualquier
poder es un acto de violencia contra el hombre y que llegará un
día en el que no existirá ni el poder de los césares ni ningún otro.
El hombre formará parte del reino de la verdad y la justicia,
donde no es necesario ningún poder.
¡Sigue!
Después no dije nada concluyó el preso. Llegaron
unos hombres, me ataron y me llevaron a la cárcel.
El secretario, tratando de no perder una palabra, escribía
en el pergamino.
¡En el mundo no hubo, no hay y no habrá nunca un
poder más grande y mejor para el hombre que el poder del
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
emperador Tiberio! La voz cortada y enferma de Pilatos creció.
El procurador miraba con odio al secretario y a la escolta.
¡Y no serás tú, loco delirante, quien hable de él! Pilatos
gritó: ¡Que se vaya la escolta del balcón! Y añadió, volviéndose
hacia el secretario: ¡Déjame solo con el detenido, es un
asunto de Estado!
La escolta levantó las lanzas, sonaron los pasos rítmicos
de sus cáligas con herraduras, y salió al jardín; el secretario les
siguió.
Durante unos instantes el silencio en el balcón se interrumpía
solamente por la canción del agua en la fuente. Pilatos
observaba cómo crecía el plato de agua, cómo rebosaban sus
bordes, para derramarse en forma de charcos.
El primero en hablar fue el preso.
Veo que algo malo ha sucedido porque yo hablara con
ese joven de Kerioth. Tengo el presentimiento, hegémono, de
que le va a suceder algún infortunio y siento lástima por él.
Me parece dijo el procurador con sonrisa extraña que
hay alguien por quien deberías sentir mucha más lástima que
por Judas de Kerioth; ¡alguien que lo va a pasar mucho peor que
Judas!... Entonces, Marco Matarratas, el verdugo frío y convencido,
los hombres, que según veo el procurador señaló la cara
desfigurada de Joshuá te han pegado por tus predicaciones,
los bandidos Dismás y Gestas que mataron con sus secuaces
a cuatro soldados y el sucio traidor Judas, ¿todos son buenos
hombres?
Sí respondió el preso.
¿Y llegará el reino de la verdad?
Llegará, hegémono contestó Joshuá convencido.
¡No llegará nunca! gritó de pronto Pilatos con una
voz tan tremenda, que Joshuá se echó hacia atrás. Así gritaba
Pilatos a sus soldados en el Valle de las Doncellas hacía muchos
años: ¡Destrozadles! ¡Han cogido al gigante Matarratas!.
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Alzó más su voz ronca de soldado y gritó para que le oyeran en
el jardín:
¡Delincuente! ¡Delincuente! luego, en voz baja, preguntó:
Joshuá Ga-Nozri, ¿crees en algunos dioses?
Hay un Dios contestó Joshuá y creo en Él.
Entonces, ¡rézale! ¡Rézale todo lo que puedas! Aunque...
la voz de Pilatos se cortó esto tampoco ayudará. ¿Tienes
mujer? preguntó angustiado, sin comprender lo que le ocurría.
No; estoy solo.
Odiosa ciudad... murmuró el procurador; movió los
hombros como si tuviera frío y se frotó las manos como lavándoselas.
Si te hubieran matado antes de tu encuentro con Judas
de Kerioth hubiera sido mucho mejor.
¿Por qué no me dejas libre, hegémono? Pidió de pronto
el preso con ansiedad. Me parece que quieren matarme.
Pilatos cambió de cara y miró a Joshuá con ojos irritados y
enrojecidos.
¿Tú crees, desdichado, que un procurador romano
puede soltar a un hombre que dice las cosas que acabas de decir?
¡Oh, dioses! ¿O te imaginas que quiero encontrarme en tu
lugar? ¡No comparto tus ideas! Escucha: si desde este momento
pronuncias una sola palabra o te pones al habla con alguien,
¡guárdate de mí! Te lo repito: ¡guárdate!
¡Hegémono...!
¡A callar! exclamó Pilatos, y con una mirada furiosa
siguió a la golondrina que entró de nuevo en el balcón ¡Que
vengan! gritó.
Cuando el secretario y la escolta volvieron a su sitio,
Pilatos anunció que aprobaba la sentencia de muerte del delincuente
Joshuá Ga-Nozri, pronunciada por el pequeño sanedrín,
y el secretario apuntó las palabras de Pilatos.
Inmediatamente Marco Matarratas se presentó ante
Pilatos. El procurador le ordenó que entregara el preso al jefe del
servicio secreto y que le transmitiera la orden de que Ga-Nozri
47
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
tenía que estar separado del resto de los condenados, y que a
todos los soldados del servicio secreto se les prohibiera bajo
castigo severísimo que hablaran con Joshuá o contestaran a sus
preguntas.
Obedeciendo la señal de Marco, la escolta rodeó a Joshuá
y se lo llevaron del balcón.
Después llegó un hombre bien parecido, de barba rubia,
con plumas de águila en el morrión, doradas y relucientes
cabezas de león en el pecho, cubierto de chapas de oro el cinto
de la espada, sandalias de suela triple con las cintas hasta la
rodilla y un manto rojo echado sobre el hombro izquierdo. Era
el legado que dirigía la legión.
El procurador le preguntó dónde se encontraba en aquel
momento la cohorte de Sebástica. El legado comunicó que la
cohorte había cercado la plaza delante del hipódromo, donde
sería anunciada al pueblo la sentencia de los delincuentes.
El procurador dispuso que el legado destacara dos centurias
de la cohorte romana. Una de ellas, dirigida por Matarratas,
tendría que escoltar a los condenados, los carros con los utensilios
para la ejecución y a los verdugos, en el viaje al monte
Calvario, y una vez allí entrar en el cerco de arriba. Otra cohorte
tenía que ser enviada inmediatamente al Calvario y formar el
cerco. Con el mismo objeto, es decir, para guardar el monte, el
procurador pidió al legado que destacase un regimiento de caballería
auxiliar: el ala siria.
Cuando el legado abandonó el balcón, el procurador ordenó
al secretario que invitara al palacio al presidente del sanedrín,
a dos miembros del mismo y al jefe del servicio del templo de
Jershalaím, pero añadió que le gustaría que la entrevista con ellos
fuera concertada de tal manera que previamente tuviera la posibilidad
de hablar a solas con el presidente.
La orden del procurador fue cumplida con rapidez y precisión,
y el sol, que aquellos días abrasaba Jershalaím con un
furor especial, no había llegado aún a su punto más alto, cuando
48
en la terraza superior del jardín, entre dos elefantes de mármol
blanco que guardaban la escalera, se encontraron al procurador
y al que desempeñaba el cargo de presidente del sanedrín, el
gran sacerdote de Judea José Caifás.
El jardín estaba en silencio. Pero al salir de la columnata
a la soleada glorieta superior entre las palmeras monstruosas
patas de elefante, el procurador vio todo el panorama del tan
odiado Jershalaím: sus puentes colgantes, fortalezas y, lo más
importante, un montón de mármol, imposible de describir,
cubierto de escamas doradas de dragón en lugar de tejado: el
templo de Jershalaím. El procurador pudo percibir con su fino
oído muy lejos, allí abajo, donde una muralla de piedra separaba
las terrazas inferiores del jardín de la plaza de la ciudad, un
murmullo sordo, sobre el que de vez en cuando se alzaban gritos
o gemidos agudos.
El procurador comprendió que allá en la plaza se había reunido
una enorme multitud, alborotada por las últimas revueltas
de Jershalaím, que esperaba con impaciencia el veredicto. Los
gritos provenían de los desasosegados vendedores de agua.
El procurador empezó por invitar al gran sacerdote al
balcón, para resguardarse del calor implacable, pero Caifás se
excusó con delicadeza, explicando que no podía hacerlo en vísperas
de la fiesta. Pilatos cubrió su escasa cabellera con un capuchón
e inició la conversación, que transcurrió en griego.
Pilatos dijo que había estudiado el caso de Joshuá Ga-Nozri
y que aprobaba la sentencia de muerte.
Tres delincuentes estaban sentenciados a muerte y debían
ser ejecutados en ese mismo día: Dismás, Gestas y Bar-Rabbán,
y además ese Joshuá Ga-Nozri. Los dos primeros intentaron
incitar al pueblo a un levantamiento contra el César, habían
sido prendidos por los soldados romanos y eran de la incumbencia
del procurador; por consiguiente, no había lugar a discusión.
Los dos últimos, Bar-Rabbán y Ga-Nozri, habían sido
detenidos por las fuerzas locales y condenados por el sanedrín.
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
De acuerdo con la ley y de acuerdo con la costumbre, uno de
estos dos delincuentes tenía que ser liberado en honor a la gran
fiesta de Pascua que empezaba aquel día. Por eso el procurador
deseaba saber a quién de los dos delincuentes quería dejar en
libertad el sanedrín, a Bar-Rabbán o a Ga-Nozri. Caifás inclinó
la cabeza indicando que la pregunta había sido comprendida, y
contestó:
El sanedrín pide que se libere a Bar-Rabbán.
El procurador sabía perfectamente cuál iba a ser la respuesta
del gran sacerdote, pero quería dar a entender que
aquella contestación provocaba su asombro.
Lo hizo con mucho arte. Se arquearon las cejas en su cara
arrogante, y el procurador, en actitud muy sorprendida, clavó la
mirada en los ojos del gran sacerdote.
Reconozco que esta respuesta me sorprende dijo el
procurador suavemente. Me temo que debe de haber algún
malentendido.
Pilatos se explicó. El gobierno romano no atentaba en modo
alguno contra el poder sacerdotal del país, el gran sacerdote tenía
que saberlo perfectamente, pero en este caso era evidente que
había una equivocación.
Realmente, los delitos de Bar-Rabbán y Ga-Nozri eran
incomparables por su gravedad. Si el segundo, cuya debilidad
mental saltaba a la vista, era culpable de haber pronunciado discursos
absurdos en Jershalaím y algunos otros lugares, el primero
era mucho más responsable. No solo se había permitido
hacer llamamientos directos a una sublevación, sino que también
había matado a un guardia mientras intentaban prenderle.
Bar-Rabbán representaba un peligro mucho mayor que el que
pudiera representar Ga-Nozri.
En virtud de todo lo dicho, el procurador pedía al gran
sacerdote que revisara la decisión y dejara en libertad a aquel de
los dos condenados que representara menos peligro, y este era,
sin duda alguna, Ga-Nozri.
50
Caifás dijo en voz baja y firme que el sanedrín había estudiado
el caso con mucho detenimiento y que comunicaba por
segunda vez que quería la libertad de Bar-Rabbán.
¿Pero cómo? ¿También después de mi gestión? ¿De la
gestión del que representa el gobierno romano? Gran sacerdote,
repítelo por tercera vez.
Comunico por tercera vez que dejamos en libertad a
Bar-Rabbán dijo Caifás en voz baja.
Todo había terminado y no valía la pena seguir discutiendo.
Ga-Nozri se iba para siempre y nadie podría calmar
los horribles dolores del procurador, la única salvación era
la muerte. Pero esta idea no fue lo que le sorprendió. Aquella
angustia inexplicable que le invadiera cuando estaba en el
balcón se había apoderado ahora de todo su ser. Intentó buscar
una explicación y la que encontró fue bastante extraña. Tuvo la
vaga sensación de que su conversación con el condenado quedó
sin terminar, o que no le había escuchado hasta el final.
Pilatos desechó este pensamiento, que desapareció tan
repentinamente como había surgido. Se fue, y su angustia
quedó sin explicar, porque tampoco la explicaba la idea que
relampagueó en su cerebro. La inmortalidad..., ha llegado la
inmortalidad.... ¿Quién iba a ser inmortal? El procurador no
pudo comprenderlo, pero la idea de la misteriosa inmortalidad
le hizo sentir frío en medio de aquel sol agobiante.
Bien dijo Pilatos así sea.
Entonces se volvió, abarcó con la mirada el mundo que
veía y se sorprendió del cambio que había sufrido. Desapareció
la mata cubierta de rosas, desaparecieron los cipreses que bordeaban
la terraza superior, también el granate y una estatua
blanca en medio del verde. En su lugar flotó una nube purpúrea,
con algas que oscilaban y que empezaron a moverse hacia un
lado, y con ellas se movió Pilatos. Ahora se lo llevaba, asfixiándolo
y abrasándolo, la ira más terrible, la ira de la impotencia.
Me ahogo pronunció Pilatos. ¡Me ahogo!
51
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Con una mano fría y húmeda, tiró del broche del manto y
este cayó sobre la arena.
Hace mucho bochorno, hay tormenta en algún sitio
contestó Caifás, sin apartar los ojos del rostro enrojecido del
procurador, temiendo lo que estaba por llegar. ¡Qué terrible es
el mes Nisán este año!.
No dijo Pilatos, no es por el bochorno; me asfixio por
estar junto a ti, Caifás y añadió con una sonrisa, entornando
los ojos: Cuídate bien, gran sacerdote.
Brillaron los ojos oscuros del gran sacerdote y su cara
expresó asombro con no menos habilidad que el procurador.
¿Qué estoy oyendo, procurador? dijo Caifás digno y
tranquilo. ¿Me amenazas después de una sentencia aprobada
por ti mismo? ¿Será posible? Estamos acostumbrados a que el
procurador romano escoja las palabras antes de pronunciarlas.
¿No nos estará escuchando alguien, hegémono?
Pilatos miró con ojos muertos al gran sacerdote y enseñó
los dientes, esbozando una sonrisa.
¡Qué cosas dices, gran sacerdote! ¿Quién nos puede oír
aquí? ¿Es que me parezco al joven vagabundo alienado que hoy
van a ejecutar? ¿Crees que soy un chiquillo? Sé muy bien lo que
digo y dónde. Está cercado el jardín, está cercado el palacio, ni
un ratón puede penetrar por una rendija. No solo un ratón, sino
ese..., ¿cómo se llama?..., de la ciudad de Kerioth. Pues sí..., si
penetrara aquí lo sentiría con toda su alma, ¿me crees, Caifás?
Pues acuérdate, gran sacerdote, ¡desde este momento no tendrás
ni un minuto de paz! Ni tú ni tu pueblo y Pilatos señaló hacia
la derecha, donde a lo lejos, en lo alto, ardía el templo. ¡Te lo
digo yo, Poncio Pilatos, jinete lanza de oro!
¡Lo sé, lo sé! respondió intrépido Caifás, y sus ojos
brillaron. Alzó las manos hacia el cielo y siguió: El pueblo de
Judea sabe que tú le odias ferozmente y que le harás mucho mal,
¡pero no podrás ahogarlo! ¡Dios le guardará! ¡Ya nos oirá el
César omnipotente y nos salvará del funesto Pilatos!
52
¡Oh, no! exclamó Pilatos, y cada palabra le hacía sentirse
más aliviado: ya no tenía que fingir, no tenía que medir
las palabras. ¡Te has quejado al César de mí demasiadas veces,
Caifás, y ha llegado mi hora! Ahora mandaré la noticia, y no a
Antioquía, ni a Roma, sino directamente a Caprea, al mismo
emperador, la noticia de que en Jershalaím guardáis de la
muerte a los más grandes rebeldes. Y no será con agua del lago
de Salomón, como quería hacer para vuestro bien, con lo que
saciaré la sed de Jershalaím. ¡No! ¡No será con agua! ¡Acuérdate
de cómo por vuestra culpa tuve que arrancar de las paredes los
escudos con la efigie del emperador, trasladar a los soldados,
cómo tuve que venir aquí para ver qué ocurría! ¡Acuérdate de
mis palabras!: verás en Jershalaím más de una cohorte, ¡muchas
más! Toda la Legión Fulminante, acudirá la caballería árabe.
¡Entonces oirás amargos llantos y gemidos! ¡Entonces te acordarás
del liberado Bar-Rabbán, y te arrepentirás de haber mandado
a la muerte al filósofo de las predicaciones pacíficas!
La cara del gran sacerdote se cubrió de manchas, sus ojos
ardían. Al igual que el procurador, sonrió enseñando los dientes,
y contestó:
¿Crees, procurador, en lo que estás diciendo? ¡No, no lo
crees! No es paz, no es paz lo que ha traído a Jershalaím ese cautivador
del pueblo, y tú, jinete, lo comprendes perfectamente.
¡Querías soltarle para que sublevara al pueblo, injuriara nuestra
religión y expusiera el pueblo a las espadas romanas! Pero yo,
gran sacerdote de Judea, mientras esté vivo no permitiré que
se humille la religión y protegeré al pueblo. ¿Oyes, Pilatos? Y
Caifás levantó la mano con un gesto amenazador. ¡Escucha,
procurador!
Caifás dejó de hablar y el procurador oyó de nuevo el ruido
del mar, que se acercaba a las mismas murallas del jardín de
Herodes el Grande. El ruido subía desde los pies del procurador
hasta su rostro. A sus espaldas, en las alas del palacio, se oían las
señales alarmantes de las trompetas, el ruido pesado de cientos
53
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
de pies, el tintineo metálico. El procurador comprendió que era
la infantería romana que ya estaba saliendo, según su orden,
precipitándose al desfile, terrible para los bandidos y rebeldes.
¿Oyes, procurador? repitió el gran sacerdote en voz
baja. ¿No me dirás que todo esto Caifás alzó los brazos y la
capucha oscura se cayó de su cabeza lo ha provocado el miserable
bandido Bar-Rabbán?
El procurador se secó la frente fría y mojada con el revés
de la mano, miró al suelo, luego levantó los ojos entornados
hacia el cielo y vio que el globo incandescente estaba casi sobre
su cabeza y que la sombra de Caifás parecía encogida junto a la
cola del caballo. Luego dijo en voz baja e indiferente:
Se acerca el mediodía. Nos hemos distraído con la
charla y es hora de continuar.
Se excusó elegantemente ante el gran sacerdote, le invitó a
que le esperara sentado en un banco a la sombra de las magnolias,
mientras él llamaba al resto de las personalidades, necesarias
para una última y breve reunión, y daba una orden referente
a la ejecución.
Caifás se inclinó finamente, con la mano apretada al corazón,
y se quedó en el jardín; Pilatos volvió al balcón. Dijo al secretario
que invitara al jardín al legado de la legión, al tribuno de la
cohorte, a dos miembros del sanedrín y al jefe de la guardia del
templo, que esperaban a que se les avisara en un templete redondo
de la terraza inferior. Añadió que él mismo saldría en seguida al
jardín y se dirigió al interior del palacio.
Mientras el secretario preparaba la reunión, el procurador
tuvo una entrevista con un hombre cuya cara estaba medio
cubierta por un capuchón, aunque en la habitación, con las cortinas
echadas, no entraba ni un rayo del sol que pudiera molestarle.
La entrevista fue muy breve. El procurador le dijo unas
palabras en voz baja y el hombre se retiró. Pilatos fue al jardín,
pasando por la columnata.
54
Allí, en presencia de todos aquellos que quería ver, anunció
con aire solemne y reservado que corroboraba la sentencia de
muerte de Joshuá Ga-Nozri y preguntó oficialmente a los miembros
del sanedrín a cuál de los dos delincuentes pensaban dar
libertad. Al oír que era Bar-Rabbán, el procurador dijo:
Muy bien y ordenó al secretario que anotara en seguida
todo en el acta, apretó con la mano el broche que el secretario
levantara de la arena y dijo con solemnidad:
¡Es la hora!
Los presentes bajaron por la ancha escalera de mármol
entre paredes de rosas que despedían un olor mareante y se
acercaron al muro del jardín, a la puerta que daba a una gran
plaza llana, al fondo de la cual se veían las columnas y estatuas
del hipódromo.
Al salir del jardín todo el grupo subió a un estrado de
piedra que dominaba la plaza. Pilatos, mirando alrededor con
los ojos entornados, se dio cuenta de la situación.
El espacio que acababa de recorrer, es decir, desde el muro
del palacio hasta el estrado, estaba vacío, pero delante Pilatos
no podía ver la plaza: la multitud se la había tragado. Hubiera
llenado todo el espacio vacío y el mismo estrado si no fuera por
la triple fila de soldados de la Sebástica, que se encontraban a
mano izquierda de Pilatos, y los soldados de la cohorte auxiliar
Itúrea, que contenían a la muchedumbre por la derecha.
Pilatos subió al estrado, apretando en la mano el broche
innecesario y entornando los ojos. No lo hacía porque el sol le
quemara, no. Sin saber por qué, no quería ver al grupo de condenados,
que, como bien sabía, no tardarían en subir al estrado.
En cuanto el manto blanco forrado de rojo sangre apareció
en lo alto de la roca de piedra sobre el borde de aquel mar
humano, el invidente Pilatos sintió una ola de ruido que le golpeó
los oídos: Gaaa. Nació a lo lejos, junto al hipódromo, primero
en tono bajo, luego se hizo atronador y después de sostenerse
unos instantes, empezó a descender. Me han visto, pensó el
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
procurador. La ola no se había apagado del todo cuando empezó
a crecer otra vez, subió más que la primera y, como en las olas
del mar surge la espuma, se levantó un silbido y unos aislados
gemidos de mujer. Es que les han hecho subir al estrado pensó
Pilatos; los gemidos provienen de varias mujeres que ha aplastado
la multitud al echarse hacia adelante.
Esperó un rato, sabiendo que no hay fuerza capaz de acallar
una muchedumbre, que es necesario que exhale todo lo que
tenga dentro y se calle por sí misma.
Cuando llegó este momento, el procurador levantó su mano
derecha y el último murmullo cesó.
Entonces Pilatos aspiró todo el aire caliente que pudo y
gritó; su voz cortada voló por encima de miles de cabezas:
¡En nombre del César emperador!
Varias veces le golpeó los oídos el grito agudo y repetido:
en las cohortes, alzando las lanzas y los emblemas, gritaron los
soldados con voces terribles:
¡¡Viva el César!!
Pilatos levantó la cabeza hacia el sol. Bajo sus párpados se
encendió un fuego verde que hizo arder su cerebro, y sobre la
muchedumbre volaron las roncas palabras arameas:
Los cuatro malhechores, detenidos en Jershalaím por
crímenes, instigación al levantamiento, injurias a las leyes y a
la religión, han sido condenados a una ejecución vergonzosa: ¡a
ser colgados en postes! Esta ejecución se va a efectuar ahora en
el monte Calvario. Los nombres de los delincuentes son: Dimás,
Gestás, Bar-Rabbán y Ga-Nozri. ¡Aquí están!
Pilatos señaló con la mano, sin mirar a los delincuentes,
pero sabiendo con certeza que estaban en su sitio.
La multitud respondió con un largo murmullo que parecía
de sorpresa o de alivio. Cuando se apagó el murmullo, Pilatos
prosiguió:
Pero serán ejecutados nada más que tres, porque, según
la ley y la costumbre, en honor a la Fiesta de Pascua, a uno de los
56
condenados, elegido por el pequeño sanedrín y aprobado por el
poder romano, ¡el magnánimo César emperador le devuelve su
despreciable vida!
Pilatos gritaba y al mismo tiempo advertía cómo el murmullo
se convertía en un gran silencio.
Ni un suspiro, ni un ruido llegaba a sus oídos, y por un
momento a Pilatos le pareció que todo lo que le rodeaba había
desaparecido. La odiada ciudad había muerto, y él estaba solo,
quemado por los rayos que caían de plano, con la cara levantada
hacia el cielo. Pilatos mantuvo el silencio unos instantes y
luego gritó:
El nombre del que ahora va a ser liberado es...
Hizo otra pausa antes de pronunciar el nombre, recordando
si había dicho todo lo que quería, porque sabía que la
ciudad muerta iba a resucitar al oír el nombre del afortunado y
después no escucharía ni una palabra más.
¿Es todo? se preguntó Pilatos. Todo. El nombre.
Y haciendo rodar la r sobre la ciudad en silencio, gritó:
¡Bar-Rabbán!
Le pareció que el sol había explotado con un estrépito y
le había llenado los oídos de fuego. En este fuego se revolvían
aullidos, gritos, gemidos, risas y silbidos.
Pilatos se volvió hacia atrás y se dirigió hacia las escaleras,
pasando por el estrado sin mirar a nadie, con la vista fija en los
coloreados mosaicos que tenía bajo sus pies, para no tropezar.
Sabía que a sus espaldas estaba cayendo sobre el estrado una
lluvia de monedas de bronce y de dátiles y que entre la muchedumbre
que aullaba, los hombres, aplastándose, se encaramaban
unos sobre otros para ver con sus propios ojos el milagro:
cómo un hombre que ya estaba en manos de la muerte se había
liberado de ella; cómo le desataban, causándole un agudo dolor
en las manos dislocadas durante los interrogatorios, y cómo él,
haciendo muecas y gimiendo, esbozaba una sonrisa loca e inexpresiva.
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Sabía que al mismo tiempo la escolta conducía a los otros
tres por las escaleras laterales, hacia el camino que llevaba al
oeste, fuera de la ciudad, al monte Calvario. Solo cuando estaba
detrás del estrado, Pilatos abrió los ojos sabiendo que ya estaba
fuera de peligro: ya no podía ver a los condenados.
Al lamento de la multitud, que empezaba a calmarse, se
unían los gritos estridentes de los heraldos, que repetían, uno
en griego y otro en arameo, lo que había dicho el procurador
desde el estrado. A sus oídos llegó el redoble de las pisadas de los
caballos que se aproximaban y el sonido de una trompeta que
gritaba algo breve y alegre. Les respondió el silbido penetrante
de los chiquillos que estaban sobre los tejados de las casas en la
calle que conducía del mercado a la plaza del hipódromo, y un
grito: ¡Cuidado!.
Un soldado, solitario en el espacio liberado de la plaza,
agitó asustado su emblema. El procurador, el legado de la
legión, el secretario y la escolta se pararon. El ala de caballería,
con el trote cada vez más suelto, irrumpía en la plaza para atravesarla
evitando el gentío y seguía por la calleja junto a un muro
de piedra cubierto de parra por el camino más corto hacia el
monte Calvario.
Un hombrecillo pequeño como un chico, moreno como un
mulato, el comandante del ala siria, trotaba en su caballo, y al
pasar junto a Pilatos gritó algo con voz aguda y desenvainó su
espada. Su caballo, mojado, negro y feroz, viró hacia un lado y
se encabritó. Guardando la espada, el comandante le pegó en
el cuello con un látigo, lo enderezó y siguió su camino por la
calleja, pasando al galope. Detrás de él, en filas de a tres, cabalgaban
los jinetes envueltos en una nube de polvo. Saltaron las
puntas de las ligeras lanzas de bambú. El procurador vio pasar
junto a él los rostros que parecían todavía más morenos bajo
los turbantes, con los dientes relucientes descubiertos en alegres
sonrisas.
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Levantando el polvo hasta el cielo, el ala irrumpió en la
calleja, y Pilatos vio pasar al último soldado con una trompeta
ardiente a sus espaldas.
Protegiéndose del polvo con la mano y con una mueca de
disgusto, Pilatos siguió su camino hacia la puerta del jardín del
palacio; le acompañaban el legado, el secretario y la escolta.
Eran cerca de las diez de la mañana.
59
3
La séptima prueba
Sí, eran casi las diez de la mañana, respetable Iván
Nikoláyevich dijo el profesor.
El poeta se frotó la cara con la mano, como si acabara
de despertar, y observó que ya había caído la tarde sobre los
Estanques. Una barca ligera se deslizaba por el agua, ya en
sombra, y se oía el chapoteo de los remos y las risas de una ciudadana.
Los bancos de los bulevares se habían ido poblando, pero
siempre en los otros tres lados del cuadrado, dejando solos a nuestros
conversadores.
El cielo de Moscú estaba descolorido, la luna llena todavía
no era dorada, sino muy blanca. Se respiraba mejor y sonaban
mucho más suaves las voces bajo los tilos: eran voces nocturnas.
¡Cómo se pasó el tiempo!... Y nos ha largado toda una
historia pensó Desamparado. ¡Si es casi de noche!... A lo
mejor no ha contado nada. ¿No lo habré soñado?.
Tenemos que suponer que realmente el profesor les había
contado todo aquello, de otro modo habríamos de admitir que
Berlioz había soñado lo mismo, porque, mirando fijamente al
extranjero, dijo:
Su relato es extraordinariamente interesante, profesor,
pero no coincide ni lo más mínimo con el Evangelio.
¡Por favor! contestó el profesor con una sonrisa condescendiente.
Usted sabe mejor que nadie que todo lo que
se dice en los Evangelios no fue nunca realidad y si citamos el
60
Evangelio como fuente histórica... sonrió de nuevo. Y Berlioz
se quedó de piedra, porque precisamente era eso lo que él había
dicho a Desamparado mientras pasaban por la Brónnaya en su
camino hacia los Estanques del Patriarca.
Eso es verdad respondió Berlioz. Pero sospecho que
nadie podrá confirmar la veracidad de todo lo que usted ha
dicho.
¡Oh, no! ¡Esto hay quien lo confirma! dijo el profesor
muy convencido, hablando repentinamente en un ruso macarrónico.
Les invitó con cierto aire de misterio a acercarse más.
Se aproximaron uno por cada lado, y, sin ningún acento
(porque tan pronto lo tenía como no; el diablo sabrá por qué),
les dijo:
Verán ustedes, lo que pasa es que... el profesor miró en
derredor atemorizado y continuó en voz muy baja yo lo presencié
personalmente. Estuve en el balcón de Poncio Pilatos y en
el jardín cuando hablaba con Caifás, y en el patíbulo, de incógnito,
naturalmente, y les ruego que no digan nada a nadie. Es un
secreto... ¡shhh!
Hubo un silencio. Berlioz palideció.
Y usted..., usted..., ¿cuánto tiempo hace que está en
Moscú? preguntó con voz temblorosa.
Acabo de llegar hace un instante dijo desconcertado el
profesor.
Entonces, por primera vez, nuestros amigos se fijaron en
sus ojos y llegaron al convencimiento de que el ojo izquierdo, el
verde, era de un loco de remate, y el derecho, negro y muerto.
Bueno, me parece que aquí está la explicación pensó
Berlioz con pánico. Es un alemán recién llegado que está loco
o que le ha dado la chifladura ahora mismo. ¡Vaya broma!.
Efectivamente, todo se había aclarado; el extrañísimo
desayuno con el difunto filósofo Kant, la estúpida historia del
aceite de girasol y Anushka, los propósitos sobre la decapitación
y todo lo demás: el profesor estaba rematadamente loco.
61
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Berlioz reaccionó en seguida y decidió lo que había que
hacer. Apoyándose en el respaldo del banco y por detrás del profesor,
empezó a gesticular para dar a entender a Desamparado
que no llevara la contraria. Pero el poeta, que estaba completamente
anonadado, no entendió sus señales.
Sí, sí decía Berlioz exaltado, todo eso puede ser posible...,
muy posible. Pilatos, el balcón y todo lo demás... Dígame,
¿ha venido solo o con su esposa?
Solo, solo; siempre estoy solo respondió el profesor con
amargura.
¿Y dónde está su equipaje, profesor? preguntó Berlioz
con tacto, ¿en El Metropol? ¿Dónde se ha hospedado?
¿Yo...? En ningún sitio respondió el desquiciado alemán,
recorriendo Los Estanques con su ojo verde angustiado y
dominado por el terror.
¿Cómo? Y... ¿dónde piensa vivir?
En su casa dijo con desenfado el demente guiñando el ojo.
Por mí..., encantado balbuceó Berlioz, pero me temo
que no se va a encontrar muy cómodo. El Metropol tiene departamentos
estupendos. Es un hotel de primera clase...
Y el Diablo, ¿tampoco existe? preguntó de repente el
enfermo, en un tono jovial.
Tampoco...
¡No discutas! susurró Berlioz, gesticulando ante la
espalda del profesor.
¡Claro que no! ¡No hay ningún diablo! gritó de todos
modos Iván Nikoláyevich, desconcertado con tanto lío. ¡Pero
qué castigo! ¡Y apriétese los tornillos!
El demente soltó una carcajada tan ruidosa que de los tilos
escapó volando un gorrión.
Decididamente esto se pone interesante decía el profesor
temblando de risa. Vaya, vaya, resulta que para ustedes
no existe nada de nada dejó de reírse y como suele suceder en
62
los enfermos mentales, cambió de humor repentinamente; gritó
irritado: Conque no existe, ¿eh?
Tranquilícese, por favor, tranquilícese balbuceaba
Berlioz, temiendo exasperarle. Por favor, espéreme aquí un
minuto con el camarada Desamparado mientras voy a hacer
una llamada ahí a la vuelta. Y luego le acompañamos donde
usted quiera; como no conoce la ciudad...
Hay que reconocer que el plan de Berlioz era acertado: lo
primero era encontrar un teléfono público y comunicar inmediatamente
a la Sección de Extranjeros algo parecido a que
el consejero recién llegado estaba en Los Estanques en un
estado evidentemente anormal. Y habría que tomar las debidas
precauciones, porque todo aquello era una cosa disparatada y
bastante desagradable.
¿Quiere llamar? Muy bien, pues llame... dijo con tristeza
el enfermo, y suplicó exaltado: Pero, por favor, antes de
que se vaya, créame, el Diablo existe. Es lo único que le pido.
Escúcheme bien; existe una séptima prueba que es la más convincente
de todas. Ahora mismo se les va a presentar.
Sí, sí, naturalmente asentía Berlioz muy cariñoso y guiñándole
el ojo al pobre poeta, que no le veía la gracia a quedarse
vigilando al demente, se dirigió hacia la salida de Los
Estanques, que está en la esquina de la calle Brónnaya y la
Yermoláyevski.
El profesor se sosegó y pareció volver a la normalidad.
¡Mijaíl Alexándrovich! gritó a espaldas de Berlioz.
El jefe de redacción se volvió, sacudido por un estremecimiento,
y pensó para tranquilizarse que su nombre y su patronímico
también podía haberlos sacado de algún periódico.
Poniendo las manos a manera de altavoz, el profesor volvió
a gritar:
Con su permiso voy a pedir que envíen un telegrama a
su tío de Kíev.
63
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Berlioz no pudo evitar otra sacudida. ¿De dónde sabría el
loco lo del tío de Kíev? Porque por un periódico no, desde luego.
¿Y si Desamparado tuviera razón? ¿Y si los documentos son
falsos? ¡Qué sujeto más extraño!... ¡Al teléfono, hay que telefonear
rápidamente! Lo aclararán en seguida.
Berlioz, sin escuchar nada más, echó a correr.
En aquel momento, y junto a la salida de la calle Brónnaya,
se levantó de un banco y salió a su encuentro el mismo ciudadano
que surgiera del calor abrasador. Pero ahora ya no era de
aire, sino normal, de carne y hueso y, a la luz del crepúsculo,
Berlioz divisó con claridad que su pequeño bigote era como dos
plumas de gallina, los ojos diminutos, irónicos y abotargados.
El pantaloncito a cuadros tan corto que se le veían unos calcetines
blancos y sucios.
Mijaíl Alexándrovich retrocedió, pero le calmó la idea de
que podía ser una simple coincidencia y que, fuera lo que fuera,
no era momento de pensarlo.
¿Busca el torniquete? inquirió el tipo de los pantalones
a cuadros con voz cascada. Por aquí, por favor. Siga derecho,
que llegará donde va. ¿No me daría algo por la ayudita, para un
trago para este maltrecho cantor?
Y se quitó la gorra de un golpe, haciendo muchas reverencias.
Berlioz, sin escuchar al pedigüeño y remilgado chantre,
corrió al torniquete y lo agarró con la mano. Lo hizo girar y
ya estaba dispuesto a pasar sobre la vía, cuando una luz roja y
blanca le cegó los ojos; se había encendido la señal: ¡Cuidado
con el tranvía!.
El tranvía apareció inmediatamente, girando por la línea
recién construida de la calle Yermoláyevski a la Brónnaya.
De pronto, al volver y salir en línea recta, se encendió dentro
la luz eléctrica; el tranvía dio un tremendo alarido y aceleró la
marcha.
El prudente Berlioz, aunque estaba fuera de peligro, decidió
volver a protegerse detrás de la barra; cogió el torniquete y dio
64
un paso atrás. Se le escurrió la mano y soltó la barra. Se le resbaló
un pie hacia la vía deslizándose por los adoquines, como
si fueran de hielo; con el otro levantado, el traspiés le derrumbó
sobre las vías.
Cayó boca arriba, golpeándose ligeramente la nuca. Aún
tuvo tiempo de ver no supo si a la izquierda o a la derecha
la áurea luna. Se volvió bruscamente, encogió las piernas y
se encontró con el pañuelo rojo, la cara de horror, completamente
blanca, de la conductora del tranvía que se le aproximaba
inexorablemente. Berlioz no gritó, pero la calle estalló en chillidos
de mujeres aterrorizadas.
La conductora tiró del freno eléctrico, el tranvía clavó el
morro en los adoquines, dio un respingo y saltaron las ventanillas
en medio de un estruendo de cristales rotos.
En la mente de Berlioz alguien lanzó un grito desesperado:
¿Será posible?. De nuevo y por última vez, apareció la luna,
pero quebrándose ya en pedazos. Luego vino la oscuridad.
El tranvía cubrió a Berlioz. Algo oscuro y redondo saltó
contra la reja del parque, resbaló después por la pequeña pendiente
que separa aquel de la avenida, para acabar rodando,
brincando sobre los adoquines, a lo largo de la calzada.
Era la cabeza de Berlioz.
65
4
La persecución
Se calmaron los gritos histéricos de las mujeres, dejaron de
sonar los silbatos de los milicianos; aparecieron dos ambulancias:
una se llevó el cuerpo decapitado y la cabeza al depósito de
cadáveres, la otra, a la hermosa conductora herida por los cristales
rotos. Los barrenderos, con delantales blancos, barrieron
los restos de cristales y taparon con arena los charcos de sangre.
Iván Nikoláyevich se derrumbó en un banco antes de
llegar al torniquete y allí se quedó. Trató de incorporarse varias
veces, pero las piernas no le obedecían: sufría algo parecido a
una parálisis.
El poeta había corrido hacia el torniquete cuando oyó el
primer grito y vio la cabeza, dando saltitos por la calle. No pudo
soportar lo que veía y cayó en el banco mareado. Se mordió una
mano hasta hacerse sangre. Por supuesto, se había olvidado del
demente, preocupándose solo de entender lo ocurrido: ¿Cómo
era posible? Acababa de hablar con Berlioz y en un instante...
una cabeza.
Unos cuantos hombres, horrorizados, corrían por el bulevar
y pasaban casi rozando al poeta, pero él no oía sus palabras. Dos
mujeres se encontraron junto a él y una de ellas, de nariz afilada
y cabeza descubierta, gritó a la otra por encima de la oreja del
poeta:
¡Anushka, nuestra Anushka! ¡La de la calle Sadóvaya!
Son cosas suyas... ¡Fíjate que compra aceite de girasol en la
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tienda y que al pasar por el torniquete va y se le rompe la botella!
¡Imagínate!, toda la falda hecha una porquería y ella, bueno,
empieza a decir palabrotas
, ¡y ese pobrecito que se resbala y a
la vía!...
De todo lo que gritó aquella mujer, el cerebro dañado de
Iván Nikoláyevich solo pudo retener una palabra: Anushka.
¿Anushka?... ¡Anushka! balbuceó el poeta mirando
inquieto en derredor, pero si... A la palabra Anushka pudo
añadir después otras cuantas: Aceite de girasol, y luego, sin
saber por qué, Poncio Pilatos. Desechó a Pilatos y siguió ordenando
la cadena que empezara con la palabra Anushka. Llegó
en seguida al profesor.
¿Pero, cómo...? Dijo que la reunión no tendría lugar
porque Anushka había vertido el aceite. Y mira por dónde no
habrá reunión. Bueno, todavía más: dijo exactamente que sería
una mujer quien le cortara la cabeza y resulta que la que conducía
el tranvía era una mujer. Pero bueno, ¿qué es esto?.
Estaba claro. No, no podía quedar la menor duda. El misterioso
consejero sabía de antemano el hecho siniestro de la
muerte de Berlioz. Dos ideas atravesaron el cerebro del poeta.
La primera fue: No tiene nada de loco, eso es una tontería,
y la segunda: ¿No lo habrá tramado todo él mismo? Pero,
¿cómo? ¡Ah! Esto no va a quedar así. Ya lo averiguaremos.
Haciendo un tremendo esfuerzo, Iván Nikoláyevich se
incorporó lanzándose hacia donde estuviera hablando con el
profesor. Felizmente aquel no se había ido.
Los faroles de la Brónnaya estaban encendidos y sobre
Los Estanques brillaba una luna dorada. Y así, a la luz de la
luna, siempre ilusoria, le pareció que lo que el hombre llevaba
bajo el brazo no era un bastón, sino una espada.
El entrometido chantre estaba precisamente en el mismo
sitio donde había estado hacía muy poco Iván Nikoláyevich. Se
había colocado en la nariz unos impertinentes del todo innecesarios
a los que les faltaba un cristal y que tenían el otro
67
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
partido. Ahora, el ciudadano de los pantalones a cuadros tenía
un aspecto todavía más repulsivo que cuando indicara a Berlioz
el camino hacia la vía.
Iván, con el corazón encogido, se acercó al profesor y comprendió,
mirándole de frente, que su cara no traslucía el menor
indicio de locura. Ni antes ni ahora.
¡Confiese de una vez! ¿Quién es usted? preguntó con
voz sorda.
El extranjero frunció el entrecejo, miró al poeta como si le
viera por primera vez y contestó con hostilidad:
No comprender... Hablar... Ruso...
Es que no entiende se metió el chantre desde el banco,
aunque nadie le había pedido que explicara las palabras del
forastero.
¡No disimule! dijo Iván Nikoláyevich amenazador, y
tuvo una sensación de frío en el estómago, le he oído hablar
ruso perfectamente. Ni es usted alemán, ni profesor. ¡Usted
es un asesino y un espía! ¡Entrégueme sus documentos! gritó
furioso.
El misterioso profesor torció con desprecio la boca ya de
por sí bastante torcida y se encogió de hombros.
¡Ciudadano! intervino de nuevo el detestable chantre,
¿No ve que está poniendo nervioso al turista? ¡Ya le pedirán
cuentas!
Y el sospechoso profesor, con un gesto arrogante, le volvió
la espalda y se alejó. Iván se encontró desarmado y se dirigió
muy exaltado al chantre:
¡Oiga, por favor! ¡Ayúdeme a detener a ese delincuente!
¡Tiene usted el deber de hacerlo!
El chantre, animándose sobremanera e incorporándose de
un salto, gritó:
¿Qué delincuente? ¿Dónde está? ¿Un delincuente extranjero?
le bailaban los ojillos de alegría. ¿Era ese? Pues si es un
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delincuente, lo primero es ponerse a gritar socorro. O si no, se
larga. ¡Venga!, vamos a gritar a la vez y abrió el hocico.
El desconcertado Iván, haciendo caso al chantre burlón
gritó: ¡Socorro!, pero el otro no dijo nada. Le había tomado
el pelo.
El grito solitario y ronco de Iván no dio un resultado positivo.
Dos damiselas saltaron hacia un lado y el poeta pudo oír
con claridad: Borracho.
¿De modo que te pones de su parte? gritó Iván furibundo.
¿Te vas a reír de mí? ¡Déjame pasar!
Iván se lanzó a la derecha y el chantre también; Iván a la
izquierda y el canalla también.
Pero, ¿qué?, ¿te atraviesas a propósito? gritó Iván enfurecido,
¡te voy a entregar a las milicias!
Trató de asir al granuja por la manga, pero no cogió más
que aire, como si al chantre se lo hubiera tragado la tierra.
Iván se quedó con la boca abierta de asombro, miró en
derredor y vio a lo lejos al odioso desconocido que se encontraba
ya junto a la salida de la travesía del Patriarca, y además
no estaba solo. El más que sospechoso chantre tuvo tiempo de
alcanzar al profesor. Pero eso no era todo. Había un tercero
en el grupo: un gato surgido de no se sabe dónde. El gato era
enorme, como un cebón, negro como el hollín o como un grajo,
y con un bigote desafiante como el de los militares de caballería.
Los tres se dirigían hacia la calle y el gato andaba sobre las patas
traseras.
Iván se precipitó tras los maleantes, aunque en seguida
comprendió que iba a ser muy difícil darles alcance.
Los tres pasaron la travesía en un momento y salieron a la
calle Spiridónovka. Iván aligeraba el paso, pero a pesar de ello,
la distancia entre él y sus perseguidos no se acortaba. Antes de
que el poeta tuviera tiempo de reaccionar se encontró, después
de abandonar aquella tranquila calle, en la plaza Nikítskaya,
donde su situación empeoró. Había bastante aglomeración, y
69
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
además, la pandilla de granujas decidió utilizar el truco preferido
por los bandidos: huir a la desbandada.
El chantre se escabulló subiendo ligero a un autobús que
pasaba por la plaza de Arbat. Al perder de vista a uno de los del
grupo, Iván concentró su atención en el gato; el extraño animal
se había acercado al estribo del tranvía A que estaba en la
parada, había empujado con insolencia a una mujer, que dio un
grito agarrándose a la barandilla e incluso tratando de alargarle
a la cobradora una moneda de diez kopeks a través de la ventanilla
abierta por el calor.
El comportamiento del gato impresionó de tal manera a
Iván que se quedó inmóvil junto a la tienda de comestibles de la
esquina. Pero aún le impresionó más la actitud de la cobradora,
que al darse cuenta de que el gato se metía en el tranvía, temblando
de rabia, gritó:
¡Los gatos no pueden subir! ¡Que no se puede entrar con
gatos! ¡Zape! ¡O te bajas o llamo a las milicias!
Pero a la cobradora, como a los pasajeros, les pasó inadvertido
lo esencialmente asombroso, porque, al fin y al cabo, lo de
menos era que un gato subiera al tranvía, pero es que este gato
¡había intentado pagar!
El gato resultó ser no solo un animal solvente, sino también
muy disciplinado. Al primer bufido de la cobradora interrumpió
su discusión descolgándose del estribo para irse a
sentar en la parada, mientras se frotaba los bigotes con la
moneda. Pero cuando la cobradora tiró de la cuerda y el tranvía
se puso en marcha, el gato hizo lo mismo que hubiera hecho
cualquiera en el caso de haber sido expulsado de un tranvía y
que tiene necesariamente que viajar en él. Dejó pasar los tres
vagones del tranvía, saltó al borde del último, se aferró con una
pata a una de las gomas que colgaban de la trasera y así pudo
hacer su viaje, ahorrándose además diez kopeks.
Iván, puesta toda su atención en el repelente gato, estuvo a
punto de perder de vista al más importante de sus tres perseguidos:
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el profesor. Por suerte, este no había tenido tiempo de escabullirse.
Iván descubrió la boina gris a través de la muchedumbre,
al principio de la Bolshaya Nikítskaya o de la calle de Hertzen.
En un instante llegó hasta allí. Pero la suerte no le acompañaba.
El poeta aligeraba el paso o corría empujando a los transeúntes,
pero no conseguía disminuir la distancia que le separaba del
profesor ni un centímetro.
A pesar de su disgusto, Iván no dejaba de admirarse de la
rapidez tan extraordinaria con que se desarrollaba la persecución.
Apenas transcurridos veinte segundos, Iván Nikoláyevich
se encontró deslumbrado por las luces de la plaza Arbat. Unos
segundos más y estaba en una callejuela oscura de aceras desiguales;
se dio un trompazo y se hirió una rodilla. Otra calzada
iluminada, después la calle de Kropotkin y luego otra y otra
y por fin, una bocacalle triste y desagradable con luz escasa,
donde Iván perdió de vista definitivamente al que tanto le interesaba
alcanzar. El profesor había desaparecido.
Iván Nikoláyevich estaba confundido, pero se le ocurrió de
repente que el profesor tenía que encontrarse en la casa número
13, seguramente en el apartamento 47.
Irrumpió en el portal, subió volando hasta el segundo piso,
fue derecho al apartamento y llamó impaciente. No le hicieron
esperar mucho. Una niña de unos cinco años abrió la puerta y,
sin preguntar nada, desapareció en el interior.
El vestíbulo era enorme, estaba descuidadísimo, iluminado
por una minúscula bombilla, débil y polvorienta, que colgaba de
un techo negro de mugre. Colgada de un clavo en la pared, una
bicicleta sin neumáticos; en el suelo, un baúl enorme, forrado de
hierro. En un estante, sobre un perchero, un gorro de invierno
con sus largas orejeras colgando. A través de una puerta, un
receptor transmitía la voz sonora y exaltada de un hombre que
clamaba algo en verso.
Iván Nikoláyevich, sin sentirse turbado por su extraña situación,
se dirigió hacia el pasillo directamente, guiado por esta
71
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
reflexión: Se habrá escondido en el baño. El pasillo estaba
a oscuras. Chocó varias veces con las paredes hasta que vio
una tenue y estrecha franja de luz bajo una puerta, encontró a
tientas el picaporte y dio un ligero tirón. Saltó el cerrojo e Iván
se encontró precisamente en el baño, pensando que había tenido
suerte.
Pero no tuvo tanta como hubiera deseado. Envuelto en una
atmósfera de calor húmedo y a la luz de los carbones que se consumían
en el calentador, entrevió unos grandes barreños que
colgaban de la pared y una bañera con unos horribles desconchones
negros. Y en la bañera, de pie, una ciudadana desnuda,
cubierta de espuma y con un estropajo en la mano, entornó sus
ojos miopes, para mirar a Iván que acababa de irrumpir en el
baño. Como la luz era tan mala, le confundió seguramente con
alguien y dijo alegremente en voz baja:
¡Kiriushka! ¡No seas fanfarrón! ¿Te has vuelto loco?
¡Fédor Ivánovich está a punto de volver! ¡Fuera de aquí! y salpicó
a Iván con el estropajo.
La confusión era evidente y el culpable era, naturalmente,
Iván Nikoláyevich. Pero no tenía intención de reconocerlo y
exclamó en tono de reproche: ¡Qué frivolidad!, y en seguida,
sin saber cómo ni por qué, se encontró en la cocina.
Estaba desierta, y en la lumbre, alineados en silencio, había
cerca de una decena de hornillos de petróleo apagados. Un rayo
de luna entraba por la ventana polvorienta, sucia desde hacía
años, iluminando escasamente un rincón donde, entre polvo
y telarañas, colgaba un icono olvidado. Detrás de la urna que
guardaba el icono asomaban las puntas de dos velas de boda. Y
debajo del icono había otro de papel, más pequeño, clavado en
la pared con un alfiler.
Nadie sabe qué pasó por la imaginación de Iván, pero
antes de salir corriendo por la escalera de servicio, se apoderó
de una de las velas y del icono de papel; y con ellos en la mano
abandonó el desconocido piso, murmurando algo entre dientes,
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azorado por el recuerdo de lo ocurrido en el baño y tratando de
adivinar, inconscientemente, quién sería el descarado Kiriushka
y si no le pertenecería el ridículo gorro de las orejeras.
De nuevo en la calle triste y desierta, el poeta buscó con la
mirada al fugitivo, pero no había nadie. Iván se dijo muy seguro:
¡Pues claro, está en el río Moskva! ¡Adelante!.
Hubiera sido interesante preguntar a Iván Nikoláyevich
por qué suponía que el profesor estaba precisamente en el río
Moskva, y no en cualquier otro sitio, pero desgraciadamente no
había nadie que pudiera preguntárselo. Aquella horrible calle
estaba totalmente desierta.
Unos minutos después Iván Nikoláyevich se encontraba en
los peldaños de granito de la escalinata del río.
Se quitó la ropa y la dejó al cuidado de un simpático barbudo
que fumaba un cigarro, junto a una camisa blanca y rota y
unas botas gastadas con los cordones desatados. Iván movió los
brazos para refrescarse un poco y se tiró al agua como lo haría
una golondrina. El agua estaba muy fría. Se le cortó la respiración,
y por un momento llegó a tener la sensación de que no
podría salir a la superficie. Pero emergió resoplando, sofocado,
con los ojos redondos de espanto, y nadó en aquella agua que
olía a petróleo, entre el zigzag de los haces de luz de los faroles
de la orilla. Cuando el poeta, saltando los peldaños, llegó empapado
al sitio donde dejara su ropa al cuidado del barbudo, se
encontró con que esta había desaparecido, y no solo la ropa:
tampoco había rastro alguno del barbudo mismo. En el lugar
donde dejara el montón de sus prendas habían unos calzoncillos
a rayas, la agujereada camisa, la vela, el icono y una caja de cerillas.
Iván, enfurecido, amenazó impotente con el puño cerrado
y se puso lo que había encontrado en lugar de su ropa.
Le llenaron de inquietud dos consideraciones; en primer
lugar había perdido el carnet de massolit, del que no se separaba
nunca, y además, ¿podría andar libremente por Moscú
con aquella pinta? Realmente, en calzoncillos... Desde luego no
73
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
era culpa suya, pero ¿quién sabe? Podría haber algún lío y a lo
mejor lo detendrían.
Arrancó los botones del tobillo, con la esperanza de que
así los calzoncillos podrían pasar por pantalones de verano.
Recogió el icono, la vela y las cerillas y se echó a andar diciéndose
a sí mismo: ¡A Griboyédov! ¡Seguro que está allí!.
Había empezado la vida nocturna de la ciudad. Pasaron
algunos camiones, envueltos en nubes de polvo, y en las cajas,
sobre sacos, iban unos hombres tumbados panza arriba. Todas
las ventanas estaban abiertas. En cada una de ellas había una
luz bajo una pantalla naranja, y de todas las ventanas, de todas
las puertas, de todos los arcos, los tejados, las buhardillas, los
sótanos y los patios, salía el ronco rugido de la polonesa de la
ópera Eugenio Oneguin.
Los temores de Iván Nicoláyevich estaban justificados.
Llamaba la atención y los transeúntes se volvían a mirarle.
Decidió dejar las calles principales y seguir su camino por callejuelas,
donde la gente es menos curiosa y hay menos probabilidades
de que alguien se acerque a importunar a un hombre que
va descalzo, con preguntas sobre sus calzoncillos, que se habían
negado obstinadamente a parecer unos pantalones.
Y eso hizo. Iván se sumergió en la misteriosa red de callejuelas
y bocacalles de Arbat. Emprendió la marcha pegado a las
paredes, volviéndose a cada instante y mirando temeroso alrededor,
escondiéndose en los portales de vez en cuando, evitando
los pasos de peatones y las entradas suntuosas de los palacetes
de las embajadas.
Y durante todo su difícil camino, sentía un insoportable
malestar, producido por una orquesta omnipresente, que acompañaba
el profundo bajo que cantaba su amor hacia Tatiana.
75
5
Todo ocurrió en Griboyédov
Situado en los bulevares, al fondo de un jardín marchito,
había un palacete antiguo de dos pisos, color crema, separado
de la acera por una reja labrada de hierro fundido. Delante de
la casa había una pequeña plazoleta asfaltada, que en invierno
solía estar cubierta de un montón de nieve coronado por una
pala hincada, y en verano, bajo un toldo de lona, se convertía en
un espléndido anexo del restaurante.
El edificio se llamaba Casa de Griboyédov porque, según
se decía, esta casa perteneció en otros tiempos a una tía del escritor
Alexandr Serguéyevich Griboyédov5. Si fue o no de su propiedad
es algo que no sabemos con certeza. Nos parece recordar que
Griboyédov no tuvo ninguna tía propietaria. Pero el caso es que la
casa se llamaba así. Y un moscovita bastante embustero llegaba a
asegurar que en la sala ovalada y con columnas del segundo piso,
el famoso escritor leía a aquella misma tía trozos de La desgracia
de tener ingenio, y que la tía le escuchaba reclinándose en un sofá.
Y a lo mejor era verdad, pero eso es lo de menos. Lo que importa
es que la casa pertenecía precisamente a massolit, que presidía
el pobre Mijaíl Alexándrovich Berlioz antes de su aparición en
Los Estanques del Patriarca.
En la actualidad nadie llamaba aquella casa Casa de
Griboyédov, porque los miembros de massolit se referían
5 A. S. Griboyédov (1795-1829), escritor y diplomático ruso, autor de
la comedia La desgracia de tener ingenio. (N. de la T.)
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a ella como Griboyédov simplemente y el término se había
hecho popular: Ayer me pasé dos horas en Griboyédov. ¿Y
qué tal?. He conseguido que me concedan dos meses en
Yalta. ¡Qué suerte tienes!, o bien: Voy a ver a Berlioz, que
recibe hoy de cuatro a cinco en Griboyédov, etc., etc.
massolit no podía haberse instalado en Griboyédov
mejor y con más confort. Quien visitara Griboyédov por primera
vez se encontraba de un modo involuntario con información
destinada a los diversos grupos deportivos, así como con
las fotografías en grupo o individuales de los miembros que
componían massolit, que cubrían las paredes de la escalera
que llevaba al primer piso.
En la puerta de la primera habitación de este piso había un
letrero: Sección pesca-veraneo, con un dibujo que representaba
una carpa que había tragado el anzuelo.
En la puerta de la habitación número 2 estaba escrito
algo no muy claro: Inscripciones y plazas para un día de creación.
Dirigirse a M. V. Podlózhanaya. En la puerta siguiente,
la inscripción era lacónica y completamente ininteligible:
Perelíguino. Luego el visitante casual de Griboyédov se
mareaba entre los letreros que decoraban las puertas de nogal
de la tía del gran escritor: Para coger número en la cola para el
papel, diríjase a Poklióvkina, Caja, Cuentas personales de
los autores de sketches.
Después de recorrer una interminable cola que empezaba
en la planta baja junto a la portería, se llegaba a una puerta,
asaltada a cada instante por la gente, que ostentaba el letrero:
Cuestión Vivienda.
Pasada la puerta del problema de la vivienda se descubría
un lujoso cartel que representaba una roca, y en la cima, un
jinete que vestía una capa y llevaba un fusil al hombro. En la
parte inferior habían unas palmeras y un balcón, y en el balcón,
mirando al infinito con ojos muy despiertos, un joven con
tupé y con una pluma estilográfica. Al pie se leía: Vacaciones
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
completas para creación, de dos semanas (cuento, novela corta)
hasta un año (novela, trilogía): Yalta, Suuk-Su, Borovoye,
Tsijidzhiri, Majindzhauri, Leningrado (Palacio de Invierno).
Para esta puerta había cola también, pero no exagerada: unas
ciento cincuenta personas.
Y siguiendo las caprichosas líneas de subidas y bajadas en
la casa de Griboyédov, se sucedían: Dirección de massolit,
Cajas n.° 2, 3, 4, 5, Consejo de Redacción, Presidente de
massolit, Sala de Billar, varias dependencias de servicios y,
por fin, aquella sala con columnas, donde la tía disfrutaba de la
comedia genial de su sobrino.
Cualquier visitante por supuesto, si no era irremediablemente
tonto se daba cuenta en seguida de llegar a Griboyédov
de lo bien que vivían los dichosos miembros de massolit y rápidamente
sentía la comezón de la verde envidia. Entonces dirigía
al cielo amargos reproches por no haberle dotado de talento
literario al venir al mundo, ya que él no podía ni soñar en conseguir
el carnet de miembro de massolit; un carnet marrón,
que olía a piel buena, con un ancho ribete dorado, conocido por
todo Moscú.
¿Quién se atrevería a decir algo en defensa de la envidia? Es
un sentimiento de ínfima categoría, pero hay que comprender al
visitante. Porque lo que habían visto en el piso de arriba no era
todo, ni mucho menos. La planta baja de la casa de la tía la ocupaba
entera un restaurante, y ¡qué restaurante! Con toda justicia
se consideraba el mejor de Moscú. Y no porque estuviera
instalado en dos grandes salones, en cuyos techos abovedados
había pinturas de caballos color lila con crines asirias; no solo
porque en cada mesa hubiese una lámpara cubierta con un chal;
no solo porque allí no podía entrar cualquiera, sino porque,
gracias a la calidad de sus viandas, Griboyédov gozaba de la
primacía sobre cualquier otro restaurante de Moscú, y estas
viandas se servían a unos precios de lo más aceptables, nada
excesivos.
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No tiene, pues, nada de sorprendente una conversación
como la que oyó el autor de estas verídicas líneas mientras
estaba junto a la reja de hierro fundido de Griboyédov.
¿Dónde cenas esta noche, Ambrosio?
¡Pero qué pregunta, querido Foka! ¡Aquí, naturalmente!
Archibaldo Archibáldovich me ha dicho en secreto que van a
tener perca au naturel. ¡Es toda una obra de arte!
¡Cómo vives, Ambrosio! suspiraba Foka, demacrado,
descuidado, con un carbunco en el cuello, dirigiéndose a
Ambrosio el poeta, gigante de labios encarnados, cabello de oro
y carrillos resplandecientes.
No se trata de un arte especial replicaba Ambrosio,
es un deseo natural de vivir como una persona. ¿Acaso se puede
encontrar perca en el Coliseo? Quizá sí, pero en el Coliseo
una ración te cuesta trece rublos con quince kopeks, mientras
que aquí cinco con cincuenta. Aparte de que en el Coliseo el
pescado es de tres días, y además no puedes tener la seguridad
de que no te dé en la cara con un racimo de uvas un jovenzuelo
que salga del Callejón del Teatro. No, no, me opongo radicalmente
al Coliseo tronaba la voz de Ambrosio el gastrónomo
en todo el bulevar, no me convences, Foka.
No trato de convencerte, Ambrosio piaba Foka. También
se puede cenar en casa.
¡Hombre, muchas gracias! vociferaba Ambrosio. Me
figuro a tu mujer tratando de preparar en una cacerola, en la
cocina colectiva de tu casa, una perca a la carta au naturel. Ji
ji... Au revoir, Foka y Ambrosio se dirigió canturreando a la
terraza bajo el toldo.
¡Sí, sí, amigos míos...! ¡Todos los viejos moscovitas
recuerdan al famoso Griboyédov! ¡Qué son las percas hervidos
a la carta! ¡Una bagatela, mi querido Ambrosio!
¿Y el esturión, el esturión en una cacerola plateada, el
esturión en porciones, con capas de cuello de cangrejo y caviar
fresco? ¿Y los huevos cocotte con puré de champiñón en tacitas?
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¿Y no le gustan los filetitos de mirlo con trufas? ¿Y las codornices
a la genovesa? ¡Nueve cincuenta! ¡Y el jazz, y el servicio
amable! Y en julio, cuando toda la familia está en la casa de
campo y usted está en la ciudad porque le retienen unos asuntos
literarios inaplazables, en la terraza, a la sombra de una parra
trepadora y en una mancha dorada del mantel limpísimo, un
platito de soupe printempnière. ¿Lo recuerda Ambrosio? ¡Pero
qué pregunta más tonta! Leo en sus labios que sí se acuerda. ¡Me
río yo de sus tímalos y de su perca ! ¿Y los chorlitos de la época,
las chochas, las perdices, las estarnas y los pitorros? ¡Y las burbujas
de agua mineral en la garganta! Pero basta ya, lector, te
estás distrayendo. ¡Adelante!
A las diez y media de ese mismo día, cuando Berlioz
pereció en Los Estanques, en el segundo piso de Griboyédov
estaba iluminada solamente una habitación, en la que languidecían
doce literatos, que esperaban, reunidos, a Mijaíl
Alexándrovich.
Sentados en sillas, en mesas, e incluso, como hacían algunos,
en las repisas de dos ventanas de la Dirección de massolit, soportaban
un serio bochorno. Aunque la ventana estaba abierta, no
entraba ni una brisa de aire; Moscú devolvía el calor, acumulado
en el asfalto durante el día, y era evidente que la noche no iba a ser
un alivio. Desde el sótano de la mansión de la tía, donde estaba
instalada la cocina del restaurante, subía un olor a cebolla. Todos
tenían sed. Estaban nerviosos e irritados.
El literato Beskúdnikov, un hombre silencioso, bien vestido
y con una mirada atenta pero impenetrable, sacó el reloj.
Las agujas del reloj se aproximaban a las once. Beskúdnikov dio
un golpecito con el dedo en la esfera del reloj, se lo enseñó a su
vecino, al poeta Dvubratski, que sentado en una silla balanceaba
los pies con unos zapatos amarillos de suela de goma.
¡Caramba! refunfuñó Dvubratski.
Seguro que el mozo se ha quedado en el río Kliasma dijo
con voz espesa Nastasia Lukinishna Nepreménova, huérfana de
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un comerciante moscovita, que se había hecho escritora y se
dedicaba a escribir cuentos de batallas marítimas con el seudónimo
de Timonero Georges.
¡Usted perdone! empezó a hablar muy decidido
Zagrívov, el autor de populares sketches. También a mí me
gustaría estar ahora en una terraza tomando té, en vez de asfixiarme
aquí. ¿No estaba prevista la reunión para las diez?
¡Y qué bien se debe estar ahora en el río Kliasma! pinchó
a los presentes Timonero Georges, sabiendo que Perelíguino, la
colonia de chalets de los literatos, era el punto flaco de todos. Ya
estarán cantando los ruiseñores. No sé por qué, pero siempre trabajo
mejor fuera de la ciudad, sobre todo en primavera.
Llevo ya tres años pagando para poder llevar a mi mujer,
que tiene bocio, a ese paraíso, pero no hay nada en perspectiva
dijo amargamente y con cierto veneno el novelista Jerónimo
Poprijin.
Eso ya es cuestión de suerte se oyó murmurar al crítico
Ababkov desde la ventana. Un fuego alegre apareció en los
ojos de Timonero Georges, que dijo, suavizando su voz de contralto:
No hay que ser envidiosos, camaradas. Existen solo veintidós
chalets, se están construyendo otros siete y somos tres mil
los miembros de massolit.
Tres mil ciento once añadió alguien desde un rincón.
Ya ven seguía Timonero. ¿Qué se va a hacer? Es
natural que hayan concedido los chalets a los que tienen más
talento.
¡A los generales! irrumpió sin rodeos en la disputa
Glujariov el guionista.
Beskúdnikov salió de la habitación fingiendo un bostezo.
Tiene cinco habitaciones para él solo en Perelíguino dijo
a sus espaldas Glujariov.
Y Lavróvich, seis gritó Deniskin. ¡Y el comedor de
roble!
81
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Eso no nos interesa ahora intervino Ababkov, lo que
importa es que ya son las once y media.
Se armó un gran alboroto; algo parecido a una rebelión
se estaba tramando. Llamaron al odioso Perelíguino, se confundieron
de chalet y dieron con el de Lavróvich; se enteraron
de que Lavróvich se había ido al río y esto colmó su disgusto.
Llamaron al azar a la Comisión de Bellas Letras, por la extensión
930 y, como era de esperar, no había nadie.
¡Podía haber llamado! gritaban Deniskin, Glujariov y Kvant.
Oh, pero sus gritos eran injustos; Mijaíl Alexándrovich no
podía llamar a nadie. Lejos, muy lejos de Griboyédov, en una
sala enorme, iluminada con lámparas de miles de vatios, en tres
mesas de zinc, estaba aquello que, hasta hacía muy poco, era
Mijaíl Alexándrovich.
En la primera, el cuerpo descubierto, con sangre seca, un
brazo fracturado y el tórax aplastado; en la segunda, la cabeza
con los dientes de adelante rotos, con unos ojos turbios que ya
no se asustaban de la luz fuerte, y en la tercera un montón de
trapos sucios.
Estaban junto al decapitado: un profesor de medicina legal,
un especialista en anatomía patológica y su ayudante, representantes
de la Instrucción Judicial y el vicepresidente de massolit,
el literato Zheldibin, que tuvo que abandonar a su mujer
enferma porque fue llamado urgentemente.
El coche fue a buscar a Zheldibin y lo llevó en primer lugar,
junto con los de la Instrucción Judicial (eso ocurrió cerca de
la media noche), a la casa del difunto, donde fueron lacrados
todos sus papeles. Luego se dirigieron al depósito de cadáveres.
Y ahora, todos los que rodeaban los restos del difunto deliberaban
sobre qué sería más conveniente, si coser la cabeza cortada
al cuello, o si simplemente exponer el cuerpo en la sala de
Griboyédov, tapando al difunto con un pañuelo negro hasta la
barbilla.
82
Mijaíl Alexándrovich no podía telefonear a nadie; en
vano se indignaban y gritaban Deniskin, Glujariov y Kvant con
Beskúndnikov. A medianoche los doce literatos abandonaron
el piso de arriba y bajaron al restaurante. Allí hablaron de
nuevo de Mijaíl Alexándrovich y con palabras poco amables.
Todas las mesas de fuera estaban ocupadas, como era lógico,
y tuvieron que quedarse a cenar en los preciosos pero bochornosos
salones.
También a medianoche, en el primero de los salones, algo
sonó, retumbó, tembló y pareció desparramarse. Y casi al mismo
tiempo una voz aguda de hombre gritó desaforadamente al compás
de la música: ¡Aleluya!. Era el famoso jazz de Griboyédov que
rompió a tocar. Entonces pareció que las caras sudorosas se iluminaron,
revivieron los caballos pintados en el techo, se hizo más
fuerte la luz de las lámparas y, como liberándose de una cadena, se
inició el baile en los dos salones y luego en la terraza.
Glujariov se puso a bailar con la poetisa Tamara Medialuna;
también bailaba Kvant; bailó Zhukópov el novelista con una
actriz vestida de amarillo. Bailaban: Dragunski, Cherdakchi, el
pequeño Deniskin con la gigantesca Timonero Georges; bailaba
la bella arquitecta Seméikina-Gal, apretada con fuerza
por un desconocido con pantalón blanco de hilo. Bailaban
los miembros y amigos invitados, moscovitas y forasteros, el
escritor Johannes de Kronshtadt, un tal Vitia Kúftik de Rostov,
que parece que era director de escena, al que un herpes morado
le cubría todo un carrillo; bailaban los representantes más
destacados de la Subsección Poética de massolit, es decir,
Babuino, Bogojulski, Sladki, Shpichkin y Adelfina Buzdiak;
bailaban jóvenes de profesiones desconocidas, con el pelo cortado
a cepillo y las hombreras llenas de algodón; bailaba uno
de bastante edad, con una barba en la que se había enredado un
trozo de cebolla verde, y con él una joven mustia, casi devorada
por la anemia, con un vestido arrugado de seda color naranja.
83
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Los camareros, chorreando sudor, llevaban jarras de cerveza
empañadas por encima de las cabezas; gritaban con voces de odio,
ya roncas: Perdón, ciudadano...; por un altavoz alguien daba
órdenes: Uno de Karski, dos de Zubrik, Fliaki gospodárskiye6.
La voz aguda ya no cantaba, aullaba: ¡Aleluya!; el estrépito de
los platillos del jazz conseguía cubrir a veces el ruido de la vajilla
que las camareras bajaban por una rampa a la cocina. En una
palabra: el infierno.
Y a medianoche hubo una visión en ese infierno. En la
terraza apareció un hombre hermoso, de ojos negros y barba
en forma de puñal, vestido de frac, que echó una mirada regia
sobre sus posesiones. Dicen las leyendas que en otros tiempos
el tal caballero no llevaba frac sino un ancho cinto de cuero del
que asomaban puños de pistolas; su pelo de color ala de cuervo
estaba cubierto de seda encarnada, y en el mar Caribe navegaba
bajo su mando un barco con una siniestra bandera negra cuya
insignia era la cabeza de Adán.
Pero no, mienten las leyendas que quieren seducirnos. En el
mundo no existe ningún mar Caribe, no hay intrépidos filibusteros
navegando y no les persiguen corbetas, y no hay humo de
cañones que se dispersa sobre las olas. No, nada de eso es cierto
y nunca lo ha sido. Pero sí hay un tilo mustio, una reja de hierro
fundido y un bulevar detrás de ella, un trozo de hielo se derrite
en una copa, y unos ojos de buey, sangrientos, en la mesa de al
lado... ¡Horror, horror!... ¡Oh, dioses, quiero envenenarme!...
Y de pronto, como por encima de las mesas, voló: ¡Berlioz!.
Enmudeció el jazz, desparramándose como si hubiera recibido
un puñetazo. ¿Qué? ¿Cómo dice?. ¡Berlioz!. Y todos se iban
levantando de un salto.
Sí, estalló una ola de dolor al conocerse la terrible noticia
sobre Mijaíl Alexándrovich. Alguien gritaba, en medio del
6 Tipos de shashlik, plato caucasiano que consiste en trocitos de carne
a la brasa. Fliaki gospodárskiye, plato polaco. (N. de la T.)
84
alboroto, que era preciso, inmediatamente, allí mismo, redactar
un telegrama colectivo y enviarlo en el acto.
¿Un telegrama? ¿Y a quién? ¿Y para qué mandarlo?, diríamos.
En realidad, ¿adónde mandarlo? ¿Y de qué serviría un telegrama al
que está ahora con la nuca aplastada en las enguantadas manos del
médico y con el cuello pinchado por la aguja torcida del profesor?
Ha muerto. No necesita ningún telegrama. Todo ha terminado, no
recarguemos el telégrafo.
Sí, sí, ha muerto... ¡Pero nosotros estamos vivos!
Era verdad, se había levantado una ola de dolor, se mantuvo
un rato y empezó a descender. Algunos volvieron a sus
mesas y, a hurtadillas primero, abiertamente después, se
tomaron un trago de vodka con entremeses. Realmente, ¿se
iban a desperdiciar los filetes volaille de pollo? ¿Se puede hacer
algo por Mijaíl Alexándrovich? ¿Quedándonos con hambre?
¡Pero si nosotros estamos vivos!
Naturalmente, cerraron el piano y se fueron los del jazz;
varios periodistas se marcharon a preparar las notas necrológicas.
Se supo que Zheldibin había regresado del depósito ya.
Se instaló arriba, en el despacho del difunto, y corrió la voz de
que sería el sustituto de Berlioz. Zheldibin mandó a llamar a los
doce miembros de la dirección, que estaban en el restaurante;
en el despacho de Berlioz se improvisó una reunión para discutir
los apremiantes problemas de la decoración del salón de
las columnas de Griboyédov, el transporte del cuerpo desde
el depósito a dicho salón, la organización para el acceso de la
gente a él y otros asuntos referentes a aquel penoso suceso.
El restaurante reanudó su habitual vida nocturna, y
hubiera continuado hasta el cierre, es decir, hasta las cuatro de
la mañana, si no hubiese sido por un acontecimiento tan fuera
de lo común, que sorprendió a los clientes del restaurante más
que la muerte de Berlioz.
Causó primero la sorpresa entre los sagaces cocheros que
estaban al tanto de la salida de la casa de Griboyédov. Fue uno
85
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
de ellos el que hizo la primera observación, incorporándose en
la delantera:
¡Vaya! ¡Miren eso!
Repentinamente, como por arte de magia, se encendió una
luz junto a la reja y fue acercándose a la terraza. Los ocupantes
de las mesas empezaron a incorporarse y vieron aproximarse,
junto con la lucecita, un fantasma blanco hacia el restaurante.
Cuando llegó a la verja se quedaron todos como estatuas de
sal, con trozos de esturión pinchados con el tenedor y los ojos
desorbitados. El conserje, que acababa de salir del guardarropa
del restaurante al patio para fumar, apagó el cigarro y
echó a andar hacia el fantasma con la intención, seguramente,
de cerrarle el paso al restaurante, pero, sin saber por qué, no lo
hizo y se quedó parado con una estúpida sonrisa en los labios.
Y el fantasma, después de traspasar la puerta de la reja,
puso los pies en la terraza sin que nadie se lo impidiera. Y todos
pudieron ver que no se trataba de ningún fantasma, sino de Iván
Nikoláyevich Desamparado, el conocido poeta.
Iba descalzo, con unos calzoncillos blancos a rayas y,
sujeto por un imperdible a su camisa, llevaba un icono de papel
con la imagen de un santo desconocido. En la mano llevaba
encendida una vela de boda. Mostraba arañazos recientes en el
carrillo derecho. Sería difícil describir la densidad del silencio
que se hizo en la terraza. A un camarero se le derramó la cerveza
de la jarra que llevaba inclinada.
El poeta levantó la vela sobre su cabeza y dijo con voz
fuerte:
¡Hola, amigos! Miró por debajo de la mesa más
próxima y exclamó con angustia: ¡Tampoco está aquí!
Una voz de bajo dijo categóricamente:
¡Otro! Delirium tremens.
Y otra voz de mujer asustada:
¿Pero cómo le habrán dejado las milicias pasar con
esa pinta?
86
Iván Nikoláyevich la oyó y respondió:
Por poco me detienen dos veces, en la calle Skátertni y
aquí, en la Brónnaya. Pero salté una verja y ya ven, me he arañado
la cara Entonces Iván Nikoláyevich levantó la vela y
gritó: ¡Hermanos en la literatura! su voz ronca se fortaleció
e hizo más enérgica. ¡Escúchenme todos! ¡Está aquí! ¡Hay que
darle caza antes de que nos haga un daño irreparable!
¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Quién está aquí? volaron las
voces de todo el restaurante.
El consejero dijo Iván, y este consejero acaba de matar
a Misha Berlioz en Los Estanques.
Entonces, de los salones del interior salió gente en masa y
una multitud se precipitó sobre la lucecita de Iván.
Con permiso, explíquese, por favor dijo una voz suave
y amable al oído de Iván. Dígame, ¿cómo que lo mató? ¿Quién
lo mató?
El consejero extranjero, profesor y espía respondió
Iván volviendo la cabeza.
¿Cómo se llama? le preguntaron al oído.
¿Que cómo se llama? gritó Iván con pesadumbre. ¡Si
yo supiera su apellido! No me dio tiempo a leerlo en su tarjeta.
Me acuerdo nada más de la primera letra, es una V. ¿Pero qué
apellido empieza por V? Se preguntó Iván a sí mismo, apretándose
la frente con la mano, y empezó a murmurar: Ve, va,
vo... ¿Vashner? ¿Vagner? ¿Vainer? ¿Vegner? ¿Vinter? a Iván se
le movía el pelo del esfuerzo.
¿Vulf? gritó una mujer con pena.
Iván se enfadó.
¡Imbécil! gritó buscando a la mujer con la mirada.
¿Qué tiene que ver Vulf? Vulf no tiene la culpa de nada... Vo,
va... No, así no saco nada en limpio. Bueno, ciudadanos. Hay
que llamar inmediatamente a las milicias, que manden cinco
motocicletas y ametralladoras para cazar al profesor. Ah, y no
olvidar que va con otros dos: uno alto con chaqueta a cuadros
87
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
y con unos impertinentes rotos y un gato negro, grandísimo.
Mientras, yo buscaré aquí, en Griboyédov, porque presiento
que se encuentra aquí.
Iván sentía gran desazón; se abrió paso a empujones entre
los que le rodeaban, y apretando la vela, manchándose con la
cera que goteaba, se dedicó a mirar debajo de las mesas.
Alguien dijo: ¡Un médico!, y ante Iván apareció un rostro
de aspecto cariñoso, rollizo, afeitado y bien alimentado, con
gafas de concha.
Camarada Desamparado habló el rostro con voz de
aniversario, tranquilícese. Usted está afligido por la muerte
de nuestro querido Mijaíl Alexándrovich..., no, simplemente
nuestro Misha Berlioz. Ahora los camaradas lo acompañarán
hacia su casa y dormirá con tranquilidad.
Iván le interrumpió, enseñando los dientes:
¿Pero no te das cuenta que hace falta atrapar al profesor?
¡Y me vienes con esas tonterías! ¡Cretino!
Camarada Desamparado, ¡por favor! contestó la cara,
enrojeciendo, y retrocedió arrepentida de haberse mezclado en
aquel asunto.
Nada de favores, y menos a ti dijo con odio Iván
Nikoláyevich.
Convulso, se le descompuso la cara de repente, cogió la
vela con la mano izquierda y le dio una bofetada a la cara que
respiraba compasión. Creyeron que había que arrojarse sobre
Iván, y así lo hicieron. Se apagó la vela, al poeta se le cayeron las
gafas y quedaron aplastadas inmediatamente.
Se oyó un tremendo grito de guerra de Iván, que con el
regocijo de todos llegó hasta los bulevares; el poeta intentó
defenderse. Ruido de platos que se estrellaban en el suelo y
gritos de mujeres.
Mientras los camareros trataban de sujetar a Desamparado
con unas toallas, se estaba desarrollando en el guardarropa esta
conversación entre el comandante del bergantín y el conserje:
88
Pero, ¿no viste que estaba en calzoncillos? preguntaba
con una voz muy fría el pirata.
Pero Archibaldo Archibáldovich decía el conserje con
temor, ¿cómo iba a impedirle la entrada si es miembro de
massolit?
Pero ¿no viste que estaba en calzoncillos?
Usted perdone, Archibaldo Archibáldovich contestaba
el conserje ruborizado, ¿qué otra cosa podía hacer? Ya comprendo
que hay señoras en la terraza y...
No tiene nada que ver con las señoras. Además, a ellas
les da lo mismo decía el pirata, atravesándole literalmente con
la mirada. ¡Pero a las milicias sí que les importa! En Moscú,
una persona puede deambular en paños menores solamente en
un caso: si va acompañado por las milicias y en una sola dirección:
hacia el cuartel de las milicias. Y tú, como conserje, debes
saber que, sin perder un segundo, en el mismo momento que
aparece un hombre vestido así, tienes que ponerte a pitar. ¿Me
oyes? ¿No oyes lo que está pasando en la terraza?
El aturdido conserje oyó el estrepitoso ruido de platos
rotos y los gritos de las mujeres.
¿Y qué hago contigo ahora? preguntó el filibustero.
La piel del conserje adquirió un color como de tifus, sus
ojos parecían los de un cadáver. Y tuvo la sensación de que
una pañoleta de seda roja, de fuego, cubría repentinamente el
cabello negro, con raya, de su jefe. Incluso el plastrón y el frac
desaparecieron, y sobresalía de un ancho cinturón de cuero el
mango de una pistola. El conserje se vio a sí mismo colgado de
una verga. Se vio con la lengua afuera, la cabeza inerte, caída
sobre un hombro, y hasta llegó a oír las olas rompiendo contra
el barco. Se le doblaban las piernas. El filibustero se apiadó de
él, se apagó su mirada aguda.
Escucha, Nikolái, ¡que sea la última vez! Ni regalados
nos interesan conserjes como tú. ¡Vete de guardián a una
iglesia! y al decir esto el comandante le ordenó con rápidas y
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
precisas palabras: Llamas a Panteléi del bar. A un miliciano. El
informe, un coche. Y al manicomio y luego añadió: ¡Y pitas!
Un cuarto de hora después el asombradísimo público, no
solo el del restaurante, sino también la gente del bulevar y de las
ventanas de los edificios que daban al patio del restaurante, veía
salir del portal de Griboyédov a Panteléi, el conserje, a un miliciano,
un camarero y al poeta Riujin, que llevaban a un joven
fajado como un muñeco, que lloraba a lágrima viva y escupía a
Riujin precisamente, gritando a todo pulmón:
¡Cerdo! ¡Canalla!
Un malhumorado conductor intentaba poner en marcha el
motor de su camión. Junto a él, un cochero calentaba el caballo,
pegándole en la grupa con unas riendas color violeta, mientras
decía a voz en grito:
¡En el mío! ¡Que ya se sabe de memoria el camino al
manicomio!
La gente que se había arremolinado, murmuraba y comentaba
el suceso. En resumen, un escándalo repugnante, infame,
sucio y atrayente, que terminó solo cuando el camión se alejó
llevándose al pobre Iván Nikoláyevich, al miliciano, a Panteléi
y a Riujin.
91
6
Esquizofrenia, como fue anunciado
En la sala de espera de una famosa clínica psiquiátrica, recién
inaugurada a la orilla del río Moskva, apareció un hombre de
barba en punta y bata blanca. Era la una y media de la madrugada.
Iván Nikoláyevich estaba sentado en un sofá bajo la estrecha vigilancia
de tres enfermeros. A su lado, en un estado horriblemente
alterado, se sentaba el poeta Riujin, y en el mismo sofá, amontonadas
las toallas que habían servido para atar a Desamparado,
que ahora tenía libres los brazos y las piernas.
Riujin palideció al ver entrar al de la bata blanca, tosió y
dijo con timidez:
Buenas noches, doctor.
El médico hizo una inclinación de cabeza en respuesta
al saludo de Riujin, pero sin mirarle, con la vista fija en Iván
Nikoláyevich, que permanecía inmóvil, con cara de mal humor,
el ceño fruncido y no se había inmutado con la entrada del
doctor.
Verá, doctor dijo Riujin en un misterioso susurro y
mirando con expresión asustada a Iván Nikoláyevich, este es el
conocido poeta Iván Nikoláyevich Desamparado..., y me temo
que esté con delirium tremens...
¿Bebe mucho? preguntó entre dientes el doctor.
Pues sí, a veces; pero, en realidad, no como para esto...
¿Intentaba cazar cucarachas, ratas, diablos y perros
corriendo?
92
No contestó Riujin estremeciéndose; le vi ayer y también
esta mañana. Estaba completamente normal.
¿Y por qué está en calzoncillos? ¿Le han sacado de la
cama?
Es que se presentó así en el restaurante...
Ya, ya dijo el médico, muy satisfecho. ¿Y esos arañazos?
¿Ha tenido alguna pelea?
Se cayó de una verja y luego se peleó con uno en el restaurante...,
bueno, y con más.
Bien, bien dijo el doctor, y volviéndose hacia Iván
añadió: Hola, ¿cómo está?
¡Hola!, saboteador contestó Iván, furioso, en voz alta.
Riujin se azoró hasta el punto de que no se atrevía a
levantar los ojos al correcto doctor. Pero este no pareció ofenderse
lo más mínimo; se quitó las gafas con gesto automático y
rápido y, levantándose la bata, las guardó en el bolsillo de detrás
del pantalón. Luego preguntó a Iván:
¿Cuántos años tiene?
¡Váyanse al diablo todos! gritó Iván con brusquedad,
dándoles la espalda.
Pero ¿por qué se enfada? ¿Le he dicho algo desagradable?
Tengo veintitrés años y presentaré una demanda contra
todos ustedes. Sobre todo contra ti, ¡piojo! dijo dirigiéndose a
Riujin.
¿Y de qué piensa quejarse?
De que me han traído a mí, un hombre completamente
sano, a un manicomio contestó Iván lleno de ira.
Riujin miró con detención a Iván y se quedó perplejo: sus
ojos no eran los de un loco. Eran sus ojos claros de siempre y no
los de turbia mirada que tenía cuando llegó a Griboyédov.
¡Caramba! pensó Riujin asustado. ¡Si realmente está
normal por completo! ¿Por qué le traeríamos? ¡Vaya tontería
que hemos hecho! Está normal y tan normal; lo único que tiene
son los arañazos en la cara....
93
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
El médico, sentándose en una banqueta blanca de pie cromado,
empezó a hablar con mucha calma.
Usted está en una clínica, no en un manicomio. Nadie le
va a retener aquí si no es necesario.
Iván Nikoláyevich le miró de reojo, desconfiando.
¡Menos mal que hay alguien cuerdo entre tanto imbécil!
Y el que más, el idiota de Sashka, que encima es un inepto.
¿Quién es Sashka el inepto? se interesó el médico.
Este, Riujin contestó Iván señalando con un dedo a
Riujin.
El interpelado explotó de indignación.
En vez de agradecérmelo pensó con amargura, encima
de tomarme interés. ¡Es un puerco!.
Por su psicología es un cacique típico siguió Iván Nicoláyevich,
que se sentía inspirado para desenmascarar a Riujin,
y además un cacique que trata de disfrazarse de proletario con
mucha astucia. Fíjese en la agria expresión de su cara y compárela
con los rimbombantes versos que ha compuesto... ja, ja.
¡Mírelo, mírelo por dentro! ¡Qué estará pensando!... ¡Se quedaría
usted boquiabierto! e Iván soltó una carcajada siniestra.
Riujin se había puesto rojo, sofocado, y solo pensaba que
había criado un cuervo y que se había interesado por alguien
que a la hora de la verdad resultó ser un enemigo encarnizado.
Y, sobre todo, que no podía hacer nada: ¡no hay posibilidad de
discusión con un loco!
¿Y por qué lo han traído aquí? preguntó el médico, después
de haber escuchado atentamente las recriminaciones de
Desamparado.
¡Estos imbéciles! ¡Que se vayan todos al cuerno! Me
sujetaron, me ataron con unos trapos y me arrastraron hasta
aquí en un camión.
Por favor, contésteme a esta otra pregunta: ¿por qué fue
al restaurante en ropa interior?
94
Pues eso no tiene nada de extraño contestó Iván; fui a
bañarme al río Moskva y me birlaron la ropa. Dejaron esta porquería,
pero es mejor que ir desnudo por Moscú, ¿no?, y además
me puse lo que encontré porque tenía mucha prisa por llegar al
restaurante de Griboyédov.
El médico miró inquisitivamente a Riujin, y este dijo de
mala gana:
El restaurante se llama así.
Ah, bien dijo el médico. ¿Y por qué tenía tanta prisa?
¿Iba a algún asunto de trabajo?
Estoy intentando pescar al consejero contestó Iván
Nikoláyevich, un poco inquieto.
¿A qué consejero?
¿Sabe quién es Berlioz? preguntó Iván con aire significativo.
Es... ¿el compositor?
Iván se impacientó.
¡Pero qué compositor ni qué cuernos! Ah, sí..., claro, el
compositor se llama igual que Misha Berlioz.
Riujin, aunque no tenía ganas de hablar, tuvo que explicarlo:
Esta tarde, en Los Estanques del Patriarca, un tranvía
ha atropellado al presidente de massolit, Berlioz.
No digas embustes cuando no sabes de qué hablas se
enfadó Iván con Riujin. Era yo quien estaba presente, no tú.
¡Lo puso debajo del tranvía a propósito!
¿Le empujó?
Pero ¿por qué empujó? exclamó Iván irritado por
la torpeza general. Ese no tiene ni que molestarse en empujar.
¡Hace unas cosas que te dejan helado! Antes de que sucediera ya
sabía que a Berlioz le atropellaría un tranvía.
¿Alguien más vio a ese consejero?
Eso es lo malo, que solo lo vimos Berlioz y yo.
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Bien. ¿Qué medidas tomó usted para atrapar al asesino?
y al decir esto el médico se volvió y echó una mirada a una
mujer con bata blanca. Ella empezó a llenar un cuestionario.
Pues hice lo siguiente: cogí una velita en la cocina.
¿Esta? preguntó el médico, señalando una vela roja que
estaba con el icono sobre la mesa de la mujer con bata blanca.
Esta misma, y...
¿Y para qué quería un icono?
Bueno, el icono Iván enrojeció; lo que más les asustó
fue el icono de nuevo apuntó con el dedo a Riujin. Es que
resulta que el profesor..., bueno, lo diré francamente..., tiene
que ver con el Diablo y no es tan fácil darle alcance.
Los enfermeros se pusieron rígidos sin apartar los ojos
de Iván.
Sí, sí, tiene que ver con él seguía Iván; es un hecho
indiscutible. Ha hablado personalmente con Poncio Pilatos.
¡Y no tienen por qué mirarme de esa manera! Ha visto todo: el
balcón y las palmeras. ¡En una palabra, que estuvo con Poncio
Pilatos, se los aseguro!
Bien, bien.
Entonces, como digo, salí corriendo con él en el pecho.
El reloj dio las dos.
¡Huy! exclamó Iván, y se levantó del sofá. Son las dos,
y yo aquí, perdiendo el tiempo con ustedes. Por favor, ¿dónde
hay un teléfono?
Déjenle pasar al teléfono ordenó el médico a los enfermeros.
Mientras Iván cogía el auricular, la mujer preguntó a
Riujin por lo bajo:
¿Está casado?
Soltero respondió Riujin asustado.
¿Es miembro del Sindicato?
Sí.
96
Oiga, ¿las milicias? gritó Iván en el auricular. ¿Milicias?
Camarada, que manden cinco motocicletas y ametralladoras para
detener a un profesor extranjero. ¿Cómo? Vengan a buscarme, yo
iré con ustedes... Habla el poeta Desamparado desde la casa de
locos... ¿Qué dirección es esta? preguntó al médico, tapando el
micrófono con la mano, y luego gritó de nuevo por el teléfono:
¡Oiga! ¡Dígame!... ¡Qué canallada! vociferó Iván arrojando el
auricular contra la pared. Luego se volvió hacia el médico, y tendiéndole
la mano se despidió secamente y se dispuso a marcharse.
¡Pero, oiga! ¿Dónde piensa ir así? intervino el médico,
mirándole a los ojos. En plena noche, vestido de ese modo...
Usted no está bien, debe quedarse con nosotros.
¡Déjenme pasar! dijo Iván a los enfermeros que le
cerraban el paso hacia la puerta. ¿Me dejan pasar o no? gritó
con voz terrible.
Riujin empezó a temblar y la mujer apretó un botón de la
mesa; en su superficie de cristal apareció una cajita brillante y
una ampolla cerrada.
Ah, sí, ¿eh? preguntó Iván, mirando alrededor con ojos
salvajes de hombre acosado. ¡Ya verán!... ¡Adiós! Y se tiró de
cabeza a la ventana, tapada con una cortina.
Se oyó un golpe bastante fuerte, pero el cristal detrás de la
cortina no cedió, ni siquiera se rajó, y al cabo de un momento
Iván Nikoláyevich se debatía entre los bríos de los enfermeros y
trataba de morderles, gritando:
¡Mira qué cristalitos han puesto! ¡Suelta! ¡Suelta!
En las manos del médico brilló una jeringuilla; la mujer,
con un solo movimiento, descosió la manga de la camisa y le
sujetó por un brazo, en un despliegue de fuerza poco femenino.
La atmósfera se impregnó de éter.
Iván se desvaneció en bríos de los cuatro enfermeros y el
médico aprovechó la ocasión para introducirle la aguja en el
brazo. Así le tuvieron varios segundos y después le soltaron
sobre el sofá.
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Bandidos! gritó Iván dando un salto, pero le volvieron
a sentar en el sofá.
En cuanto le soltaron se incorporó de nuevo y esta vez se
sentó él mismo. Permaneció callado; miraba alrededor sintiéndose
acorralado; bostezó y luego sonrió con amargura.
Conque me han encerrado dijo bostezando otra vez.
Se tumbó, dejó caer la cabeza sobre una almohada, metió el
puño debajo, como un niño, y con voz soñolienta, sin rencor
ya, añadió: Está bien..., ya lo pagarán, yo les he prevenido; allá
ustedes... A mí lo que realmente me interesa ahora es Poncio
Pilatos... Pilatos... y cerró los ojos.
Al baño, solo en la 117, con un guardián ordenó el
médico, poniéndose las gafas. Riujin se estremeció de nuevo.
Se abrieron silenciosamente las puertas blancas y apareció un
pasillo con luces nocturnas color azul. Por el pasillo traían una
camilla sobre ruedas de goma. Tendieron en ella a Iván dormido
y desaparecieron; las puertas se cerraron detrás de él.
Doctor preguntó Riujin, conmovido, en voz baja,
¿está realmente enfermo?
Desde luego respondió el médico.
¿Y qué tiene? preguntó tímidamente Riujin.
El médico le miró con aire cansino y contestó indolente:
Alteración motriz y del habla..., interpretaciones delirantes...
Parece un caso difícil. Tenemos que suponer que sea
esquizofrenia y además alcoholismo...
De todo lo que dijo el médico, Riujin entendió tan solo
que lo de Iván Nikoláyevich era algo serio. Y preguntó con
un suspiro:
¿Y por qué hablará de ese consejero?
Seguramente vio a alguien que ha impresionado su perturbada
imaginación. O puede que sea sencillamente una alucinación.
Unos minutos después el camión llevaba a Riujin a Moscú.
Estaba amaneciendo, y la luz de los faroles de la carretera era
98
innecesaria y molesta. El conductor, enfurecido por la noche en
blanco, iba a toda marcha y el camión resbalaba en las curvas.
Se tragó el bosque, dejándolo atrás; el río se iba a un lado y
delante del camión corría toda una avalancha de objetos: vallas
y puestos de vigilancia, leña apilada, postes enormes y unos
mástiles, y en los mástiles extraños carretes, montones de guijarros,
la tierra surcada por canales; en una palabra, se notaba
que Moscú estaba allí mismo, tras un viraje, y que en seguida lo
tendrían encima, rodeándoles.
Riujin sufría el traqueteo y los vaivenes del camión, trataba
de instalarse sobre un madero que se le escurría continuamente.
Las toallas que Panteléi y el miliciano, que se habían marchado
en un trolebús, arrojaron dentro del camión, resbalaban por la
caja. Riujin hizo el intento de recogerlas, pero reaccionó con
enfado, les dio un puntapié y desvió la vista: ¡Al diablo con
ellas! ¡Soy un necio por ocuparme tanto de este lío!.
Su estado de ánimo no podía ser peor. Era evidente que
la breve estancia en la casa del dolor le había hecho una profunda
impresión. Riujin trataba de encontrar lo que le estaba
atormentando: ¿El corredor, con aquellas lámparas azules,
clavado en la memoria? ¿El pensamiento de que lo peor que le
podía pasar a uno era perder la razón? Sí, desde luego, también
era esto, aunque solo como una vaga sensación; había algo más,
pero ¿qué?
Una ofensa. Las hirientes palabras que Desamparado le
lanzara. Y lo peor no fueron las palabras en sí, sino que tenía
toda la razón.
El poeta ya no miraba el paisaje; con la vista fija en el suelo
sucio que se movía continuamente, murmuraba y lloriqueaba
consumiéndose.
¡Los versos! Tenía treinta y dos años. Y después ¿qué? Seguiría
escribiendo varios poemas al año. ¿Hasta que fuera viejo? Sí, hasta
la vejez. ¿Pero qué le aportarían sus versos? ¿La gloria? ¡Qué tontería!
No te engañes: la gloria no es para quien escribe versos malos,
99
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
pero ¿por qué son malos?... Tiene razón, toda la razón, hablaba
consigo mismo sin compasión alguna.
Intoxicado por aquel ataque de neurastenia, el poeta se
tambaleó, el suelo dejó de moverse bajo sus pies. Levantó la
cabeza y se dio cuenta de que hacía mucho rato que estaba en
Moscú. Había amanecido, se veía una nube dorada y el camión
estaba atascado en una larga hilera de coches a la vuelta de
un bulevar. Casi allí mismo, encima de un pedestal, había un
hombre metálico con la cabeza un poco inclinada que miraba
indiferente el bulevar7.
Le invadieron unos extraños pensamientos. Se sentía enfermo.
Este es un ejemplo de lo que es tener suerte Riujin se incorporó
en la caja del camión y levantó la mano amenazando a la figura de
hierro fundido que no se metía con nadie. Cualquier movimiento
que hiciera, cualquier cosa que le ocurriera, de todo sacaba provecho,
todo contribuyó a su fama. Pero, en realidad ¿qué ha hecho?
No lo entiendo... ¿Habrá algo especial en esas palabras: La tormenta
y la niebla...?8 ¡No lo entiendo! ¡Suerte es lo que tuvo! ¡Nada
más que suerte! concluyó mordaz.
Riujin notó que el camión se movía bajo sus pies. Fue el
disparo de aquel oficial zarista que le atravesó la cadera y le aseguró
la inmortalidad...9.
La hilera de automóviles se puso en marcha. Dos minutos
más tarde el poeta, completamente enfermo, hasta envejecido,
entraba en la ya desierta terraza de Griboyédov. En un rincón
terminaban su velada un grupo de juerguistas. En el centro mantenía
la atención un conocido suyo, animador y presentador de
7 Se refiere al monumento a Pushkin, que se encuentra en la plaza que
lleva su nombre. (N. de la T.)
8 Palabras con las que comienza una célebre poesía de Pushkin. (N. de
la T.)
9 Georges Dantés, monárquico francés que huyó de la Revolución de
Julio y fue acogido por Nicolás I. Mató a Pushkin en un duelo en
1837. (N. de la T.)
100
revistas, que llevaba en la cabeza un gorrito oriental y sostenía
en la mano una copa de vino Abrau.
Archibaldo Archibáldovich recibió con mucha amabilidad
a Riujin, que cargaba con las toallas, y en seguida le liberó de
los dichosos trapos. Si Riujin no hubiera estado tan deshecho
por la visita al sanatorio y el viaje en camión, habría experimentado
una gran satisfacción contando lo sucedido y decorándolo
con detalles inventados. Pero no estaba de humor. Riujin era
poco observador, pero a pesar de ello y de la tortura del viaje
en camión, comprendió, nada más mirar al pirata con atención,
que aunque este hubiera hecho algunas preguntas y exclamaciones
tales como: ¡Ay! ¡Ay!, no le preocupaba en absoluto
lo que hubiera pasado a Desamparado. Así me gusta. ¡Me
alegro!, pensaba con humillante y furioso cinismo el poeta, y
añadió interrumpiendo la historia de la esquizofrenia:
Archibaldo Archibáldovich, ¿me da una copita de
vodka?
El pirata puso cara de pena y le susurró:
Ya comprendo..., ahora mismo e hizo una seña al camarero.
Un cuarto de hora más tarde Riujin estaba encorvado
sobre una copa, bebiendo una tras otra, completamente solo.
Comprendía, y se resignaba a ello, que su vida ya no tenía
arreglo; lo único que podía hacer era olvidar.
El poeta había perdido la noche, mientras los demás estaban
de juerga, y ahora comprendía que no podía hacerla volver.
Bastaba levantar la cabeza, de la lamparita hacia el cielo, para
darse cuenta de que la noche había terminado irremediablemente.
Los camareros, con mucha prisa, tiraban al suelo los
manteles de las mesas. Los gatos que rondaban la terraza tenían
aspecto mañanero. Era irrevocable. Al poeta se le echaba el día
encima.
101
7
Un apartamento misterioso
Si alguien le hubiera dicho a Stiopa esta mañana: Stiopa,
levántate ahora mismo o te fusilarán, seguro que habría respondido
con voz muy lánguida y apenas perceptible: Pueden
fusilarme o hacer lo que quieran de mí, porque no me levanto.
Y no ya levantarse, ni siquiera abrir los ojos podría. Se le
ocurría que al abrirlos se encendería un relámpago y su cabeza
estallaría en pedacitos. Una pesada campana repetía monótona
en su cabeza, y entre el globo del ojo y el párpado cerrado le bailaban
unas manchas marrones con cenefas rabiosamente verdes.
Y por si esto fuera poco sentía unas náuseas que parecían estar
relacionadas con el machacante ritmo de un gramófono.
Trataba de recordar. La noche anterior le parecía haber
estado... ¿dónde?, no lo sabía; ¡sí!, tenía una servilleta en la
mano, intentaba besar a una señora; al día siguiente la iba a ver,
le anunciaba. Ella se negaba diciendo: No, no vaya. No estaré
en casa, y él insistía: Pues voy a ir de todos modos. Era lo
único que le venía a la memoria.
Stiopa no sabía quién era la señora, ni qué hora era, ni qué
día, ni el mes, y lo que era todavía peor: no tenía la menor idea
de dónde se encontraba. Esto último, sobre todo, había que
aclararlo en seguida. Despegó el párpado del ojo izquierdo.
Descubrió un reflejo opaco en la oscuridad, por fin reconoció
el espejo y se dio cuenta de que estaba echado boca abajo en
su propia cama, es decir, en la cama que fue de la joyera, en el
102
dormitorio. Una punzada aguda en la cabeza le obligó a cerrar
los ojos.
Pero expliquémonos: Stiopa Lijodéyev, director del teatro
Varietés, se despertó por la mañana en el piso que compartía
con el difunto Berlioz, en una casa grande, de seis pisos, situada
en la calle Sadóvaya.
Tenemos que decir que este piso número 50 tenía desde
hacía tiempo una reputación que podemos llamar, si no mala, sí
extraña. Dos años atrás había pertenecido a la viuda del joyero
De Fugere, Ana Frántsevna De Fugere, respetable señora de
cincuenta años, muy emprendedora, que alquilaba tres habitaciones
de las cinco que poseía; uno de los inquilinos parece que
se llamaba Belomut, el otro había perdido su apellido.
Un domingo se presentó en el piso un miliciano, hizo salir
al vestíbulo al segundo inquilino (cuyo apellido desconocemos)
y dijo que tenía que ir a la comisaría un minuto para firmar
algo. El inquilino ordenó a Anfisa, la fiel anciana servidora de
Ana Frántsevna, que si le llamaban por teléfono, dijera que volvería
a los diez minutos, y se fue con el correcto miliciano de
guantes blancos. Pero no solo no volvió a los diez minutos, sino
que no volvió nunca más. Lo sorprendente es que, por lo visto,
el miliciano desapareció con él.
Anfisa, que era muy beata, o mejor dicho supersticiosa, explicó
sin rodeos a la disgustada Ana Frántsevna que se trataba
de un maleficio, que sabía perfectamente quién se había llevado
al huésped y al miliciano y que no quería decirlo porque era de
noche.
Pero, como todos sabemos, cuando un maleficio aparece, ya
no hay modo de contenerlo. Según tengo entendido, el segundo
huésped desapareció el lunes, y el miércoles le tocó el turno a
Belomut, aunque de manera diferente. Como era costumbre,
aquella mañana se presentó un coche para llevarle al trabajo. Y
se lo llevó, pero nunca lo trajo de vuelta y nunca más volvió a aparecer
el coche.
103
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
La pena y el horror que sentía madame Belomut son
indescriptibles, pero no fue por mucho tiempo. Aquella misma
noche, cuando Ana Frántsevna y Anfisa volvieron de la casa de
campo a la que se habían marchado urgentemente nadie sabe
por qué, se encontraron con que la ciudadana Belomut ya no
estaba en su piso. Y eso no era todo: habían sellado las puertas
de las dos habitaciones que ocupara el matrimonio Belomut.
Pasaron dos días. Al tercero, Ana Frántsevna, agotada por
el insomnio, volvió a marcharse a su casa de campo... Ni que
decir tiene que tampoco volvió.
Anfisa se quedó sola y estuvo llorando hasta la una y pico.
Luego se acostó. No sabemos qué pudo pasarle, pero contaban
los vecinos que en el piso número 50 se estuvieron oyendo
golpes durante toda la noche y que hasta la mañana siguiente
hubo luz en las ventanas. Al otro día se supo que Anfisa también
había desaparecido.
Circulaban muchas historias sobre los desaparecidos del
piso maldito; se decía, por ejemplo, que la delgada y beata Anfisa
llevaba un saquito de ante en su pecho hundido, con veinticinco
brillantes bastante grandes que pertenecían a Ana Frántsevna.
Se decía también que en la leñera de la casa, a la que se fuera
Ana Frántsevna con tanta urgencia, se descubrieron inmensos
tesoros, brillantes y monedas de oro, acuñadas en los tiempos
del zar. Y otras cosas por el estilo. Claro, no podemos asegurar
que sea verdad porque no lo sabemos con certeza...
El caso es que, a pesar de todo, el piso solo estuvo vacío y
sellado durante una semana, y después se instalaron en él el
difunto Berlioz con su esposa y Stiopa con la suya. Naturalmente,
los nuevos inquilinos del condenado apartamento también
fueron protagonistas del Diablo sabe qué manejos. En el primer
mes de su estancia allí desaparecieron las dos esposas, pero ellas
sí dejaron rastro. Contaban que alguien había visto a la esposa de
Berlioz en Járkov, con un coreógrafo, y la mujer de Stiopa apareció
en la calle Bozhedomka, donde, según decían, el director
104
de Varietés, sirviéndose de numerosas amistades, se las había
arreglado para encontrarle habitación, pero con la condición de
que no se le ocurriera volver por la Sadóvaya...
Como decíamos, Stiopa se quejaba de dolor. Iba a llamar a
Grunia, su criada, y pedirle una aspirina, pero pensó que sería
inútil hacerlo, porque Grunia no tendría ninguna aspirina. Trató
de pedir auxilio a Berlioz y lo llamó entre gemidos: ¡Misha!
¡Misha!, pero, como ustedes comprenderán, no obtuvo respuesta
alguna. En la casa reinaba un silencio completo.
Al mover los dedos de los pies, Stiopa descubrió que tenía
los calcetines puestos; pasó la mano temblorosa por la cadera
para averiguar si también tenía los pantalones, pero no pudo
comprobarlo. Por fin, dándose cuenta de que estaba abandonado
y solo, de que nadie le podía ayudar, decidió levantarse,
aunque para ello tuviera que hacer un esfuerzo sobrehumano.
Abrió los ojos con dificultad y vio su propia imagen en el
espejo: un hombre con el pelo revuelto, la cara abotargada y la
barba negra, los ojos hinchados; llevaba una camisa sucia con
cuello y corbata, calzoncillos y calcetines.
Tal era su reflejo en el cristal, pero de pronto descubrió
junto a él a un desconocido vestido de negro con una boina del
mismo color.
Stiopa se sentó en la cama y se puso a mirar al extraño desorbitando,
en lo que era posible, sus ojos cargados. El desconocido
rompió el silencio y dijo con un tono de voz bajo y profundo,
y con acento extranjero:
Buenos días, entrañable Stepán Bogdánovich.
Hubo una pausa y luego, haciendo un esfuerzo enorme,
Stiopa pronunció:
¿Desea usted algo? y se quedó sorprendido por lo irreconocible
de su propia voz. Había dicho desea con voz de
tiple, usted con voz de bajo y no fue capaz de articular algo.
105
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
El desconocido sonrió amistosamente, sacó un reloj grande
de oro, con un triángulo de diamantes en la tapa, que sonó once
veces.
Son las once. Hace una hora que estoy esperando a que
despierte, porque usted me citó a las diez. Y aquí estoy.
Stiopa encontró sus pantalones sobre una silla que había
junto a la cama y dijo, medio en susurro:
Perdón... se los puso y preguntó con voz ronca:
Dígame su nombre, por favor.
Hablaba con dificultad. A cada palabra que pronunciaba
parecía que se le clavaba una aguja en el cerebro, produciéndole
un espantoso dolor.
¡Vaya! ¿Se ha olvidado de mi nombre? y el desconocido
se rio.
Usted perdone articuló Stiopa, pensando que la resaca
se le presentaba con un nuevo síntoma. Le pareció que el suelo
junto a la cama se había hundido y que inmediatamente se iría
de cabeza al infierno.
Querido Stepán Bogdánovich habló el visitante sonriendo
con aire perspicaz, una aspirina no le servirá para nada.
Siga el viejo y sabio consejo de que hay que curar con lo mismo
que produjo el mal. Lo único que le hará volver a la vida es un
par de copas de vodka con algo caliente y picante.
Stiopa, que era un hombre astuto, comprendió, a pesar de
su situación, que ya que le había encontrado en tal estado, tenía
que confesarlo todo.
Le hablaré con sinceridad empezó moviendo la lengua
con mucho esfuerzo. Es que ayer...
¡No me diga más! cortó el visitante, y corrió su sillón
hacia un lado.
Con los ojos desmesuradamente abiertos, Stiopa vio que
en la pequeña mesita había una bandeja con pan blanco cortado
en trozos, caviar negro en un plato, setas blancas en vinagre,
una cacerola tapada y la panzuda licorera de la joyera llena de
106
vodka. Y lo que más le sorprendió fue que la licorera estaba
empañada de frío. Pero esto era fácil de entender, puesto que
estaba dentro de un cubo lleno de hielo. En resumen, estaba
todo perfectamente servido.
El desconocido, para evitar que el asombro de Stiopa
tomase desmesuradas proporciones, le sirvió medio vaso de
vodka con rapidez.
¿Y usted? pió Stiopa.
Con mucho gusto.
Stiopa se llevó la copa a los labios con mano temblorosa
y el desconocido se bebió la suya de un trago. Stiopa saboreó,
masticando, un trozo de caviar.
Y ¿usted no come nada?
Se lo agradezco, pero nunca como mientras bebo respondió
el desconocido llenando las copas de nuevo.
Destaparon la cacerola, que resultó contener salchichas
con salsa de tomate.
Poco a poco la molesta nubecilla verde que Stiopa sentía
ante sus ojos empezó a disiparse. Podía articular palabras y, lo
que era mucho más importante, empezaba a recordar. Todo
había sucedido en Sjodnia, en la casa de campo de Jústov, el
autor de sketches, adonde lo había llevado el mismo Jústov en
un taxi. Le vino a la memoria cómo habían cogido el taxi junto
al Metropol. Estaba con ellos un actor (¿o no era actor?) con
un gramófono en un maletín. Sí, sí, fue precisamente en la casa
de campo. Además recordaba que los perros aullaban al oír el
gramófono. Pero la señora a la que Stiopa quería besar permanecía
en la oscuridad de su memoria. El Diablo sabrá quién era.
Parece ser que trabajaba en la radio o puede que no...
Desde luego, el día anterior empezaba a aclararse, pero
Stiopa estaba mucho más interesado en el presente, sobre todo
en la aparición del desconocido en su dormitorio, y además
toda aquella comida y el vodka. Esto sí que le gustaría saber de
dónde venía.
107
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Bueno, supongo que ya habrá recordado mi nombre.
Pero Stiopa sonrió avergonzado.
¡Pero, hombre!, me parece que bebió oporto después del
vodka. ¡Eso no se debe hacer nunca!
Por favor, le ruego que esto quede entre nosotros dijo
Stiopa confidencial.
¡Por supuesto, no faltaría más! Pero no puedo responder
por Jústov.
¿Conoce a Jústov?
Le vi ayer, de pasada, mientras estaba en su despacho,
pero basta una mirada para darse cuenta de que es un sinvergüenza,
farsante, acomodaticio y tiralevitas.
¡Eso es!, pensó Stiopa, asombrado ante la merecida,
precisa y lacónica definición de Jústov. Sí, el día anterior empezaba
a reconstruirse sobre sus fragmentos, pero el director de
Varietés seguía preocupado; fuera como fuera, él no había visto
en su despacho a este desconocido con boina negra.
Soy Voland10, el profesor de magia negra dijo el intruso
con aplomo, y notando la difícil situación en la que se hallaba
Stiopa, lo explicó todo ordenadamente.
Venía del extranjero y había llegado a Moscú el día anterior,
presentándose de inmediato a Stiopa para proponerle su
actuación en el Varietés. Stiopa había llamado al Comité de
Espectáculos de la zona de Moscú y había arreglado el asunto
(al llegar aquí Stiopa palideció y empezó a parpadear); luego
le hizo a Voland un contrato para siete actuaciones (Stiopa
abrió la boca) y le citó a las diez del día siguiente para ultimar
detalles. Y por esto estaba allí. Al llegar a su casa le había recibido
Grunia, quien le explicó que ella misma acababa de llegar
10 Valand, uno de los nombres comunes del Diablo en la lengua alemana.
En las notas marginales del manuscrito de la novela El maestro
y Margarita aparecen varios nombres propios del Diablo, tales como
Mefistófeles, Asmodeo, Lucifer, etc. Parece ser que Bulgákov eligió el
de Valand (Voland) para evitar posibles asociaciones literarias. (N.
de la T.)
108
porque no vivía allí; que Berlioz no estaba en casa y que, si el
señor quería ver a Stepán Bogdánovich, pasara a su habitación,
porque ella no se comprometía a despertarlo, y que luego, al ver
el estado en que se hallaba Stepán, él mismo había mandado a
Grunia a la tienda más próxima a comprar vodka y comida, y a
la farmacia a buscar hielo y que entonces...
¡Permítame que le pague, por favor! lloriqueó Stiopa,
buscando su cartera, muerto de vergüenza.
¡Pero qué cosas tiene! exclamó el artista, obligándole a
zanjar así la cuestión.
Muy bien, el vodka y el aperitivo tenían una explicación;
sin embargo, a Stiopa daba pena verle: decididamente, no se
acordaba en absoluto de aquel contrato y podía jurar que no
había visto a Voland el día anterior. A Jústov, sí, pero no a
Voland.
¿Me permite el contrato, por favor? pidió Stiopa en
voz baja.
Desde luego.
Stiopa echó una ojeada al papel y se quedó de una pieza.
Todo estaba perfecto: su propia firma desenvuelta y, escrita en
diagonal, la autorización de Rimski, el director de finanzas,
para entregar al artista Voland diez mil rublos a cuenta de los
treinta y cinco mil que se le pagarían por las siete actuaciones.
Más aún: allí mismo estaba el recibo de Voland por los diez mil
rublos ya cobrados.
¿Pero esto qué es?, pensó el pobre Stiopa con una sensación
de mareo. ¿No serían los primeros alarmantes síntomas
de pérdida de la memoria? Era evidente que las muestras de
asombro después de haber visto el contrato serían sencillamente
indecentes. Pidió permiso a su invitado para ausentarse durante
unos minutos y corrió, en calcetines, según estaba, al vestíbulo,
donde se hallaba el teléfono, mientras gritaba en dirección a la
cocina:
¡Grunia!
109
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
No obtuvo respuesta alguna. Miró la puerta del despacho
de Berlioz que daba a la cocina y, como suele decirse, se quedó
petrificado. En la manivela, sujeto con una cuerda, había un
enorme lacre.
¡Caramba! explotó en su cabeza. Solo me faltaba esto!.
Y sus pensamientos empezaron a recorrer un camino de doble
dirección, pero, como suele pasar en las catástrofes, en un solo
sentido, y el diablo sabrá cuál. Sería difícil describir el lío que
Stiopa tenía en la cabeza. Por un lado, la incongruencia del de la
boina negra, el vodka frío y el increíble contrato, y por si eso no
fuera bastante, ¡la puerta del despacho lacrada! Si se le contase a
alguien que Berlioz había hecho un disparate, les aseguro que no
lo creería. Pero el lacre allí estaba. En fin...
Tenía en la cabeza un hormigueo de pensamientos y
recuerdos muy desagradables. Recordó que hacía muy poco le
había encasquetado un artículo para que Berlioz lo publicara en
su revista, y parecía que lo había hecho a propósito. Entre nosotros,
el artículo era una auténtica estupidez, inútil y, además,
mal pagado.
Después de lo del artículo recordó una conversación algo
dudosa que sostuvieron en aquel mismo sitio cenando con
Mijaíl Alexándrovich, el veinticuatro de abril. Claro que no era
lo que se llama una conversación dudosa exactamente (Stiopa
no la habría consentido), pero hablaron de algo de lo que no
hacía falta hablar. Se podía haber evitado fácilmente. De no
haber sido por el lacre, esta conversación no tendría ninguna
importancia, pero ahora...
Berlioz, Berlioz... repetía mentalmente. ¡No me cabe
en la cabeza!.
No había lugar para lamentaciones y marcó el número
de Rimski, el director de finanzas del Varietés. La situación de
Stiopa era difícil: el extranjero podía ofenderse si Stiopa no se
fiara de él a pesar de haber visto el contrato, y tampoco era fácil
la conversación con el director de finanzas, porque no le podía
110
decir: ¿Firmaste ayer un contrato con un profesor de magia
negra por treinta y cinco mil rublos?. ¡Era imposible!
¡Diga! se oyó al otro lado la voz aguda y desagradable
de Rimski.
Hola, Grigori Danílovich dijo Stiopa en tono muy
bajo, soy Lijodéyev. Verás, resulta que... tengo aquí a... el
artista Voland... y, claro..., me gustaría saber qué hay de esta
tarde.
Ah, ¿el de la magia negra? respondió Rimski. Ya están
los carteles.
Bien, de acuerdo dijo Stiopa con voz débil; bueno,
hasta luego entonces...
¿Va a venir usted pronto? preguntó Rimski.
Dentro de media hora contestó Stiopa; colgó el auricular
y se apretó la cabeza, que le abrasaba, entre las manos.
Pero ¡qué cosa tan extraña estaba sucediendo! ¿Y qué era de su
memoria?
Le resultaba violento permanecer por más tiempo en el
vestíbulo. Elaboró rápidamente un plan a seguir; ocultaría por
todos los medios su asombrosa falta de memoria y trataría de
sonsacar al extranjero sobre lo que pensaba hacer por la tarde
en el Varietés, que le estaba encomendado.
Stiopa, de espaldas al teléfono, vio reflejado claramente en
el espejo del vestíbulo, que la perezosa Grunia hacía tiempo no
limpiaba, la imagen de un tipo muy extraño, alto como un poste
telegráfico, con unos impertinentes sobre la nariz (si hubiera
estado allí Iván Nikoláyevich, en seguida le hubiera reconocido).
El extraño sujeto desapareció rápidamente del espejo.
Stiopa, angustiado, recorrió el vestíbulo con la mirada y sufrió
un nuevo sobresalto: esta vez un enorme gato negro pasó por el
espejo y también desapareció.
Le daba vueltas la cabeza y se tambaleó.
111
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Pero, ¿qué me pasa? ¿No me estaré volviendo loco? ¿A
qué se deben estos espejismos?, y gritó asustado buscando en
el vestíbulo:
¡Grunia! ¿Pero quién es ese gato? ¿De dónde sale? ¿Y
el otro?
No se preocupe, Stepán Bodgánovich se oyó una voz
que no era de Grunia, sino del invitado, que contestaba desde
el dormitorio. El gato es mío. No se ponga nervioso. Grunia
no está, la he mandado a Vorónezh. Se me quejó de que usted se
estaba haciendo el distraído y no le daba vacaciones.
Estas palabras eran tan inesperadas y tan absurdas que
Stiopa pensó que no había oído bien. Enloquecido, echó a correr
hacia el dormitorio y casi se convirtió en una estatua de sal junto
a la puerta. Se le erizó el cabello y le aparecieron en la frente unas
gotas de sudor.
Su visitante ya no estaba solo en la habitación. Le acompañaba,
sentado en otro sillón, el mismo tipo que apareciera en el
vestíbulo. Ahora se le podía ver bien, tenía unos bigotes como
plumitas de ave, brillaba un cristal de sus impertinentes y le faltaba
el otro. Pero aún descubrió algo peor en su propio dormitorio:
en el pouf de la joyera, sentado en actitud insolente, un
gato negro de tamaño descomunal sostenía una copa de vodka
en una pata y en la otra un tenedor, con el que ya había pescado
una seta.
La luz del dormitorio, débil de por sí, se oscureció aún más
ante los ojos de Stiopa. Así es como uno se vuelve loco, pensó,
agarrándose al marco de la puerta.
Veo que está usted algo sorprendido, queridísimo Stepán
Bogdánovich le dijo Voland a Stiopa, al que le rechinaban los
dientes. Le aseguro que no hay por qué extrañarse. Este es mi
séquito.
El gato se bebió el vodka y la mano de Stiopa comenzó a
deslizarse por el marco.
112
Y como el séquito necesita espacio seguía Voland,
alguien de los presentes sobra en esta casa. Y me parece que el
que sobra es usted.
Aquello, aquello intervino con voz de cabra el tipo
largo que anda de cuadros, refiriéndose a Stiopa, últimamente
está cometiendo muchos excesos. Se emborracha, tiene líos con
mujeres aprovechándose de su situación, no da golpe y no puede
hacer nada porque no tiene ni idea de lo que se trae entre manos.
Y les toma el pelo a sus jefes.
Se pasea en el coche oficial de su organización sopló el
gato, masticando la seta.
Entonces apareció el cuarto y último de los que llegarían
a la casa, precisamente cuando Stiopa, que había ido deslizándose
hasta el suelo, arañaba el marco con su mano sin fuerzas.
Del mismo espejo salió un hombre pequeño, pero extraordinariamente
ancho de hombros, con un sombrero hongo y un
colmillo que se le salía de la boca, lo que desfiguraba el rostro
ya de por sí horriblemente repulsivo. Además, tenía el pelo del
mismo color rojo que el fuego.
Yo intervino en la conversación este nuevo individuo
no puedo entender cómo ha llegado a director y el pelirrojo
hablaba con una voz cada vez más gangosa. Es tan capaz de
dirigir como yo de ser obispo.
Tú, desde luego, no tienes mucho de obispo, Asaselo11
dijo el gato, sirviéndose unas salchichas en un plato.
Precisamente eso es lo que estaba diciendo gangueó el
pelirrojo, y volviéndose con mucho respeto a Voland, añadió:
¿Me permite, messere, que le eche de Moscú y le mande al
infierno?
¡Zape! vociferó el gato, con los pelos de punta.
11 En la cábala y en el libro apócrifo de Henoch aparece Asasel, diablo
de la muerte y el desierto. (N. de la T.)
113
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Empezó a girar la habitación en torno de Stiopa, que se
golpeó la cabeza con la puerta y pensó, a punto de perder el
conocimiento: Me estoy muriendo....
Pero no se murió. Entreabrió los ojos y se encontró sentado
sobre algo que parecía ser de piedra. Cerca se oía un ruido
monótono, y al abrir los ojos del todo vio que aquel ruido era del
mar, una ola le llegaba casi a los pies. En conclusión, que estaba
sentado al borde de un muelle con un brillante cielo azul sobre
su cabeza y una ciudad blanca en las montañas que tenía detrás.
Sin saber lo que se suele hacer en estos casos, Stiopa se
incorporó sobre sus piernas temblorosas y se dirigió por el
muelle hacia la orilla del mar.
Un hombre que fumaba y escupía al mar, sentado en
el muelle, se le quedó mirando con cara de espanto y dejó de
fumar y escupir.
Stiopa hizo la ridiculez de arrodillarse y preguntarle al fumador:
Por favor, ¿qué ciudad es esta?
¡Pero oiga usted! protestó el desalmado fumador.
No estoy bebido contestó Stiopa con voz ronca, me ha
pasado algo raro... Estoy malo... ¿Dónde estoy, por favor? ¿Qué
ciudad es esta?
Pues Yalta...
Stiopa suspiró, se tambaleó hacia un lado y cayó dando
con la cabeza contra la piedra caliente del muelle. Perdió el
conocimiento.
115
8
Duelo entre el profesor y el poeta
Precisamente cuando Stiopa perdió el conocimiento en
Yalta, lo recobraba Iván Nikoláyevich, despertando de un sueño
largo y profundo. Eran cerca de las once y media de la mañana.
Iván se preguntaba cómo había ido a parar a aquella habitación
de paredes blancas, con una extraña mesilla de noche de metal
claro y en la ventana cortinas blancas que filtraban el sol.
Movió la cabeza para convencerse de que no le dolía y
recordó que estaba en un sanatorio. Este pensamiento le trajo
a la memoria la muerte de Berlioz, pero ahora, por la mañana,
ya no le causó tan fuerte impresión. Después de haber dormido,
Iván Nikoláyevich estaba más tranquilo y con las ideas más
claras. Permaneció inmóvil durante unos instantes en la limpísima
y cómoda cama de muelles, y de pronto descubrió a su
lado el botón de un timbre. Lo apretó porque tenía la costumbre
de tocar, sin ninguna necesidad de hacerlo, los objetos que estuvieran
a su alcance. Esperaba oír el timbre o que apareciera
alguien, pero lo que sucedió fue algo muy distinto.
A los pies de la cama se encendió un cilindro mate en el
que estaba escrita la palabra Beber. Empezó a girar hasta
que salió la palabra Empleada. Como es natural, el ingenioso
cilindro sorprendió a Iván. Después, el cartel de Llame al
doctor sustituyó la palabra Empleada.
¡Humm! profirió Iván sin saber qué hacer con el
cilindro. Acertó por mera casualidad. Apretó de nuevo el botón
116
cuando se leía Practicante. El cilindro le respondió con un
timbre discreto. Se apagó la luz y el cilindro se paró. Una mujer
algo entrada en carnes penetró en la habitación.
Tenía una fisonomía simpática, llevaba bata blanca y le
dijo a Iván:
¡Buenos días!
A Iván le pareció que aquel saludo estaba fuera de lugar
y no contestó. ¡De modo que después de meter en una clínica
mental a un hombre cuerdo, hacen como si no hubiera pasado
nada! La mujer, sin perder su expresión bondadosa, subió la
persiana apretando un botón. La habitación se inundó de sol,
que entraba a través de la reja ligera que llegaba hasta el suelo.
Por la reja se veía un balcón, más allá la orilla de un río sinuoso
y al otro lado del río un alegre pinar.
Puede bañarse cuando quiera le invitó la mujer, y bajo
su mano se abrió una pared interior, descubriendo un cuarto de
baño completo, perfectamente instalado.
Iván, que había decidido no dirigirle la palabra, no pudo
contenerse al ver el ancho chorro de agua que salía por un grifo
reluciente y caía en la bañera.
¡Igual que en el Metropol! ¿No? dijo con ironía.
Pues no contestó la mujer con orgullo, mucho mejor
que allí. Vienen médicos y científicos expresamente para estudiar
nuestro sanatorio. Incluso inturistas nos visitan todos
los días.
¡Inturistas!12. Esta palabra le hizo recordar al consejero
que conociera el día anterior. La cara de Iván se oscureció repentinamente
y dijo, observando a la mujer con el rabillo del ojo:
¡Inturistas!. Están locos con los inturistas. Pero le
aseguro que entre ellos hay gente muy curiosa. Precisamente
ayer conocí yo a uno que era una maravilla.
12 Inturist, oficina de turismo extranjero en la Unión Soviética. (N. de
la T.)
117
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Faltó muy poco para que se pusiera a contarle lo de Poncio
Pilatos, pero se contuvo porque comprendió que no conduciría
a nada, que ella no le podría ayudar.
Cuando Iván salió del baño, encontró todo lo que un hombre
en esas circunstancias puede necesitar: camisa planchada, calzoncillos
y calcetines. Pero esto no era todo, porque la mujer abrió un
armario y, señalando a su interior, preguntó a Iván:
¿Qué prefiere, un batín o un pijama?
Iván, sujeto a la fuerza a su nueva residencia, por poco pega
un salto de asombro ante el desparpajo de la mujer. Apuntó con
el dedo a un pijama de franela roja.
Luego le condujeron a través de un pasillo desierto y silencioso
hasta un enorme despacho. Decidió adoptar una postura
irónica ante la magnificencia con que estaba instalado
aquel edificio y bautizó el despacho con el apodo de cocina
fábrica13.
No andaba descaminado. Había armarios de todos los
tamaños con brillantes instrumentos niquelados. Había sillones
de complicada estructura, grandes lámparas con pantallas relucientes,
un sinnúmero de frascos, mecheros de gas, cables eléctricos
y aparatos completamente desconocidos.
Tres personas le atendieron en el despacho; dos mujeres
y un hombre. Los tres de blanco. Empezaron llevándole junto
a una mesa, que había en un rincón, con la clara intención de
hacer indagaciones.
Iván se puso a analizar su situación. Se le ocurrían tres caminos
a seguir. El primero, y el que más le seducía, era arrojarse
contra las lámparas y el extraño instrumento y destrozarlos para
demostrar su disconformidad con la injusta detención. Pero el
Iván de hoy era muy distinto al Iván de ayer, y esta primera solución
le pareció contraproducente.
13 Tiendas especiales en las que se pueden adquirir platos cocinados.
(N. de la T.)
118
Era muy probable que le tomaran por un loco agresivo.
Desechó por completo esta primera opción. Otra actitud podría
ser la de contarles de inmediato todo el asunto del profesor consejero
y de Poncio Pilatos, pero sus experiencias del día anterior
le habían demostrado que nadie creería su relato y que lo tergiversarían.
Rechazó también este camino y eligió un tercero:
encerrarse en un silencio digno.
No le fue posible mantenerse en esta postura hasta el final,
porque tuvo que responder a una serie de preguntas, aunque
lo hizo de manera escueta y con bastante hosquedad. Le preguntaron
todo lo preguntable sobre su vida pasada, hasta detalles
tan pequeños como los relativos a la escarlatina que pasó
quince años atrás. Una de las mujeres de bata blanca, después de
llenar una página entera, la volvió y pasó a preguntarle sobre su
familia. ¡Esto ya era el colmo! Quién murió, cuándo y por qué,
si bebía o no, si no había tenido enfermedades venéreas, y cosas
por el estilo. Por fin le pidieron que contara lo sucedido el día
anterior en Los Estanques del Patriarca, pero no se pusieron
muy pesados y parecían no extrañarse con la historia de Pilatos.
Entonces la mujer cedió a Iván a un hombre que tenía una
táctica muy distinta y no le preguntaba nada. Le tomó la temperatura
y el pulso, le miró los ojos alumbrándolos con una lámpara
especial. Luego vino en su ayuda una mujer y le pincharon
con algo en la espalda, pero sin hacerle daño; con el mango de
un martillo le hicieron unos dibujos en el pecho, le dieron golpecitos
en las rodillas con dos macillos haciéndole saltar las
piernas; le pincharon en un dedo y le sacaron sangre, le pincharon
también en una vena del brazo, le pusieron en los brazos
unas pulseras de goma...
A todo esto, Iván esbozaba una sonrisa amarga como para
sus adentros y pensaba que todo estaba resultando muy raro,
absurdo. ¡Quién se lo iba a decir! Había querido advertirles de la
amenaza de peligro que representaba el desconocido consejero,
intentaba detenerlo y lo único que consiguió fue encontrarse
119
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
en un misterioso gabinete, hablando de su tío Fédor, que en
Vólogda se dedicaba a beber como una cuba. ¡Qué estupidez
tan inaguantable!
Por fin terminaron con él y le acompañaron a su habitación,
donde le sirvieron una taza de café, dos huevos pasados
por agua y pan con mantequilla. Comió y bebió todo lo que le
habían ofrecido; después decidió esperar al que dirigiera aquella
institución y reclamar de él atención y justicia.
Su espera no fue larga, porque el director apareció en
seguida. De pronto se abrió la puerta del cuarto de Iván y
entró un grupo de personas con batas blancas. Les precedía un
hombre cuidadosamente afeitado, como un actor, de unos cuarenta
y cinco años, con ojos simpáticos, pero muy penetrantes,
y de correctos ademanes. Todo el séquito daba muestras de
atención y respeto al director, por lo que su entrada resultó muy
solemne. ¡Igual que Poncio Pilatos!, pensó Iván.
Sin duda alguna era el más importante. Se sentó en una
banqueta; los demás permanecían de pie.
Doctor Stravinski se presentó a Iván el recién llegado,
mirándole con benevolencia.
Aquí tiene, Alexandr Nikoláyevich dijo sin alzar la voz
uno de barbita bien arreglada, alargándole un papel escrito de
arriba abajo.
Han preparado todo un expediente, pensó Iván. El jefe
echó una ojeada al papel con gesto mecánico, murmurando:
Humm, ajá, y cambió varias frases con los allí presentes en un
idioma poco conocido. También habla en latín, como Pilatos,
pensó Iván con tristeza. Oyó una palabra que le hizo estremecerse:
esquizofrenia, la misma que pronunciara el maldito
extranjero el día anterior en Los Estanques del Patriarca, y
que ahora repetía el profesor Stravinski. También lo sabía,
meditó angustiado Iván.
120
Por lo que se podía apreciar, el jefe había decidido estar de
acuerdo con todo lo que dijeran los demás y demostraba su alegría
con expresiones tales como bueno, muy bien.
Muy bien dijo Stravinski, devolviendo la hoja a uno de
los del séquito, y añadió dirigiéndose a Iván:
¿Es usted poeta?
Sí, soy poeta dijo Iván con aire sombrío; sentía de
pronto una inexplicable repulsión hacia la poesía; sus versos,
que acababa de recordar, le parecían embarazosos.
Frunciendo el entrecejo, preguntó a su vez a Stravinski:
¿Es usted profesor?
Stravinski afirmó con una inclinación cortés.
¿Y es el jefe de todo esto? seguía Iván.
Stravinski inclinó la cabeza de nuevo.
Necesito hablar con usted dijo Iván Nikoláyevich con
aire significativo.
Precisamente para eso estoy aquí respondió Stravinski.
Es que empezó Iván, pensando que había llegado su
hora me han tomado por loco y nadie me quiere escuchar.
¡Por favor! Estamos dispuestos a escucharle con muchísimo
gusto dijo Stravinski, serio y tranquilizador y no permitiremos
de ningún modo que lo tomen por loco.
Pues entonces escuche: ayer por la tarde, un tipo muy
misterioso se me acercó estando yo en Los Estanques del
Patriarca. No estoy seguro de si era o no extranjero. Sabía de
antemano todo lo referente a la muerte de Berlioz y había visto
personalmente a Poncio Pilatos.
Los miembros del séquito permanecían inmóviles, escuchando
al poeta en silencio.
¿Pilatos? Es el que vivió cuando Jesucristo, ¿no? preguntó
Stravinski, mirando fijamente a Iván.
Ese mismo.
Bien dijo Stravinski. ¿Y ese Berlioz murió atropellado
por un tranvía?
121
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Eso es, exactamente ayer le atropelló un tranvía en Los
Estanques, delante de mis ojos, y ese misterioso ciudadano...
¿El amigo de Pilatos? interrumpió Stravinski, que parecía
muy comprensivo.
El mismo afirmó Iván, estudiando a Stravinski ya
sabía que Anushka había vertido el aceite... ¡Y allí mismo fue
donde resbaló! ¿Qué opina usted? preguntó Iván con interés,
esperando causar una gran impresión.
Pero no hubo tal impresión. Stravinski preguntó sencillamente:
Y esa Anushka, ¿quién es?
A Iván le desagradó la pregunta, y, cambiando de expresión,
respondió un poco nervioso:
Anushka no tiene ninguna importancia. ¡El Diablo
sabrá quién es! Es una imbécil de la Sadóvaya. Lo que importa
es que él lo sabía con anterioridad, ¿comprende? Sabía lo del
aceite. ¿Me entiende?
Perfectamente contestó muy serio Stravinski, dándole
al poeta un golpecito en la rodilla, y añadió: siga y no se altere.
Sigo dijo Iván, tratando de hablar en el mismo tono de
Stravinski, sabiendo por triste experiencia que solo la calma
podía ayudarle. Pues ese tipo siniestro (que se hace pasar por
consejero) tiene un poder extraordinario. Por ejemplo, echas a
correr detrás de él y no hay manera de alcanzarlo... Le acompaña
una parejita de cuidado y muy curiosa también, un tipo
largo con los cristales de los impertinentes rotos y un gato de un
tamaño increíble, que encima viaja solo en el tranvía. Además
en vista de que nadie le interrumpía, Iván hablaba cada vez con
más seguridad y convencimiento ha estado personalmente en
el balcón de Poncio Pilatos, de eso no hay duda alguna. Pero
¿qué le parece todo esto? Hay que detenerlo rápidamente, o
hará un daño irreparable.
Vamos a ver, si no le he entendido mal, lo que usted trata
de conseguir es que lo detengan, ¿no es así?
122
Es inteligente pensaba Iván; hay que reconocer que
entre los intelectuales también se encuentra gente con cerebro.
No hay duda. Y contestó:
Claro, pero ¿cómo no me voy a empeñar? Piense si no lo
haría usted mismo. Y mientras tanto me tienen aquí a la fuerza,
me meten una lámpara en los ojos, me bañan y me preguntan
sobre mi tío Fédor, que hace ya bastante tiempo que no existe.
¡Exijo que me dejen salir!
Muy bien, muy bien respondió Stravinski, ahora todo
se ha aclarado. Tiene razón, ¿qué objeto tiene el retener en un
sanatorio a un hombre cuerdo? Bien, le dejo salir ahora mismo
si me dice que es normal. No me lo demuestre, dígamelo simplemente.
Entonces, ¿es usted normal?
Hubo una pausa. La gorda que había atendido a Iván por
la mañana miraba al profesor con veneración. Iván pensó de
nuevo: Realmente, este hombre es inteligente.
La proposición del profesor le había parecido perfecta y se
puso a pensar con calma su respuesta, frunció el entrecejo y, por
fin, dijo con seguridad:
Soy normal.
Muy bien exclamó Stravinski aliviado; si es así, vamos
a dialogar con lógica. Empecemos por su día de ayer se volvió y
en seguida le dieron la hoja de Iván. En la persecución del desconocido
que se presentó como amigo de Poncio Pilatos, usted
hizo todas las cosas siguientes Stravinski empezó a doblar sus
afilados dedos uno por uno, mirando alternativamente a Iván y a
la hoja de papel: se colgó un icono al pecho, ¿no es así?
Sí asintió Iván con aire taciturno.
Se cayó de una valla, arañándose la cara, ¿no es verdad?
Y apareció en el restaurante con una vela encendida, en paños
menores. Y se peleó con alguien. Le trajeron aquí atado. Una
vez aquí, llamó a las milicias, pidiendo que le mandaran ametralladoras.
Luego intentó saltar por la ventana. ¿No? Dígame,
¿cree usted que actuando de ese modo se puede llegar a cazar
123
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
a nadie? Y si usted es normal, me dirá que no, que no es un
método. ¿Se quiere marchar de aquí? De acuerdo, hágalo. Pero
antes una pregunta, por favor: ¿dónde piensa ir?
A las milicias, naturalmente contestó Iván, ya con bastante
menos aplomo y sintiéndose un poco confuso frente a la
mirada del profesor.
¿Directamente desde aquí?
Sí.
¿Y no pasará antes por su casa? preguntó Stravinski
con rapidez.
¡Pero si no tengo tiempo! Mientras yo me paseo y voy a
mi casa, ¡se larga!
Bien. ¿Y qué será lo primero que diga a las milicias?
Lo de Pilatos respondió Iván, y sus ojos parecían
velarse con una nubecilla lúgubre.
¡Perfecto! exclamó Stravinski conquistado, y, volviéndose
al de la barbita, ordenó: Fédor Vasilievich, puede dar de
baja al ciudadano Desamparado, pero no ocupe esta habitación
ni cambie la ropa de cama. Dentro de dos horas el ciudadano
Desamparado estará aquí. Bien se dirigió al poeta, no puedo
desearle éxito, porque tengo la absoluta certeza de que no lo
tendrá. ¡Hasta pronto! se levantó y su séquito inició la marcha.
¿Y qué razón voy a tener para volver aquí? preguntó
Iván, preocupado.
Stravinski parecía esperar esta pregunta, porque se sentó
de nuevo y empezó a decir:
Por la simple razón de que en cuanto aparezca usted en las
milicias en calzoncillos, diciendo que ha visto a un hombre que
conoce personalmente a Poncio Pilatos, le traerán aquí inmediatamente
y se tendrá que quedar en esta misma habitación.
¿Y qué tienen que ver los calzoncillos? preguntó Iván,
mirando alrededor, desconcertado.
Lo importante es Poncio Pilatos, desde luego, pero el
que vaya en calzoncillos también influirá. Porque tiene que dejar
124
aquí la ropa del sanatorio y ponerse la suya. Le recuerdo que vino
aquí en calzoncillos. Y como usted no tiene la intención de pasar
por casa, aunque yo se lo he insinuado... Luego lo de Pilatos..., y
es cosa hecha.
A Iván le pasaba ahora algo muy extraño. Su voluntad
parecía escindirse. Se sentía débil y necesitado de consejo.
Pero ¿qué hago? preguntó tímidamente.
¡Así me gusta! respondió Stravinski. Esto ya es ponerse
en razón. Déjeme contarle lo que le ha pasado. Ayer hubo alguien
que provocó un disgusto, un temor, contándole una historia
sobre Pilatos y alguna otra cosa. Y usted, sobreexcitado y nervioso,
se puso a recorrer la ciudad hablando de Poncio Pilatos. Es
lógico que le hayan tomado por loco. Lo único que puede salvarle
es una cura de absoluto reposo. Lo que tiene que hacer, por tanto,
es quedarse aquí.
¡Pero si hay que pescarlo en seguida! gritó Iván suplicante.
De acuerdo, pero ¿por qué lo tiene que hacer precisamente
usted? Escriba un informe, relate sus sospechas y su denuncia
contra esa persona. Se mandará su declaración adonde sea necesario,
no es ningún problema. Y si, como usted cree, se trata de un
delincuente, lo aclararán en seguida. Pero todo esto con la condición
de no hacer un enorme esfuerzo cerebral, y, sobre todo, piense
menos en Poncio Pilatos. ¡Si fuésemos a creer en todas las historias
que se cuentan!
¡Comprendido! exclamó Iván en un arranque de decisión.
Solicito que se me dé lápiz y papel.
Dele papel y un lápiz cortito ordenó Stravinski a la
gorda. Pero le aconsejo que hoy no escriba nada.
¿Cómo que no? ¡Hay que hacerlo hoy, precisamente
hoy! gritó Iván asustado.
Bueno, pero sin esforzarse. Si no lo hace hoy, ya lo hará
mañana.
¡Se escapará!
125
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Eso no aseguró Stravinski, no irá a ningún sitio, se lo
garantizo. Y recuerde que aquí le ayudarán en todo lo posible,
sin eso no conseguirá nada. ¿Me oye? preguntó Stravinski con
aire significativo. Cogiéndole las manos a Iván Nikoláyevich
y mirándole fijamente a los ojos, repitió varias veces, sin soltarle:
Aquí lo vamos a ayudar. ¿Entiende? Lo vamos a ayudar.
Se sentirá mejor, es un sitio tranquilo, silencioso... Lo vamos a
ayudar...
De pronto, Iván Nikoláyevich bostezó y se suavizó su
expresión.
Sí, sí dijo en voz baja.
Muy bien concluyó Stravinski, como de costumbre, y
se levantó; adiós. Le estrechó la mano y ya a la salida dijo,
volviéndose hacia el de la barbita: Sí, pruebe el oxígeno y los
baños.
Instantes después, Iván no tenía a nadie frente a él. El profesor
y su séquito habían desaparecido. Más allá de la reja de la
ventana, iluminado por un sol de mediodía, se veía el pinar revestido
de alegre primavera y un poco más cerca brillaba el río.
127
9
Cosas de Koróviev
Nikanor Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad
de Vecinos del inmueble número 302 bis, de la moscovita calle
Sadóvaya donde viviera el difunto Berlioz, estaba bastante
ocupado desde la noche anterior, es decir, desde la noche de
miércoles a jueves.
Como ya sabemos, a medianoche se había presentado en
su casa una comisión (en la que se encontraba Zheldibin), que
lo despertó para comunicarle la muerte de Berlioz y para que
les acompañara al apartamento número 50, donde fueron cuidadosamente
sellados los manuscritos y objetos personales del
difunto.
En el piso no encontraron ni a Grunia, la sirvienta, ni al
frívolo Stepán Bogdánovich. Los de la comisión explicaron a
Nikanor Ivánovich que se llevarían los apuntes y manuscritos
del difunto para efectuar un análisis, y que la parte del piso que
habitaba Berlioz, o sea, las tres habitaciones (despacho, cuarto
de estar y comedor, que pertenecieron a la joyera), pasaría a disposición
de la Comunidad de Vecinos. Los objetos personales
tendrían que quedar depositados hasta que aparecieran los
herederos.
La noticia de la muerte de Berlioz corrió por la casa a un
ritmo sorprendente, y desde las siete de la mañana del jueves
Bosói no dejó de recibir llamadas telefónicas y visitas de los
128
aspirantes a la vivienda del difunto. A las dos horas, Nikanor
Ivánovich había recibido ya treinta y dos solicitudes.
Solicitudes que contenían súplicas, amenazas, líos, denuncias,
promesas de hacer obra en la casa por propia cuenta, alusiones
a estar viviendo en una estrechez insoportable; incluso
referencias a la imposibilidad de continuar conviviendo con
bandidos. Había también una descripción, impresionante por
su fuerza plástica, del robo de unos ravioles, expresamente
colocados en el bolsillo de una chaqueta; esto había sucedido
en el apartamento número 31. Y también había dos promesas
de acabar con la propia vida, de suicidarse, y una confesión de
embarazo secreto.
Nikanor Ivánovich tenía que salir a menudo al vestíbulo de
su piso. Le cogían por un brazo, le susurraban algo al oído y le
prometían que no olvidarían la deuda.
Hasta la una de la tarde duró el suplicio. Entonces Nikanor
Ivánovich trató sencillamente de escapar, para lo que salió de su
casa en dirección a la oficina que estaba situada junto a la verja
del inmueble. Pero el asedio no cesó y también tuvo que huir de
allí. Aunque con bastante dificultad, consiguió despistar a los que
le perseguían entrando por el patio asfaltado, y por fin desapareció
en el sexto portal, donde, en el quinto piso, se encontraba el
maldito apartamento número 50.
Nikanor Ivánovich, que era algo grueso, tuvo que pararse
en el descansillo de la escalera para recobrar la respiración.
Después llamó al timbre de la puerta del apartamento, pero
nadie abría. Irritado y gruñendo en voz baja, llamó una y otra
vez, pero sin resultado. Harto de esperar, sacó del bolsillo un
manojo de llaves que pertenecía a la administración, abrió la
puerta con mano autoritaria y entró en la casa.
¡Oye, muchacha! gritó Nikanor Ivánovich una vez en
el vestíbulo, que estaba semi a oscuras. ¡Grunia, o como te
llames! ¿Dónde estás?
129
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Nikanor Ivánovich sacó de la cartera una cinta métrica,
quitó el lacre de la puerta del despacho y dio un paso hacia
adentro. Sí, un paso sí que lo dio, pero no llegó a dar más,
porque el asombro le detuvo en la puerta; hasta se estremeció.
Sentado junto a la mesa del difunto estaba un ciudadano
largo y flaco, con una chaqueta a cuadros, gorrita de jockey e
impertinentes; en una palabra: nuestro amigo de siempre.
¿Quién es usted, ciudadano? preguntó Nikanor Ivánovich
asustado.
¡Vaya! ¡Nikanor Ivánovich! gritó el inesperado ocupante,
con voz aguda y tintineante, y levantándose de un salto
saludó al presidente con un respetuoso y forzado apretón de
manos. A Nikanor Ivánovich no le calmó aquel saludo lo más
mínimo.
Perdone habló con cierta sospecha. ¿Quién es usted?
¿Es usted una personalidad oficial?
¡Ay, Nikanor Ivánovich! exclamó cordialmente el desconocido.
Personalidad oficial o no oficial, ¿qué más da? Todo
es relativo. Depende del punto de vista desde el que se enfoque
la cuestión. Sí, sí, depende de las circunstancias. Hoy puede que
no sea una personalidad oficial, pero mañana, ¿quién sabe?,
puedo serlo perfectamente. También sucede al revés, ¡y tan a
menudo, además!
Naturalmente, estos razonamientos no sirvieron para
tranquilizar al presidente de la Comunidad de Vecinos, el
cual, desconfiado por naturaleza, dedujo de las divagaciones
del ciudadano que no era una personalidad oficial y que, probablemente,
sería un don Nadie.
Pero bueno, ¿quién es usted?, ¿cómo se llama? preguntó
en tono severo, avanzando hacia el desconocido.
Mi apellido dijo el ciudadano, sin inmutarse lo más
mínimo digamos que es Koróviev. ¿Quiere tomar algo? Pero
sin cumplidos, ¿eh?
130
¡Oiga usted! hablaba Nikanor Ivánovich con verdadera
indignación. ¿Pero qué es lo que dice? Es auténticamente
desagradable, pero hay que reconocer que Nikanor Ivánovich
era un tipo bastante basto. Está prohibido entrar donde el
difunto. ¿Qué hace usted aquí?
Siéntese, Nikanor Ivánovich decía sin el menor azoramiento
el ciudadano. Y se puso a trajinar de aquí para allá,
intentando acomodar al presidente en un sillón. Nikanor
Ivánovich, completamente enfurecido, rechazó el sillón.
¡Que quién es usted, estoy diciendo!
Permita que me presente, soy el intérprete de una personalidad
extranjera que reside en este apartamento dijo el llamado
Koróviev, dando un taconazo con una bota rojiza y sucia.
Nikanor Ivánovich abrió la boca de asombro. La presencia
allí de un extranjero y de su intérprete no era para menos. Pidió
al intérprete que explicara su situación, lo que este hizo gustosísimo.
El director del Varietés, Stepán Bogdánovich Lijodéyev,
había tenido la amabilidad de invitar al artista extranjero, señor
Voland, a que residiera en su casa durante los días que estuviera
en Moscú para actuar, una semana aproximadamente. Sobre
esto, Lijodéyev había escrito a Nikanor Ivánovich el día anterior
pidiéndole que inscribiera al extranjero en el registro provisional,
mientras él, Lijodéyev, estuviera en Yalta.
Pues no me ha escrito nada dijo el presidente sorprendido.
Mire en su cartera, Nikanor Ivánovich propuso Koróviev
con dulzura. Encogiéndose de hombros, Nikanor Ivánovich abrió
la cartera y descubrió la carta de Lijodéyev.
¿Pero cómo es posible que lo olvidara? balbuceaba
Nikanor Ivánovich, completamente desconcertado.
¡Eso pasa a menudo, Nikanor Ivánovich! cotorreaba
Koróviev. Una distracción, un despiste, agotamiento, tensión
alta, querido Nikanor Ivánovich. Sí, eso es cosa corriente. Yo
soy más despistado que nadie. Ya le contaré cosas de mi vida
131
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
otro día, cuando tomemos una copa, le aseguro que se partirá
de risa.
¿Y cuándo se va Lijodéyev a Yalta?
¡Si ya se ha ido! gritaba el intérprete, ¡ya está en
camino! ¡El Diablo sabrá por dónde anda ahora! y agitó los
brazos como si fuera un molino de viento.
Nikanor Ivánovich quería ver al extranjero personalmente,
pero recibió una rotunda negativa:
Imposible dijo el intérprete. Está ocupadísimo
amaestrando al gato. Eso sí, si usted quiere puedo enseñarle el
gato.
Nikanor Ivánovich se negó. Y el intérprete le hizo una propuesta
inesperada: teniendo en cuenta que al extranjero no le
gustaba en absoluto vivir en hoteles y estaba acostumbrado a
vivir a sus anchas, ¿no podría la Comunidad de Vecinos alquilarle
todo el piso, incluyendo las habitaciones del difunto,
durante una semana, es decir, el tiempo que permaneciera en
Moscú, cumpliendo su misión?
Al difunto seguro que le da igual susurraba Koróviev,
porque no me negará, Nikanor Ivánovich, que el piso ya no lo
necesita para nada.
Nikanor Ivánovich estaba algo desconcertado. Alegó que
los extranjeros tenían que vivir en el Metropol, no en casas particulares.
Sí, sí, claro, pero es que este es muy caprichoso decía
Koróviev en voz baja, ¡no quiere! No le gustan los hoteles.
Estoy de los inturistas hasta aquí se quejaba en tono confidencial
señalándose con un dedo el cuello nudoso. ¡Me tienen
harto! Cuando vienen, o se dedican a espiar, como unos hijos de
perra, o me dan la lata con sus caprichos: esto está mal, lo otro
también. Y para su Comité es un auténtico negocio. El dinero
no es problema para él Koróviev se volvió y le susurró al presidente
al oído: ¡Es millonario!.
132
La proposición era realmente práctica. Esto era innegable.
Era una proposición seria, desde luego, pero había algo
terriblemente informal en el modo de hablar del individuo, en
su modo de vestir y en los ridículos impertinentes que no servían
para nada. Al presidente todo esto le producía una desconfianza
angustiosa, pero, a pesar de todo, decidió admitir la
proposición. La realidad, no declarada, era que la Comunidad
de Vecinos tenía un déficit bastante respetable. Cuando llegara
el otoño tenían que comprar petróleo para la calefacción, pero
nadie sabía de dónde podrían sacar el dinero necesario. El inturista
les ayudaría a salir del paso. Nikanor Ivánovich era un
hombre práctico y prudente. Antes de decidir le dijo al intérprete
que tenía que consultarlo con la Oficina de Turismo Extranjero.
¡De acuerdo! exclamó Koróviev, hay que consultarlo,
naturalmente. Ahí hay un teléfono, aclárelo en seguida y ya
sabe, que por dinero no tiene que preocuparse decía llevándole
hacia el vestíbulo donde se encontraba el teléfono. ¡Nadie
mejor que él para sacarle dinero! ¡Si viera el chalet que tiene en
Niza! Cuando vaya al extranjero el verano que viene, no deje de
visitarlo, ¡quedará usted maravillado!
La rapidez con que solucionaron el problema en la Oficina
de Turistas sorprendió a Nikanor Ivánovich. No pusieron ninguna
dificultad y, por lo visto, ya tenían idea de que el señor
Voland pensaba quedarse en el piso de Lijodéyev.
¡Estupendo! gritaba Koróviev.
El presidente, sin reponerse aún de su asombro, declaró
que la Comunidad de Vecinos estaba de acuerdo en alquilar al
artista Voland el piso número 50 por la cantidad de... Nikanor
Ivánovich vaciló antes de contestar quinientos rublos diarios.
Koróviev le hizo un guiño y, mirando furtivamente en
dirección al dormitorio del que llegaba el rumor de los saltos del
pesado gato, dijo con voz ronca:
Eso serían unos tres mil quinientos a la semana, ¿no?
133
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
A Nikanor Ivánovich, que esperaba que el intérprete hubiera
dicho algo así como: Pica usted alto, ¿eh?, querido Nikanor
Ivánovich, el asombro ya no le cabía en el cuerpo cuando aquel
dijo:
¡Pero hombre, si eso no es dinero! ¡Pida más, que se lo
dará! ¡Pida cinco!
Nikanor Ivánovich, ya enteramente trastornado, se encontró
sin saber cómo junto a la mesa del muerto, donde Koróviev, con
bastante prontitud y habilidad, esbozó dos ejemplares de contrato.
Se lanzó al dormitorio y volvió con los contratos firmados ya por el
extranjero. El presidente puso también su firma.
Koróviev solicitó que le extendiera un recibo por cinco mil.
Con letra, con letra, Nikanor Ivánovich... y diciendo
algo que parecía no venir a cuento eine, zwei, drei sacó cinco
paquetes de billetes nuevos y se los tendió al presidente.
Y después, la operación de contar, amenizada por las
bromas y refranes que decía Koróviev: Quien guarda halla, El
ojo del amo engorda el caballo.
Una vez contado el dinero, Koróviev entregó al presidente
el pasaporte del extranjero para su registro provisional.
Nikanor Ivánovich guardó el contrato y el dinero en su cartera,
e incapaz de contenerse pidió tímidamente un vale.
¡Qué cosas tiene! rugió Koróviev. ¿Cuántos quiere?
¿Doce, quince?
El perplejo presidente explicó que necesitaba solo dos, uno
para él y otro para Pelagia Antónovna, su mujer.
Koróviev sacó inmediatamente una libreta y firmó un
vale para dos en la primera fila. Le alargó el vale a Nikanor
Ivánovich con la mano izquierda, mientras ponía con la derecha
un crujiente y grueso paquete en la mano del presidente.
Nikanor Ivánovich echó una mirada al paquete, se puso rojo y
lo rechazó con la mano.
No, no, por favor, eso no está permitido murmuró él.
134
¿Cómo que no? le decía Koróviev, al oído. Nosotros
no lo hacemos, pero los extranjeros sí. Si no lo acepta se va a
ofender, Nikanor Ivánovich, y eso no sería conveniente. ¡Ha
hecho usted tanto!...
Se castiga severamente articuló el presidente en voz
bajísima y mirando en derredor.
¿Y dónde están los testigos? le susurró en el otro oído
Koróviev. Dígame, ¿dónde están?
Y entonces, como más tarde explicaba el presidente,
sucedió un milagro: ¡el paquete, solito, se metió en su cartera!
El presidente, medio mareado, alteradísimo, se encontró
en la escalera. Tenía en la cabeza un tremendo remolino de
ideas. Pasaban por su mente el chalet de Niza, el gato amaestrado,
la idea de que verdaderamente no hubo testigos y que
Pelagia Antónovna se pondría muy contenta con el vale. Eran
sensaciones incoherentes, pero agradables. Pero algo le perturbaba
en el fondo de su alma, algo parecido a unos pinchazos.
Era su conciencia intranquila. Y, ya en la escalera, una idea
repentina, como un golpe, le cruzó por la mente. ¿Cómo había
entrado el intérprete en el despacho, si la puerta estaba lacrada?
¿Y por qué no se lo había preguntado él mismo? Durante un
momento se detuvo mirando fijamente con cara de borrego los
peldaños de la escalera, luego decidió mandarlo todo a paseo y
no atormentarse más con cuestiones complicadas.
En cuanto el presidente hubo abandonado el apartamento,
salió una voz baja del dormitorio:
No me gusta nada ese Nikanor Ivánovich. Es un fresco,
un tunante. ¿No podríamos hacer algo para que no vuelva más?
Messere, bastaría con una orden suya... respondió
Koróviev, pero con una voz no cascada, sino limpia y sonora.
A los pocos segundos el condenado intérprete entraba en el
vestíbulo; marcó un número y se puso a hablar con voz acongojada:
135
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Oiga! Siento que es mi deber poner en su conocimiento
que el presidente de la Comunidad de Vecinos de la casa número
302 bis de la Sadóvaya, Nikanor Ivánovich Bosói, se dedica al
tráfico de divisas. En su apartamento (el número 35), en el tubo
de ventilación del retrete, hay cuatrocientos dólares envueltos
en papel de periódico. Les habla el inquilino del piso 11 de dicho
inmueble, mi nombre es Timoféi Kvastsovy les ruego no revelen
mi identidad, porque temo que dicho presidente se vengaría. ¡Y
el muy canalla colgó el auricular!
Lo que pasó después en el piso número 50 es algo que desconocemos,
pero sí sabemos lo que estaba ocurriendo en el piso
de Nikanor Ivánovich. Después de encerrarse en el cuarto de
baño, sacó el paquetito de la cartera el que le encasquetara el
intérprete, se aseguró de que su contenido eran cuatrocientos
rublos, lo envolvió en un papel de periódico y lo puso en el tubo
de ventilación.
Cinco minutos después, el presidente estaba tranquilamente
sentado a la mesa de su pequeño comedor. Su mujer le
trajo de la cocina un arenque cuidadosamente partido y cubierto
de cebolleta verde. Nikanor Ivánovich se sirvió un vaso de vodka
que bebió en seguida, se sirvió otro y se lo tomó y pinchó con
el tenedor tres trocitos de arenque... En ese momento sonó el
timbre. Pelagia Antónovna traía una cacerola humeante. Con
una simple mirada se daba uno perfecta cuenta de que en medio
del borsh en llamas había algo de lo más apetitoso, un hueso con
tuétano. Nikanor Ivánovich tragó saliva y gruñó como un perro:
¡Que se vayan al cuerno! ¿Es que no me van a dejar ni
comer? ¡Que no entre nadie! ¡Di que no estoy! Si vienen a preguntar
por el piso, cuéntales que habrá reunión la semana que
viene, ¡que me dejen en paz!
Su esposa corrió al vestíbulo y Nikanor Ivánovich, con un
cucharón en las manos, empezó a sacar el hueso con una raja a
lo largo, en el mismo momento en que entraban en la habitación
136
dos ciudadanos, y con ellos Pelagia Antónovna, muy pálida. Al
verlos, Nikanor Ivánovich palideció. Se levantó.
¿Dónde está el retrete? preguntó con aire preocupado
uno que llevaba camisa blanca. Algo golpeó la mesa del comedor
y produjo una detonación: era el cucharón que había caído sobre
el hule.
Por aquí, por aquí dijo rápidamente Pelagia Antónovna.
Los recién llegados la siguieron ligeros al pasillo.
¿Pero qué pasa? preguntó en voz baja Nikanor Ivánovich,
siguiendo a su vez a los ciudadanos. En nuestra casa no pueden
encontrar nada... Por favor..., me permiten sus documentos...
Uno de ellos le mostró el suyo, sin pararse, mientras que
el otro estaba ya en el retrete, encima de una banqueta, buscando
con la mano en el tubo de ventilación. Nikanor Ivánovich
apenas veía. Descubrieron el paquete, que no contenía rublos,
sino unos billetes desconocidos, azules o verdes, con la efigie de
un viejo. Nikanor Ivánovich no pudo verlos con claridad; una
nube, unas manchas, le cegaban.
Dólares en la ventilación... dijo pensativo uno de los
ciudadanos, y preguntó a Nikanor Ivánovich con voz suave y
amable: ¿Es suyo este envoltorio?
¡No! respondió Nikanor Ivánovich con voz terrible.
¡Lo han puesto aquí enemigos!
Sí, eso suele pasar afirmaba uno, y añadió de nuevo
con voz suave: Bueno, hay que entregar el resto.
¡No tengo!, ¡les juro que es la primera vez que los veo!
gritó el presidente lleno de desesperación.
Se precipitó hacia la cómoda, abrió nerviosamente un
cajón del que sacó su cartera, mientras gritaba incoherente:
¡Tengo aquí el contrato... Ese sinvergüenza del intérprete...
Koróviev..., con impertinentes!
Abrió la cartera, echó una ojeada dentro, metió la mano...
y su rostro adquirió una tonalidad azul; la dejó caer en el borsh.
En la cartera no había nada, ni la carta de Stiopa, ni el contrato,
137
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
ni el pasaporte del extranjero, ni dinero, ni el vale. En una
palabra: nada; bueno, sí, allí estaba la cinta métrica.
¡Camaradas! gritaba el presidente frenético. ¡Hay que
detenerlos! ¡El Diablo está en esta casa!
Quién sabe lo que pasó por la cabeza de Pelagia Antónovna,
que juntando las manos y con expresión de asombro, gritó:
¡Confiésalo todo, Nikanor, lo tendrán en cuenta!
Con los ojos rojos de ira, Nikanor Ivánovich levantó los
puños cerrados sobre la cabeza de su mujer, lanzando un tremendo
alarido:
¡Maldita imbécil!
Después, casi sin fuerzas, se deslizó sobre una silla, decidido
probablemente a afrontar lo irremediable.
Y mientras esto sucedía, Timoféi Kondrátievich Kvastsov
estaba en el descansillo de la escalera, junto a la puerta del piso
del presidente, con el oído o con el ojo pegado al agujero de la
cerradura, sin poder dominar su curiosidad.
Cinco minutos después, los inquilinos que estaban en el
patio vieron cómo el presidente, acompañado por dos individuos,
salía en dirección a la verja de la casa.
Contaban que Nikanor Ivánovich tenía la cara descompuesta,
que andaba dando tumbos como si estuviera borracho y
que iba murmurando algo entre dientes.
Y una hora más tarde, un ciudadano desconocido entraba
en el piso número 11, donde precisamente en ese momento
Timoféi Kondrátievich, lleno de satisfacción relataba a otros
vecinos cómo se habían llevado al presidente. El desconocido
le hizo una seña con el dedo para que fuera de la cocina al vestíbulo,
le dijo algo y desaparecieron los dos.
139
10
Noticias de Yalta
Mientras sobre Nikanor Ivánovich caía aquella desgracia,
también en la Sadóvaya, y bastante cerca del inmueble número
302 bis, Rimski, director de finanzas del Varietés, estaba en su
despacho acompañado por Varenuja, el administrador.
El despacho estaba situado en la segunda planta del edificio.
Dos de las ventanas del amplio despacho daban a la calle
y una tercera, a espaldas del director, al parque de verano del
Varietés, en el que había un bar con refrescos, el tiro y un escenario
al aire libre. Decoraban la estancia, además del escritorio,
unos viejos carteles murales colgados en la pared, una mesa
pequeña con un jarro de agua, cuatro sillones y una antigua
maqueta llena de polvo, que debió de ser para alguna revista. Y
había, como es lógico, una caja fuerte, de tamaño mediano, desconchada
y vieja, colocada junto a la mesa, a mano izquierda de
Rimski.
Rimski, que llevaba sentado a su mesa toda la mañana,
estaba de mal humor; Varenuja, por el contrario, se encontraba
animoso, con viva actividad. Pero no era capaz de dar salida a
su energía.
En los días de cambio de programa, Varenuja se refugiaba
en el despacho del director de finanzas, huyendo de los que le
amargaban la vida pidiéndole pases. Este era uno de esos días.
En cuanto sonaba el timbre del teléfono Varenuja descolgaba el
auricular y mentía:
140
¿Por quién pregunta? ¿Varenuja? No está. Ha salido del
teatro.
Oye, por favor, llama otra vez a Lijodéyev dijo Rimski
irritado.
Te he dicho que no está. Mandé a Kárpov. No hay nadie
en su casa.
¡Solo me faltaba oír eso! refunfuñaba Rimski, haciendo
ruido con la máquina de cálculos.
Se abrió la puerta y entró un acomodador, arrastrando un
paquete de carteles suplementarios, recién impresos en papel
verde con letras rojas.
Se leía:
Todos los días desde hoy en el teatro Varietés y fuera de programa
el profesor voland
Magia negra. Sesiones con la revelación de sus trucos
Varenuja tiró un cartel sobre la maqueta, se apartó para
contemplarlo mejor y ordenó después al acomodador que se
pegaran todos los ejemplares.
Ha quedado bien llamativo indicó Varenuja al salir el
acomodador.
Pues a mí todo este asunto no me hace ninguna gracia
gruñía Rimski, mirando el cartel con enfado a través de sus gafas
de concha. Me sorprende que le hayan dejado representarlo.
¡Hombre, Grigori Danílovich, no digas eso! Es un paso
muy inteligente. El meollo de la cuestión está en la revelación de
los trucos.
No sé, no sé, me parece que no se trata del meollo...
Siempre se le ocurren cosas así. Y, por lo menos, nos podía haber
presentado al mago ese. ¿Lo conoces tú? ¡De dónde diablos lo
habrá sacado!
141
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Pero tampoco Varenuja había tenido la oportunidad de
conocer al nigromante. Stiopa había irrumpido el día anterior
en el despacho de Rimski (como un loco, según decía el
mismo Rimski) con el borrador del contrato, pidiendo que lo
pusieran en limpio inmediatamente y que entregaran a Voland
el dinero. Pero el mago desapareció y nadie pudo conocerle, a
excepción de Stiopa.
Rimski sacó el reloj: ¡las dos y cinco!, comprobó furioso.
La verdad es que tenía toda la razón. Lijodéyev había llamado
sobre las once, diciendo que llegaría en seguida y no solo no
había venido, sino que, además, había desaparecido.
Está todo paralizado casi rugía Rimski, señalando con
el dedo un montón de papeles a medio escribir.
¡Mira que si lo ha atropellado un tranvía como a Berlioz!
decía Varenuja, escuchando las graves, prolongadas y angustiosas
señales del teléfono.
Pues no estaría mal apenas se oyeron las palabras de
Rimski, dichas entre dientes.
En este momento entró en el despacho una mujer, chaqueta
de uniforme, gorra, falda negra y alpargatas. Sacó de una
bolsita que le colgaba de la cintura un pequeño sobre blanco
cuadrado y un cuaderno, y preguntó:
¿Quién es Varietés? Un telegrama urgentísimo. Firme.
Varenuja hizo un garabato en el cuaderno de la mujer y, en
cuanto se cerró la puerta tras ella, abrió el sobrecito cuadrado.
Leyó el telegrama; parpadeando, le dio el sobre a Rimski.
El telegrama decía lo siguiente: Yalta Moscú Varietés hoy
once y media Dirección Criminal apareció moreno pijama sin
botas enfermo mental dice ser Lijodéyev Director Varietés telegrafíen
Dirección Criminal Yalta donde esté Director Lijodéyev.
¡Mira por dónde! exclamó Rimski, y añadió: ¡Vamos
de sorpresa en sorpresa!
142
¡Falso Dimitri!14 dijo Varenuja, y se puso a hablar
por teléfono. ¿Telégrafos? A cuenta del Varietés. Telegrama
urgente. ¡Oiga!: Yalta Dirección Criminal Director Lijodéyev
en Moscú Director de Finanzas Rimski.
Después de la noticia del impostor de Yalta, Varenuja siguió
buscando a Stiopa por teléfono; buscó por todas partes y, naturalmente,
no le encontró.
Cuando Varenuja, con el teléfono descolgado, pensaba
adónde podía llamar, entró de nuevo la mujer que trajera el
primer telegrama y le entregó un nuevo sobre. Lo abrió con
mucha prisa, y al leer su contenido silbó.
¿Qué pasa ahora? preguntó Rimski con gesto nervioso.
Varenuja, sin decir una palabra, le alargó el telegrama y el
director de finanzas pudo leer: Suplico crean arrojado Yalta
hipnosis de Voland stop Telegrafiar Dirección Criminal identidad
Lijodéyev.
Rimski y Varenuja, las cabezas juntas, releían el telegrama;
luego se miraron, sin decir palabra.
¡Ciudadanos! se impacientó la mujer. ¡Firmen, y después
pueden estar así, callados, todo el tiempo que quieran!
¡Tengo que llevar los telegramas urgentes!
Varenuja, sin dejar de mirar el telegrama, echó una firma
torcida en el cuaderno de la mujer, que rápidamente desapareció.
¿Pero no has hablado con él a las once y pico? decía el
administrador perplejo.
¡Pero esto es ridículo! gritó Rimski con voz aguda.
Haya hablado o no, ¡no puede estar en Yalta! ¡Es de risa!
Está bebid... dijo Varenuja.
¿Quién está bebido? preguntó Rimski, y de nuevo se
quedaron mirándose el uno al otro.
14 Impostor y usurpador del trono de Rusia de principios del siglo xvii.
(N. de la T.)
143
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
No había duda, el que telegrafiaba desde Yalta era un
impostor o un loco. Pero había algo extraño: ¿cómo podía el
equívoco personaje de Yalta saber quién era Voland y que había
llegado el día antes a Moscú?
Hipnosis... repetía Varenuja la palabra del telegrama.
¿Cómo sabe lo de Voland? parpadeó, y luego exclamó
muy decidido: ¡No! ¡Tonterías!... ¡Tonterías, tonterías!
¿Dónde diablos se hospeda ese Voland? preguntó
Rimski.
Varenuja se puso en contacto inmediatamente con la
Oficina de Turistas extranjeros y Rimski se sorprendió en
extremo al saber que se había instalado en casa de Lijodéyev.
Marcó el número de este y durante un buen rato escuchó las
señales prolongadas y graves. Se oía también una voz monótona
y lúgubre que cantaba: Las rocas, mi refugio.... Varenuja
pensó que había interferencias en la línea y la voz sería del teatro
radiofónico.
En su casa no contesta nadie dijo colgando el teléfono.
¿Qué hago? ¿Llamo otra vez?
Apenas pudo terminar, porque en la puerta apareció la
cartera de nuevo, y los dos, Rimski y Varenuja, se adelantaron
a su encuentro. Esta vez el sobre que sacó de la bolsa no era
blanco, sino de un color oscuro.
Esto empieza a ponerse interesante dijo Varenuja entre
dientes, acompañando con la mirada a la mujer que se iba muy
presurosa. Rimski se apoderó del sobre.
Sobre el fondo oscuro de papel fotográfico se veían claramente
unas letras negras, manuscritas: Comprueba mi letra,
mi firma, telegrafía confirmación, establecer vigilancia secreta
Voland Lijodéyev.
En los veintisiete años de actividad teatral Varenuja había
visto bastantes cosas, pero ahora se sentía incapaz de reaccionar,
como si un velo siniestro le envolviese el cerebro. Lo que
pudo decir fue algo vulgar que no dejaba de ser absurdo:
144
¡Pero esto es imposible!
Rimski reaccionó de manera distinta. Se levantó, abrió la
puerta y vociferó al ordenanza, que permanecía sentado en una
banqueta:
¡Que no entre nadie más que los de correos! y cerró
con llave. Sacó de un cajón un montón de papeles y, cuidadosamente,
hizo la comparación de la letra gruesa, inclinada a la
izquierda de la fotocopia, con la letra de Stiopa que hallara en
algunas resoluciones. Varenuja, apoyado sobre la mesa, exhalaba
un cálido vaho sobre la mejilla de Rimski. Comprobó sus
firmas, que terminaban en un gancho complicado, y dijo al fin
con seguridad:
Esta letra es la suya.
Y Varenuja repitió como un eco: La suya.
Observando a Rimski con detención, el administrador
notó con asombro el cambio que este había experimentado. Su
delgadez parecía haberse acentuado, incluso daba la impresión
de haber envejecido de repente. Tras la montura de sus gafas de
concha, la expresión de sus ojos había cambiado, perdiendo su
vivacidad habitual. Su fisonomía se había cubierto de un tinte
no solo de angustia, sino también de tristeza.
Varenuja se comportó como cualquier hombre se comporta
ante algo insólito. Recorrió el despacho dos veces, alzando los
brazos a manera de un crucificado, y bebió un vaso de agua amarillenta
de la jarra, antes de exclamar:
¡No lo comprendo! ¡No lo comprendo! ¡No lo comprendo!
Rimski, con la mirada perdida a través de la ventana,
se concentraba en algún pensamiento. Su situación era realmente
difícil. Era necesario hacer algo en seguida, inventar, sin
moverse de allí, justificaciones ordinarias para sucesos extraordinarios.
Entornó los ojos imaginándose a Stiopa en pijama y sin
botas subiendo a un avión superrápido a eso de las once y media
145
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
y, a esa misma hora, apareciendo en calcetines en el aeropuerto
de Yalta... Pero ¿qué diablos estaba pasando? Puede que no
fuera él con quien hablara por la mañana, pero ¡cómo no iba a
conocer la voz de Stiopa! Además, ¿quién, si no él, podía haberle
hablado desde su casa por la mañana? Era él, seguro; el mismo
Stiopa que la noche anterior entrara en el despacho, poniéndole
nervioso por su falta de formalidad. ¿Cómo iba a marcharse sin
decir nada en el teatro? Si hubiera salido en avión la noche anterior,
no podía estar en Yalta a mediodía. ¿O sí podía?
Oye, ¿cuántos kilómetros hay hasta Yalta? preguntó
Rimski.
Varenuja dejó de correr de un lado a otro y replicó:
¡También yo lo he pensado! Hay unos mil quinientos
kilómetros por tren hasta Sebastopol, ponle otros ochocientos a
Yalta. Bueno, por avión serían menos.
Humm... ¡Por ferrocarril, ni pensarlo! Pero entonces,
¿cómo? ¿En un avión, en un caza? ¿Pero le iban a dejar ir en un
caza, sin botas, además? Y ¿para qué? Ni siquiera con botas le
hubiesen dejado. Nada, en un avión de caza tampoco. Si decía
el telegrama que a las once y media apareció en la Instrucción
Criminal y estuvo hablando por teléfono en Moscú... ¡Un
momento!... (tenía el reloj frente a él).
Intentó recordar. ¿Dónde estaban las agujas?... Horror,
¡eran las once y doce minutos cuando habló con Lijodéyev!
Pero ¿qué había pasado? Si suponemos que inmediatamente
después de la conversación se había lanzado, literalmente,
al aeropuerto y en cinco minutos estaba allí (lo cual era
inconcebible), el avión que tenía que haber salido en seguida
había cubierto una distancia de más de mil kilómetros en cinco
minutos, es decir, ¡a más de doce mil kilómetros por hora!
¡Imposible! Por lo tanto, no está en Yalta.
¿Y qué puede haber sucedido? ¿Hipnosis? No hay hipnosis
capaz de trasladar a un hombre a mil kilómetros. Entonces, ¿se
imaginará que está en Yalta? Puede que él se lo imagine, pero ¿y
146
la Instrucción Criminal de Yalta? ¿También? No, eso no puede
ser. ¿Y los telegramas de Yalta?
La expresión del director de finanzas era realmente de
tragedia. Alguien forcejeaba por fuera con el picaporte de la
puerta. Se oían los gritos de desesperación del ordenanza:
¡Que no se puede! ¡No le dejo! ¡Aunque me mate! ¡Tienen
una reunión!
Rimski hacía todo lo posible por dominarse. Descolgó el
teléfono.
Por favor, una conferencia con Yalta. ¡Es urgente!
¡Buena idea!, exclamó Varenuja para sus adentros.
Pero no pudo celebrarse tal conferencia. Rimski colgó el
teléfono, mientras decía:
Está la línea interrumpida, parece que lo han hecho a
propósito.
Estaba claro que la avería en la línea le había afectado
profundamente, incluso le obligó a pensar. Después de un rato
de meditación descolgó el teléfono con una mano y empezó a
escribir lo que estaba diciendo:
Telegrama urgente. Varietés. Sí, Yalta. A la Instrucción
Criminal. Sí, texto: Esta mañana sobre once y media Lijodéyev
habló conmigo Moscú stop No vino al trabajo y no lo localizamos
por teléfono stop Confirmo letra stop Tomo medidas
vigilancia artista stop Director de finanzas Rimski.
Muy bien, se le ocurrió pensar a Varenuja, pero no llegó
a expresárselo a sí mismo, porque por su cabeza se entrecruzó:
Tonterías. No puede estar en Yalta.
Rimski recogió con mucho cuidado todos los telegramas
recibidos y la copia del que pusiera él mismo, los metió todos en
un sobre, lo cerró, escribió en él unas palabras y dijo, entregándoselo
a Varenuja:
Llévalo tú personalmente, Iván Savélievich. Que aclaren esto.
Vaya, ¡esto está muy bien!, pensó Varenuja, guardando
el sobre en su cartera.
147
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Y trató de probar suerte, marcando el número de Stiopa.
Oyó algo y empezó a gesticular y a guiñar el ojo misteriosa y
alegremente. Rimski estiró el cuerpo.
¿Puedo hablar con el artista Voland? preguntó con dulzura
Varenuja.
Está ocupado se oyó al otro lado una voz tintineante.
¿De parte de quién?
Del administrador del Varietés, Varenuja.
¿Iván Savélievich? exclamó alguien alegremente.
¡Qué alegría oírle! ¿Cómo está?
Merci contestó Varenuja sorprendido. ¿Con quién hablo?
¡Soy su ayudante, su ayudante e intérprete Koróviev! cotorreaba
el teléfono. A su disposición, querido Iván Savélievich. Puede
disponer de mí con entera confianza. ¿Cómo dice?
Perdón, pero... ¿Stepán Bogdánovich Lijodéyev no está
en casa?
Lo siento, ¡no está! gritaba el aparato, ¡se ha ido!
¿Me puede decir adónde?
A dar un paseo en coche por el campo.
¿Có... cómo?, ¿un... paseo... en coche? ¿Y cuándo
vuelve?
¡Dijo que en cuanto hubiera tomado el aire volvería!
Bueno... dijo Varenuja desconcertado, merci... Dígale,
por favor, a monsieur Voland que su debut es esta tarde, en el
tercer acto.
A sus órdenes. Cómo no. Sin falta. Ahora mismo. Sin
duda alguna. Se lo diré sonaban en el aparato las palabras cortadas.
Adiós dijo Varenuja, muy confundido.
Le ruego admita decía el teléfono mis mejores y más
calurosos saludos. Mis buenos deseos. ¡Éxitos! ¡Suerte! ¡Felicidad!
¡De todo!
¡Claro! ¿Qué te había dicho yo? gritaba el administrador
exaltado. Nada de Yalta, ha salido al campo.
148
Pues si es verdad dijo el director de finanzas, palideciendo
de indignación, es una verdadera cochinada que no
tiene nombre.
El administrador dio un salto y gritó de tal manera que
hizo temblar al director.
¡Ya caigo! En Púshkino15 acaba de abrirse un restaurante
que se llama Yalta! ¡Ya comprendo! ¡Allí está! Está bebido
y nos manda telegramas.
Esto es demasiado decía Rimski. Le temblaba un
carrillo y tenía llamaradas de furia en los ojos. ¡Va a pagar
muy caro este paseo! y cortó de repente, añadiendo algo indeciso:
¿Y la Instrucción Criminal?
¡Tonterías! ¡Cosas suyas! interrumpió el impulsivo
administrador, y preguntó: ¿Llevo el paquete o no?
Sin falta contestó Rimski.
Se abrió de nuevo la puerta dando paso a la misma mujer
de antes... Es ella, pensaba Rimski con angustia. Y los dos se
incorporaron adelantándose a su encuentro.
Este telegrama rezaba: Gracias confirmación quinientos
rublos urgentemente para mí Instrucción Criminal mañana
salgo Moscú Lijodéjev.
Pero... está loco decía débilmente Varenuja.
Rimski tomó un manojo de llaves, abrió la caja fuerte y,
sacando dinero de un cajón, separó quinientos rublos, pulsó el
botón del timbre y entregó el dinero al ordenanza con el encargo
de que lo depositara en telégrafos.
Perdona, Grigori Danílovich Varenuja no podía dar
crédito a lo que estaban viendo sus ojos, me parece que no hay
por qué mandar ese dinero...
Ya lo devolverán respondió Rimski en voz baja. Pero
él pagará muy caro esta broma y añadió, señalando la cartera
de Varenuja: Vete, Iván Savélievich, no pierdas el tiempo.
15 Población que se encuentra cerca de Moscú. (N. de la T.)
149
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Varenuja salió corriendo del despacho con la cartera bajo
el brazo.
Bajó al primer piso. Había una cola enorme frente a la caja
y supo por la cajera que no sobraría ni una entrada, porque el
público, después de la edición suplementaria de carteles anunciadores,
acudía en masa. Ordenó a la cajera que no pusiera a la
venta las mejores treinta entradas de palco y de patio de butaca;
salió de la caja disparado, escabulléndose entre los pegajosos
que solicitaban pases, y entró en su pequeño despacho para
coger la gorra. Sonó el teléfono.
¿Sí? gritó Varenuja.
¿Iván Savélievich? preguntó una voz gangosa y antipática.
No está en el teatro empezó a decir Varenuja, pero le
interrumpieron en seguida.
No haga el tonto, Iván Savélievich, escúcheme. Esos telegramas
no tiene que llevarlos a ningún sitio y no se los enseñe a
nadie.
¿Quién es? vociferó Varenuja. ¡Déjese de bromas, ciudadano!
Ahora mismo le van a descubrir. ¿Qué número de teléfono
es el suyo?
Varenuja respondió la asquerosa voz, entiendes ruso,
¿verdad? No lleves los telegramas.
¡Oiga! ¿Sigue en sus trece? gritó el administrador frenético.
¡Ahora verá! ¡Esta la paga! gritó amenazador, pero
tuvo que callarse, porque nadie le escuchaba.
En el pequeño despacho oscurecía con rapidez. Varenuja
corrió fuera, cerró la puerta de un portazo y salió al jardín de
verano por una puerta lateral.
Después de aquella llamada tan impertinente, estaba convencido
de que se trataba de una broma de mal gusto en la que se
entretenía una pandilla de revoltosos y seguro que tenía algo que
ver con la desaparición de Lijodéyev. Casi le ahogaba el deseo
de descubrir a aquellos sinvergüenzas y, aunque pueda parecer
extraño, sentía nacer en su interior un agradable presentimiento.
150
Eso suele pasar. Es la ilusión del hombre que se sabe acreedor de
toda la atención por el descubrimiento de algo sensacional.
En el jardín el viento le dio en la cara y se le llenaron los
ojos de polvo. Aquella ceguera momentánea parecía una advertencia.
En el segundo piso se cerró una ventana bruscamente,
faltó muy poco para que se rompieran los cristales. Sobre las
copas de los tilos y los arces se oyó un ruido estremecedor.
Había oscurecido y la atmósfera era más fresca. Varenuja se
restregó los ojos y advirtió que se cernía una tormenta sobre
Moscú; un nubarrón con la panza amarillenta se acercaba lentamente.
Sonó a lo lejos un prolongado estrépito.
A pesar de la prisa que tenía, Varenuja quería comprobar,
con repentina urgencia, si en el aseo del jardín el electricista
había cubierto la bombilla con una red. Corrió hasta el campo
de tiro y se encontró entre los espesos matorrales de lilas, donde
estaba el pequeño edificio azulado del retrete.
El electricista debía de ser un hombre muy cuidadoso, la
bombilla que colgaba en el techo del cuarto de aseo de caballeros
estaba cubierta con una red metálica, pero, al darse
cuenta, incluso en la penumbra que presagiaba la tormenta, de
las inscripciones hechas en las paredes con lápiz o carboncillo,
el administrador hizo un gesto de contrariedad.
¡Serán...! empezó a decir, pero le interrumpió una voz
a sus espaldas:
¿Es usted Iván Savélievich?
Varenuja se estremeció. Se dio la vuelta y vio ante sus ojos a
un tipo regordete de estatura media que parecía tener cara de gato.
Sí, soy yo contestó Varenuja hostil.
Muchísimo gusto respondió con voz chillona el gordo,
que seguía pareciéndose a un gato, y, sin explicación previa,
levantó la mano y le dio un golpe tal a Varenuja en la oreja, que
de la cabeza del administrador saltó la gorra, desapareciendo en
el agujero del asiento, sin dejar rastro.
151
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Seguramente por el golpe que asestara el gordo, el retrete se
iluminó en un instante con luz temblorosa, y el cielo respondió
con un trueno. Se produjo otro resplandor y ante el administrador
apareció un sujeto pequeño de hombros atléticos, pelirrojo
como el fuego, con una nube en el ojo y un colmillo que
le sobresalía de la boca. Este otro, que por lo visto era zurdo, le
propinó un golpe en la otra oreja. Sonó otro trueno en respuesta
y un chaparrón cayó sobre el tejado de madera del retrete.
Pero, camara... susurró el administrador medio loco,
y comprendiendo que la palabra camaradas no era adecuada
para unos tipos que asaltan a un hombre en un retrete público,
dijo con voz ronca: Ciudada... pensó que tampoco se merecían
este nombre y le cayó otro terrible golpe, que no supo de
dónde le vino. Empezó a sangrar por la nariz.
¿Qué llevas en la cartera, parásito? gritó con voz aguda
el que se parecía a un gato. ¿Telegramas? ¿No te advirtieron
por teléfono que no los llevaras a ningún sitio? ¡Claro que te
advirtieron!
Me advirtie... advirti... tieron... respondió el administrador,
ahogándose.
¡Pero tú has salido corriendo!... ¡Dame esa cartera,
cerdo! gritó el de la voz gangosa que oyera por teléfono, arrancando
la cartera de las manos temblorosas de Varenuja. Los
dos cogieron a Varenuja por los brazos, le sacaron a rastras del
jardín y corrieron con él por la Sadóvaya.
La tormenta estaba en plena furia, el agua se agolpaba ruidosamente
en la boca de las alcantarillas, por todas partes se
levantaba un oleaje sucio, burbujeante. Chorreaban los tejados
y caía agua de los canalones. Por los patios corrían verdaderos
torrentes espumosos. De la Sadóvaya había desaparecido cualquier
indicio de vida. Nadie podía salvar a Iván Savélievich. A
saltos por las sucias aguas de la riada, iluminados de vez en vez
por los relámpagos, los agresores arrastraron al administrador
medio muerto y le llevaron en un instante a la casa número 302
152
bis. Entraron en el patio, pasaron al lado de dos mujeres descalzas,
que estaban arrimadas a la pared con los zapatos y las
medias en la mano. Se metieron precipitadamente en el portal
y, casi en volandas, subieron a Varenuja, que ya estaba próximo
a la locura, al quinto piso, y allí lo dejaron en el suelo, en el
siniestro vestíbulo del apartamento de Lijodéyev.
Los maleantes desaparecieron y en su lugar surgió una
joven desnuda, pelirroja, con los ojos fosforescentes.
Varenuja sintió que esto era lo peor de todo lo ocurrido.
Retrocedió hacia la pared. La joven se le acercó poniéndole
las manos en los hombros. A Varenuja se le erizó el cabello. A
través de su camisa empapada y fría, sintió que aquellas manos
lo eran aún más, eran gélidas.
Ven para que te dé un beso dijo ella con dulzura. Varenuja
tuvo ante sus ojos las pupilas resplandecientes de la muchacha...
Perdió el conocimiento. No sintió el beso.
153
11
La doble personalidad de Iván
El bosque del otro lado del río, que una hora antes estuviera
iluminado por el sol de mayo, era ahora una masa turbia y
borrosa, medio disuelta.
Detrás de la ventana había una pared de agua, el cielo se
encendía a cada momento con hilos luminosos y la habitación
del enfermo se llenaba de luz centelleante, empavorecedora.
Iván, sollozando, miraba al río lleno de burbujas. Gemía
a cada trueno y se tapaba la cara con las manos. Las hojas que
había escrito estaban tiradas en desorden por el suelo, las había
dispersado el golpe de viento que invadiera la habitación antes
de la tormenta.
La tentativa de redactar un informe sobre el endemoniado
consejero había sido un fracaso. Cuando aquella gordezuela
enfermera, que se llamaba Prascovia Fédorovna, le entregó
lápiz y papel, Iván se frotó las manos con aire muy resuelto y se
apresuró a instalarse junto a la mesilla de noche. Las primeras
líneas le salieron con bastante facilidad.
A las milicias. Iván Nikoláyevich Desamparado, miembro
de massolit, declara que ayer tarde, cuando llegó con el difunto
Berlioz a Los Estanques del Patriarca...
Y el poeta se encontró indeciso de repente, sobre todo ante
el término difunto. Desde que empezara a escribir tuvo la sensación
de que aquello resultaba un poco absurdo. ¿Cómo iba a
154
ser eso posible: llegó con el difunto? Los muertos no andan. Sí,
evidentemente le podían tomar por loco.
Iván Nikoláyevich se puso a corregir lo escrito: ... con
M. A. Berlioz, más tarde difunto.... Esto tampoco satisfizo al
autor. Intentó una tercera redacción, que resultó mucho peor
que las dos primeras: ... con Berlioz, que fue atropellado por
un tranvía.... Además, la complicación era mayor, porque el
compositor también se llamaba así y al otro parecía no conocerlo
nadie; tuvo que añadir: No el compositor.
El problema de los dos Berlioz le dejó agotado. Tachó
todo lo escrito y decidió empezar con algo fuerte que llamara
de entrada la atención del lector; escribió que el gato había
subido al tranvía y luego volvió a la escena de la cabeza cortada.
Aquello y las profecías del consejero le trajeron a la memoria a
Poncio Pilatos y, para que el documento resultara más convincente,
decidió incluir todo el relato sobre el procurador, empezando
por su aparición en la columnata del Palacio de Herodes
con un manto blanco forrado de rojo sangre.
Iván trabajaba con auténtica dedicación, tachaba lo escrito,
incluía palabras nuevas; incluso trató de dibujar a Poncio Pilatos
y al gato, caminando este último sobre sus patas traseras. Pero los
dibujos no servían para nada, y cuanto más se esforzaba el poeta,
más confuso e incomprensible resultaba el informe.
Se divisó a lo lejos una horrible nube con bordes de humo
que se aproximaba hasta cubrir el bosque, y empezó a soplar el
viento. Iván sintió que se había quedado sin fuerzas, incapaz de
hacer el informe, y se echó a llorar amargamente.
La bondadosa enfermera entró a hacerle una visita en
plena tormenta y se alarmó al verle llorar; cerró la persiana para
que el enfermo no se asustara con los relámpagos, recogió las
hojas del suelo y subió corriendo en busca del doctor.
El médico le puso una inyección en el brazo y le aseguró
que ya no sentiría deseos de llorar, que todo pasaría y que lo que
tenía que hacer era olvidar.
155
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
No se equivocó. Muy pronto el bosque del otro lado del río
recobró su apariencia habitual y en el cielo, que volvía a ostentar
un limpio color azul, se dibujaba hasta el último árbol. El río se
calmó. Y muy pronto, después de la inyección, también Iván se
liberó de su angustia. Ahora estaba tranquilamente tumbado
mirando el arcoíris que se había desplegado en el cielo.
Así permaneció hasta bastante tarde, sin darse cuenta de
que el arcoíris se había disuelto, el cielo entristecido y descolorido
y el bosque ennegrecido.
Bebió un vaso de agua tibia, volvió a acostarse, recapacitó
con sorpresa sobre el giro que habían tomado sus pensamientos.
Aquel diabólico gato ya no se lo parecía tanto, tampoco le perturbaba
el recuerdo de la cabeza cortada, y, dejando a un lado
estas rememoraciones, empezó a admitir que en el sanatorio
no se estaba del todo mal y que Stravinski, además de una eminencia,
era un hombre inteligente y de trato agradable.
Después de la tormenta se había quedado una tarde suave
y fresca.
La casa del dolor empezaba a dormir. Iban apagándose
las luces blancas y mate de los silenciosos pasillos, y, como mandaba
el reglamento, se encendían en su lugar otras azules más
débiles. Cada vez se oían menos pasos cautelosos de enfermeras
sobre las alfombras de goma de los pasillos.
Iván se sentía invadido por una dulce debilidad. Miraba
la bombilla cubierta por una pantalla, que proyectaba una luz
tenue; miraba la luna, que salía del bosque negro, y hablaba
consigo mismo.
Pero ¿por qué me pondría tan nervioso por el atropello
de Berlioz? pensaba. ¡Que se vaya al diablo! ¡Ni que fuera
mi hermano o mi cuñado! Y, bien mirado, yo, en realidad, no
conocía al difunto. ¿Qué sabía yo de él? Nada. Bueno, que era
calvo y terriblemente elocuente. Y, ciudadanos seguía su disertación,
dirigiéndose a alguien, vamos a aclarar una cosa: ¿A
qué venía que yo me enfureciera con ese misterioso profesor,
156
mago o consejero, con un ojo vacío y negro? ¿Y la absurda persecución
en calzoncillos, con la vela en la mano? ¿Y la ridícula
escena en el restaurante?.
Oye, oye decía, en tono severo, el antiguo Iván a este
otro nuevo, hablándole al oído desde dentro, ¡pero si sabía de
antemano que a Berlioz le cortarían la cabeza! ¿Cómo no te ibas
a preocupar?
Pero ¿qué están diciendo, camaradas? discutía el nuevo
Iván con el Iván caduco.
Que hay algo que no está claro, lo notaría hasta un niño.
Se trata, desde luego, de una persona extraordinaria y cien por
ciento misteriosa. Pero ¡ahí está lo más interesante!, ha conocido
personalmente a Poncio Pilatos, ¿qué pueden pedir? En vez
de armar todo aquel lío en Los Estanques, tenía que haberle
preguntado muy finamente qué había pasado con Pilatos y ese
detenido Ga-Nozri. ¡Y yo que estuve haciendo tanta tontería!...
¡Como si fuera tan grave el atropello del jefe de redacción! ¡Ni
que se fuera a cerrar la revista! ¿Se puede hacer algo? El hombre
es mortal, y, como acertadamente se dijo, es mortal de repente.
Bueno, que en paz descanse. Pondrán a otro jefe de redacción
que incluso puede que sea más elocuente que el anterior.
Después de dormitar un poco, el nuevo Iván preguntó con
sorna al viejo Iván:
Bueno, y yo ¿quién soy?
¡Un imbécil! se oyó claramente una voz grave que no
pertenecía a ninguno de los dos Ivanes y que se parecía mucho a
la voz del consejero.
Iván no se ofendió al oír aquel insulto; al contrario, fue
para él una agradable sorpresa; sonrió medio dormido, calmado
ya. Se le acercaba el sueño lentamente y le parecía ver una
palmera en una pata de elefante, y el gato que se paseaba junto
a él, pero no aquel gato espantoso, sino uno muy divertido. En
resumen: el sueño le envolvía.
157
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Y de pronto, la reja se corrió hacia un lado, en el balcón
apareció una figura desconocida que se ocultaba de la luz y le
hacía a Iván un gesto levantando el dedo.
Iván se incorporó en la cama sin miedo y vio a un hombre
en el balcón. El hombre, llevándose un dedo a los labios, susurró:
Shhh...
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12
La magia negra y la revelación de sus trucos
Un hombrecillo con la nariz de porra, amoratada, con pantalones
a cuadros, zapatos de charol y un sombrero de copa amarillo
lleno de agujeros salió al escenario del Varietés. Montaba
una vulgar bicicleta de dos ruedas. Dio una vuelta al ritmo de un
foxtrot y luego lanzó un grito triunfal que hizo encabritarse la
bicicleta.
El hombre continuó con solo la rueda de atrás en el suelo,
se puso patas arriba, desatornilló en marcha la rueda delantera,
la tiró entre bastidores y se paseó por el escenario con una sola
rueda, pedaleando con las manos. Encaramada en un sillín, en
lo alto de un mástil de metal, con una rueda en el otro extremo,
apareció en escena una rubia entradita en carnes que vestía una
malla y una falda corta cubierta de estrellas plateadas. La rubia
empezó a dar vueltas por el escenario. Cuando se cruzaba con
ella, el hombrecito gritaba frases de saludo y se quitaba el sombrero
con el pie.
Salió, por fin, un niño de unos ocho años, pero con cara de
viejo y se metió entre los mayores con una minúscula bicicleta y
una enorme bocina de automóvil.
Después de hacer varios virajes, todo el grupo, acompañado
por el vibrante redoble del tambor, llegó hasta el mismo
borde del escenario; el público de las primeras filas abrió la
boca, retirándose, creyendo que el grupo y sus vehículos se abalanzarían
sobre la orquesta.
160
Pero los ciclistas se detuvieron exactamente en el momento
en que las ruedas delanteras estaban a punto de deslizarse al
abismo y caer sobre las cabezas de los músicos. Los ciclistas gritaron:
¡Ap!, y saltaron de sus bicicletas, haciendo reverencias,
la rubia tiraba besos a los espectadores y el niño interpretó una
graciosa melodía con su bocina.
Los aplausos sacudieron la sala, la cortina azul se corrió,
escondiendo a los ciclistas, se apagaron las luces verdes que sobre
las puertas indicaban la salida, y, en medio de la red de trapecios,
bajo la cúpula, se encendieron unas bolas blancas, como soles.
Al único que parecía no interesarle los malabarismos de
la técnica ciclista de la familia Giulli era a Grigori Danílovich
Rimski. Estaba en su despacho solo, mordiéndose los finos
labios, con el rostro convulso.
A la increíble desaparición de Lijodéyev se había sumado
la de Varenuja, completamente inesperada.
Rimski sabía dónde había mandado a Varenuja, pero se
fue... y no volvió. Se encogía de hombros y decía para sus adentros:
Pero ¿qué habré hecho yo?
Sin embargo, resultaba extraño que un hombre tan cumplidor
como el director de finanzas no llamara al lugar donde
había mandado a Varenuja para averiguar qué había sucedido.
Pero hasta las diez de la noche no podía hacerlo.
Rimski, haciendo un verdadero esfuerzo, descolgó el teléfono
a las diez. Solo le sirvió para convencerse de que no funcionaba.
El ordenanza le informó que había ocurrido lo mismo
con todos los teléfonos de la casa; era de esperar, pero este
hecho, simplemente molesto, acabó de desanimarle, aunque,
por otro lado, le servía de disculpa para no tener que hacer
aquella llamada.
Una lámpara intermitente se encendió sobre su cabeza,
anunciándole el entreacto, y al mismo tiempo entró el ordenanza
en el despacho para anunciarle la llegada del artista extranjero.
161
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
El director de finanzas cambió de expresión, y, más negro que el
carbón, se encaminó a los bastidores para saludar al invitado,
porque no había nadie más que pudiera hacerlo.
Empezaban a sonar los timbres y el pasillo estaba lleno de
curiosos que intentaban husmear por los camerinos. Aquí y allá
se veían prestidigitadores con sus batas de colores chillones y
sus turbantes, un patinador que llevaba una chaqueta blanca de
punto, un cómico con la cara empolvada y un maquillador.
La aparición del eminente invitado produjo expectación
general. Vestía un frac de magnífico corte y de una longitud
nunca vista, y además llevaba antifaz. Pero lo que más llamó
la atención fue su séquito. Acompañaban al mago un tipo muy
largo con una chaqueta a cuadros, unos impertinentes rotos, y
un enorme gato negro, que andaba sobre las patas traseras y que
entró en el camerino muy desenvuelto, arrellanándose en un
sofá y entornando los ojos, molesto por la luz de las desnudas
lámparas de maquillaje.
Rimski esbozó una sonrisa y su expresión se hizo más
agria y hosca. No hubo apretón de manos. El descarado tipejo
vestido a cuadros se presentó diciendo que era su ayudante. El
director le oyó con desagradable sorpresa: en el contrato no se
hacía mención de tal ayudante.
Grigori Danílovich, con gesto forzado y seco, preguntó al
imprevisto ayudante por el equipo del artista.
Pero, queridísimo y encantador señor director dijo el
ayudante con voz de campanilla, nuestro equipo lo llevamos
siempre encima, ¡aquí esta!, eine, zwei, drei y moviendo sus
rugosos dedos y ante los ojos de Rimski sacó un reloj por detrás
de la oreja del gato. Era el reloj de oro del director, que llevaba,
hasta entonces, en un bolsillo del chaleco, bajo la abotonada
chaqueta, y con la cadena pasada por el ojal.
Inconscientemente, Rimski se llevó las manos al estómago.
Todos los presentes se quedaron con la boca abierta y el
162
maquillador, que estaba asomado a la puerta, lanzó un silbido
de admiración.
Este relojito es suyo, ¿verdad? Tenga, por favor decía el
de los cuadros, alargándole el reloj con una mano sucia.
Con este no se puede ir en tranvía... susurraba alegremente
el cómico al maquillador.
Pero lo que hizo el gato después causó mucha más sensación.
Se levantó del sofá, y siempre caminando sobre sus patas
traseras, se acercó a una mesa sobre la que había un espejo,
destapó una jarra de agua, se sirvió un vaso, lo bebió, puso la
tapadera sobre la jarra y se limpió los bigotes con una toalla de
maquillar.
Nadie pudo articular palabra, se quedaron boquiabiertos,
hasta que, por fin, el maquillador exclamó entusiasmado:
¡Qué locura!
En ese momento sonó el timbre por tercera vez y todos
excitados y presintiendo un número extraordinario, salieron del
camerino atropelladamente.
Se apagaron los globos de la sala y se encendieron las luces
del escenario. Sobre un ángulo de este, en la parte inferior del
telón, se proyectaba un círculo rojo, y por una rendija de luz
apareció ante el público un hombre gordo de cara afeitada y
alegría infantil; llevaba un frac arrugado y una camisa no muy
limpia. Era el presentador Georges Bengalski, famoso en todo
Moscú.
¡Queridos ciudadanos! habló con sonrisa de niño, vamos
a presentar ante ustedes... se interrumpió y, cambiando de entonación,
dijo: Veo que el numeroso público ha aumentado en esta
tercera parte, ¡está en la sala medio Moscú! Precisamente el otro
día me encontré con un amigo y le dije: ¿Cómo es que no vienes al
teatro? ¡Ayer teníamos media ciudad!, y va y me dice: Es que yo
vivo en la otra mitad hizo una pausa, esperando que estallara la
risa, pero tuvo que seguir, porque nadie se rio. Y, como les decía,
tenemos entre nosotros al famoso artífice de la magia negra,
163
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
monsieur Voland. Nosotros, desde luego, sabemos perfectamente
Bengalski sonrió con superioridad que tal magia no
existe, que no es más que una superstición. Pero el maestro
Voland tiene un gran dominio de la técnica de los trucos, que
nos descubrirá en la parte más interesante de su actuación, es
decir, cuando nos lo revele. Y como todos nosotros estamos
por la técnica y los descubrimientos, vamos a pedir que salga
¡monsieur Voland!
Después de esta estúpida presentación, Bengalski, juntando
las manos, saludó por la ranura entre las cortinas, y estas
empezaron a descorrerse con lentitud.
La salida del nigromante, de su larguirucho ayudante y
del gato, que apareció en escena sobre sus patas traseras, fue un
gran éxito.
¡Un sillón! ordenó Voland en voz baja, y no sabemos
de dónde surgió en el escenario un sillón, y el mago se sentó en
él. Dime, amable Fagot preguntó Voland al payaso a cuadros,
que, por lo visto, tenía otro nombre además de Koróviev, tú
que crees; ¿ha cambiado mucho la población de Moscú?
El mago miró al público, que permanecía en silencio sorprendido
por el sillón que había aparecido de repente.
Eso es, messere contestó en voz baja Fagot-Koróviev.
Tienes razón. Los ciudadanos han cambiado mucho...,
quiero decir en su aspecto exterior..., como la ciudad misma. Ya
no hablo de la indumentaria, pero han aparecido esos..., ¿cómo
se llaman?..., tranvías, automóviles...
Autobuses le ayudó Fagot con respeto.
El público escuchaba atentamente la conversación suponiendo
que era el preludio de los trucos. Entre bastidores se
habían amontonado tramoyistas, electricistas, actores, y, entre
ellos, asomaba la cara, pálida y alarmada, de Rimski.
Bengalski se había instalado en un extremo del escenario
y parecía estar muy sorprendido. Levantó una ceja y, aprovechando
una pausa, habló:
164
El actor extranjero expresa su admiración por los
moscovitas y por nuestra capital, que ha avanzado tanto en el
aspecto técnico y Bengalski sonrió dos veces: primero, al patio
de butacas, y luego, al gallinero.
Voland, Fagot y el gato se volvieron hacia el presentador.
¿Es que he expresado alguna admiración? preguntó el
mago a Fagot.
No, en absoluto contestó aquel.
Y ese hombre, ¿qué decía, entonces?
Sencillamente ¡ha dicho una mentira! contestó el ayudante
a cuadros con una voz tan sonora que resonó en todo el
teatro, y, volviéndose hacia Bengalski, añadió: ¡Ciudadano,
le felicito por su mentira!
Una risa estalló en el gallinero y Bengalski se estremeció,
poniendo los ojos en blanco.
Pero a mí, naturalmente, me interesa mucho más que los
autobuses, teléfonos y demás...
Aparatos sopló el de los cuadros.
Eso es, muchas gracias decía despacio el mago con su
voz pesada, de bajo, otra cuestión más importante. ¿Estos ciudadanos
habrán cambiado en su interior?
Sí, señor, esa es una cuestión importantísima.
Los que estaban entre bastidores se miraron. Bengalski
estaba rojo y Rimski pálido. Y el mago, adivinando el desconcierto
general, dijo:
Nos hemos distraído, querido Fagot, y el público
empieza a aburrirse. Haremos algo fácil para empezar.
Los espectadores se removieron en sus butacas. Fagot y el
gato se colocaron uno en cada extremo del escenario. Fagot castañeteó
con los dedos y gritó con animación: ¡Un, dos, tres!,
y cazó en el aire un montón de cartas, las barajó y se las tiró al
gato, formando una cinta. El gato cogió la cinta y se la devolvió
a Fagot. La serpiente roja resopló en el aire. Fagot, abriendo
la boca como un polluelo, se la tragó entera, carta por carta.
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Después el gato hizo una reverencia, dio un taconazo con la
pata izquierda y la sala estalló en ruidosos aplausos.
¡Qué bárbaro! gritaban admirados desde los bastidores.
Fagot, señalando con el dedo al patio de butacas, dijo:
Y ahora esta baraja, estimados ciudadanos, la tiene el
ciudadano Parchevski, que está sentado en la séptima fila. Sí,
la tiene entre un billete de tres rublos y la orden de comparecer
ante los tribunales sobre la pensión alimenticia a la ciudadana
Zelkova.
En el patio de butacas se produjo un movimiento general.
Muchos se incorporaron; por fin, un ciudadano, que verdaderamente
se llamaba Parchevski, rojo de asombro, sacó de su cartera
una baraja y empezó a jugar con ella en el aire sin saber qué
hacer.
Puede guardársela como recuerdo gritó Fagot, y, ¿no
decía usted ayer noche, en la cena, que si no fuera por el póker
su vida en Moscú sería insoportable?
¡Es un truco muy viejo! se oyó desde el gallinero.
¡Ese de ahí abajo es también de la compañía!
¿Usted cree? gritó Fagot, mirando al gallinero. En ese
caso, usted también es de los nuestros, porque tiene la baraja en
el bolsillo.
Alguien se movió y se oyó una voz complacida:
¡Es verdad! ¡Aquí la tiene!... ¡Oye, pero si son rublos!
Los del patio de butacas volvieron la cabeza. Arriba,
en el gallinero, un ciudadano había descubierto un paquete
de billetes en su bolsillo, empaquetado como lo hacen en los
bancos, y sobre el paquete se leía: Mil rublos. Sus vecinos de
localidad se habían echado sobre él, y el ciudadano, desconcertado,
hurgaba en la envoltura para convencerse de si eran rublos
de verdad o falsos.
¡Son de verdad!, ¡lo juro!, ¡rublos! gritaban en el gallinero
con entusiasmo.
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¿Por qué no juega conmigo con una baraja de esas? preguntó
jovial un gordo desde el centro del patio de butacas.
Avec plaisir respondió Fagot. Pero ¿por qué con usted
solo? ¡Todos tienen que participar con entusiasmo! y ordenó:
¡Por favor, miren todos hacia arriba!... ¡Uno! En su mano apareció
una pistola. ¡Dos! La pistola apuntó hacia el techo.
¡Tres! Algo brilló y sonó. De la cúpula, evitando los trapecios,
empezaron a volar papelitos blancos sobre la sala.
Hacían remolinos en el aire, iban de un lado a otro, se
amontonaban en la galería y luego caían sobre la orquesta y
el escenario. A los pocos minutos, la lluvia de dinero, cada vez
mayor, llegaba a las butacas, y los espectadores empezaron a
cazar papelitos.
Se levantaban cientos de manos; el público miraba al escenario
iluminado, a través de los papeles, y veía unas filigranas
perfectas y verdaderas. El olor tampoco dejaba lugar a dudas:
era un olor inconfundible por su atracción, un olor a dinero
recién impreso. Primero la alegría y luego la sorpresa se apoderaron
de la sala. Se oía: ¡Rublos!, y exclamaciones tales como:
¡Oh!, y risas animadas. Algunos se arrastraban por el suelo,
buscando debajo de las butacas. Las caras de los milicianos
expresaban cada vez mayor desconcierto; los actores salieron de
entre bastidores con todo desparpajo.
De los palcos salió una voz: ¡Deja eso! ¡Es mío, volaba
hacia mí!, y luego otra: ¡Sin empujar, o verás qué empujón te
doy yo!.
Y sonó una bofetada. En seguida apareció un casco de
miliciano y alguien fue sacado del palco.
Crecía la emoción por momentos y no sabemos cómo
hubiera terminado aquello, de no haber sido por la intervención
de Fagot, que, con un soplido al aire, acabó con la lluvia de
billetes.
Dos jóvenes intercambiaron entre sí una significativa mirada,
se levantaron de sus asientos y se dirigieron al bar. Pues sí, no
167
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
sabemos qué habría pasado si Bengalski no hubiera encontrado
fuerzas para reaccionar. Tratando de dominarse lo mejor que pudo,
se frotó las manos como de costumbre, y con la voz más sonora que
tenía, dijo:
Ya ven, ciudadanos, acabamos de presenciar lo que se
llama un caso de hipnosis en masa. Es un experimento meramente
científico que demuestra de modo claro que en la magia
no hay ningún milagro. Vamos a pedir al maestro Voland que
nos descubra el secreto de este experimento. Ahora verán, ciudadanos,
cómo todos estos papeles, con apariencia de dinero,
desaparecen tan pronto como han surgido.
Y aplaudió, pero completamente solo, sonriendo como
con mucha seguridad en lo que había dicho, aunque sus ojos
estaban lejos de expresar tal aplomo y más bien miraban suplicantes.
El discurso de Bengalski no agradó a nadie en absoluto.
Se hizo un silencio, que fue interrumpido por Fagot, el de los
cuadros.
Y esto es un caso de lo que llaman mentira anunció con
su aguda voz de cabra. Los billetes, ciudadanos, son de verdad.
¡Bravo! soltó una voz grave en las alturas.
Por cierto, ese tipo Fagot señaló a Bengalski me está
hartando. Mete las narices en lo que no le importa y estropea la
sesión con sus inoportunas observaciones. ¿Qué hacemos con él?
¡Arrancarle la cabeza! dijo con dureza alguien del
gallinero.
¿Cómo dice? ¿Eh? respondió Fagot inmediatamente
a esta barbaridad. ¿Arrancarle la cabeza? ¡Buena idea!
¡Hipopótamo!16 gritó, dirigiéndose al gato. ¡Anda! ¡Eine,
zwei, drei!
16 En la bula de 1233 de Gregorio IX aparece un enorme gato negro que
participa en un aquelarre. Por otra parte, en el Libro de Job (40,1524)
se hace referencia al hipopótamo como símbolo del Diablo. (N. de la
T.)
168
Lo que vino a continuación era inaudito. Al gato negro
se le erizó la piel y maulló con furia. Luego se encogió y saltó
al pecho de Bengalski como una pantera; de allí a la cabeza.
Murmurando entre dientes, se agarró con sus patas velludas
al escaso cabello del presentador y con un alarido salvaje le
arrancó la cabeza del cuello gordinflón en dos movimientos.
Las dos mil quinientas personas de la sala gritaron a la
vez. La sangre brotó de las arterias rotas como de una fuente
y cubrió el frac y el plastrón. El cuerpo decapitado hizo un
extraño movimiento con las piernas y se sentó en el suelo. Se
oyeron gritos histéricos de mujeres. El gato pasó la cabeza a
Fagot, y este, cogiéndola por el pelo, la mostró al público. La
cabeza gritaba desesperadamente:
¡Un médico!
¿Seguirás diciendo estupideces? preguntó Fagot amenazador
a la cabeza, que lloraba.
¡No lo haré más! contestó la cabeza.
¡No le hagan sufrir, por Dios! se oyó sobre el ruido de
la sala una voz de mujer desde un palco.
El mago se volvió hacia la voz.
¿Qué, ciudadanos, le perdonamos? preguntó Fagot,
dirigiéndose a la sala.
¡Le perdonamos, le perdonamos! se oyeron voces, primero
solitarias y sobre todo femeninas, y luego formando coro
con los hombres.
¿Qué dice usted, messere? preguntó Fagot al del antifaz.
Bueno respondió aquel pensativo, son hombres como
todos... Les gusta el dinero, pero eso ha sucedido siempre... A
la humanidad le ha gustado siempre el dinero, sin importarle
de qué estuviera hecho: de cuero, de papel, de bronce o de oro.
Bueno, son frívolos..., pero ¿y qué?..., también la misericordia
pasa a veces por sus corazones... Hombres corrientes, recuerdan
a los de antes solo que a estos les ha estropeado el problema de
la vivienda... y ordenó en voz alta: Póngale la cabeza.
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
El gato apuntó con mucho cuidado y colocó la cabeza
en el cuello, donde se ajustó como si nunca hubiese dejado de
estar allí. Y un detalle importante: no le quedaba señal alguna.
El gato pasó las patas por el frac y el plastrón de Bengalski y
en seguida desaparecieron los restos de sangre. Fagot levantó a
Bengalski, que estaba sentado, le metió en el bolsillo del frac un
paquete de rublos y le despidió del escenario, diciendo:
¡Fuera de aquí, que nos estás reventando!
Tambaleándose, con mirada inexpresiva, el presentador
llegó hasta el puesto de bomberos y allí se sintió mal. Gritaba
con voz quejumbrosa:
¡Mi cabeza, mi cabeza!
Rimski, entre otros, se le acercó corriendo. El presentador
lloraba, trataba de coger algo en el aire, de asirlo con las manos
y murmuraba:
¡Que me devuelva mi cabeza, que me la devuelvan!...
¡Que me quiten el piso, que se lleven los cuadros, pero quiero mi
cabeza!
El ordenanza corrió a buscar un médico. Trataron de
acostar a Bengalski en un sofá de un camerino, pero se resistía,
estaba agresivo y tuvieron que avisar a una ambulancia.
Cuando se llevaron al pobre presentador Rimski volvió al escenario
y se percató de que habían sucedido nuevos milagros.
En aquel momento, o algo antes, el mago había desaparecido
del escenario junto con su descolorido sillón, y aquello había
pasado inadvertido para el público, absorto en los sorprendentes
acontecimientos que se desarrollaban en escena gracias
a Fagot, que, después de librarse del malsano presentador, se
dirigió al público:
Bueno, ahora que nos acabamos de quitar a ese plomo
de encima, vamos a abrir una tienda para señoras.
En seguida medio escenario se cubrió con alfombras persas,
aparecieron unos enormes espejos, iluminados por los lados con
unos tubos verdosos, y, entre los espejos, unos escaparates. Los
170
espectadores contemplaban sorprendidos diferentes modelos
de París de todos los colores y formas. En otros escaparates
surgieron cientos de sombreros de señora, con plumitas y sin
plumitas, con broches y sin ellos, cientos de zapatos: negros,
blancos, amarillos, de cuero, de raso, de charol, con trabillas,
con piedrecitas. Entre los zapatos aparecieron estuches de perfume,
montañas de bolsos de antílope, de ante, de seda y, entre
ellos, montones de estuches labrados, alargados, en los que
suele haber barras de labios.
Una joven pelirroja, con un traje negro de noche, salida el
Diablo sabrá de dónde, sonreía al lado de los escaparates como
si fuera la dueña de todo aquello. La joven estaba muy bien,
pero tenía una extraña cicatriz que le afeaba el cuello.
Fagot anunció, con abierta sonrisa, que la casa cambiaba
vestidos y zapatos viejos por modelos y calzados de París. Lo
mismo dijo de los bolsos y todo lo demás.
El gato taconeó con una pata, mientras gesticulaba extrañamente
con las patas delanteras, algo característico de los porteros
cuando abren una puerta.
La joven se puso a cantar con voz un poco grave, pero muy
dulce, algo incomprensible, pero, a juzgar por la expresión de
las señoras, muy tentador:
Guerlain, Chanel, Mitsuko, Narcisse Noir, Chanel n.° 5,
trajes de noche, vestidos de cocktail...
Fagot se retorcía, el gato hacía reverencias, la joven abrió
los escaparates de cristal.
¡Por favor! gritaba Fagot, ¡sin cumplidos ni ceremonias!
Se notaba que había nervios en la sala, pero nadie se atrevía
a subir al escenario. Por fin, lo hizo una morena de la décima
fila; subió por la escalera lateral, con una sonrisa, como sin darle
importancia.
¡Bravo! exclamó Fagot. ¡Bienvenida nuestra primera
cliente! Popota, un sillón. Empecemos por el calzado, madame.
171
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
La morena se sentó en el sillón y Fagot colocó en la
alfombra delante de ella un montón de zapatos. La mujer se
quitó el zapato derecho y se probó uno color lila, dio unos golpecitos
en el suelo con el pie, examinó el tacón.
¿No me apretarán? preguntó pensativa.
Fagot exclamó ofendido:
¡De ninguna manera! y el gato maulló, tan herido se
sentía.
Me llevo este par, monsieur dijo la morena muy digna,
y se puso el otro zapato.
Arrojaron sus zapatos viejos entre la cortina, y detrás
de ella se metieron la morena y la joven pelirroja, seguida por
Fagot, que llevaba varias perchas con vestidos. El gato desplegaba
gran actividad, ayudaba, y, para darse más importancia,
se colocó en el cuello una cinta métrica.
Instantes después reapareció la morena con un vestido tan
elegante que en el patio de butacas se formó una verdadera ola
de suspiros. Y la valiente mujer, extraordinariamente embellecida,
se paró ante un espejo, movió los hombros desnudos, se
tocó el pelo en la nuca y se retorció, tratando de verse la espalda.
La compañía le ruega que reciba esto como obsequio
dijo Fagot, entregándole abierto un estuche con un perfume.
Merci contestó la mujer con gesto arrogante, y bajó por
la escalerita a la sala.
Mientras iba hacia su butaca, los espectadores se incorporaban
para tocar el estuche.
Entonces se alborotó la sala y las mujeres se lanzaron al
escenario. En medio de las exclamaciones de emoción, las risas
y los suspiros, se oyó una voz de hombre: ¡No te lo permito!. Y
otra de mujer: ¡Eres un déspota y un cursi! ¡No me retuerzas la
mano!. Las mujeres desaparecían detrás de la cortina, dejaban
allí sus vestidos y salían con otros nuevos. Había toda una fila
de mujeres sentadas en banquetitas de patas doradas, que daban
enérgicas pisadas en el suelo con sus pies recién calzados. Fagot
172
se ponía de rodillas, manipulaba con un calzador metálico; el
gato no podía con tantos bolsos y zapatos que llevaba, corría
de los escaparates hacia las banquetas y volvía otra vez; la joven
de la cicatriz aparecía y desaparecía, parloteando en francés
sin parar, y lo asombroso era que le entendían en seguida todas
las mujeres, incluso las que no sabían ni una palabra de aquella
lengua.
Subió al escenario un hombre, que causó admiración general.
Dijo que su mujer estaba con gripe, y pedía que le dieran algo para
ella. Para demostrar la veracidad de su matrimonio, estaba decidido
a enseñar el pasaporte. La declaración del amante esposo fue
recibida con carcajadas; Fagot gritó que le creía como si se tratara
de él mismo sin necesidad del pasaporte, y le entregó dos pares de
medias de seda; el gato, por su parte, añadió una barra de labios.
Las mujeres que habían llegado tarde corrían hacia el
escenario, y de allí volvían las afortunadas con trajes de noche,
pijamas con dragones, trajes de tarde y sombreros ladeados
sobre una oreja.
Entonces Fagot anunció que, por ser tarde, la tienda iba a
cerrarse dentro de un minuto hasta el día siguiente.
En el escenario se organizó un terrible alboroto. Las
mujeres cogían apresuradamente pares de zapatos, sin probárselos.
Una de ellas se lanzó como una bala detrás de la cortina,
se quitó su traje y se apropió de lo primero que encontró a mano:
una bata de seda con enormes ramos de flores, y, además, tuvo
tiempo de agarrar dos frascos de perfume.
Pasado un minuto, estalló un disparo de pistola, desaparecieron
los espejos, se hundieron los escaparates y las banquetas,
la alfombra se esfumó, al igual que la cortina. Por último, desaparecieron
el montón de vestidos viejos y el calzado. El escenario
volvió a ser el de antes: severo, vacío y desnudo.
Aquí intervino en el asunto un personaje nuevo. Del palco
número dos se oyó una voz de barítono, agradable, sonora e
insistente.
173
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
De todos modos, sería conveniente, ciudadano artista,
que descubriera en seguida todo el secreto de la técnica de sus
trucos, sobre todo lo de los billetes de banco. También sería
conveniente que trajera al presentador. Su suerte preocupa a los
espectadores.
La voz de barítono pertenecía nada menos que al invitado
de honor de la velada, a Arcadio Apolónovich Sempleyárov,
presidente de la Comisión Acústica de los teatros moscovitas.
Arcadio Apolónovich se encontraba en un palco con dos
damas: una de edad madura, vestida con lujo y a la moda, la
otra jovencita y mona, vestida más modestamente. La primera,
como se supo más tarde al redactar el acta, era su esposa, la
segunda, una parienta lejana, actriz principiante pero prometedora,
que había llegado de Sarátov y vivía en el piso de Arcadio
Apolónovich y su esposa.
¡Pardon! respondió Fagot. Lo siento, pero no hay
nada que descubrir, todo está claro.
Usted perdone, ¡pero el descubrimiento es completamente
necesario! Sin esto sus números brillantes van a dejar una
impresión penosa. La masa de espectadores exige explicación.
La masa de espectadores interrumpió a Sempleyárov
el descarado bufón me parece que no ha dicho nada. Pero
teniendo en cuenta su respetable deseo, Arcadio Apolónovich,
estoy dispuesto a descubrirle algo. ¿Me permite un pequeño
numerito?
¡Cómo no! respondió Arcadio Apolónovich con aire
protector. Pero que descubra el secreto.
Como usted diga. Entonces, permítame que le haga una
pregunta. ¿Dónde estuvo usted ayer por la tarde?
Al oír esta pregunta tan fuera de lugar y bastante impertinente,
a Arcadio Apolónovich se le alteró la expresión.
Arcadio Apolónovich estuvo ayer en una reunión de la
Comisión Acústica interrumpió la esposa de este con arrogancia;
pero no comprendo qué tiene que ver esto con la magia.
174
¡Oh, madame afirmó Fagot, pues claro que no lo comprende!
Pero está muy equivocada sobre esa reunión. Después
de salir de casa para asistir a esa reunión, Arcadio Apolónovich
despidió a su chofer junto al edificio de la Comisión Acústica
(la sala enmudeció) y luego se dirigió en autobús a la calle
Yelójovskaya a ver a Militsa Andréyevna Pokobatko, actriz de
un teatro ambulante, y pasó en su casa cerca de cuatro horas.
¡Ay! exclamó alguien con dolor en medio del silencio.
La joven parienta de Arcadio Apolónovich soltó una carcajada
ronca y terrible.
¡Ahora lo comprendo todo! gritó. ¡Hace tiempo que
lo estaba sospechando! ¡Ahora comprendo por qué le han dado
a esa inepta el papel de Luisa!
Y de pronto le asestó un golpe en la cabeza con un paraguas
de color violeta, corto y grueso.
El infame Fagot, alias Koróviev, gritó:
He aquí, respetables ciudadanos, un ejemplo de descubrimiento
de secretos que tanto pedía Arcadio Apolónovich.
¡Miserable! ¿Cómo te atreves a tocar a Arcadio Apolónovich?
preguntó en tono amenazador la esposa de aquel, poniéndose en pie
en el palco y descubriendo su gigantesca estatura.
Un nuevo ataque de risa diabólica se apoderó de la joven
parienta.
¡Yo! ¡Que cómo me atrevo! contestó entre risas.
¡Claro que me atrevo! se oyó de nuevo el ruido seco del paraguas
que rebotó en la cabeza de Arcadio Apolónovich.
¡Milicias! ¡Que se la lleven! gritaba la esposa de
Sempleyárov con una voz tan terrible, que a muchos se les heló
la sangre en las venas.
Y por si eso fuera poco, el gato saltó al borde del escenario
y rugió con voz de hombre:
¡La sesión ha terminado! ¡Arreando con una marcha,
maestro!
175
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
El director, casi enloquecido, sin apenas darse cuenta de lo
que hacía, levantó su batuta y la orquesta, ¿cómo diríamos?, no
es que empezara a interpretar una marcha, no es que se metiera
con ella, ni que se pusiera a darle a los instrumentos; no, exactamente,
según la deplorable expresión del gato, lo que hizo fue
arrear con la marcha; una marcha inaudita, incalificable por su
desvergüenza.
Por un momento pareció oírse aquella antigua canción que
se escuchaba en los cafés cantantes, bajo las estrellas del sur, de
letra incoherente, mediocre, pero muy atrevida:
Su excelencia, su excelencia
cuida de sus gallinas
y le gusta proteger
a las muchachas finas.
Puede que esta letra nunca hubiera existido, pero había
otra con la misma música, todavía más indecente. Eso es lo de
menos. Lo que importa es que después de que se interpretó la
marcha, el teatro se convirtió en una torre de Babel. Los milicianos
corrían hacia el palco de Sempleyárov, asediado por
curiosos, se oían diabólicas explosiones de risas, gritos salvajes,
cubiertos por los dorados sonidos de los platillos de la orquesta.
El escenario estaba vacío: Fagot el embustero y el descarado
gatazo Popota se habían desvanecido en el aire, como
momentos antes hiciera el mago con su sillón desastrado.
177
13
La aparición del héroe
Como estábamos diciendo, el desconocido le hizo a Iván
una señal con el dedo para que se callara.
Iván bajó las piernas de la cama y le miró fijamente. Por la
puerta del balcón se asomaba con cautela un hombre de unos
treinta y ocho años, afeitado, moreno, de nariz afilada, ojos
inquietos y un mechón de pelo caído sobre la frente.
Al cerciorarse de que Iván estaba solo, el misterioso visitante
escuchó por si había algún ruido, miró en derredor y, recobrando
el ánimo, entró en la habitación. Iván vio que su ropa
era del sanatorio. Estaba en pijama, zapatillas y en bata parda,
echada sobre los hombros.
El visitante le hizo un guiño, se guardó en el bolsillo un
manojo de llaves y preguntó en voz baja: ¿Me puedo sentar?.
Y viendo que Iván asentía con la cabeza, se acomodó en un sofá.
¿Cómo ha podido entrar? susurró Iván, obedeciendo
la señal del dedo amenazador. ¿No están las rejas cerradas con
llave?
Sí, están cerradas dijo el huésped, pero Praskovia Fédorovna,
una persona encantadora, es bastante distraída. Hace un mes que
le robé el manojo de llaves, con lo que tengo la posibilidad de salir al
balcón general, que pasa por todo el piso, y visitar de vez en cuando a
mis vecinos.
Si sale al balcón, puede escaparse. ¿O está demasiado
alto? se interesó Iván.
178
No contestó el visitante con firmeza, no me puedo
escapar, y no porque esté demasiado alto, sino porque no tengo
adonde ir y añadió, después de una pausa. ¿Qué, aquí estamos?
Sí, estamos contestó Iván, mirándole a los ojos, unos
ojos castaños e inquietos.
Sí... de pronto el hombre se preocupó, espero que
usted no sea de los de atar. Es que no soporto el ruido, el alboroto,
la violencia y todas esas cosas. Odio por encima de todo los
gritos humanos, de dolor, de ira o de lo que sea. Tranquilíceme,
por favor, ¿no es violento, ¿verdad?
Ayer le sacudí en la jeta a un tipo en un restaurante
confesó valientemente el poeta regenerado.
¿Y el motivo? preguntó el visitante con severidad.
Confieso que sin ningún motivo dijo Iván azorado.
Es inadmisible censuró el huésped y añadió: Además,
qué manera de expresarse: en la jeta... Y no se sabe qué tiene
el hombre, si jeta o cara. Seguramente es cara y usted comprenderá
que un puñetazo en la cara... No vuelva a hacer eso nunca.
Después de reprenderle, preguntó:
¿Qué es usted?
Poeta confesó Iván con desgana, sin saber por qué.
El hombre se disgustó.
¡Qué mala suerte tengo! exclamó, pero en seguida
se dio cuenta de su incorrección, se disculpó y le preguntó:
¿Cómo se llama?
Desamparado.
¡Ay! dijo el visitante, haciendo una mueca de disgusto.
Qué, ¿no le gustan mis poemas? preguntó Iván con
curiosidad.
No, nada, en absoluto.
¿Los ha leído?
¡No he leído nada de usted! exclamó nervioso el desconocido.
Entonces, ¿por qué lo dice?
179
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Es lógico! respondió. ¡Como si no conociera a los
demás! Claro, puede ser algo milagroso. Bueno, estoy dispuesto
a creerle. Dígame, ¿sus versos son buenos?
¡Son monstruosos! respondió Iván con decisión y
franqueza.
No escriba más le suplicó el visitante.
¡Lo prometo y lo juro! dijo muy solemne Iván. Refrendaron
la promesa con un apretón de manos. Se oyeron voces y pasos suaves
en el pasillo.
Shhh... susurró el huésped, y salió disparado al balcón,
cerrando la reja.
Se asomó Praskovia Fédorovna, le preguntó cómo se
encontraba y si quería dormir con la luz apagada o encendida.
Iván pidió que la dejara encendida y Praskovia Fédorovna salió
después de desearle buenas noches. Cuando cesaron los ruidos
volvió el desconocido.
Le dijo a Iván que a la habitación 119 habían traído a uno
nuevo, gordo, con cara congestionada, que murmuraba algo
sobre unas divisas en la ventilación del retrete y juraba que en su
casa de la Sadóvaya se había instalado el mismo Diablo.
Maldice a Pushkin y grita continuamente: ¡Kurolésov,
bis, bis! decía el visitante, mirando alrededor angustiado y
con un tic nervioso. Por fin se tranquilizó y se sentó diciendo:
Bueno, ¡qué vamos a hacer! y siguió su conversación con Iván.
¿Y por qué ha venido a parar aquí?
Por Poncio Pilatos respondió Iván, mirando al suelo
con una mirada lúgubre.
¿Cómo? gritó el huésped, olvidando sus precauciones,
y él mismo se tapó la boca con la mano. ¡Qué coincidencia tan
extraordinaria! ¡Cuénteme cómo ocurrió, se lo suplico!
A Iván, sin saber por qué, el desconocido le inspiraba
confianza. Empezó a contarle la historia de Los Estanques,
primero con timidez, cortado, y luego, repentinamente, con
soltura. ¡Qué oyente tan agradecido había encontrado Iván
180
Nikoláyevich en el misterioso ladrón de llaves! El huésped no
le acusaba de ser un loco; demostró un enorme interés por su
relato y se iba entusiasmando a medida que se desarrollaba la
historia. Interrumpía constantemente a Iván con exclamaciones:
¡Siga, siga, por favor, se lo suplico! ¡Pero, por lo que más
quiera, no deje de contar nada!
Iván no omitió nada, así se le hacía más fácil el relato y, por
fin, llegó al momento en que Poncio Pilatos salía al balcón con
su túnica blanca forrada de rojo sangre.
Entonces el desconocido unió las manos en un gesto de
súplica y murmuró:
¡Ah! ¡Cómo he adivinado! ¡Cómo lo he adivinado todo!
Acompañó la descripción de la horrible muerte de Berlioz
con comentarios extraños y sus ojos se encendieron de indignación.
Lo único que lamento es que no estuviera en el lugar
de Berlioz el crítico Latunski o el literato Mstislav Lavróvich
añadió con frenesí pero en voz baja: ¡Siga!
El gato pagando a la cobradora le divirtió profundamente
y trató de ahogar su risa al ver a Iván, que, emocionado por el
éxito de su narración, se puso a saltar en cuclillas, imitando al
gato, pasándose la moneda por los bigotes.
Así, pues concluyó Iván, después de contar el suceso en
Griboyédov, poniéndose triste y alicaído, me trajeron aquí.
El huésped, compasivo, le puso la mano en el hombro,
diciendo:
¡Qué desgracia! Pero si usted mismo, mi querido amigo,
tiene la culpa. No tenía que haberse portado con él con tanta
libertad y menos con descaro. Eso lo ha tenido que pagar.
Todavía puede dar gracias, porque ha sido relativamente suave
con usted.
¿Pero, quién es él? preguntó Iván, agitando los puños.
181
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
El huésped se le quedó mirando y contestó con una pregunta:
¿No se va a excitar? Aquí no somos todos de fiar... ¿No
habrá llamadas al médico, inyecciones y demás complicaciones?
¡No, no! exclamó Iván. Dígame, ¿quién es?
Bien contestó el desconocido, y añadió con autoridad,
pausadamente: Ayer estuvo con Satanás en Los Estanques
del Patriarca.
Iván, cumpliendo su promesa, no se alteró, pero se quedó
pasmado.
¡Si no puede ser! ¡Si no existe!
Por favor, usted es el que menos puede dudarlo. Seguramente
fue una de sus primeras víctimas. Piense que ahora se encuentra en
un manicomio y se pasa el tiempo diciendo que no existe. ¿No le
parece extraño?
Iván, completamente desconcertado, se calló.
En cuanto empezó a describir continuó el huésped me
di cuenta de con quién tuvo el placer de conversar. ¡Pero me sorprende
Berlioz! Bueno, usted, claro, es terreno completamente
virgen y el visitante se excusó de nuevo, pero el otro, por lo
que he oído, había leído un poco. Las primeras palabras de ese
profesor disiparon todas mis dudas. ¡Es imposible no reconocerle,
amigo mío! Aunque usted..., perdóneme, si no me equivoco,
es un hombre inculto.
¡Sin duda alguna! asintió el desconocido Iván.
Bueno, pues... ¡La misma cara que ha descrito, los ojos
diferentes, las cejas!... Dígame, ¿no conoce la ópera Fausto?
Iván, sin saber por qué, se avergonzó terriblemente y con
la cara ardiendo empezó a balbucir algo sobre un viaje al sanatorio...,
a Yalta...
Pues claro, ¡no es extraño! Pero le repito que me sorprende
Berlioz... No solo era un hombre culto, sino también
muy sagaz. Aunque tengo que decir en su defensa que Voland
puede confundir a un hombre mucho más astuto que él.
182
¿Cómo? gritó a su vez Iván
¡No grite!
Iván se dio una palmada en la frente y murmuró:
Ya entiendo, ya entiendo. Sí, tenía una V en la tarjeta
de visita. ¡Ay, ay! ¡Qué cosas! se quedó sin hablar, turbado,
mirando la luna que flotaba detrás de la reja. Y dijo luego:
Entonces, ¿pudo en realidad haber estado con Poncio Pilatos?
¿Ya había nacido? ¡Y encima me llaman loco! añadió indignado
señalando la puerta. Junto a los labios del visitante se formó una
arruga de amargura.
Vamos a enfrentarnos con la realidad el huésped volvió
la cara hacia el astro nocturno, que corría a través de una
nube. Los dos estamos locos, ¡no hay por qué negarlo! Verá:
él le ha impresionado y usted ha perdido el juicio, porque, seguramente,
tenía predisposición a ello. Pero lo que usted cuenta es
verdad, indudablemente. Aunque es tan extraordinario, que ni
siquiera Stravinski, que es un psiquiatra genial, le ha creído. ¿Le
ha visto a usted? Iván asintió con la cabeza. Su interlocutor
estuvo con Pilatos, también desayunó con Kant y ahora ha visitado
Moscú.
¡Pero entonces puede armarse un buen lío! ¡Habría que
detenerlo como fuera! el viejo Iván, no muy seguro, había
renacido en el Iván nuevo.
Ya lo ha intentado y me parece que es suficiente respondió
el visitante con ironía. Yo no le aconsejaría a nadie
que lo hiciera. Eso sí, puede estar seguro de que la va a armar.
¡Oh! Pero, cuánto siento no haber sido yo quien se encontrara
con él. Aunque ya esté todo quemado y los carbones cubiertos
de ceniza, le juro que por esa entrevista daría las llaves de
Praskovia Fédorovna, que es lo único que tengo. Soy pobre.
¿Y para qué lo necesita?
El huésped dejó pasar un rato. Parecía triste. Al fin habló:
Mire usted, es una historia muy extraña, pero estoy aquí
por la misma razón que usted, por Poncio Pilatos el visitante
183
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
se volvió atemorizado. Hace un año escribí una novela sobre
Pilatos.
¿Es usted escritor? preguntó el poeta con interés.
El hombre cambió de cara y le amenazó con el puño.
¡Soy el maestro! se puso serio y sacó del bolsillo un
gorrito negro, mugriento, con una m bordada en seda amarilla.
Se puso el gorrito y se volvió de perfil y de frente, para
demostrar que era el maestro.
Me lo hizo ella, con sus propias manos añadió misterioso.
¿Y su apellido?
Yo no tengo apellido contestó el extraño huésped con
aire sombrío y despreciativo. He renunciado a él, como a todo
en el mundo, olvidémoslo.
Pero hábleme aunque sea de su novela pidió Iván con
delicadeza.
Con mucho gusto. Mi vida no ha sido del todo corriente
empezó el visitante.
Era historiador, y dos años atrás había trabajado en un
museo de Moscú. Además se dedicaba a la traducción.
¿De qué idioma? le interrumpió Iván intrigado.
Conozco cinco idiomas aparte del ruso contestó el visitante,
inglés, francés, alemán, latín y griego. Bueno, también
puedo leer el italiano.
¡Vaya! susurró Iván con envidia.
... El historiador vivía muy solo, no tenía familia y no
conocía a nadie en Moscú. Y figúrese, un día le tocaron cien mil
rublos en la lotería.
Imagine mi sorpresa decía el hombre del gorrito negro
cuando metí la mano en la cesta de la ropa sucia y vi que tenía el
mismo número que venía en los periódicos. El billete explicó
me lo dieron en el museo.
... El misterioso interlocutor había invertido aquellos cien
mil rublos en comprar libros y, también, dejó su cuarto de la
calle Miasnítskaya.
184
¡Maldito cuchitril! murmuró entre dientes.
... Para alquilar a un constructor dos habitaciones de un
sótano en una pequeña casa con jardín. La casa estaba en una
bocacalle que llevaba a Arbat. Abandonó su trabajo en el museo
y empezó a escribir una novela sobre Poncio Pilatos.
¡Ah! ¡Aquello fue mi edad de oro! decía el narrador
con los ojos brillantes. Un apartamento para mí solo; el vestíbulo,
en el que había un lavabo subrayó con orgullo especial,
con pequeñas ventanas que daban a la acera. Y enfrente, a
unos cuatro pasos, bajo la valla, lilas, un tilo y un arce. ¡Oh! En
invierno casi nunca veía por mi ventana pasar unos pies negros
ni oía el crujido de la nieve bajo las pisadas. ¡Y siempre ardía el
fuego en mi estufa! Pero, de pronto, llegó la primavera y a través
de los cristales turbios veía los macizos de lilas, desnudos primero,
luego, muy despacio, cubiertos de verde. Y precisamente
entonces, la primavera pasada, ocurrió algo mucho más maravilloso
que lo de los cien mil rublos. Y que conste que es una
buena suma.
Tiene razón reconoció Iván, que le escuchaba atentamente.
Abrí las ventanas. Estaba yo en el segundo cuarto, en el
pequeño el huésped indicó las medidas con las manos; mire,
tenía un sofá, enfrente otro, y entre ellos una mesita con una
lámpara de noche fantástica; más cerca de la ventana, libros y
un pequeño escritorio. La primera habitación que era enorme,
de catorce metros tenía libros, libros y más libros y una estufa.
¡Ah! ¡Cómo lo tenía puesto!... El olor extraordinario de las
lilas... el cansancio me aligeraba la cabeza y Pilatos llegaba a su
fin...
¡La túnica blanca forrada de rojo sangre! ¡Lo comprendo!
exclamaba Iván.
¡Eso es! Pilatos se acercaba a su fin y yo ya sabía que
las últimas palabras de la novela serían: ... el quinto procurador
de Judea, el jinete Poncio Pilatos. Como es natural, salí
185
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
a dar algún paseo. Cien mil rublos es una suma enorme y yo
llevaba un traje precioso. A veces, iba a comer a algún restaurante
barato. En Arbat había un restaurante magnífico que
no sé si existirá todavía abrió los ojos desmesuradamente y
siguió murmurando, mirando la luna. Ella llevaba unas flores
horribles, inquietantes, de color amarillo. ¡Quién sabe cómo se
llaman!, pero no sé por qué, son las primeras flores que aparecen
en Moscú. Destacaban sobre el fondo negro de su abrigo.
¡Ella llevaba unas flores amarillas! Es un color desagradable.
Dio la vuelta desde la calle Tverskaya a una callejuela y volvió la
cabeza. ¿Conoce la Tverskaya? Pasaban miles de personas, pero
le aseguro que me vio solo a mí. Me miró no precisamente con
inquietud, sino más bien con dolor. Y me impresionó, más que
por su belleza, por la soledad infinita que había en sus ojos y que
yo no había visto jamás. Obedeciendo aquella señal amarilla,
también yo torcí a la bocacalle y seguí sus pasos. Íbamos por
la triste calleja tortuosa, mudos los dos, por una acera yo y ella
por la otra. Y fíjese que no había ni un alma en la calle. Yo sufría
porque me pareció que tenía que hablarle, pero temía que no
sería capaz de articular palabra. Que ella se iría y no la volvería
a ver nunca más. Y ya ve usted: ella habló primero:
¿Le gustan mis flores?
Recuerdo perfectamente cómo sonó su voz, bastante grave,
cortada, y aunque sea una tontería, me pareció que el eco resonó
en la calleja y se fue a reflejar en la sucia pared amarilla. Crucé la
calle rápidamente, me acerqué a ella y contesté:
No.
Me miró sorprendida y comprendí de pronto, inesperadamente,
¡que toda la vida había amado a aquella mujer! ¡Qué
cosas!, ¿verdad? Seguro que piensa que estoy loco.
No pienso nada exclamó Iván, ¡siga contando, se lo
ruego!
El huésped siguió:
Pues sí, me miró sorprendida y luego preguntó:
186
¿Es que no le gustan las flores?
Me pareció advertir cierta hostilidad en su voz. Yo caminaba
a su lado, tratando de adaptar mi paso al suyo y, para mi
sorpresa, no me sentía incómodo.
Me gustan las flores, pero no estas dije.
¿Y qué flores le gustan?
Me gustan las rosas.
Me arrepentí en seguida de haberlo dicho, porque sonrió
con aire culpable y arrojó sus flores a una zanja. Estaba algo
desconcertado, recogí las flores y se las di. Ella, sonriendo, hizo
ademán de rechazarlas y las llevé yo.
Así anduvimos un buen rato, sin decir nada, hasta que me
quitó las flores y las tiró a la calzada, luego me cogió la mano
con la suya, enfundada en un guante negro, y seguimos caminando
juntos.
Siga dijo Iván, se lo suplico, cuéntemelo todo.
¿Que siga? preguntó el visitante. Lo que sigue ya se lo
puede imaginar se secó una lágrima repentina con la manga
del brazo derecho y siguió hablando. El amor surgió ante
nosotros, como surge un asesino en la noche, y nos alcanzó a
los dos. Como alcanza un rayo o un cuchillo de acero. Ella decía
después que no había sido así, que nos amábamos desde hacía
tiempo, sin conocernos, sin habernos visto, cuando ella vivía
con otro hombre... y yo, entonces..., con esa..., ¿cómo se llama?
¿Con quién? preguntó Desamparado.
Con esa..., bueno..., con... respondió el huésped,
moviendo los dedos.
¿Estuvo casado?
Sí, claro, por eso muevo los dedos... Con esa... Várenka...
Mánechka..., no, Várenka... con un vestido a rayas..., el museo...
No, no lo recuerdo. Pues ella decía que había salido aquel día
con las flores amarillas, para que al fin yo la encontrara, y si
yo no la hubiese encontrado, acabaría envenenándose, porque
su vida estaba vacía. Sí, el amor nos venció en un instante. Lo
187
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
supe ese mismo día, una hora después, cuando estábamos, sin
habernos dado cuenta, al pie de la muralla del Kremlin, en el
río. Hablábamos como si nos hubiéramos separado el día antes,
como si nos conociéramos desde hacía muchos, muchos años.
Quedamos en encontrarnos el día siguiente en el mismo sitio, en
el río Moskva y allí fuimos. El sol de mayo brillaba para nosotros
solos. Y sin que nadie lo supiera se convirtió en mi mujer.
Venía a verme todos los días a las doce. Yo la estaba esperando
desde muy temprano. Mi impaciencia se demostraba porque
cambiaba de sitio todas las cosas que había sobre la mesa. Unos
diez minutos antes de su llegada me sentaba junto a la ventana y
esperaba el golpe de la portezuela del jardín. Es curioso, antes de
conocerla casi nadie entraba por esa verja; mejor dicho, nadie;
pero entonces me parecía que toda la ciudad venía al jardín. Un
golpe de la verja, un golpe de mi corazón, y en mi ventana, a
la altura de mis ojos, solían aparecer unas botas sucias. El afilador.
¿Pero, quién necesitaba al afilador en nuestra casa? ¿Qué
iba a afilar? ¿Qué cuchillos? Ella pasaba por la puerta una vez,
pero antes de eso ya me había palpitado el corazón por lo menos
diez veces, no exagero. Y luego, cuando llegaba su hora y el
reloj marcaba las doce, no dejaba de palpitar hasta que, casi sin
ruido, se acercaban a la ventana sus zapatos con lazos negros de
ante, cogidos con una hebilla metálica. A veces hacía travesuras:
se detenía junto a la segunda ventana y daba golpes suaves con
la punta del zapato en el cristal. En un segundo yo estaba junto
a la ventana, pero desaparecía el zapato y la seda negra que
tapaba la luz, y yo iba a abrirle la puerta. Estoy seguro de que
nadie sabía de nuestras relaciones, aunque no suele ser así. No
lo sabían ni su marido, ni los amigos. En la vieja casa donde yo
tenía mi sótano se daban cuenta, naturalmente, de que venía a
verme una mujer, pero no conocían su nombre.
¿Y quién es ella? preguntó Iván, muy interesado por la
historia de amor.
188
El visitante hizo un gesto que quería decir que nunca se lo
diría a nadie y siguió su relato.
Iván supo que el maestro y la desconocida se amaban tanto
que eran inseparables. Iván se imaginaba muy bien las dos habitaciones
del sótano, siempre a oscuras por los lilos del jardín.
Los muebles rojos, con la tapicería desgastada, el escritorio con
un reloj que sonaba cada media hora, los libros, los libros desde
el suelo pintado hasta el techo ennegrecido por el humo y la
estufa.
Se enteró Iván de que su visitante y aquella mujer misteriosa
decidieron, ya en los primeros días de sus relaciones, que
los había unido el propio destino en la esquina de la Tverskaya
y la callecita, y que estaban hechos el uno para el otro hasta la
muerte.
Supo cómo pasaban el día los enamorados. Ella venía, se
ponía un delantal y en el estrecho vestíbulo, donde tenían el
lavabo, del que tan orgulloso estaba el pobre enfermo, encendía
el hornillo de petróleo sobre una mesa de madera y preparaba
el desayuno. Luego lo servía en una mesa redonda de la habitación
pequeña. Durante las tormentas de mayo, cuando un
riachuelo pasaba junto a las ventanas ensombrecidas, amenazando
inundar el último refugio de los enamorados, encendían
la estufa y hacían papas asadas.
Las papas despedían vapor y les manchaban los dedos con
su piel negra. En el sótano se oían risas, y los árboles se liberaban
después de la lluvia de las ramitas rotas, de las borlas
blancas.
Cuando pasaron las tormentas y llegó el bochornoso
verano, aparecieron las rosas en los floreros, las rosas esperadas
y queridas por los dos.
Aquel que decía ser el maestro trabajaba febrilmente en su
novela, que también llegó a absorber a la desconocida.
189
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Confieso que a veces tenía celos susurraba el huésped
nocturno de Iván, que entrara por el balcón iluminado por la
luna.
Con sus delicados dedos de uñas afiladas hundidos en el
pelo, ella leía y releía lo escrito, y después de releerlo se ponía a
coser el gorro. A veces se sentaba delante de los estantes bajos o
se ponía de pie junto a los de arriba y limpiaba con un trapo los
libros, los centenares de tomos polvorientos.
Le prometía la gloria, le metía prisa, y fue entonces cuando
empezó a llamarle maestro. Esperaba con impaciencia aquellas
últimas palabras prometidas sobre el quinto procurador de
Judea, repetía en voz alta, cantarina, algunas frases sueltas que
le gustaban y decía que en la novela estaba su vida entera.
Terminó de escribirla en agosto, se la entregó a una mecanógrafa
desconocida que le hizo cinco ejemplares. Llegó por fin
la hora en que tuvieron que abandonar su refugio secreto y salir
a la vida.
Salí con la novela en las manos y mi vida se terminó
murmuró el maestro, bajando la cabeza. Y el gorrito triste y
negro con su M amarilla estuvo oscilando mucho rato.
Continuó narrando, pero ahora de manera un tanto incoherente.
Iván comprendió que al maestro le había ocurrido una
catástrofe.
Era la primera vez que me encontraba con el mundo
de la literatura. Pero ahora, cuando mi vida está acabada y mi
muerte es inminente, ¡lo recuerdo con horror! dijo el maestro
con solemnidad, y levantó la mano. Sí, me impresionó muchísimo,
¡terriblemente!
¿Quién? apenas se oyó la pregunta de Iván, que temía
interrumpir al emocionado narrador.
¡El redactor jefe, digo, el redactor jefe! Sí, la leyó. Me
miraba como si yo tuviera un carrillo hinchado con un flemón,
desviaba la mirada a un rincón y soltaba una risita avergonzada.
Manoseaba y arrugaba el manuscrito sin necesidad,
190
suspirando. Las preguntas que me hizo me parecieron demenciales.
No decía nada de la novela misma y me preguntaba que
quién era yo y de dónde había salido; si escribía hacía tiempo
y por qué no se sabía nada de mí; por último me hizo una pregunta
completamente idiota desde mi punto de vista: ¿que
quién me había aconsejado que escribiera una novela sobre un
tema tan raro? Hasta que me harté y le pregunté directamente si
pensaba publicar mi novela. Se azoró mucho, empezó a balbucir
algo, sobre que la decisión no dependía de él, que tenían que
conocer mi obra otros miembros de la redacción, precisamente
los críticos Latunski y Arimán y también el literato Mstislav
Lavróvich. Me dijo que volviera a las dos semanas. Volví y me
recibió una muchacha, bizca de tanto mentir.
Es Lapshénnikova, la secretaria de redacción se sonrió
Iván, que conocía muy bien el mundo que con tanta indignación
describía su huésped.
Puede ser replicó el otro. Me devolvió mi novela, bastante
mugrienta y destrozada ya, y, tratando de no encontrarse
con mi mirada, me comunicó que la redacción tenía material
suficiente para los dos años siguientes, por lo que quedaba descartada
la posibilidad de publicar mi novela. ¿De qué más me
acuerdo? decía el maestro frotándose las sienes. Sí, los pétalos
de rosa caídos sobre la primera página y los ojos de mi amada.
Me acuerdo de sus ojos.
El relato se iba embrollando cada vez más. Decía algo de
la lluvia que caía oblicua y de la desesperación en el refugio del
sótano. Y había ido a otro sitio. Murmuraba que a ella, que le
había empujado a luchar, no la culpaba, ¡oh, no!, no la culpaba.
Después, Iván se enteró de algo inesperado y extraño.
Un día nuestro héroe abrió un periódico y se encontró con un
artículo del crítico Arimán en el que advertía a quien le concerniese
que él, es decir, nuestro héroe, había intentado introducir
una apología de Jesucristo.
191
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Sí, sí, lo recuerdo exclamó Iván, pero de lo que no me
acuerdo es de su apellido.
Deje mi apellido, se lo repito, ya no existe respondió
el visitante. No tiene importancia. A los dos días apareció en
otro periódico un artículo firmado por Mstislav Lavróvich en
el que el autor proponía darle un palo al pilatismo y a ese
pintor de iconos de brocha gorda que trataba de introducirlo
(¡otra vez esa maldita palabra!). Sorprendido por esta palabra
inaudita, pilatismo, abrí un tercer periódico. Traía dos artículos,
uno de Latunski y otro firmado N. E. Le aseguro que
las creaciones de Arimán y Lavróvich parecían un inocente
juego de niños al lado de la de Latunski. Es suficiente que le diga
el título del artículo: El sectario militante. Estaba tan absorto
en los artículos relacionados con mi persona, que no advertí
su llegada (había olvidado cerrar la puerta). Apareció ante mí
con un paraguas mojado en las manos y los periódicos también
mojados. Los ojos le echaban fuego y las manos, muy frías, le
temblaban. Primero se echó sobre mí para abrazarme y luego
dijo con voz muy ronca, dando golpes en la mesa, que envenenaría
a Latunski.
Iván se removió azorado, pero no dijo nada.
Los días que siguieron fueros tristes, de otoño hablaba
el maestro; el monstruoso fracaso de mi novela parecía
haberme arrebatado la mitad del alma. En realidad, ya no tenía
nada que hacer y vivía de las reuniones con ella. Entonces me
sucedió algo. No sé qué fue, creo que Stravinski ya lo habrá averiguado.
Me dominaba la tristeza y empecé a tener extraños
presentimientos. A todo esto, los artículos seguían apareciendo.
Los primeros me hicieron reír. Pero a medida que salían más,
iba cambiando mi actitud hacia ellos. La segunda etapa fue de
sorpresa. Algo terriblemente falso e inseguro se adivinaba en
cada línea de aquellos artículos, a pesar de su tono autosuficiente
y amenazador. Me parecía y no era capaz de desecharlo
que los autores de los artículos no decían lo que querían decir
192
y que su indignación provenía de eso precisamente. Después
empezó la tercera etapa: la del miedo. Pero no, no era miedo
a los artículos, entiéndame, era miedo ante otras cosas que no
tenían relación alguna con la novela. Por ejemplo, tenía miedo
a la oscuridad. En una palabra, comenzaba una fase de enfermedad
psíquica. Me parecía, sobre todo cuando me estaba
durmiendo, que un pulpo ágil y frío se me acercaba al corazón
con sus tentáculos. Tenía que dormir con la luz encendida. Mi
amada había cambiado mucho (claro está que no le dije nada
de lo del pulpo, pero ella se daba cuenta de que me pasaba algo
raro), estaba más pálida y delgada, ya no se reía y me pedía que
la perdonara por haberme aconsejado que publicara un trozo de
la novela. Me decía que lo dejara todo y me fuera al mar Negro,
que gastara el resto de los cien mil rublos.
Ella insistía mucho y yo, por no discutir (aunque algo me
decía que no iría al mar Negro), le prometí hacerlo en cuanto
pudiera. Me dijo que ella sacaría el billete. Saqué todo mi
dinero, cerca de diez mil rublos, y se lo di.
¿Por qué me das tanto? se sorprendió ella.
Le dije que tenía miedo de los ladrones y le pedí que lo
guardara hasta el día de mi partida. Cogió el dinero, lo guardó
en su bolso y me dijo, abrazándome, que le parecía más fácil
morirse que abandonarme en aquel estado; pero que la estaban
esperando y que no tenía más remedio que marcharse. Prometió
venir al día siguiente. Me pidió que no tuviera miedo de nada.
Eso ocurrió al anochecer, a mediados de octubre. Se fue.
Me acosté en el sofá y dormí, sin encender la luz. Me despertó
la sensación de que el pulpo estaba allí. A duras penas pude dar
con la luz. Mi reloj de bolsillo marcaba las dos de la mañana.
Me acosté sintiéndome ya mal y desperté enfermo del todo. De
pronto me pareció que la oscuridad del otoño iba a romper los
cristales, a entrar en la habitación y que yo me moriría como
ahogado en tinta. Cuando me levanté era ya un hombre incapaz
de dominarse. Di un grito y sentí el deseo de correr para estar
193
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
con alguien, aunque fuera con el dueño de mi casa. Luchaba
conmigo mismo como un demente. Tuve fuerzas para llegar
hasta la estufa y encender fuego. Cuando los leños empezaron
a crujir y la puertecilla dio varios golpes, me pareció que me
sentía algo mejor. Corrí al vestíbulo, encendí la luz, encontré
una botella de vino blanco, la abrí y bebí directamente de la
botella. Esto aminoró tanto mi sensación de miedo que no fui a
ver al dueño y me volví junto a la estufa. Abrí la portezuela y el
calor empezó a quemarme la cara y las manos. Clamé:
Adivina qué: me ha ocurrido una desgracia... ¡Ven, ven, ven!
Pero no vino nadie. El fuego aullaba en la lumbre y la
lluvia azotaba las ventanas. Entonces sucedió lo último. Saqué
del cajón el pesado manuscrito de mi novela, los borradores,
y empecé a quemarlos. Fue un trabajo pesadísimo, porque el
papel escrito se resiste a arder. Deshacía los cuadernos, rompiéndome
las uñas, metía las hojas entre la leña y las movía con
un atizador. De vez en cuando me vencía la ceniza, ahogaba el
fuego, pero yo luchaba con ella y con la novela, que, aunque
se resistía desesperadamente, iba pereciendo poco a poco.
Bailaban ante mis ojos palabras conocidas, el amarillo iba
subiendo por las páginas inexorablemente, pero las palabras se
dibujaban a pesar de todo. No se borraban hasta que el papel
estaba negro; entonces las destruía definitivamente a golpes
feroces del atizador.
En ese momento alguien empezó a arañar suavemente el
cristal. El corazón me dio un vuelco, eché al fuego el último cuaderno
y corrí a abrir la puerta. Había unos peldaños de ladrillo
entre el sótano y la puerta que daba al jardín. Llegué tropezando
y pregunté en voz baja:
¿Quién es?
Una voz, su voz, me contestó:
Soy yo...
No sé cómo pude dominar la cadena y la llave. En cuanto
entró se apretó contra mí, chorreando agua, con las mejillas
194
mojadas, el pelo lacio y temblando. Solo pude pronunciar una
palabra:
Tú..., ¿tú? se me cortó la voz. Bajamos corriendo.
En el vestíbulo se quitó el abrigo y entramos presurosos
en la habitación pequeña. Dio un grito y sacó con las manos lo
que quedaba, el último montón que empezaba a arder. El humo
llenó la habitación. Apagué el fuego con los pies y ella se echó en
el sofá, llorando desesperada, sin poder contenerse.
Cuando se tranquilizó, le dije:
Odio la novela y tengo miedo. Estoy enfermo. Tengo
miedo.
Ella se levantó y habló:
Dios mío, qué mal estás. ¿Pero, por qué? ¿Por qué todo
esto? Yo te salvaré, te voy a salvar. ¿Qué tienes?
Veía sus ojos hinchados por el humo y las lágrimas y sentía
sus manos frías acariciándome la frente.
Te voy a curar murmuraba ella, cogiéndome por los hombros.
La vas a reconstruir. ¿Por qué?, ¿por qué no me habré quedado
con otro ejemplar?
Apretó los dientes indignada, diciendo algo ininteligible.
Luego empezó a recoger y ordenar las hojas medio quemadas.
Era un capítulo central, no recuerdo cuál. Reunió las hojas cuidadosamente,
las envolvió en un papel y las ató con una cinta.
Su actitud revelaba gran decisión y dominio de sí misma. Me
pidió vino y, después de beberlo, habló con más serenidad:
Así se paga la mentira. No quiero mentir más. Me quedaría
contigo ahora mismo, pero no quiero hacerlo de esta
manera. No quiero que le quede para toda la vida el recuerdo
de que le abandoné por la noche. No me ha hecho nada malo...
Le llamaron de repente, había un incendio en su fábrica. Pero
pronto volverá. Se lo explicaré mañana, le diré que quiero a otro
y volveré contigo para siempre. Dime, ¿acaso tú no lo deseas?
Pobrecita mía le dije, no permitiré que lo hagas. No
estarás bien a mi lado y no quiero que mueras conmigo.
195
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¿Es la única razón? preguntó ella, acercando sus ojos a
los míos.
La única.
Se animó muchísimo, me abrazó, rodeándome el cuello
con sus brazos y dijo:
Voy a morir contigo. Por la mañana estaré aquí.
Lo último que recuerdo de mi vida es una franja de luz del
vestíbulo, y en la franja, un mechón desrizado, su boina y sus
ojos llenos de decisión. También recuerdo una silueta negra en
el umbral de la puerta de la calle y un paquete blanco.
Te acompañaría, pero no tengo fuerzas para volver solo.
Tengo miedo.
No tengas miedo. Espera unas horas. Por la mañana
estaré contigo.
Esas fueron sus últimas palabras en mi vida. ¡Shhh! se
interrumpió el enfermo levantando un dedo. ¡Qué noche de
luna tan intranquila!
Desapareció en el balcón. Iván oyó ruido de ruedas en el
pasillo y un sollozo o un grito débil.
Cuando todo se hubo calmado volvió el visitante. Le
dijo a Iván que en la habitación 120 había ingresado un nuevo
enfermo. Era uno que pedía que le devolvieran su cabeza.
Los dos interlocutores estuvieron un rato en silencio, angustiados,
pero se tranquilizaron y volvieron a su conversación. El
visitante abrió la boca, pero la nochecita era realmente agitada.
Se oía ruido de voces en el pasillo. El huésped hablaba a Iván al
oído, pero con voz tan baja que Iván solo pudo entender la primera
frase:
Al cuarto de hora de marcharse ella llamaron a mi ventana...
Al parecer, el enfermo se había emocionado con su propio
relato. Una convulsión le desfiguraba la cara a cada instante. En
sus ojos flotaban y bailaban el miedo y la indignación. Señalaba
con la mano a la luna, que hacía tiempo que se había ido. Y solo
196
entonces, cuando los ruidos exteriores cesaron, el huésped se
apartó de Iván y habló más fuerte:
Sí, fue una noche a mediados de enero. Estaba yo en el
patio, muerto de frío, con el abrigo, el mismo pero sin botones.
Detrás de mí tenía unos montones de nieve que cubrían los lilos
y delante, en la parte baja del muro de la casa, mis ventanas.
Estaban iluminadas débilmente, con las cortinas echadas. Me
acerqué a una, dentro sonaba un gramófono. Es todo lo que
pude oír, pero no vi nada. Permanecí allí, inmóvil, durante un
buen rato y después salí a la calle. Soplaba fuerte el viento. Un
perro se me echó a los pies, me asusté y corrí al otro lado de
la calle. El frío y el miedo, que ya eran mis inseparables compañeros,
me ponían frenético. No tenía dónde ir. Lo más sencillo
hubiera sido arrojarme a las ruedas del tranvía que pasaba
por la calle en la que desembocaba mi callecita. Veía de lejos los
vagones iluminados por dentro, envueltos por el hielo, y escuchaba
su odioso rechinar cuando pasaban por las vías heladas.
Pero, querido vecino, el miedo se había adueñado de mí, se
había apoderado de cada célula de mi cuerpo, ese era el problema.
Lo mismo me asustaban los perros que me atemorizaba
un tranvía. ¡Le juro que no hay en esta casa otra enfermedad
peor que la mía!
Pero podía haberle avisado dijo Iván, compadeciendo al
pobre enfermo. Además ella tenía su dinero, ¿no? Seguramente
lo habrá guardado.
No lo dude. Claro que lo tiene guardado. Pero, me parece
que no entiende, o mejor dicho, yo he perdido la facultad de
expresarme. Y no, no me da mucha pena de ella, ya no podría
ayudarme. ¡Imagínese el huésped miraba con piedad en la oscuridad
de la noche, se habría encontrado con una carta del manicomio!
¡Cómo se puede enviar una carta con este remitente!...
¿Enfermo mental?... ¡Usted bromea! ¿Hacerla desgraciada? No,
eso no lo puedo hacer.
197
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Iván no encontró nada que decirle, pero, a pesar de su
silencio, le daba mucha lástima. El otro, angustiado por los
recuerdos, movía la cabeza con el gorro negro. Siguió hablando:
Pobre mujer... Aunque tengo la esperanza de que me
haya olvidado.
¡Usted se podrá curar algún día...! interrumpió Iván
tímidamente.
Soy incurable contestó tranquilo. Cuando Stravinski
habla de volverme a la normalidad no le creo. Es muy humano
y procura calmarme. Y no tengo por qué negar que ahora me
encuentro mucho mejor. ¡Sí! ¿Qué estaba diciendo? El frío,
los tranvías volando... Sabía que existía este sanatorio y traté
de llegar aquí, a pie, atravesando toda la ciudad.¡Qué locura!
Estoy convencido de que al salir de la ciudad me habría helado,
pero me salvé por una casualidad. Algo se había estropeado en
el camión. Me acerqué al conductor estaba a unos cuatro kilómetros
de la ciudad y me llevé la sorpresa de que se apiadara
de mí. El camión venía al sanatorio y me trajo. Fue una suerte.
Tenía congelados los dedos del pie izquierdo. Me los curaron.
Y hace ya cuatro meses que estoy aquí. La verdad, encuentro
que no se está nada mal. ¡Nunca se deben hacer planes a largo
plazo, querido vecino! Yo mismo quería haber recorrido el
mundo entero; pero Dios no lo ha querido así. Solo veo una
ínfima parte de esta tierra. Supongo que no es la mejor, pero no
se está mal del todo. Se acerca el verano; Praskovia Fédorovna
ha prometido que los balcones se cubrirán de hiedra. Sus llaves
me han servido para ampliar posibilidades. Habrá luna por las
noches. ¡Oh! ¡Se ha ido! ¡Qué fresco hace! Es más de medianoche.
Tengo que irme.
Dígame, por favor, ¿qué pasó con Joshuá y Pilatos? le
pidió Iván. Quiero saberlo.
¡Oh, no! respondió el huésped estremeciéndose de dolor,
no puedo recordar mi novela sin ponerme a temblar. Su amigo, el
198
de Los Estanques del Patriarca, lo sabe mucho mejor que yo.
Gracias por su compañía. Adiós.
Y antes de que Iván tuviera tiempo de reaccionar, la reja se
cerró con suave ruido y el huésped desapareció.
199
14
¡Viva el gallo!
A Rimski, como suele decirse, le fallaron los nervios, y sin
esperar a que terminaran de extender el acta, salió disparado
hacia su despacho. Sentado a su mesa, no dejaba de mirar, con
ojos irritados, los mágicos billetes de diez rublos. Al director de
finanzas se le iba la cabeza. Llegaba de fuera un ruido monótono.
Del Varietés salían a la calle verdaderos torrentes de gente,
y al oído de Rimski, extraordinariamente aguzado, llegaron los
silbatos de los milicianos. Nunca presagiaban nada bueno, pero
cuando el silbido se repitió y se le unió otro prolongado y autoritario,
acompañado de exclamaciones y risotadas, comprendió
que en la calle estaba pasando algo escandaloso y desagradable
y que, por muchas ganas que tuviera de ignorarlo, debía estar
estrechamente ligado a la desafortunada sesión que el nigromante
y sus ayudantes llevaran a cabo. Y el sensitivo director
de finanzas no se equivocó ni un ápice. Bastó una mirada por la
ventana para hacerle cambiar de expresión y gruñir:
¡Ya lo sabía yo!
Debajo de la ventana, en la acera, iluminada por la fuerte
luz de los faroles, había una señora en combinación con pantaloncitos
color violeta; llevaba en la mano un sombrero y un
paraguas, parecía estar fuera de sí y se agachaba o trataba de
escapar a algún sitio. La rodeaba una multitud muy excitada
que reía en ese mismo tono que al director le ponía carne de
gallina. Junto a la dama se agitaba un ciudadano que trataba
200
de despojarse a toda prisa de su abrigo de entretiempo, pero
parecía tan nervioso, que no podía dominar una manga, en la
que, al parecer, se le había enredado un brazo.
Se oían risas alocadas y gritos que salían de un portal.
Grigori Danílovich volvió la cabeza. Descubrió otra señora en
ropa interior, esta de color de rosa. De la calzada fue a la acera,
queriendo refugiarse en un portal, pero se lo impedía la gente
que le cerraba el paso. La desdichada, víctima de su frivolidad
y de su pasión por los trapos, engañada por la compañía del
odioso Fagot, solo una cosa ansiaba: ¡que se la tragara la tierra!
Un miliciano se dirigió a la infeliz rasgando el aire con su
silbido. Le siguieron unos muchachos muy regocijados, cubierta
la cabeza con gorras. De ellos provenían las risotadas y los
gritos. Un cochero delgado, con bigote, llegó en un vuelo junto
a la primera señora a medio vestir y paró en seco su caballo, un
animal esquelético y viejo. Una risita alegre se dibujaba en la
cara del bigotudo cochero.
Rimski se dio un puñetazo en la cabeza, escupió y se
apartó de la ventana.
Estuvo sentado un rato, escuchando el ruido de la calle.
Los silbidos en distintos puntos llegaron a su auge y luego empezaron
a decaer. Con gran sorpresa de Rimski, el escándalo
había terminado, solucionado con una rapidez inesperada.
Llegó el momento de actuar, tenía que beber el amargo
trago de la responsabilidad. Ya habían arreglado los teléfonos
de todo el edificio, tenía que telefonear, comunicar lo ocurrido,
pedir ayuda, mentir, echarle la culpa a Lijodéyev, protegerse él
mismo, etc. ¡Diablos!
Dos veces puso el disgustado director su mano sobre el
auricular y dos veces la retiró. Y de pronto, en el silencio sepulcral
del despacho estalló un timbrazo contra la cara del director.
Se estremeció y se quedó frío. Tengo los nervios destrozados,
pensó, y descolgó. Se echó hacia atrás y empalideció hasta
201
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
ponerse blanco como la nieve. Una voz de mujer, cautelosa y
perversa, le susurró:
No llames, Rimski, o te pesará...
Y el aparato enmudeció. Colgó el auricular; sentía frío
en la espalda, y sin saber por qué se volvió hacia la ventana. A
través de las ramas de un arce, escasas y ligeramente cubiertas
de verde, pudo ver la luna que corría por una nube transparente.
No podía apartar la vista de aquellas ramas, las miraba y las
miraba, y cuanto más lo hacía mayor era su miedo.
Haciendo un gran esfuerzo volvió la espalda a la ventana
llena de luna y se levantó. Ya no pensaba en llamar, ahora lo
único que deseaba era desaparecer del teatro lo antes posible.
Escuchó; el teatro estaba en silencio. Rimski se dio cuenta
de que se encontraba solo en el segundo piso, y un miedo invencible,
infantil, se apoderó de él. No podía pensar sin estremecerse
que tendría que recorrer los pasillos él solo y bajar las
escaleras. Cogió febrilmente los billetes del hipnotizador, los
metió en la cartera y, para darse ánimos, tosió. Le salió una tos
ronca y débil.
Tuvo la sensación de que entraba una humedad malsana
por debajo de la puerta. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Sonó el reloj y dio las doce. También esto le hizo temblar. Se
quedó sin aliento: alguien había hecho girar la llave en la cerradura.
Agarraba la cartera con las manos húmedas y frías. El
director sentía que, si se prolongaba un poco más aquel ruido en
la puerta, gritaría desesperadamente sin poderlo resistir.
Por fin, cediendo a los forcejeos de alguien, la puerta se
abrió, dando paso a Varenuja, que entró en el despacho sin
hacer ruido. Rimski se derrumbó en el sillón, se le doblaron las
piernas. Llenando sus pulmones de aire, esbozó una sonrisa
servil, y dijo en voz baja:
Dios mío, qué susto me has dado...
202
Sí, una aparición así, repentina, habría asustado a cualquiera,
pero al mismo tiempo era una gran alegría: podía dar
una pequeña luz a aquel embrollado asunto.
Cuenta, cuenta articuló Rimski, agarrándose a la
nueva posibilidad. ¡Anda, cuenta! ¿Qué quiere decir todo esto?
Perdona contestó con voz sorda el recién aparecido,
cerrando la puerta, pensé que ya te habías ido.
Y Varenuja, sin quitarse la gorra, se acercó a un sillón y se
sentó al otro lado de la mesa.
En la respuesta de Varenuja se percibía una ligera extrañeza
que en seguida chocó al director de finanzas, de una sensibilidad
que podría competir con la de cualquier sismógrafo
del mundo. ¿Qué quería decir aquello? ¿Por qué habría ido
Varenuja al despacho de Rimski, si pensaba que él no iba a estar
allí? Tenía su despacho. Además, al entrar en el edificio tenía
que haber encontrado a alguno de los guardas nocturnos, y
todos ellos sabían que Grigori Danílovich se había detenido en
su despacho. Pero el director de finanzas no tenía tiempo que
perder en hacer tales consideraciones.
¿Por qué no me has llamado? ¿Qué has averiguado del
lío de Yalta?
Lo que yo te dije contestó el administrador, haciendo
un ruido con la lengua, como si le dolieran las muelas; le
encontraron en el bar de Púshkino.
¿Cómo en Púshkino? ¿Cerca de Moscú? ¿Y los telegramas
de Yalta?
¡Qué Yalta ni qué ocho cuartos! Emborrachó al telegrafista
de Púshkino y entre los dos idearon la broma de enviar telegramas
con la contraseña de Yalta.
Sí, sí... Bueno, bueno rápido afirmó Rimski.
Le brillaban los ojos con un fuego amarillento. En su
cabeza se perfilaba la escena festiva de la destitución vergonzosa
de Stiopa. ¡La liberación! ¡La liberación tan ansiada de
203
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
aquel desastre personificado en Lijodéyev! Y puede que se consiga
algo todavía peor que la destitución de su cargo...
¡Detalles! dijo Rimski, dando un golpe en la mesa con
el pisapapeles.
Varenuja comenzó las explicaciones, los detalles. Al llegar
a aquel sitio, donde le había enviado el director de finanzas, le
recibieron inmediatamente y le escucharon con mucha atención.
Claro, nadie creyó que Stiopa estuviera en Yalta. Todos
apoyaron a Varenuja en su idea de que Lijodéyev, naturalmente,
tenía que estar en la Yalta de Púshkino.
¿Y dónde está ahora? interrumpió al administrador el
nervioso Rimski.
¡Pues dónde va a estar! respondió el administrador torciendo
la boca en una sonrisa. ¡En las milicias, curándose la
borrachera!
Bueno, bueno... ¡Gracias, hombre!
Varenuja continuó con su narración, y según avanzaba su
historia, avanzaba también la interminable cadena de fechorías
y actos bochornosos de Lijodéyev que Rimski imaginaba con
tremendo realismo, y cada eslabón de la cadena era algo peor
que lo inmediatamente anterior. ¡Desde luego, bailando con
el telegrafista, los dos abrazados, en la hierba, delante del telégrafo
y al son de un organillo callejero! ¡La persecución de unas
ciudadanas que chillaban horrorizadas! ¡La fracasada pelea
con un camarero del mismo Yalta! ¡La cebolleta verde tirada
por el suelo, también en Yalta! ¡Las ocho botellas de vino
blanco seco Ay-Danil rotas! ¡El contador destrozado en un
taxi porque el taxista se negó a llevar a Stiopa! ¡La amenaza de
detener a los ciudadanos que trataban de poner fin a las barrabasadas
de Stiopa!... En fin, ¡horroroso!
Stiopa era muy conocido en los círculos teatrales de Moscú
y todos sabían que no era ninguna maravilla. Pero lo que había
contado el administrador era demasiado, incluso para Stiopa.
Sí, era demasiado, demasiado...
204
Rimski clavó sus penetrantes ojos en la cara del administrador
y se ensombrecía cada vez más según hablaba aquel.
Cuanto más reales y pintorescos eran los desagradables detalles
que adornaban la narración del administrador, menos le creía
el director de finanzas. Y cuando Varenuja le dijo que Stiopa
había perdido el control hasta el punto de oponer resistencia a
los que fueron a buscarle para llevárselo a Moscú, Rimski sabía
con certeza que todo lo que contaba el administrador, aparecido
a medianoche, era mentira. ¡Mentira desde la primera palabra
hasta la última!
Varenuja no había estado en Púshkino, y el propio Stiopa
tampoco. No hubo ningún telegrafista borracho, ni cristales
rotos en el bar, tampoco ataron a Stiopa con cuerdas..., nada de
aquello era cierto.
Cuando Rimski se convenció de que el administrador le
estaba mintiendo, el miedo empezó a recorrerle por el cuerpo,
subiendo desde las piernas, y otra vez le pareció que por debajo
de la puerta entraba una humedad putrefacta, de malaria. Sin
apartar la vista del administrador, que se retorcía en el sillón de
una manera extraña, tratando de no salirse de la sombra que
dejaba la lámpara azul de la mesa, y tapándose la cara con un
periódico porque le molestaba la luz, Rimski pensaba en lo que
podía significar todo aquello. ¿Por qué le mentiría tan descaradamente
el administrador, que había vuelto demasiado tarde,
si el edificio estaba desierto y en silencio? El presentimiento de
un peligro, desconocido pero terrible, le traspasó el corazón.
Haciendo como que no veía las manipulaciones de Varenuja
y sus movimientos con el periódico, el director de finanzas se
puso a examinar su expresión, casi sin escuchar lo que quería
colocarle su interlocutor. Había algo todavía más inexplicable
que el relato sobre las andanzas, lleno de calumnias, inventado
no se sabía por qué, y ese algo era la transformación operada en
el aspecto y en los ademanes del administrador.
205
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
A pesar de todos sus intentos de taparse la cara con la
visera de la gorra para esconderse en la sombra, a pesar del
periódico, el director de finanzas pudo ver que tenía en el
carrillo derecho, junto a la nariz, un enorme morado. Además,
el administrador, que solía tener un aspecto muy saludable,
estaba pálido, con una palidez enfermiza, de cal, y llevaba al
cuello, en una noche tan calurosa, una bufanda a rayas. Si a esto
añadimos su nueva manía repulsiva, y que por lo visto había
adquirido durante su ausencia, de chupar y chapotear con los
labios, el cambio brusco en su voz que ahora era sorda y ordinaria,
su mirada recelosa y cobarde, podríamos decir con toda
seguridad que Varenuja estaba desconocido.
Había algo más que al director le producía terrible sensación
de incomodidad, pero a pesar de los esfuerzos de su excitado
cerebro, y de no apartar la vista de Varenuja, no conseguía
averiguar qué era. Lo único que podía asegurar era que la unión
del administrador y el conocido sillón tenía algo de inaudito y
anormal.
Por fin pudieron con él, le metieron en el coche seguía
Varenuja con su voz monótona, asomado por detrás del periódico
y tapándose el cardenal con la mano.
De pronto, Rimski alargó la mano, y como sin querer
apretó con la palma el botón del timbre, tamborileando con los
dedos en la mesa al mismo tiempo. Se quedó frío. En el edificio
desierto tenía que haber sonado irremediablemente una señal
aguda. Pero no hubo tal señal y el botón se hundió inerte en el
tablero de la mesa. Estaba muerto, el timbre no funcionaba.
La astucia del director de finanzas no pasó inadvertida
para Varenuja, que, cambiando de cara, preguntó con una
llama de furia en los ojos:
¿Por qué llamas?
Es la costumbre respondió Rimski con voz sorda, retirando
la mano, y preguntó a su vez algo indeciso: ¿Qué tienes
en la cara?
206
Es del coche; me di un golpe con la manivela en un viraje
contestó Varenuja, desviando la mirada.
¡Miente!, exclamó el director para sus adentros, y, con
los ojos redondos, la expresión completamente enajenada, se
quedó mirando al respaldo del sillón.
Detrás de este, en el suelo, se cruzaban dos sombras, una
más densa y oscura, la otra más clara, gris. Se veía perfectamente
la sombra que proyectaba el respaldo del sillón y la de
las patas, pero sobre la del respaldo no se veía la sombra de la
cabeza de Varenuja, ni tampoco sus pies proyectaban sombra
alguna por debajo del sillón.
¡No tiene sombra!, pensó Rimski horrorizado. Le entró
un temblor.
Varenuja se volvió furtivamente, siguiendo la mirada
demente de Rimski, dirigida al suelo, y comprendió que estaba
descubierto. Se levantó del sillón (lo mismo hizo el director de
finanzas) y dio un paso atrás, apretando en sus manos la cartera.
¡Lo has adivinado, desgraciado! Siempre fuiste listo
dijo Varenuja, soltando una risa furiosa en la misma cara de
Rimski; de pronto dio un salto hacia la puerta y, rápidamente,
bajó el botón de la cerradura inglesa.
Rimski miró hacia atrás desesperado, retrocediendo hacia
la ventana que salía al jardín. En la ventana, llena de luna, vio
pegada al cristal la cara de una joven desnuda que, metiendo el
brazo por la ventanilla de ventilación, trataba de abrir el cerrojo
de abajo. El de arriba ya estaba abierto.
Le pareció a Rimski que la luz de la lámpara de la mesa
se estaba apagando y que la mesa se inclinaba poco a poco. Le
echaron un cubo de agua helada, pero, felizmente, pudo rehacerse
y no se cayó. Las pocas fuerzas que le quedaban le sirvieron
para susurrar:
¡Socorro...!
207
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Varenuja vigilaba la puerta, daba saltos y giraba en el aire un
buen rato, señalaba hacia Rimski con los dedos engarabitados,
silbaba y aspiraba el aire, guiñando el ojo a la joven.
Ella se dio prisa, metió por la ventanilla su cabeza pelirroja,
estiró la mano todo lo que pudo, arañó con las uñas el
cerrojo de abajo y empujó la ventana. La mano se le estiraba
como si fuera de goma, luego se le cubrió de un verde cadavérico.
Por fin los dedos verdosos de la muerta agarraron el
cerrojo, lo corrieron y la ventana empezó a abrirse. Rimski dio
un ligero grito, se apoyó en la pared y se protegió con la cartera
a modo de escudo. Comprendía que se acercaba la muerte.
Se abrió la ventana, pero en vez del fresco nocturno y el
aroma de los tilos, entró en la habitación un olor a sótano. La
difunta pisó la repisa de la ventana. Rimski veía con claridad en
su pecho las manchas de la putrefacción.
En ese instante llegó del jardín un grito alegre e inesperado;
era el canto de un gallo que estaba en una pequeña caseta
detrás del tiro, donde guardaban las aves que participaban en
el programa. El gallo amaestrado anunciaba con su sonora voz
que desde oriente el amanecer se acercaba a Moscú.
Una furia salvaje desfiguró la cara de la joven, profirió una
blasfemia con voz ronca, y Varenuja, en el aire, dio un grito y se
derrumbó al suelo.
Se repitió el canto del gallo, la joven rechinó los dientes, se
erizó su pelo rojo. Al tercer canto del gallo se dio la vuelta y salió
volando. Varenuja dio un salto y salió a su vez por la ventana
detrás de la muchacha, navegando despacio, como un Cupido.
Un viejo un viejo que poco antes fuera Rimski, con el
cabello blanco como la nieve, sin un solo pelo negro, corrió
hacia la puerta, giró la cerradura, abrió y se precipitó por el
pasillo oscuro. Junto a la escalera, gimiendo de miedo, encontró
a tientas el conmutador y la escalera se iluminó. El anciano, que
seguía temblando, se cayó al bajar la escalera porque le pareció
que Varenuja se le venía encima.
208
Corrió al piso bajo y vio al guarda dormido en el vestíbulo.
Pasó de puntillas junto a él y salió con sigilo por la puerta principal.
En la calle se sintió algo mejor. Se había recuperado de
tal manera que pudo darse cuenta, tocándose la cabeza, de que
había olvidado el sombrero en el despacho.
Claro está que no volvió por el sombrero, sino que se apresuró
a cruzar la calle hacia el cine de enfrente, donde brillaba
una luz tenue y rojiza. Se precipitó a parar un coche antes de que
nadie lo cogiera.
Al expreso de Leningrado; te daré propina dijo el viejo
respirando con dificultad y apretándose el corazón.
Voy al garaje respondió muy hosco el chofer, y le volvió
la espalda.
Rimski abrió la cartera, sacó un billete de cincuenta rublos
y se los alargó al conductor por la portezuela abierta.
Y al cabo de un instante el coche, trepidante, volaba como
el viento por la Sadóvaya. Rimski, sacudido en su asiento, veía
en el retrovisor los alegres ojos del chófer y sus propios ojos
enloquecidos.
Al saltar del coche, junto al edificio de la estación, gritó al
primer hombre con delantal blanco y chapa que encontró:
Primera clase, un billete; te daré treinta sacaba de la
cartera los billetes de diez rublos, arrugándolos; si no hay de
primera, dame de segunda... ¡Y si no, de tercera!
El hombre de la chapa, mirando el reluciente reloj, le arrancaba
los billetes de la mano.
Cinco minutos después de la cúpula de cristal de la estación
salía el exprés, perdiéndose por completo en la oscuridad.
Y con él desapareció Rimski.
209
15
El sueño de Nikanor Ivánovich
No es difícil adivinar que el gordo de cara congestionada
que instalaron en la habitación número 119 del sanatorio era
Nikanor Ivánovich Bosói.
Pero no entró en seguida en los dominios del profesor
Stravinski; primero había estado en otro sitio. En la memoria
de Nikanor Ivánovich habían quedado muy pocos recuerdos de
aquel lugar. Se acordaba de un escritorio, un armario y un sofá.
Allí Nikanor Ivánovich, con la vista turbia por el aflujo de
la sangre y la excitación, tuvo que sostener una conversación
muy extraña, confusa, o mejor dicho, no hubo tal conversación.
La primera pregunta que le hicieron fue:
¿Es usted Nikanor Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad
de Vecinos del inmueble número 302 bis en la Sadóvaya?
Antes de contestar, el interpelado soltó una terrible carcajada.
La respuesta fue literalmente lo siguiente:
¡Sí, soy Nikanor, claro que soy Nikanor! Pero ¿qué presidente
ni qué nada?
¿Cómo es eso? le preguntaron, entornando los ojos.
Pues así respondió este: si fuera presidente tendría
que hacer constar en seguida que era el Diablo. O si no, ¿qué fue
todo aquello? Los impertinentes rotos, todo harapiento. ¿Cómo
podía ser intérprete de un extranjero?
¿Pero de quién habla? le preguntaron.
210
¡De Koróviev! exclamó él. ¡El del apartamento número
50! ¡Apúntelo: Koróviev! ¡Hay que pescarlo inmediatamente!
Apunte: sexto portal. Está allí.
¿Dónde cogió las divisas? le preguntaron cariñosamente.
Mi Dios, Dios omnipotente, que todo lo ve dijo
Nikanor Ivánovich, y ese es mi camino. Nunca las tuve en
mis manos y ni sabía que existían. El Señor me castiga por
mi inmundicia prosiguió con sentimiento, abrochándose
y desabrochándose la camisa y santiguándose; sí, lo aceptaba.
Lo aceptaba, pero del nuestro, del soviético. Hacía el
registro por dinero, no lo niego. ¡Tampoco es manco nuestro
secretario Prólezhnev, tampoco es manco! Voy a ser franco,
¡son todos unos ladrones en la Comunidad de Vecinos!...
¡Pero nunca acepté divisas!
Cuando le pidieron que se dejara de tonterías y explicara
cómo habían ido a parar los dólares a la claraboya, Nikanor
Ivánovich se arrodilló y se inclinó, abriendo la boca, como si
pensara tragarse un tablón del parquet.
¿Me trago el tablón murmuró para que vean que no
me lo dieron? ¡Pero Koróviev es el Diablo!
Toda paciencia tiene un límite; los de la mesa alzaron
la voz y le sugirieron a Nikanor Ivánovich que ya era hora de
hablar en serio.
En la habitación del sofá retumbó un aullido salvaje; lo
profirió Nikanor Ivánovich, que se había levantado del suelo.
¡Allí está! ¡Detrás del armario! ¡Se ríe!... Con sus impertinentes...
¡Que lo agarren! ¡Que rocíen el local!
Empalideció. Temblando, se puso a hacer en el aire la señal
de la cruz yendo de la puerta a la mesa, de la mesa a la puerta,
luego cantó una oración y terminó en pleno desvarío.
Estaba claro que Nikanor Ivánovich no servía para sostener
una conversación. Se lo llevaron, lo dejaron solo en una
211
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
habitación, donde pareció calmarse un poco, rezando entre
sollozos.
Naturalmente, fueron a la Sadóvaya, estuvieron en el apartamento
número 50. Pero no encontraron a ningún Koróviev,
tampoco le había visto nadie en la casa ni nadie le conocía.
El piso que ocuparan el difunto Berlioz y Lijodéyev, que se
había ido a Yalta, estaba vacío y en los armarios del despacho
estaban los sellos perfectamente intactos. Se fueron, pues, de la
Sadóvaya, y con ellos partió, desconcertado y abatido, el secretario
de la Comunidad de Vecinos Prólezhnev.
Por la noche llevaron a Nikanor Ivánovich al sanatorio de
Stravinski. Estaba tan excitado que le tuvieron que, por orden
del profesor, poner otra inyección. Solo después de medianoche
pudo dormir Nikanor Ivánovich en la habitación 119, aunque
de vez en cuando exhalaba unos tremendos mugidos de dolor.
Pero poco a poco su sueño se hacía más tranquilo. Dejó de dar
vueltas y de lloriquear, su respiración se hizo suave y rítmica y le
dejaron solo.
Tuvo un sueño, motivado, sin duda alguna, por las preocupaciones
de aquel día. En el sueño unos hombres con trompetas
de oro le llevaban con mucha solemnidad a una gran puerta
barnizada.
Delante de la puerta sus acompañantes tocaron una charanga
y del cielo se oyó una voz de bajo, sonora, que dijo alegremente:
¡Bienvenido, Nikanor Ivánovich, entregue las divisas!
Nikanor Ivánovich, muy sorprendido, vio ante sí un
altavoz negro.
Después, sin saber por qué, se encontró en una sala de
teatro, con el techo dorado y arañas de cristal relucientes y
con apliques en las paredes. Todo estaba muy bien, como en
un teatro pequeño, pero rico. El escenario se cerraba con un
telón de terciopelo que tenía, sobre un fondo color rojo oscuro,
212
grandes dibujos de monedas de oro como estrellas. Había una
concha e incluso público.
Le sorprendió a Nikanor Ivánovich que el público fuera
de un solo sexo: hombres, y que todos llevaran barba. Además,
también le causó sensación que en todo el teatro no hubiese
una sola silla y que todos se sentaran en el suelo, perfectamente
encerado y resbaladizo.
Nikanor Ivánovich, después de unos minutos de confusión
tanta gente desconocida le azoraba, siguió el ejemplo
general y se sentó en el parquet, a lo turco, acomodándose entre
un enorme barbudo pelirrojo y otro ciudadano, pálido, con
una barba negra bien poblada. Ninguno de los presentes hizo el
menor caso a los recién llegados.
Se oyó el suave tintineo de una campanilla, se apagó la luz
en la sala y se corrió el telón, descubriendo en el escenario iluminado
un sillón y una mesa, sobre la que había una campanilla
de oro. El fondo del escenario era de terciopelo negro.
De entre bastidores salió un actor con esmoquin, bien afeitado
y peinado con raya. Era joven y agradable. El público de la
sala se animó y todos se volvieron hacia el escenario. El actor se
acercó a la concha y se frotó las manos.
Qué, ¿todavía están aquí? preguntó con voz suave de
barítono, sonriendo al público.
Aquí estamos respondieron en coro voces de tenor y
de bajo.
Humm... pronunció el actor pensativo. ¡No comprendo
cómo no están hartos! ¡La gente normal está ahora en
la calle, disfrutando del sol y del calor de primavera, y ustedes
aquí, en el suelo, metidos en una sala asfixiante! ¿Es que el programa
es tan interesante? Por otra parte, sobre gustos no hay
nada escrito concluyó filosófico el actor.
Entonces cambió el timbre y el tono de su voz y anunció
alegremente:
213
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Bien, el próximo número de nuestro programa es Nikanor
Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad de Vecinos y
director de un comedor dietético. ¡Por favor, Nikanor Ivánovich!
El público respondió con una ovación unánime. El sorprendido
Nikanor Ivánovich desorbitó los ojos, y el presentador,
levantando la mano para evitar las luces del escenario,
lo buscó entre el público con la mirada y le hizo una seña cariñosa
para que se le acercara. Nikanor Ivánovich se encontró en
el escenario sin saber cómo. Las luces de colores le cegaron los
ojos y en la sala los espectadores se hundieron en la oscuridad.
Bueno, Nikanor Ivánovich, usted tiene que dar ejemplo
dijo el joven actor con voz amable, entregue las divisas.
Todos estaban en silencio. Nikanor Ivánovich recobró la
respiración y empezó a hablar:
Les juro por Dios que...
Pero no tuvo tiempo de concluir porque la sala estalló en
gritos indignados. Nikanor Ivánovich, muy confundido, se calló.
Según me parece haber entendido dijo el que llevaba
el programa, usted ha querido jurarnos por Dios que no tiene
divisas y le miró con cara de compasión.
Eso es, no tengo contestó Nikanor Ivánovich.
Bien siguió el actor, entonces... perdone mi indiscreción,
¿de quién son los cuatrocientos dólares, encontrados en el
cuarto de baño de la casa que habitan su esposa y usted exclusivamente?
¡Son mágicos! se oyó una voz irónica en la sala a
oscuras.
Eso es, mágicos contestó tímidamente Nikanor Ivánovich;
no se sabía si al actor o a la sala sin luz, y explicó: ha sido el demonio,
el intérprete vestido de cuadros que me los dejó en mi casa.
De nuevo se oyó una explosión en la sala. Cuando todos se
callaron, el actor dijo:
¡Vean ustedes qué fábulas de La Fontaine tiene que oír
uno! ¡Que le dejaron cuatrocientos dólares! Todos ustedes son
214
traficantes de divisas, me dirijo a ustedes como especialistas:
¿les parece posible todo esto?
No somos traficantes de divisas sonaron voces ofendidas,
¡pero eso es imposible!
Estoy completamente de acuerdo dijo el actor con
seguridad, quiero que me contesten a esto: ¿qué se puede dejar
en una casa ajena?
¡Un niño! gritó alguien en la sala.
Tiene mucha razón afirmó el presentador, un niño,
una carta anónima, una octavilla, una bomba retardada y
muchas más cosas, pero a nadie se le ocurre dejar cuatrocientos
dólares, porque semejante idiota todavía no ha nacido y volviéndose
hacia Nikanor Ivánovich añadió con aire triste de
reproche: Me ha disgustado mucho, Nikanor Ivánovich, yo
que esperaba tanto de usted. Nuestro número no ha resultado.
Se oyeron silbidos para Nikanor Ivánovich.
¡Este sí que es un traficante de divisas! gritaban. ¡Por
culpa de gente como él tenemos que estar aquí, padeciendo sin
motivo!
No le riñan dijo el presentador con voz suave, ya se
arrepentirá y mirando a Nikanor Ivánovich con sus ojos azules
llenos de lágrimas, añadió: Bueno, váyase a su sitio.
Después el actor tocó la campanilla y anunció con voz
fuerte:
¡Entreacto, sinvergüenzas!
Nikanor Ivánovich, impresionado por su participación
involuntaria en el programa teatral, se encontró de nuevo
en el suelo. Soñó que la sala se sumía en la oscuridad y en las
paredes aparecían unos letreros en rojo que decían: ¡Entregue
las divisas!. Luego se abrió el telón de nuevo y el presentador
invitó:
Por favor, Serguéi Gerárdovich Dúnchil, al escenario.
Dúnchil resultó ser un hombre de unos cincuenta años y de
aspecto venerable, pero muy descuidado.
215
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Serguéi Gerárdovich le dijo el presentador, usted
lleva aquí más de mes y medio ya y se niega obstinadamente a
entregar las divisas que le quedan, mientras el país las necesita
y a usted no le sirven de nada. A pesar de todo no quiere ceder.
Usted es un hombre cultivado, me comprende perfectamente y
no quiere ayudarme.
Lo siento mucho, pero no puedo hacer nada porque ya
no me quedan divisas contestó Dúnchil tranquilamente.
¿Y tampoco tiene brillantes? preguntó el actor.
Tampoco.
El actor se quedó cabizbajo y pensativo, luego dio una palmada.
De entre bastidores salió al escenario una dama de edad,
vestida a la moda, es decir, llevaba un abrigo sin cuello y un
sombrerito minúsculo. La dama parecía preocupada. Dúnchil
la miró sin inmutarse.
¿Quién es esta señora? preguntó el presentador a
Dúnchil.
Es mi mujer contestó este con dignidad, y miró con
cierta repugnancia el cuello largo de la señora.
La hemos molestado, madame Dúnchil se dirigió a la
dama el presentador, por la siguiente razón: queremos preguntarle
si su esposo tiene todavía divisas.
Lo entregó todo la otra vez contestó nerviosa la señora
Dúnchil.
Bueno dijo el actor, si es así, ¡qué le vamos a hacer!
Si ya ha entregado todo, no nos queda otro remedio que despedirnos
de Serguéi Gerárdovich y el actor hizo un gesto majestuoso.
Dúnchil se volvió con dignidad y muy tranquilo se dirigió
hacia bastidores.
¡Un momento! le detuvo el presentador. Antes de que
se despida quiero que vea otro número de nuestro programa y
dio otra palmada.
216
Se corrió el telón negro del fondo del escenario y apareció
una hermosa joven con traje de noche, llevando una bandeja de
oro con un paquete grueso, atado como una caja de bombones,
y un collar de brillantes que irradiaba luces rojas y amarillas.
Dúnchil dio un paso atrás y se puso pálido. La sala
enmudeció.
Dieciocho mil dólares y un collar valorado en cuarenta
mil rublos en oro anunció el actor con solemnidad guardaba
Serguéi Gerárdovich en la ciudad de Járkov, en casa de
su amante Ida Herculánovna Vors. Es para nosotros un placer
tener aquí a la señorita Vors, que ha tenido la amabilidad de
ayudarnos a encontrar este tesoro incalculable, pero inútil en
manos de un propietario. Muchas gracias, Ida Herculánovna.
La hermosa joven sonrió, dejando ver su maravillosa dentadura,
y se movieron sus espesas pestañas.
Y bajo su máscara de dignidad el actor se dirigió a
Dúnchil se esconde una araña avara, un embustero sorprendente,
un mentiroso. Nos ha agotado a todos en un mes de
absurda obstinación. Váyase a casa y que el infierno que le va a
organizar su mujer le sirva de castigo.
Dúnchil se tambaleó y estuvo a punto de caerse, pero unas
manos compasivas le sujetaron. Entonces cayó el telón rojo y
ocultó a los que estaban en el escenario.
Estrepitosos aplausos sacudieron la sala con tanta fuerza,
que a Nikanor Ivánovich le pareció que las luces del techo
empezaban a saltar. Y cuando el telón se alzó de nuevo, en el
escenario solo había quedado el presentador. Provocó otra
explosión de aplausos, hizo una reverencia y habló:
En nuestro programa Dúnchil representa al típico burro.
Ya les contaba ayer que esconder divisas es algo totalmente
absurdo. Les aseguro que nadie puede sacarles provecho en ninguna
circunstancia. Fíjense, por ejemplo, en Dúnchil. Tiene un
sueldo magnífico y no carece de nada. Tiene un piso precioso,
una mujer y una hermosa amante. ¿No les parece suficiente?
217
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Pues no! En lugar de vivir en paz, sin llevarse disgustos, y
entregar las divisas y las joyas, este imbécil interesado ha conseguido
que le pongan en evidencia delante de todo el mundo y,
por si fuera poco, se ha buscado una buena complicación familiar.
Bien, ¿quién quiere entregar? ¿No hay voluntarios? En ese
caso vamos a seguir con el programa. Ahora, con nosotros, el
famosísimo talento, el actor Savva Potápovich Kurolésov, invitado
especial, que va a recitar trozos de El caballero avaro, del
poeta Pushkin.
El anunciado Kurolésov no tardó en aparecer en escena.
Era un hombre grande y entrado en carnes, con frac y corbata
blanca. Sin ningún preámbulo puso cara taciturna, frunció el
entrecejo y empezó a hablar con voz poco natural, mirando de
reojo la campanilla de oro:
Igual que un joven ninfo se impacienta
por ver a su amada disoluta...
Y Kurolésov confesó muchas cosas malas.
Nikanor Ivánovich escuchó lo que decía sobre una pobre
viuda, que estuvo de rodillas bajo la lluvia, sollozando delante de
él, pero no consiguió conmover el endurecido corazón del actor.
Antes de su sueño Nikanor Ivánovich no tenía ni la menor
idea de la obra del poeta Pushkin, pero, sin embargo, a él le
conocía perfectamente y repetía a diario frases como: ¿Y quién
va a pagar el piso? ¿Pushkin?, o ¿La bombilla de la escalera?
¡La habrá quitado Pushkin!, ¿Y quién va a comprar el
petróleo? ¿Pushkin?.
Ahora, al conocer parte de su obra, Nikanor Ivánovich
se puso muy triste, se imaginó a una mujer de rodillas bajo la
lluvia, rodeada de niños, y pensó:
¡Qué tipo es este Kurolésov!.
Kurolésov seguía confesando cosas, subiendo la voz cada
vez más y terminó por aturdir por completo a Nikanor Ivánovich,
218
porque se dirigía a alguien que no estaba en el escenario y se contestaba
a sí mismo por el ausente llamándose o bien señor o
barón, o bien padre o hijo, o de tú o de usted.
Nikanor Ivánovich solo comprendió que el actor murió
de una manera muy cruel, después de gritar: ¡Las llaves, mis
llaves!, luego cayó al suelo, gimiendo y arrancándose la corbata
con mucho cuidado.
Después de morirse, Kurolésov se levantó, se sacudió el
polvo del pantalón de su frac, hizo una reverencia, esbozó una
sonrisa falsa y se retiró acompañado de aplausos aislados. El
presentador habló de nuevo:
Hemos admirado la magnífica interpretación que Savva
Potápovich ha hecho de El caballero avaro. Este caballero esperaba
verse rodeado por graciosas ninfas y un sinfín de cosas
agradables. Pero ya han visto ustedes que no le sucedió nada por
el estilo, no le rodearon las ninfas, no le rindieron homenaje las
musas y no construyó ningún palacio, al contrario, acabó muy
mal; se fue al cuerno de un ataque al corazón, acostado sobre su
baúl con divisas y piedras preciosas. Les prevengo que les puede
suceder algo igual o peor ¡si no entregan las divisas!
No sabemos si fue el efecto de la poesía de Pushkin o el discurso
prosaico del presentador, pero de repente en la sala se oyó
una voz tímida:
Entrego las divisas.
Haga el favor de subir al escenario invitó amablemente
el presentador mirando hacia la sala a oscuras.
Un hombre pequeño y rubio apareció en el escenario. A
juzgar por su pinta, hacía más de tres semanas que no se afeitaba.
Dígame, por favor, ¿cómo se llama?
Nikolái Kanavkin respondió azorado el hombre.
Mucho gusto, ciudadano Kanavkin. ¿Bien?
Entrego dijo Kanavkin en voz baja.
¿Cuánto?
Mil dólares y doscientos rublos en oro.
219
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Bravo! ¿Es todo lo que tiene?
El presentador clavó sus ojos en los de Kanavkin, y a
Nikanor Ivánovich le pareció que los ojos del actor despedían
rayos que atravesaban a Kanavkin como si fuera rayos X. El
público contuvo la respiración.
¡Le creo! exclamó por fin el actor apagando su mirada,
¡le creo! ¡Estos ojos no mienten! Cuántas veces he repetido que
la principal equivocación que cometen ustedes es menospreciar
los ojos humanos. Quiero que comprendan que la lengua puede
ocultar la verdad, pero los ojos ¡jamás! Por ejemplo, si a usted
le hacen una pregunta inesperada, usted puede no inmutarse,
dominarse en seguida, sabiendo perfectamente qué tiene que
decir para ocultar la verdad y decirlo con todo convencimiento
sin cambiar de expresión. Pero, la verdad, asustada por la pregunta,
salta a sus ojos un instante y... ¡todo ha terminado! La
verdad no ha pasado inadvertida y ¡usted está descubierto!
Después de pronunciar estas palabras tan convincentes
con mucho calor, el actor inquirió con suavidad.
Bueno, Kanavkin, ¿dónde lo tiene escondido?
Donde mi tía Porojóvnikova, en la calle Prechístenka.
¡Ah! Pero... ¿no es en casa de Claudia Ilínishna?
Sí.
¡Ah, ya sé, ya sé!... ¿En una casita pequeña? ¿Con un jardincito
enfrente? ¡Cómo no, sí que la conozco! ¿Y dónde los ha
metido?
En el sótano, en una caja de bombones.
El actor se llevó las manos a la cabeza.
Pero, ¿han visto ustedes algo igual? exclamó disgustado.
¡Pero si se van a cubrir de moho! ¿Es que se pueden confiar
divisas a personas así? ¿Eh? ¡Como si fuera un crío pequeño!
El mismo Kanavkin comprendió que había sido una barbaridad
y bajó su cabeza melenuda.
El dinero seguía el actor tiene que estar guardado en
un banco estadal, en un local seco y bien vigilado, pero no en
220
el sótano de una tía donde, entre otras cosas, lo pueden estropear
las ratas. ¡Es vergonzoso, Kanavkin, ni que fuera un niño
pequeño!
Kanavkin ya no sabía dónde meterse y hurgaba, azorado,
el revés de su chaqueta.
Bueno se ablandó el actor, olvidemos el pasado...
y añadió: Por cierto, y ya para terminar de una vez... y no
mandar dos veces el coche..., ¿esa tía suya también tiene algo?
Kanavkin, que no se esperaba este viraje, se estremeció y
en la sala se hizo un silencio.
Oiga, Kanavkin... dijo el presentador con una mezcla
de reproche y cariño, ¡yo que estaba tan contento con usted! ¡Y
que de pronto se me tuerce! ¡Es absurdo, Kanavkin! Acabo de
hablar de los ojos. Sí, veo que su tía también tiene algo. ¿Por qué
nos hace perder la paciencia?
¡Sí tiene! gritó Kanavkin con desparpajo.
¡Bravo! gritó el presentador.
¡Bravo! aulló la sala.
Cuando todos se hubieron calmado, el presentador felicitó
a Kanavkin, le estrechó la mano, le ofreció su coche para llevarle
a casa y ordenó a alguien entre bastidores que el mismo
coche fuera a recoger a la tía, invitándola a que se presentara en
el auditorio femenino.
Ah, sí, quería preguntarle, ¿no le dijo su tía dónde
guardaba el dinero? preguntó el presentador ofreciendo a
Kanavkin un cigarrillo y fuego. Este sonrió con cierta angustia
mientras lo encendía.
Le creo, le creo respondió el actor suspirando. La
vieja es tan agarrada que sería incapaz de contárselo no ya a
su sobrino, ni al mismo diablo. Bueno, intentaremos despertar
en ella algunos sentimientos humanos. A lo mejor no se
han podrido todas las cuerdas en su alma de usurera. ¡Adiós,
Kanavkin!
221
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Y el afortunado Kanavkin se fue. El presentador preguntó
si no había más voluntarios que quisieran entregar divisas, pero
la sala respondió con un silencio.
¡No lo entiendo! dijo el actor encogiéndose de hombros,
y le cubrió el telón. Se apagaron las luces y por unos instantes
todos estuvieron a oscuras. Lejos se oía una voz nerviosa,
de tenor, que cantaba:
Hay montones de oro que solo a mí pertenecen...
Luego llegó el rumor sordo de unos aplausos.
En el teatro de mujeres alguna estará entregando dijo
de pronto el vecino pelirrojo y barbudo de Nikanor Ivánovich,
y añadió con un suspiro: ¡Si no fuera por mis gansos! Tengo
gansos de lucha en Lianósovo... Se van a morir sin mí. Es un ave
de lucha muy delicada, necesita muchos cuidados. ¡Si no fuera
por los gansos! Porque lo que es Pushkin... a mí no me dice nada
y suspiró.
Se iluminó la sala y Nikanor Ivánovich soñó que por todas
las puertas entraban cocineros con gorros blancos y grandes
cucharones. Unos pinches entraron en la sala con una gran
perola llena de sopa y una cesta con trozos de pan negro. Los
espectadores se animaron. Los alegres cocineros corrían entre
los amantes del teatro, servían la sopa y repartían el pan.
A comer, amigos gritaban los cocineros, ¡y a entregar
las divisas! ¡Qué ganas tendrían de estar aquí, comiendo esta
porquería! Con lo bien que se está en casa, tomando una copita.
Tú, por ejemplo, ¿qué haces aquí? se dirigió a Nikanor
Ivánovich un cocinero gordo con el cuello congestionado, y le
alargó un plato con una hoja de col nadando solitaria en un
líquido.
¡No tengo! ¡No tengo! ¡No tengo! gritó Nikanor
Ivánovich con voz terrible. ¿Lo entiendes? ¡no tengo!
222
¿No tienes? vociferó el cocinero amenazador, ¿no
tienes? preguntó de nuevo con voz cariñosa de mujer. Bueno,
bueno decía, tranquilizador, convirtiéndose en la enfermera
Praskovia Fédorovna. Esta sacudía suavemente a Nikanor
Ivánovich, cogiéndole por los hombros.
Se disiparon los cocineros y desaparecieron el teatro y el
telón. Nikanor Ivánovich, con los ojos llenos de lágrimas, vio
su habitación del sanatorio y a dos personas con batas blancas,
pero no eran los descarados cocineros con sus consejos impertinentes,
sino el médico y Praskovia Fédorovna, que tenía en sus
manos un platillo con una jeringuilla cubierta de gasa.
¡Pero qué es esto! decía amargamente Nikanor
Ivánovich, mientras le ponían la inyección. ¡Si no tengo! ¡Que
Pushkin les entregue las divisas! ¡Yo no tengo!
Bueno, bueno le tranquilizaba la compasiva Praskovia
Fédorovna, si no tiene, no pasa nada.
Después de la inyección, Nikanor Ivánovich se sintió mejor
y durmió sin sueños.
Pero su desesperación pasó a la habitación 120, donde otro
enfermo despertó y se puso a buscar su cabeza; luego a la 118,
donde el desconocido maestro empezó a inquietarse, retorciéndose
las manos, acongojado, mirando la luna y recordando la
última noche de su vida, aquella amarga noche de otoño, la
franja de luz debajo de la puerta y el pelo desrizado.
De la 118 la angustia voló por el balcón hacia Iván, que
despertó llorando.
El médico no tardó en tranquilizar a todos los soliviantados
y pronto se durmieron. El último en dormirse fue Iván,
que lo hizo ya cuando el río empezó a clarear. Le llegó la calma
como si se fuera acercando una ola y le fuera cubriendo, a
medida que el medicamento le iba llegando a todo el cuerpo. Se
le hizo este más ligero y la brisa suave del sueño le refrescaba la
cabeza. Se durmió oyendo el cantar matinal de los pájaros en el
bosque. Pronto se callaron. Iván empezó a soñar con el sol que
223
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
descendía sobre el monte Calvario, que estaba cerrado por un
doble cerco.
225
16
La ejecución
El sol descendía sobre el monte Calvario, que estaba
cerrado por un doble cerco.
El ala de caballería que había cortado el camino al procurador
cerca del mediodía, salió al trote hacia la Puerta de
Hebrón. El camino ya estaba preparado. Los soldados de infantería
de la cohorte de Capadocia empujaron hacia los lados a
la muchedumbre, mulas y camellos, y el ala, levantando remolinos
blancos de polvo que llegaban hasta el cielo, trotó hasta el
cruce de dos caminos: el del sur, que conducía a Bethphage, y el
del noroeste, que llevaba a Jaffa. El ala siguió cabalgando por el
camino del noroeste. Después de haber desviado las caravanas
que se precipitaban a Jershalaím para la fiesta, los mismos soldados
de Capadocia se habían dispersado por los bordes del
camino. Detrás de los capadocios se agrupaban los peregrinos
que habían abandonado sus provisionales tiendas de campaña a
rayas, instaladas directamente en la hierba. El ala recorrió cerca
de un kilómetro, adelantó a la segunda cohorte de la legión
Fulminante y, después de otro kilómetro de marcha, se acercó
a la primera, que se hallaba al pie del monte Calvario. Aquí se
bajaron de los caballos. El comandante dividió el ala en pelotones
que rodearon toda la falda del pequeño monte, dejando
libre solo una subida, la del camino de Jaffa.
Al poco rato se acercó al monte la segunda cohorte y formó
un segundo círculo.
226
Por fin llegó la centuria dirigida por Marco Matarratas.
Avanzaba por el camino formando dos largas cadenas, y, entre
las cuales, bajo la escolta de la guardia secreta, iban en carro los
tres condenados, cada uno con una tabla blanca en el cuello,
donde se leía bandido y rebelde en dos idiomas, arameo y
griego.
El carro de los condenados iba seguido por otros, cargados
con tablones recién cepillados, con travesaños, cuerdas, palas,
cubos y hachas. En estos carros iban seis verdugos. Les seguían,
montados a caballo, el centurión Marco, el jefe de la guardia del
templo de Jershalaím y ese mismo hombre de capuchón con el
que Pilatos había tenido una entrevista muy breve en la habitación
ensombrecida del palacio.
Cerraba la procesión una cadena de soldados seguida
por unos dos mil curiosos que no se habían asustado del calor
agobiante, que deseaban presenciar el interesante espectáculo.
A los curiosos de la ciudad se habían unido los curiosos peregrinos,
a los que dejaban colocarse en la cola de la procesión
libremente. La procesión empezó a ascender al monte Calvario,
acompañada por los gritos agudos de los heraldos, que seguían
la columna y repetían lo que Pilatos proclamara cerca del
mediodía.
El ala de caballería dejó pasar a todos, pero la segunda
centuria solo a los que tenían relación directa con la ejecución,
y luego, con rápidas maniobras, dispersó alrededor del monte a
toda la muchedumbre de tal manera, que esta se encontró entre
el cerco de infantería, arriba, y el de la caballería abajo. Ahora
podía ver la ejecución a través de la cadena suelta de los soldados
de infantería.
Habían pasado tres horas desde que la procesión iniciara
la marcha hacia el monte, y el sol descendía ya sobre el
Cavario, pero el calor todavía era insoportable, y los soldados
de ambos cercos sufrían del bochorno, se aburrían y maldecían
227
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
con el alma a los tres condenados, deseándoles sinceramente una
muerte rápida.
El pequeño comandante del ala de caballería, que se encontraba
al pie del monte, junto al único paso abierto de subida,
con la frente mojada y la espalda de la camisa oscurecida por
el sudor, no hacía más que acercarse a un cubo de cuero, coger
agua con las manos, beber y mojarse el turbante. Después sentía
cierto alivio, se apartaba y empezaba a recorrer de arriba abajo
el camino polvoriento que conducía a la cumbre. Su larga espada
golpeaba el trenzado de cuero de sus botas. El comandante
quería dar a sus soldados ejemplo de resistencia, pero sentía pena
de ellos y les permitió que, con sus lanzas hincadas en tierra,
formaran pirámides y las cubrieran con sus capas blancas. Los
sirios se escondían bajo estas improvisadas cabañas del implacable
sol. Los cubos se vaciaban uno tras otro, y los soldados de
distintos pelotones se turnaban para ir por agua a un despeñadero
al pie del monte donde, a la escasa sombra de unos escuálidos
morales, acababa sus días en medio de aquel calor infernal
un turbio riachuelo. Allí mismo, siguiendo el movimiento de la
sombra, se aburrían los palafreneros, sujetando a los cansados
caballos.
El agobio de los soldados y las maldiciones que dirigían
a los condenados eran comprensibles. Afortunadamente, no
se habían confirmado los temores del procurador de que en su
odiado Jershalaím se organizaran disturbios durante la ejecución,
y, cuando llegó la cuarta hora del suplicio, entre la cadena
superior de infantería y la inferior, de caballería, contra todo
lo supuesto no quedaba nadie. El sol, quemando a la muchedumbre,
la había arrojado a Jershalaím. Detrás de las dos
cadenas de las centurias romanas solo quedaban dos perros,
que no se sabía a quién pertenecían ni a qué se debía su aparición
en el monte. Pero también a ellos los venció el calor y se
tumbaron con la lengua fuera, sin hacer ningún caso de las
lagartijas verdes, únicos seres que, sin temor al sol, corrían entre
228
las piedras caldeadas y las plantas trepadoras con grandes
pinchos.
Nadie intentó llevarse a los condenados ni en Jershalaím,
invadido por las tropas, ni allí, en el monte cercado; y la gente
volvió a la ciudad, porque en la ejecución no había habido
nada interesante. Mientras tanto, en la ciudad seguían los preparativos
para la gran fiesta de Pascua, que empezaba aquella
misma tarde.
La infantería romana lo estaba pasando peor aún que los
soldados de caballería. El centurión Matarratas solo permitió a
sus soldados quitarse los yelmos y cubrirse la cabeza con bandas
blancas mojadas en agua, pero les obligaba a permanecer de
pie, con las lanzas en mano. Él mismo, con una banda seca en
la cabeza, se movía junto al grupo de verdugos sin quitarse el
peto con cabezas doradas de león, las espinilleras, la espada y el
cuchillo. El sol caía sobre el centurión sin hacerle ningún daño,
y no se podía mirar a las cabezas de león que hervían al sol y
quemaban los ojos con su reflejo.
El rostro desfigurado de Matarratas no expresaba cansancio
ni descontento, y daba la impresión de que el centurión
gigante era capaz de seguir caminando durante todo el día, la
noche y el día siguiente, todo el tiempo que fuera necesario.
Seguir andando de la misma manera, con las manos en el pesado
cinturón con chapas de cobre, dirigiendo severas miradas a
los postes de los ejecutados o a los soldados en cadena, dando
patadas con la misma indiferencia, con su calzado de cuero, a
los huesos humanos blanqueados por el tiempo y a los pequeños
sílices que encontraba a su paso.
El hombre del capuchón se había situado cerca de los
maderos, en una banqueta de tres patas, permanecía inmóvil,
apacible, aunque de vez en cuando revolvía aburrido la arena
con una ramita.
No es del todo cierto que detrás de la cadena de legionarios
no había quedado nadie. Había un hombre, pero no todos
229
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
podían verlo. No estaba donde el camino abierto subía al monte
y desde donde mejor podía verse la ejecución, sino en la
parte norte, donde la pendiente no era suave, ni accesible,
sino desigual, con grietas y fallas, donde un moral enfermo
trataba de sobrevivir, aferrándose a la seca y resquebrajada
tierra, maldita por el cielo.
Y precisamente allí bajo un árbol que no daba sombra, se
había instalado el único espectador que no participaba en la ejecución.
Desde el principio, es decir, hacía ya más de tres horas,
estaba sentado en una piedra. Había elegido para observar
los acontecimientos no la mejor posición, sino precisamente
la peor. De todas formas podía ver los postes y, a través de la
cadena de soldados, las dos manchas relucientes en el pecho
del centurión; al parecer, esto era suficiente para el hombre
que quería pasar inadvertido y sin que nadie le molestara. Pero
cuatro horas antes, cuando el proceso de la ejecución daba
comienzo, el comportamiento de este hombre había sido muy
distinto. Pudo haber sido señalado, por lo que tuvo que cambiar
su actitud y aislarse.
Cuando la procesión coronó el monte, dejando atrás la
cadena de soldados, apareció este hombre con miedo de llegar
tarde. Iba sofocado, corría, más que andaba, por el monte,
empujaba a la gente y, al darse cuenta de que delante de él y del
resto de la muchedumbre se cerraba la cadena, hizo un ingenioso
intento de pasar entre los soldados al lugar de la ejecución,
donde los condenados descendían del carro, haciendo
como que no entendía los excitados gritos de los romanos.
Recibió un fuerte golpe en el pecho con el extremo romo de una
lanza y de un salto se apartó de los soldados, a la vez que exhalaba
un grito desesperado exento de dolor. Dirigió una mirada
turbia y completamente indiferente al legionario que acababa
de pegarle, como si fuera insensible al dolor físico.
Corrió alrededor del monte, tosiendo y ahogándose, con
las manos en el pecho, tratando de encontrar un claro en la
230
cadena de soldados por donde pudiera pasar. Pero ya era tarde
y la cadena se había cerrado. Y el hombre, con la cara desfigurada
por el sufrimiento, tuvo que renunciar a sus deseos de acercarse
a los carros, de los que ya habían bajado los maderos. Sus
intentos no le habían conducido a nada; además podían haberle
prendido, y en este día eso no entraba para nada en sus planes.
Por eso había ido a instalarse en el barranco, donde estaba
tranquilo y nadie le iba a molestar.
Ahora, este hombre de barbas negras, con los ojos llorosos
por el sol y el insomnio, permanecía sentado en una piedra.
Estaba apesadumbrado.
Abría, suspirando, su taled gastado en las peregrinaciones,
que, de azul celeste, se había convertido en grisáceo, se descubría
el pecho golpeado, por el que chorreaba el sudor sucio, o,
con expresión de insoportable dolor, levantaba los ojos al cielo,
observando las aves que volaban en lo alto describiendo grandes
circunferencias, en espera de un próximo festín; o clavaba su
mirada de desesperación en la tierra amarillenta, viendo una
calavera de perro medio deshecha y lagartijas que corrían a su
alrededor.
El sufrimiento del hombre era tan intenso, que a veces se
ponía a hablar consigo mismo.
Oh, imbécil de mí... murmuraba, tambaleándose en la
piedra, en medio de su dolor, mientras arañaba con las uñas su
pecho moreno. ¡Imbécil, mujerzuela insensata, cobarde! ¡Soy
una carroña y no un hombre!
Luego se callaba, bajaba la cabeza y, después de beber agua
templada de una calabaza, parecía revivir. Agarraba el cuchillo
escondido en el pecho bajo el taled o un trozo de pergamino,
que tenía enfrente en una piedra, con un frasco de tinta y un
palito.
En el pergamino había ya varias cosas escritas.
Corren los minutos y yo, Leví Mateo, estoy en el Calvario,
¡pero la muerte no llega!. Y después: Desciende el sol, pero la
231
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
muerte no llega. Ahora Leví Mateo apuntó, desesperado, con
el palito: ¡Dios! ¿Por qué te enojas con él? Mándale la muerte.
Al escribirlo, sollozó sin lágrimas y de nuevo se arañó el pecho
con las uñas.
Leví estaba desesperado a causa de la trágica mala suerte
que habían tenido Joshuá y él, y además, por la grave equivocación
que había cometido Leví, según él mismo pensaba.
Anteayer Joshuá y Leví se hallaban en Bethphage, cerca de
Jershalaím, donde habían sido invitados por un hortelano al
que gustaron sobremanera las predicaciones de Joshuá. Los
dos huéspedes habían estado trabajando toda la mañana en la
huerta para ayudar al dueño y pensaban marchar a Jershalaím
hacia la noche, cuando refrescara. Pero Joshuá tenía prisa,
explicó que le esperaba un asunto inaplazable en Jershalaím
y marchó solo, hacia el mediodía. Esta fue la primera equivocación
que cometió Leví Mateo. ¿Por qué? ¿Por qué le había
dejado marchar solo?
Por la tarde Mateo no pudo ir a Jershalaím. Le había atacado
una dolencia inesperada y terrible. Temblaba, su cuerpo se
había llenado de fuego, chasqueaba con los dientes y pedía agua
a cada instante.
No podía ir a ningún sitio. Cayó sobre un telliz en el cobertizo
del hortelano y permaneció allí hasta el amanecer del
viernes, cuando la enfermedad abandonó a Leví tan inesperadamente
como le había acometido. Aunque se sentía débil y le
temblaban las piernas, angustiado por el presentimiento de una
desgracia, se despidió del dueño y se dirigió a Jershalaím. Allí
supo que su presentimiento no le había engañado y que la desgracia
había ocurrido. Leví estaba entre la muchedumbre y oyó
al procurador anunciar la sentencia.
Mientras llevaban a los condenados al monte, Leví corría
junto a la cadena de soldados entre los curiosos tratando de
hacer una señal a Joshuá, como diciéndole que él, Leví, estaba
allí, que no le había abandonado en su último camino y que
232
rezaba para que la muerte llegara cuanto antes. Pero Joshuá,
que miraba a lo lejos, hacia donde le llevaban, no le vio.
Cuando la procesión había avanzado, y a Mateo le empujaba
la muchedumbre hacia la misma cadena de soldados, se
le ocurrió una idea sencilla y genial, e inmediatamente el apasionado
Mateo empezó a maldecirse por no haber caído antes
en aquella idea. La hilera de soldados no era muy densa, entre
ellos había huecos. Con un poco de astucia y habilidad se podía
pasar entre dos legionarios, correr hasta el carro y subirse en él.
Entonces Joshuá estaría a salvo del sufrimiento.
No hacía falta más que un instante para clavarle a Joshuá
un cuchillo en la espalda, gritándole: ¡Joshuá! ¡Te salvo y me
voy contigo! ¡Yo, Leví Mateo, tu único y fiel discípulo!.
Si Dios le bendijera con otro instante más, podría darle
tiempo de quitarse la vida él también, evitando la muerte en
el madero. Aunque esto último era lo que menos interesaba
a Leví, el que fue recaudador de contribuciones. Le daba lo
mismo cómo fuera su propia muerte. Solo deseaba que Joshuá,
que nunca había hecho a nadie daño alguno, fuera liberado del
suplicio.
El plan era acertado, pero había un problema: que Leví no
tenía cuchillo. Tampoco tenía ni una moneda.
Indignado consigo mismo, Leví escapó de la muchedumbre
y corrió a la ciudad. Una idea febril se le había fijado en
la cabeza: conseguir el cuchillo y alcanzar la procesión.
Llegó corriendo hasta la entrada de la ciudad, evitando
las caravanas que afluían a Jershalaím, y vio a su izquierda la
puerta abierta de una tiendecilla donde vendían pan. Sofocado
por su carrera bajo el sol ardiente, Leví trató de dominarse,
entró en la tienda con tranquilidad, saludó a la dueña que estaba
detrás del mostrador y le pidió que le alcanzara del estante de
arriba un pan que le había gustado especialmente. Mientras
ella se volvía, rápidamente y sin decir una palabra, cogió del
233
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
mostrador un cuchillo de pan, largo, afilado como una navaja,
y echó a correr fuera de la tienda.
A los pocos minutos estaba de nuevo en el camino de Jaffa
Pero ya no vio la procesión. Echó a correr. De vez en cuando
tenía que tenderse sobre el polvo para recobrar la respiración.
Y así se quedaba, sorprendiendo a los que pasaban a pie o montados
en mulas hacia Jershalaím. Permanecía echado, sintiendo
los latidos de su corazón no solo en el pecho, sino también en
los oídos y en la cabeza. Una vez recobrado se levantaba de un
salto y seguía corriendo, aunque cada vez más despacio. Por fin,
pudo ver en la lejanía la larga procesión envuelta en una nube de
polvo. Estaba ya al pie del monte.
¡Oh, Dios! gimió Leví, comprendiendo que iba a llegar
tarde.
Y había llegado tarde.
Transcurrida la cuarta hora de la ejecución, el sufrimiento
llegó a su límite y Leví se llenó de ira.
Se levantó de la piedra, tiró al suelo el cuchillo robado
inútilmente, pensaba ahora, aplastó con el pie la calabaza,
quedándose sin agua, se quitó el kefi de la cabeza, agarró sus
escasos cabellos y comenzó a maldecirse.
Se maldecía exclamando palabras sin sentido, rugía y
escupía, denigrando a sus padres que habían traído al mundo a
un ser tan imbécil.
Como viera que maldiciones y juramentos no servían para
nada, y que nada cambiaba bajo el sol achicharrante, apretó sus
puños secos y, entornando los ojos, los levantó al cielo, hacia
el sol que se deslizaba cada vez más bajo, alargando las sombras
y desapareciendo por fin, para caer al mar Mediterráneo.
Y exigió a Dios un milagro.
Exigía a Dios que mandara la muerte a Joshuá en aquel
mismo instante.
Al abrir los ojos se convenció de que en el monte nada
había cambiado, excepto las manchas que ardían en el pecho
234
del centurión y que ahora se habían apagado. El sol enviaba
sus rayos contra las espaldas de los ejecutados que miraban a
Jershalaím. Entonces Leví gritó:
¡Dios, te maldigo!
Gritaba con voz ronca que se había convencido de la injusticia
divina y que no pensaba seguir creyendo.
¡Eres sordo! rugía Leví. ¡Me hubieras oído de no ser
así y le habrías mandado la muerte en seguida!
Cerró los ojos esperando que cayera fuego del cielo para
que él mismo muriera. Pero no fue así y Leví, sin despegar los
párpados, siguió dirigiendo al cielo reproches amargos e insultantes.
Hablaba a voz en grito de su completa desilusión; existían
otros dioses y otras religiones. Sí, jamás otro dios hubiera
consentido que el sol quemara sobre un madero a un hombre
como Joshuá.
¡Me he equivocado! gritaba Leví, ya ronco. ¡Eres el
dios del mal! ¡O acaso tienes los ojos cubiertos con el humo de
los incensarios del templo y tus oídos no oyen sino las voces
ensordecedoras de los sacerdotes! ¡No eres un dios omnipotente!
¡Eres un dios negro! ¡Te maldigo, dios de los bandidos,
eres su protector y su alma!
Algo sopló en la cara del que fue recaudador de contribuciones
y crujió bajo sus pies.
Sopló de nuevo y Leví se dio cuenta al abrir los ojos que,
bien fuera por sus maldiciones o por cualquier otra razón, todo
había cambiado en el mundo. El sol había desaparecido antes de
llegar al mar, en el que se hundía todas las tardes. Una nube de
tormenta que avanzaba desde el oeste, amenazadora e inconmovible,
se lo había tragado. Ya hervían sus bordes con espuma
blanca, y su panza humeante tenía reflejos amarillos. El nubarrón
gruñía y soltaba hilos de fuego de vez en cuando. Por el
camino de Jaffa, por el pobre valle de Hinnon, bajo las tiendas
de los peregrinos, volaban remolinos de polvo que huían del
viento, levantado de repente.
235
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Leví calló. Trataba de comprender si la tormenta que
cubriría Jershalaím traería algún cambio a la situación del
pobre Joshuá. Y entonces, al ver los hilos de fuego que cortaban
la nube, empezó a pedir que un rayo diera en el madero de
Joshuá. Miraba arrepentido al cielo limpio que aún no se había
tragado el nubarrón y donde las aves de rapiña volaban sobre un
ala para escapar de la tormenta. Leví pensó que se había apresurado
tontamente en sus maldiciones, y que ahora Dios no le
haría caso.
Volvió la vista hacia el pie del monte y se fijó en el lugar
donde se encontraba repartido el regimiento de caballería. Se
dio cuenta de que había habido grandes cambios. Desde lo alto
veía perfectamente a los soldados, que se agitaban, que sacaban
las lanzas de la tierra y se ponían las capas, a los palafreneros
que corrían por el camino llevando de las riendas a los caballos
negros. Estaba claro que el regimiento se preparaba para partir.
Leví, protegiéndose con una mano del polvo que le pegaba en la
cara y escupiendo, trataba de comprender qué significaban los
preparativos de la caballería. Dirigió la mirada más arriba y vio
una figura con una clámide roja que se acercaba a la plazoleta
de la ejecución. El que fue recaudador de contribuciones sintió
frío en el corazón al presentir próximo el final.
Quien subía por el monte cuando transcurría la quinta
hora del suplicio de los condenados, era el comandante de
la cohorte que había llegado de Jershalaím, acompañado por
un asistente. Obedeciendo a una indicación de Matarratas, la
cadena de soldados se abrió y el centurión saludó al tribuno.
Este se apartó con Matarratas y le dijo algo en voz baja. El centurión
saludó de nuevo y se dirigió hacia el grupo de verdugos,
que estaban sentados en unas piedras junto a los maderos.
Mientras tanto, el tribuno dirigió sus pasos hacia el que estaba
sentado en un banco de tres patas; el hombre se incorporó y
amablemente salió al encuentro del tribuno; también a este le
236
dijo algo en voz baja y se dirigieron hacia los maderos. Se unió a
ellos el jefe de la guardia del templo.
Matarratas miró con asco el montón de trapos sucios que
yacían en tierra, junto a los postes, trapos que habían sido la
ropa de los condenados y que los verdugos se negaron a coger.
Llamó a dos de ellos y les ordenó:
¡Seguidme!
Del madero más próximo llegaba una canción ronca y sin
sentido. Agotado por el sol y las moscas, Gestás se había vuelto
loco cuando corría la tercera hora de la ejecución, y ahora cantaba
por lo bajo una canción sobre la uva. De cuando en cuando
movía la cabeza cubierta con un turbante; entonces las moscas
se levantaban y luego volvían a posarse.
En el segundo madero, Dismás sufría más que los otros
dos, porque no perdía el conocimiento; movía la cabeza con
un ritmo fijo, ya a la izquierda, ya a la derecha, tocándose el
hombro con la oreja.
El más feliz era Joshuá. Durante la primera hora habían
empezado a darle desmayos, luego perdió el conocimiento y
dejó caer la cabeza con el turbante deshecho. Las moscas y los
tábanos le habían cubierto de tal manera que su cara había
desaparecido bajo una masa viva. Tábanos grasientos chupaban
su cuerpo desnudo y amarillo, posándose en las ingles,
el vientre y las axilas.
Obedeciendo a los gestos del hombre del capuchón, uno
de los verdugos cogió una lanza y otro llevó hacia los maderos
un balde y una esponja. El primero levantó la lanza y le dio a
Joshuá en los brazos, que tenía estirados y atados a los travesaños
del poste, primero en uno y luego en otro. El cuerpo con
las costillas salientes se estremeció. El verdugo pasó la punta
de la lanza por el vientre. Entonces Joshuá levantó la cabeza:
las moscas volaron con un murmullo y dejaron al descubierto
la cara del ejecutado, hinchada por las picaduras, con los ojos
hundidos: una cara irreconocible.
237
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Ga-Nozri despegó los párpados y miró hacia abajo. Sus
ojos, que siempre habían sido claros, estaban turbios.
¡Ga-Nozri! dijo el verdugo.
Ga-Nozri movió sus labios hinchados y contestó con voz
ronca, de bandido:
¿Qué quieres? ¿Para qué te has acercado a mí?
¡Bebe! dijo el verdugo, y la esponja, empapada en agua,
clavada en la punta de la lanza, subió hasta los labios de Joshuá.
En sus ojos brilló la alegría. Acercó la boca a la esponja y bebió
con avidez. Del madero de al lado se oyó la voz de Dismás:
¡Es una injusticia! ¡Soy igual de bandido que él!
Dismás se estiró, pero no pudo moverse: sus brazos
estaban sujetos a los travesaños con anillos de cuerda. Encogió
el vientre y se agarró con las uñas a los extremos de los travesaños,
la cabeza vuelta hacia el poste de Joshuá; sus ojos estaban
llenos de ira.
Una nube de polvo cubrió la plazoleta y se hizo más
oscuro. Cuando el viento se llevó el polvo, el centurión gritó:
¡A callar el del segundo poste!
Dismás se calló. Joshuá se apartó de la esponja, y, tratando
de hacer que su voz fuera suave y convincente, pero sin poder
conseguirlo, pidió con voz ronca al verdugo:
Dale de beber.
Seguía oscureciendo. El nubarrón había cubierto medio
cielo, precipitándose hacia Jershalaím. Unas nubes blancas, hirvientes,
volaban delante de la nube grande, impregnada de agua
negra y de fuego. Algo brilló y sonó sobre el monte. El verdugo
quitó la esponja de la lanza.
¡Glorifica al generoso hegémono! murmuró con solemnidad
y pinchó ligeramente a Joshuá en el corazón. Este se estremeció
y murmuró:
Hegémono...
La sangre le corrió por el vientre, la mandíbula inferior se
convulsionó y la cabeza quedó colgando.
238
Con el segundo trueno el verdugo daba de beber a Dismás;
diciendo las mismas palabras: ¡Glorifica al hegémono!, le mató.
Gestás, enloquecido, dio un grito asustado cuando el verdugo
se aproximó, pero al tener la esponja en sus labios rugió
algo y la agarró con los dientes. A los pocos segundos su cuerpo
colgaba inerte, sujeto por las cuerdas.
El hombre del capuchón seguía los pasos al verdugo y al
centurión, detrás de él iba el jefe de la guardia del templo. Se
detuvo ante el primer madero, miró fijamente al ensangrentado
Joshuá, le tocó un pie con su mano blanca y dijo a sus acompañantes:
Muerto.
Repitió lo mismo en los otros dos postes.
Después de esto el tribuno hizo una señal al centurión, y,
dando la vuelta, empezó a descender por el monte con el jefe
de la guardia del templo y el hombre del capuchón. El monte
estaba semioscuro, los relámpagos surcaban el cielo negro,
que de pronto estalló en fuego, y el grito del centurión: ¡Que
quiten el cerco!, se perdió en un estrépito. Los soldados, felices,
echaron a correr por el monte, poniéndose los yelmos.
La oscuridad cubrió Jershalaím.
La lluvia empezó de repente y alcanzó las centurias a la
mitad del camino de descenso. El agua caía con tanta fuerza
que, cuando los soldados corrían hacia abajo, les alcanzaban
enfurecidos torrentes. Los hombres resbalaban y caían en la
arcilla mojada, tenían prisa por llegar al camino llano apenas
visible entre el manto de agua, por el que se dirigía a Jershalaím
la caballería calada hasta los huesos. A los pocos minutos, en
medio del vaho humeante de la tormenta, del agua y del fuego,
solo quedó un hombre.
Agitaba el cuchillo, no en vano robado, cayéndose en el
piso resbaladizo, agarrándose a todo lo que le venía a mano,
arrastrándose a veces de rodillas. Ansiaba llegar a los maderos.
239
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Tan pronto desaparecía en la oscuridad total como le iluminaba
una luz temblorosa.
Al llegar a los postes, con el agua hasta los tobillos, se
quitó el pesado taled, empapado de agua, se quedó en camisa
y se inclinó sobre los pies de Joshuá. Cortó las cuerdas que sujetaban
las piernas, subió al travesaño inferior, abrazó a Joshuá y
liberó sus brazos de las ataduras de arriba. El cuerpo desnudo
y mojado de Joshuá cayó sobre Leví y le derrumbó. Leví quiso
subírselo a los hombros en seguida, pero una idea le detuvo.
Dejó en el suelo, en medio de un charco, el cuerpo con la cabeza
echada hacia atrás y los brazos abiertos, y corrió por la resbaladiza
masa de arcilla hacia los otros postes.
También cortó las cuerdas en ellos y dos cuerpos más se
derrumbaron en el suelo.
Pasaron unos minutos. En la cumbre del monte solo quedaban
tres postes vacíos y dos cuerpos que el agua sacudía y
removía.
Ni Leví ni el cuerpo de Joshuá estaban ya allí.
241
17
Un día agitado
La mañana del viernes, es decir, al día siguiente de la condenada
sesión de magia, todo el personal del Varietés: el contable
Vasili Stepánovich Lástochkin, dos habilitados, las cajeras, los
ordenanzas, los acomodadores y las mujeres de la limpieza, todo
el personal efectivo, en vez de estar en sus puestos de trabajo, se
encontraban sentados en las ventanas que daban a la Sadóvaya,
mirando lo que pasaba abajo, junto a la puerta del Varietés.
Había una cola inmensa, de doble fila, que llegaba hasta la
plaza Kúdrinskaya. A la cabeza de la cola estaban cerca de dos
docenas de revendedores, muy conocidos en el Moscú teatral.
En la cola reinaba la excitación, que atraía la atención de
los transeúntes con sus apasionados comentarios sobre la insólita
sesión de magia negra del día anterior. El contable Vasili
Stepánovich estaba muy avergonzado oyendo aquellos relatos.
Él no había presenciado el espectáculo. Los acomodadores contaban
Dios sabe cuántas cosas y, entre otras, que después de la
ya famosa sesión, algunas ciudadanas corrían por la calle con
trajes indecentes, y muchas más historias por el estilo. Vasili
Stepánovich que era un hombre discreto y modesto, oía todo
aquello con los ojos muy abiertos y decididamente no sabía qué
medidas tomar. Y lo malo era que tenía que ser precisamente
él quien las tomara, ya que se había quedado solo al frente del
equipo del Varietés.
242
Hacia las diez de la mañana, la cola de impacientes había
tomado tales proporciones que llegó la noticia a oídos de las
milicias, y con una rapidez sorprendente se presentaron patrullas
a pie y a caballo, que consiguieron mantener cierto orden
en la cola. Pero, de todas maneras, la serpiente kilométrica,
aunque ordenada, constituía por sí misma una gran atracción y
un motivo de asombro para los ciudadanos que pasaban por la
Sadóvaya.
Esto en el exterior, pero dentro del Varietés el ambiente
no era tampoco muy normal. Desde primera hora los teléfonos
sonaban sin parar en los despachos de Lijodéyev, de Rimski, en
el de Varenuja y en la oficina de contabilidad.
Al principio Vasili Stepánovich intentaba dar una contestación,
o contestaba la cajera, o murmuraban algo los acomodadores,
pero luego dejaron de atender las llamadas, porque no
había posibilidad alguna de responder a la pregunta de dónde se
encontraban Lijodéyev, Varenuja y Rimski. Al principio, para
salir del paso, decían: Lijodéyev está en su casa, pero les respondían
que habían llamado a su casa y allí les habían dicho
que estaba en el Varietés.
Una señora, al borde de un ataque de nervios, llamó exigiendo
que se pusiera Rimski, le aconsejaron que llamara a su
mujer, y ella respondió entre sollozos que precisamente su mujer
era ella y que Rimski no aparecía por ningún sitio. No había
manera de entenderse en aquel lío. La mujer de la limpieza ya
había contado a todo el mundo que cuando entró a arreglar el
despacho del director de finanzas encontró la puerta abierta de
par en par, las luces encendidas, la ventana del jardín rota, el
sillón tirado en el suelo y nadie en el despacho.
A las diez y pico irrumpió en el Varietés madame Rimski.
Sollozaba, se retorcía las manos. Vasili Stepánovich, apuradísimo,
no sabía qué aconsejarle. A las diez y medía aparecieron
las milicias. Y la primera pregunta, muy razonable, fue:
¿Qué ocurre, ciudadanos? ¿Qué ha pasado?
243
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
El grupo se apartó, dejando a Vasili Stepánovich, pálido y
nervioso, frente a los milicianos. Se vio obligado a contar francamente
lo ocurrido, es decir, que el consejo de administración
del Varietés, representado por el director general, el director de
finanzas y el administrador, había desaparecido en pleno y no se
sabía dónde estaba, que el presentador del programa había sido
llevado a un manicomio después de la sesión de noche del día
anterior, y que, en resumen, la sesión había sido un verdadero
escándalo.
A la esposa de Rimski, que seguía sollozando, procuraron
calmarla en lo posible y la mandaron a casa. Les interesó mucho lo
que contaba la mujer de la limpieza del estado en el que encontró
el despacho de Rimski. Pidieron a los empleados que ocuparan sus
puestos y se dedicaran a sus obligaciones. Poco después llegaron
al edificio del Varietés los funcionarios de la Instrucción Judicial,
con un perro color ceniza, de orejas afiladas, musculoso y con
unos ojos extraordinariamente inteligentes. Entre los empleados
del Varietés se corrió en seguida la voz de que el perro era nada
menos que el famoso Asderrombo. Y realmente era él. Su comportamiento
sorprendió a todos. En cuanto entró en el despacho
del director de finanzas, se puso a gruñir, enseñando sus aterradores
colmillos amarillentos, luego se tumbó en el suelo y, con
una expresión de angustia y de rabia al mismo tiempo, avanzó
arrastrándose hasta la ventana rota. Venciendo su miedo, saltó
a la repisa de la ventana y, levantando su afilado morro, se puso
a aullar con furia. No quería bajarse de la ventana, gruñía, se
estremecía con ganas de tirarse a la calle.
Lo sacaron del despacho y lo dejaron en el vestíbulo, de
allí salió por la puerta principal y llevó a los que le seguían a la
parada de taxis. Y allí perdió, al parecer, la pista que iba olfateando.
Después se lo llevaron.
El equipo de la Instrucción Judicial se instaló en el despacho
de Varenuja y, uno a uno, fueron llamados todos los testigos
de los sucesos de la sesión del día anterior. Hay que señalar
244
que la investigación se encontraba a cada paso con dificultades
imprevistas. Se perdía el hilo.
¿Hubo carteles? Sí, pero por la noche los taparon con otros
nuevos y ahora no quedaba ni uno. ¿De dónde llegó ese mago?
¡Quién lo sabe! ¿Quiere decir que existía un contrato?
Es de suponer respondía nervioso Vasili Stepánovich.
Si se firmó, ¿tenía que haber pasado por las manos del
contable?
Sin duda alguna contestó Vasili Stepánovich, cada vez
más nervioso.
Entonces, ¿dónde está?
No lo sé repuso el contable, poniéndose pálido.
Efectivamente, no había ni rastro del contrato en los
archivos de contabilidad, ni en el despacho del director de
finanzas, ni en el de Lijodéyev, ni en el de Varenuja.
¿Cómo se llamaba el mago? Vasili Stepánovich no lo sabía,
el día anterior no había estado en el teatro. Los acomodadores
tampoco lo sabían. La cajera, después de mucho arrugar la
frente y de pensar un buen rato, acabó por decir:
Vo..., creo que Voland...
¿O puede que no fuera Voland? Puede que no. Puede que
fuera Faland.
Resultó que en el Departamento de Extranjeros no tenían
ninguna noticia de Voland ni de Faland, el mago.
Kárpov, el ordenanza, dijo que el mago se había hospedado
en casa de Lijodéyev. Inmediatamente fueron a la casa. No
había ningún mago. No estaba tampoco Lijodéyev. Ni Grunia,
la criada; nadie sabía dónde se había metido. Ni el presidente
de la Comunidad de Vecinos, Nikanor Ivánovich. Tampoco
Prólezhnev.
La conclusión era increíble: había desaparecido el Consejo
de Administración, había tenido lugar una sesión escandalosa
el día anterior y no se sabía quién la había organizado e instigado.
245
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
A todo esto, pasaba el tiempo, se aproximaba el mediodía
y tenían que abrir las taquillas. Pero, claro, ¡esto ni pensarlo! Se
apresuraron a colgar en la puerta del Varietés un gran trozo de
cartón que decía: Hoy no hay espectáculo. Empezó a cundir
la agitación en la cola desde la cabeza, pero, pasado el primer
momento de bastante consternación, se fue dispersando poco
a poco y una hora después no quedaba en la Sadóvaya el menor
rastro de tal cola.
El equipo de la Instrucción partió para seguir su trabajo
en otro sitio, y todos los empleados, menos unos cuantos ordenanzas,
quedaron libres. Se cerraron las puertas del Varietés.
El contable Vasili Stepánovich tenía dos asuntos urgentes
que resolver. En primer lugar, ir a la Comisión de Espectáculos
y Diversiones del género ligero con el informe sobre los acontecimientos
del día anterior; tenía que pasar después por la sección
administrativa de la Comisión de Espectáculos para entregar la
recaudación: veintiún mil setecientos once rublos.
Vasili Stepánovich, empleado diligente y minucioso, empaquetó
el dinero en papel de periódico, lo ató con una cuerda, lo
metió en la cartera y, como conociera bien las instrucciones, se
dirigió no al autobús o tranvía, naturalmente, sino a la parada
de taxis.
En cuanto los tres taxistas que había en la parada vieron
acercarse a un hombre con una cartera repleta arrancaron
delante de sus narices, dirigiéndole miradas furibundas.
Sorprendido por aquella reacción, el contable se quedó
parado un buen rato, tratando de entender lo que pasaba.
A los tres minutos se acercó otro coche, y en cuanto el conductor
vio al probable pasajero cambió de cara.
¿Está libre? preguntó, tosiendo, Vasili Stepánovich.
Enseñe el dinero respondió el conductor, muy hosco,
sin mirar siquiera al contable.
246
Vasili Stepánovich, cada vez más extrañado, apretó con el
brazo la opulenta cartera y sacó del bolsillo un billete de diez
rublos.
No le llevo dijo categóricamente el chofer.
¡Usted perdone!... empezó el contable, pero el otro le
interrumpió:
¿Tiene billetes de tres?
El contable, desorientado por completo, sacó del bolsillo
dos billetes de tres rublos y se los enseñó al chofer.
¡Suba! gritó el hombre, dando un golpe tan fuerte en la
banderita del contador que por poco lo rompe. Vamos.
¿Qué pasa, no tiene cambio? preguntó tímidamente el
contable.
¡Tengo el bolsillo lleno de cambio! gritó el chofer, y en
el espejo se reflejaron sus ojos congestionados. Es la tercera vez
que me pasa hoy. Y a los demás también: que un hijo de perra
me da un billete de diez rublos, le devuelvo el cambio: cuatro
con cincuenta. Se va el muy cerdo. A los cinco minutos miro
y en vez del billete de diez rublos, ¡una etiqueta de botella! el
chofer pronunció varias palabras irreproducibles. Otro, en la
Zúbovskaya. Diez rublos. Le doy tres de cambio. Se va. Cojo la
cartera y sale de allí una abeja y, ¡zas!, se me hinca en el dedo.
¡Qué...! de nuevo el chofer dijo algo irreproducible. Y del
billete de diez rublos, ¡ni rastro! Ayer, en este Varietés (palabras
irreproducibles), un desgraciado prestidigitador dio una sesión
con billetes de diez rublos (palabras irreproducibles)...
El contable, mudo, se encogió como si fuera la primera vez
que oía la palabra Varietés y pensó: ¡Qué cosas!.
Al llegar al sitio adonde iba, pagó debidamente al chófer,
entró en el edificio y se dirigió por el pasillo hacia el despacho
del director. Se dio cuenta de que había acudido en mal
momento. En la oficina de la Comisión de Espectáculos reinaba
el más completo alboroto: junto al contable pasó corriendo una
mujer ordenanza, con el pañuelo caído y los ojos desorbitados.
247
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Nada, nada! ¡Nada, hijos míos! gritaba, dirigiéndose
a alguien. La chaqueta y el pantalón están, pero dentro, ¡nada!
Desapareció detrás de una puerta y se oyó ruido de platos
rotos. De la habitación del secretario salió el jefe de la primera
sección, que conocía al contable, pero que estaba en un estado
tal, que no le reconoció y desapareció sin dejar huella.
El contable, sorprendido por todo lo que veía, llegó hasta
la secretaría, que precedía al despacho del presidente de la
Comisión. Se quedó perplejo.
A través de la puerta llegaba una voz temible, que, sin duda,
era la voz de Prójor Petróvich, el presidente de la Comisión.
¿Estará echando una bronca?, pensó el asustado contable, y,
al volver la cabeza, vio algo peor: echada en un sillón de cuero,
con la cabeza apoyada en el respaldo, las piernas estiradas casi
hasta el centro del despacho, lloraba amargamente, con un
pañuelo mojado en la mano, la secretaria particular de Prójor
Petróvich, la bella Ana Richárdovna.
Tenía la barbilla manchada de rojo de labios, y de las pestañas
salían ríos de pintura negra que corrían por sus mejillas
de melocotón.
Al ver que alguien entraba, Ana Richárdovna se levantó
bruscamente, se lanzó hacia el contable, le agarró por las
solapas de la chaqueta y empezó a sacudirle, gritando:
¡Gracias a Dios! ¡Por fin, uno que es valiente! ¡Todos han
escapado, todos me han traicionado! Vamos, vamos a verle, que
no sé qué hacer y arrastró al contable hasta el despacho sin
dejar de sollozar.
Una vez dentro del despacho, el contable empezó por perder
la cartera y en la cabeza se le embarullaron todas las ideas. Hay
que reconocer que era muy natural, que había motivos para ello.
Detrás de una mesa enorme, sobre la que se veía un voluminoso
tintero, estaba sentado un traje vacío, escribiendo en un
papel con una pluma que no mojaba en tinta. Llevaba corbata
y del bolsillo del traje asomaba una pluma estilográfica, pero
248
de la camisa no emergía ni cabeza ni cuello, ni asomaban las
manos por las mangas. El traje estaba concentrado en el trabajo
y parecía no darse cuenta del barullo que le rodeaba. Al oír que
alguien entraba, el traje se apoyó en el respaldo del sillón y por
encima del cuello sonó la voz de Prójor Petróvich que tan bien
conocía el contable:
¿Qué sucede? ¿No ha visto el cartel de la puerta? No
recibo a nadie.
La bella secretaria dio un grito y exclamó, retorciéndose
las manos:
¿No lo ve? ¿Se ha dado cuenta? ¡No está! ¡No está! ¡Que
me lo devuelvan!
Alguien se asomó al despacho y salió corriendo y gritando.
El contable se dio cuenta de que le temblaban las piernas y se
sentó en el borde de una silla, sin olvidarse de coger la cartera
del suelo. Ana Richárdovna, saltando a su alrededor, le gritó,
tirándole de la chaqueta:
¡Siempre, siempre le hacía callar cuando se ponía a blasfemar!
¡Y ya ve en qué ha terminado! la hermosa secretaria
corrió hacia la mesa y con voz suave y musical, un poco gangosa
a causa del llanto, exclamó:
¡Prosha! ¿Dónde está?
¿A quién llama Prosha? preguntó el traje con arrogancia,
estirándose más en su sillón.
¡No reconoce! ¡No me reconoce a mí! ¿Lo ve usted?...
sollozó la secretaria.
¡Prohibido llorar en mi despacho! dijo, ya indignado,
el irascible traje a rayas, y se acercó con la manga un montón de
papeles en blanco, con la evidente intención de redactar varias
disposiciones.
¡No!, ¡no puedo ver esto!, ¡no puedo! gritó Ana Richárdovna,
y salió corriendo a la secretaría, y detrás de ella, como una
bala, el contable.
249
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Figúrese que estaba yo aquí contó Ana Richárdovna,
temblando de emoción y agarrándose de nuevo a la manga del
contable, y en esto entra un gato. Un gato negro, grandísimo,
como un hipopótamo. Yo, naturalmente, le grito: ¡Zape!. Se
sale fuera y en su lugar entra un tipo también gordo, con cara
de gato, diciéndome: ¿Qué es esto, ciudadana? ¿Qué modo
es este de tratar a las visitas diciéndoles zape?, y ¡zas!, que se
mete en el despacho de Prójor Petróvich. Yo, como es natural,
le seguí, gritando: ¿Está loco?. Y ese descarado que va y se
sienta frente a Prójor Petróvich en un sillón. Bueno, el otro...
es un hombre buenísimo, pero nervioso. No lo niego, se irritó.
Es nervioso, trabaja como un buey; se irritó: ¿Qué es eso de
colarse sin permiso?. Y ese descarado, imagínese, bien arrellanado
en el sillón, le dice sonriente: He venido a hablar con
usted de un asunto. Prójor Petróvich seguía irritado: ¡Oiga
usted! ¡Estoy ocupado!, le dice. Y el otro le contesta: No está
haciendo nada. Y entonces, claro está, a Prójor Petróvich se
le acabó la paciencia y gritó: Pero bueno, ¿qué es esto? ¡Salga
de aquí inmediatamente o el Diablo me lleve!. Y el otro, que
se sonríe y contesta: ¿El Diablo me lleve? Facilísimo. Y ¡paf!
Antes de que yo pudiera gritar, desapareció el de la cara de gato
y... el tra..., el traje... ¡Eeeh! aulló Ana Richárdovna, abriendo
la boca, que ya había perdido su delimitación natural.
Ahogándose con las lágrimas, recuperó la respiración y
empezó a hablar de cosas incomprensibles:
¡Escribe, escribe, escribe! ¡Es para volverse loca! ¡Habla
por teléfono! ¡El traje! ¡Todos han huido como conejos!
El contable, de pie, temblaba. Pero le salvó el destino. En
la secretaría aparecieron las milicias, representadas por dos
hombres de andares pausados y seguros. La bella secretaria, al
verles, se puso a llorar con más fuerza, mientras señalaba con la
mano la puerta del despacho.
No lloremos, ciudadana dijo en tono apacible uno de
ellos, y el contable, comprendiendo que allí ya no tenía nada que
250
hacer, salió apresuradamente de la secretaría. Un minuto después
ya estaba al aire libre. En la cabeza tenía algo parecido a
una corriente de aire que zumbaba como en una chimenea, y en
medio del zumbido oía fragmentos del relato del acomodador
sobre el gato de la sesión de magia. ¡Ajá! ¿No será este nuestro
gatito?.
En vista de que en la Comisión de Espectáculos no había
sacado nada en limpio, el diligente Vasili Stepánovich decidió
ir a la sucursal de la calle Vagánkovskaya, haciendo a pie el
camino para serenarse un poco.
La sucursal de la Comisión de Espectáculos estaba situada
en un edificio deteriorado por el tiempo, al fondo de un patio.
Era famoso por las columnas de pórfido que adornaban el vestíbulo.
Pero aquel día no eran las conocidas columnas lo que llamaba
la atención de los visitantes, sino lo que estaba sucediendo
debajo de ellas.
Un grupo de visitantes permanecía inmóvil junto a una
señorita que lloraba sin consuelo, sentada tras una mesa en
la que había montones de gacetillas de espectáculos, que ella
vendía. En aquel momento no ofrecía ninguna de sus gacetas al
público, y a las preguntas compasivas respondía solo moviendo
la cabeza. Al mismo tiempo, de todos los departamentos de
la sucursal: arriba, abajo, izquierda y derecha, sonaban como
locos los timbres de por lo menos veinte teléfonos.
Por fin, la señorita dejó de llorar, se estremeció y dio un
grito histérico:
¡Otra vez! y empezó a cantar con voz temblorosa de
soprano.
Glorioso es el mar sagrado del Baikal...
Apareció en la escalera un ordenanza, amenazó a alguien
con el puño y acompañó a la señorita con una triste y débil voz
de barítono:
251
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Glorioso es el barco/barril de salmones...
Se unieron a la del ordenanza varias voces lejanas, y el coro
empezó a crecer hasta que la canción sonó en todos los rincones
de la sucursal. En el despacho número 6, en la sección de contabilidad
y control, destacaba una voz fuerte, algo ronca:
Viento del norte, levanta la ola...
Gritaba el ordenanza de la escalera. A la señorita le corrían
las lágrimas por la cara, trataba de apretar los dientes, pero
la boca se le abría involuntariamente y seguía cantando una
octava más alta que el ordenanza:
El mozo no va muy lejos...
A los silenciosos visitantes de la sucursal les sorprendía,
sobre todo, que aquel coro esparcido por todo el edificio cantara
en verdadera armonía, como si tuvieran los ojos puestos en
la batuta de un invisible director de orquesta.
Los transeúntes se paraban en la calle, admirados por la
animación que reinaba en la sucursal.
Cantaron la primera estrofa y luego se callaron, como obedeciendo
órdenes de un director. El ordenanza masculló una
blasfemia y desapareció.
Se abrió la puerta de la calle y entró un ciudadano con
abrigo, por debajo del cual asomaba una bata blanca. Lo acompañaba
un miliciano.
¡Doctor, le ruego que haga algo! gritó la señorita
con verdadero ataque de histerismo. En la escalera apareció
corriendo el secretario de la sucursal, azoradísimo y, al parecer,
muerto de vergüenza. Tartamudeó:
252
Mire usted, doctor, es un caso de hipnosis general y es
necesario... no pudo concluir, se le atragantaron las palabras y
empezó a cantar con voz de tenor: Shilka y Nerchinsk....
¡Imbécil! tuvo tiempo de gritar la joven, pero no pudo
explicar a quién dirigía el insulto, porque, sin proponérselo,
siguió canturreando lo de Shilka y Nerchinsk....
¡Domínese! ¡Deje de cantar! interpeló el doctor al
secretario.
Era evidente que el secretario se esforzaba por dejar de
cantar, pero en vano, y, acompañado por el coro, llevó a los
oídos de los transeúntes la noticia de que el voraz animal no le
rozó en la selva y la bala del tirador no le alcanzó.
Acabada la estrofa, la señorita fue la primera en recibir
una dosis de valeriana; luego, el doctor siguió apresuradamente
al secretario para suministrarla a los demás.
Perdone usted, ciudadana se dirigió Vasili Stepánovich
a la joven. ¿No ha pasado por aquí un gato negro?
¡Qué gato ni qué ocho cuartos! gritó la joven, indignada.
Lo que sí tenemos en la sucursal es un burro y añadió:
No me importa que me oiga, se lo contaré a usted todo y se lo
contó.
El director de la sucursal, que había sido la ruina de los
espectáculos del género ligero (según las palabras de la joven),
tenía la manía de organizar clubes para diversas actividades.
¡Todo para despistar a la dirección! gritaba la joven.
En un año había tenido tiempo de crear los siguientes
clubes: de estudio de Lérmontov, de ajedrez y damas, de pingpong
y equitación. Cuando llegó el verano, amenazó con la
creación del club de remo en agua dulce y de alpinismo. Y hoy
llega el director a la hora de comer...
Trayendo del brazo a ese hijo de mala madre contaba la
joven, que no sabemos de dónde habrá salido, uno con pantalones
a cuadros, unos impertinentes rotos y una jeta..., ¡completamente
imposible!...
253
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Se presentó a los que estaban comiendo en el comedor de
la sucursal como destacado especialista en la organización de
masas corales.
Los futuros alpinistas cambiaron de expresión, pero el
director les animó y el especialista estuvo bromeando con ellos,
asegurándoles bajo juramento que el canto ocupaba poquísimo
tiempo y era una fuente inagotable de posibilidades.
Los primeros en apoyar la idea fueron, naturalmente,
Fánov y Kosarchuk, los adulantes más conocidos de la sucursal,
declarándose dispuestos a apuntarse. El resto de los empleados,
comprendiendo que era imposible evadirse, tuvieron que inscribirse
también en el nuevo club. Decidieron que la mejor hora
sería la de comer, porque el resto de las horas libres las tenían
ya ocupadas con Lérmontov y con el ajedrez. El director, para
dar el ejemplo, anunció que tenía voz de tenor, y lo que siguió
fue una escena de pesadilla. El director coral, el tipo de los cuadros,
rompió a gritar:
¡Do-mí-sol-do!
Sacó a los más tímidos de detrás de los armarios, donde se
habían escondido para no cantar, dijo a Kosarchuk que tenía un
oído perfecto, suplicó, gimoteando, que dieran una satisfacción
al viejo chantre y dio unos golpes con el diapasón pidiendo que
cantaran Glorioso mar...
Cantaron. Y muy bien. El hombre de traje a cuadros
conocía su oficio, desde luego. Entonaron la primera estrofa
y el chantre se excusó diciendo: Perdonen un momento..., y
desapareció. Esperaban, naturalmente, que volviera en seguida.
Pero transcurrieron diez minutos y aún no había vuelto. Los
empleados de la sucursal estaban contentísimos creyendo que
había huido.
Pero, de pronto, sin saber por qué, rompieron a cantar la
segunda estrofa. Kosarchuk, que puede que no tuviera un oído
perfecto, pero que era, sin duda, un tenor bastante agradable,
los arrastró a todos. Acabada la estrofa, el chantre no había
254
vuelto aún. Cada cual volvió a su sitio, pero no habían tenido
tiempo de sentarse cuando empezaron a cantar de nuevo, involuntariamente,
sin querer. Intentaban callarse. ¡Imposible!
Callaban tres minutos y de nuevo rompían a cantar; se volvían a
callar, ¡y a cantar otra vez!
Se dieron cuenta de que lo que sucedía era bastante raro. El
director, avergonzado, se encerró en su despacho.
La joven interrumpió su relato: la valeriana no había causado
efecto.
Pasado un cuarto de hora llegaron tres camiones a la verja
de la sucursal y cargaron todo el personal de la casa, encabezado
por el director.
Salió a la calle el primer camión. Pasada la sacudida, los
empleados, de pie en la caja del camión, enlazados por los hombros
unos con otros, abrieron la boca y la calle entera retumbó
al ritmo de la canción popular. Les siguió el segundo camión
y después el otro. Siguieron cantando. Los transeúntes, ocupados
en sus propios asuntos, les miraban distraídamente, sin la
menor sorpresa, pensando que era un grupo de excursionistas
que marchaba fuera de la ciudad. Sí, salían de la ciudad, pero no
iban de excursión, sino al sanatorio del profesor Stravinski.
Había pasado una media hora cuando el contable, fuera de
sí por completo, llegó al departamento de finanzas con la intención
de deshacerse, por fin, del dinero del Estado.
Como había tenido ya experiencias bastante extrañas,
empezó mirando con mucha cautela la sala rectangular en la
que, tras unas ventanas de cristales escarchados con letreros
dorados, estaban los funcionarios. No había ningún indicio
de desorden o alboroto. Todo estaba en silencio, como corresponde
a una institución respetable.
Vasili Stepánovich introdujo la cabeza por una ventanilla
en la que se leía: Ingresos, saludó a un empleado que conocía
y pidió con amabilidad un vale de entrada.
¿Para qué lo quiere? preguntó el empleado de la ventanilla.
255
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Quiero ingresar una cantidad. Soy del Varietés.
Un momento contestó el empleado, y cerró con una
rejilla el hueco del cristal.
¡Qué extraño!, pensó el contable. Su sorpresa era muy
natural. Era la primera vez en su vida que le pasaba una cosa así.
Todo el mundo sabe lo complicado que es sacar dinero, pueden
surgir dificultades. Pero en sus treinta años de experiencia
como contable nunca había observado ninguna dificultad para
ingresar dinero, bien fuera de un particular o de una persona
jurídica.
Por fin quitaron la redecilla y el contable se aproximó de
nuevo a la ventanilla.
¿Cuánto es? preguntó el empleado.
Veintiún mil setecientos once rublos.
¡Vaya! dijo con cierta ironía el de la ventanilla, y le
alargó al contable un papel verde.
El contable conocía bien los trámites, llenó el papel en un
momento y desató la cuerda del paquete. Desempaquetó su envoltorio
y sus ojos expresaron un doloroso asombro. Murmuró algo.
Delante de sus narices aparecieron billetes de banco extranjeros:
había paquetes de dólares canadienses, libras esterlinas,
florines holandeses, latos de Lituania, coronas estonianas...
¡Este es uno de los bandidos del Varietés! sonó una voz
terrible encima del contable. Y Vasili Stepánovich quedó detenido.
257
18
Visitas desafortunadas
Mientras el diligente contable corría en un taxi para llegar
al despacho del traje que escribía, del convoy número 9, de primera
clase, del tren de Kíev que acababa de llegar a Moscú,
descendía un pasajero de aspecto respetable, con un maletín de
fibra en la mano. Era Maximiliano Andréyevich Poplavski, economista
de planificación, residente en Kíev, en la calle que antiguamente
se llamaba Calle del Instituto. Era el tío del difunto
Berlioz, que se había trasladado a Moscú porque la noche anterior
había recibido un telegrama en los siguientes términos:
Me acaba atropellar tranvía Estanques patriarca entierro
viernes tres tarde no faltes Berlioz.
Maximiliano Andréyevich estaba considerado como uno
de los hombres más inteligentes de Kíev. La consideración era
muy justa. Pero un telegrama así podría desconcertar a cualquiera,
por muy inteligente que fuera. Si un hombre telegrafía
diciendo que le ha atropellado un tranvía, quiere decir que está
vivo. Entonces, ¿a qué viene el entierro? O está muy mal y siente
que su muerte está próxima. Es posible, pero tanta precisión es
muy extraña: ¿cómo sabe que le van a enterrar el viernes a las
tres de la tarde? Desde luego, el telegrama era muy raro.
Pero las personas inteligentes son inteligentes precisamente
para resolver problemas difíciles. Era muy sencillo. La palabra
me pertenecía a otro telegrama, sin duda alguna debería decir
a Berlioz, que es por error la palabra que figura al final. Con
258
esta corrección el telegrama tenía sentido, aunque, naturalmente,
un sentido trágico.
Maximiliano Andréyevich solo esperó, para emprender
rápidamente viaje a Moscú, que a su mujer se le pasara el ataque
de dolor que sufría.
Tenemos que descubrir un secreto de Maximiliano Andréyevich.
Indiscutiblemente le daba pena que el sobrino de su mujer hubiera
perecido en la flor de la vida. Pero él era un hombre de negocios y
pensaba cuerdamente que no había ninguna necesidad de hacer acto
de presencia en el entierro. A pesar de eso, tenía mucha prisa en ir a
Moscú. ¿Cuál era la razón? El piso. Un piso en Moscú es una cosa
muy importante. Por incomprensible que parezca, a Maximiliano
Andréyevich no le gustaba Kíev, y estaba tan obsesionado con el traslado
a Moscú que empezó a padecer insomnio.
No le producía ninguna alegría el hecho de que el Dniéper
se desbordase en primavera, cuando el agua, cubriendo las
islas de la orilla baja, se unía con la línea del horizonte. No le
alegraba tampoco la magnífica vista que se divisaba desde el
pedestal del monumento al príncipe Vladímir. No le hacían ninguna
gracia las manchas de sol que jugaban sobre los caminitos
de ladrillo, en la colina Vladímirskaya. No le interesaba nada
de aquello, lo único que quería era trasladarse a Moscú.
Los anuncios que pusiera en los periódicos para cambiar el
piso de la calle Institútskaya en Kíev por un piso más pequeño
en Moscú no daban ningún resultado. No le solían hacer
ofertas, y si alguna vez lo hacían, eran siempre proposiciones
abusivas.
El telegrama conmovió profundamente a Maximiliano
Andréyevich. Era una ocasión única y sería pecado desperdiciarla.
Los hombres de negocios saben muy bien que oportunidades
así no se repiten.
En resumen, que, a pesar de las dificultades, había que arreglárselas
para heredar el piso del sobrino. Sí, iba a ser difícil, muy
difícil; pero, costase lo que costase, se superarían las dificultades.
259
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
El experto Maximiliano Andréyevich sabía que el primer
paso imprescindible era inscribirse como inquilino, aunque
fuera provisionalmente, en las tres habitaciones de su difunto
sobrino.
El viernes por la tarde, Maximiliano Andréyevich atravesaba
la puerta de la oficina de la Comunidad de Vecinos del
inmueble número 302 bis de la calle Sadóvaya, de Moscú.
En una habitación estrecha, en la que, colgado en una
pared, había un viejo cartel que mostraba en varios cuadros el
modo de devolver la vida a los que se ahogasen en un río, detrás
de una mesa de madera estaba sentado un hombre sin afeitar, de
edad indefinida y mirada inquieta.
¿Podría ver al presidente de la Comunidad de Vecinos?
inquirió cortés el economista planificador, quitándose el sombrero
y dejando el maletín sobre una silla desocupada.
Esta pregunta, que parecía tan normal, desagradó sobremanera
al hombre que estaba sentado detrás de la mesa.
Cambió de expresión y, desviando la mirada, asustado, murmuró
de modo ininteligible que el presidente no estaba.
¿Estará en su casa? preguntó Poplavski. Tengo que
hablar con él de un asunto urgente.
La respuesta del hombre fue algo incoherente, pero se
podía deducir que el presidente tampoco estaba en su casa.
¿Y cuándo estará?
El hombre no contestó nada y se puso a mirar por la ventana
con gesto triste.
Ah, bueno, dijo para sí el clarividente Poplavski, y preguntó
por el secretario.
El hombre extraño se puso rojo del esfuerzo y contestó,
ininteligiblemente también, que el secretario tampoco estaba...,
que no sabía cuándo volvería y que estaba... enfermo.
¡Ah!, bien, se dijo Poplavski.
Pero habrá alguien encargado de la comunidad, ¿no?
Yo respondió el hombre con voz débil.
260
Verá usted dijo Poplavski con aire autoritario, soy el
único heredero del difunto Berlioz, mi sobrino, que, como usted
sabrá, murió en Los Estanques del Patriarca, y me creo en
el derecho, según la ley, de recibir la herencia, que consiste en
nuestro apartamento número 50.
No estoy al corriente, camarada le interrumpió, angustiado,
el hombre.
Usted perdone dijo Poplavski con voz sonora como
miembro del comité es su deber...
Entró entonces un ciudadano en la habitación y el que
estaba sentado detrás de la mesa palideció nada más verle.
¿Piatnazhko, miembro del comité? preguntó el que acababa
de entrar.
Soy yo apenas se oyó la respuesta.
El que acababa de entrar se acercó y le dijo algo al oído al
de la mesa, el cual, muy contrariado, se levantó de su asiento. A
los pocos segundos Poplavski estaba solo en la habitación.
¡Qué complicación! ¡Mira que todos al mismo tiempo!,
pensó con despecho Poplavski, cruzando el patio de asfalto y
dirigiéndose apresurado al apartamento número 50.
Le abrieron la puerta nada más llamar y Maximiliano
Andréyevich entró en el oscuro vestíbulo. Se sorprendió un
poco, porque no se sabía quién le había abierto la puerta: en el
vestíbulo no había nadie, solo un enorme gato negro sentado en
una silla.
Maximiliano Andréyevich tosió y avanzó varios pasos: se
abrió la puerta del despacho y en el vestíbulo entró Koróviev.
Maximiliano Andréyevich hizo una inclinación cortés y digna
al mismo tiempo, y dijo:
Me llamo Poplavski. Soy el tío...
Antes de que pudiera acabar la frase, Koróviev sacó un
pañuelo sucio del bolsillo, se tapó la cara con él y se echó a
llorar.
... del difunto Berlioz.
261
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Claro! interrumpió Koróviev, descubriéndose la
cara. ¡En cuanto le vi pensé que era usted! Y, estremecido por
el llanto, exclamó: ¡Qué desgracia! Pero qué cosas pasan, ¿eh?
¿Le atropelló un tranvía? susurró Poplavski.
¡Un atropello mortal! se lamentó Koróviev, y las lágrimas
corrieron torrenciales bajo los impertinentes. ¡Mortal! Lo presencié.
Figúrese, ¡zas!, y la cabeza fuera. La pierna derecha, ¡zas!,
¡por la mitad! La izquierda, ¡zas!, ¡por la mitad! ¡Ya ve a lo que
conducen los tranvías! Y, al parecer sin poderse contener más,
Koróviev ocultó la nariz en la pared, junto a un espejo, sacudido
por los sollozos.
El tío de Berlioz estaba sinceramente sorprendido por la
actitud del desconocido. Y luego dicen que ya no hay gente de
buen corazón, pensó, notando que le empezaban a picar los
ojos. Pero al mismo tiempo una nube desagradable le cubrió el
alma y una idea le picó como una serpiente: ¿no se habrá inscrito
este hombre tan bueno en el piso del difunto? No sería la
primera vez que ocurría una cosa así.
Perdón, ¿era usted amigo de mi querido Misha? preguntó
el economista, enjugándose con una manga el ojo
izquierdo, seco, y con el derecho, estudiando a Koróviev, conmovido
por aquella tristeza. Pero el llanto era tan desesperado
que no se le podía entender nada, excepto la repetida frase de
¡zas, y por la mitad!. Harto de llorar, Koróviev se apartó, por
fin, de la pared.
No, ¡no puedo más! Voy a tomarme trescientas gotas de
valeriana de éter... y volviendo hacia Poplavski su cara llorosa,
añadió: Los tranvías, ¿eh?
Perdón, pero ¿ha sido usted quien me ha enviado el telegrama?
preguntó Maximiliano Andréyevich, obsesionado
con la idea de averiguar quién era aquel extraño plañidero.
Fue él respondió Koróviev, señalando al gato.
Poplavski, con los ojos como platos, pensó que no había
oído bien.
262
No; no puedo, no tengo fuerzas siguió Koróviev, sorbiendo
con la nariz, en cuanto me acuerdo de la rueda pasándole
sobre la pierna, ¡la rueda sola pesará unos doscientos
sesenta kilos...!, ¡zas!... Me voy a la cama, a ver si consigo
olvidar con el sueño.
El gato se movió, saltó de la silla, se levantó sobre las patas
traseras, puso las manos en jarras, abrió el hocico y dijo:
Yo he mandado el telegrama. ¿Qué pasa?
Maximiliano Andréyevich sintió que se mareaba, se le
aflojaron los brazos y las piernas, dejó caer la cartera y se sentó
frente al gato.
Me parece que lo he dicho bien claro dijo el gato muy
serio. ¿Qué pasa?
Poplavski no contestó.
¡Su pasaporte! chilló el gato, y alargó una pata peluda.
Poplavski no entendía nada, solo veía dos chispas ardiendo
en los ojos del gato.
Sacó del bolsillo el pasaporte como si fuera un puñal. El
gato cogió de la mesita del espejo unas gafas de montura gruesa,
de color negro, y se las colocó sobre el hocico. Así resultaba
mucho más impresionante todavía. Y le arrebató a Poplavski el
pasaporte que este sostenía con mano temblorosa.
Es curioso, no sé si me desmayo o no..., pensaba el economista.
Llegaban desde lejos los sollozos de Koróviev y el vestíbulo
se llenó de olor a éter, valeriana y algo más, algo asqueroso
y nauseabundo.
¿En qué comisaría le dieron el pasaporte? preguntó el
gato, examinando una página del documento.
No recibió respuesta alguna.
¿En la 400, dice? se dijo el gato a sí mismo, pasando la
pata por el pasaporte, que sostenía al revés. ¡Naturalmente!
Conozco bien esa comisaría, dan pasaportes a cualquiera. Yo,
desde luego, nunca hubiera dado un pasaporte a un tipo como
usted. ¡Por nada del mundo! Con solo verle la cara se lo habría
263
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
negado y el gato, muy enfadado, tiró el pasaporte al suelo. Se
suprime su presencia en el entierro continuó el gato en tono
oficial. Haga el favor de volver al lugar de su residencia habitual
y gritó, asomándose a una puerta: ¡Asaselo!
A su llamada acudió un sujeto pequeñito, algo cojo, con
un mono negro muy ceñido y un cuchillo metido en el cinturón
de cuero; pelirrojo, con un colmillo amarillento asomado por la
boca y una nube en el ojo izquierdo.
Poplavski sintió que le faltaba aire, se levantó de la silla y
retrocedió, apretándose el corazón.
¡Asaselo, acompáñalo! ordenó el gato, y salió del
vestíbulo.
¡Poplavski! dijo este con voz gangosa, espero que ya
esté todo claro.
Poplavski asintió con la cabeza.
Vuelve a Kíev inmediatamente seguía Asaselo. Quédate
allí sin decir ni pío, y de lo del piso de Moscú, ¡ni soñarlo! ¿Te
enteras?
El tipo pequeñajo, que atemorizaba verdaderamente a
Poplavski con su colmillo, su cuchillo y su ojo desviado, solo le
llegaba al hombro al economista, pero actuaba de manera enérgica,
precisa y organizada.
En primer lugar, levantó el pasaporte del suelo y se lo dio
a Maximiliano Andréyevich, que lo cogió con la mano muerta.
Luego, el llamado Asaselo cogió la maleta con una mano, abrió
la puerta con la otra, y, tomando al tío de Berlioz por el brazo,
le condujo al descansillo de la escalera. Poplavski se apoyó
en la pared. Asaselo abrió la maleta sin servirse de una llave,
sacó un enorme pollo asado, al que le faltaba una pata, y que
estaba envuelto en un grasiento papel de periódico, y lo dejó en
el descansillo. Luego sacó dos mudas de ropa, una correa para
afilar la navaja de afeitar, un libro y un estuche, y lo tiró todo,
excepto el pollo, por el hueco de la escalera. Hizo lo mismo con
264
la maleta vacía. Se oyó un ruido, y por el ruido se notó que había
saltado la tapa de la maleta.
Después, el bandido pelirrojo, con el pollo cogido por la
pata, le propinó a Poplavski en plena cara un golpe tan terrible
que saltó el cuerpo del pollo y Asaselo se quedó con la pata en la
mano. Todo era confusión en la casa de los Oblonski, como
dijo muy bien el famoso escritor León Tolstói. Lo mismo habría
dicho en este caso. ¡Pues sí! Todo era confusión ante los ojos
de Poplavski. Ante sus ojos se cruzó una chispa prolongada,
sustituida luego por una fúnebre serpiente, que por un instante
ensombreció el alegre día de mayo, y Poplavski bajó rodando
las escaleras con el pasaporte en la mano.
Al llegar al primer descansillo rompió una ventana con el
pie y se quedó sentado en un peldaño. El pollo sin patas pasó
a su lado, saltando, y cayó por el hueco de la escalera. Arriba,
Asaselo se comió la pata en un momento y se guardó el hueso
en el bolsillo del mono. Luego entró en el piso y cerró la puerta
dando un buen portazo.
Se oyeron los pasos cautelosos de alguien que subía por la
escalera.
Poplavski bajó otro tramo y se sentó en un banco de
madera para recobrar la respiración.
Un hombre pequeño y ya de edad, con cara tristísima, vestido
con un traje pasado de moda y un sombrero de paja dura,
con cinta verde, se paró junto a Poplavski.
Ciudadano, ¿le importaría decirme preguntó con tristeza
el hombre del sombrero de paja dónde está el apartamento
número 50?
Arriba respondió con brusquedad Poplavski.
Se lo agradezco mucho dijo el hombre con la misma
tristeza y siguió subiendo. Poplavski se levantó y bajó corriendo.
Podríamos pensar ¿a qué otro sitio sino a las milicias
podría dirigirse con tanta prisa Maximiliano Andréyevich,
para denunciar a los bandidos que habían sido capaces de aquel
265
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
espantoso acto de violencia en pleno día? Pues no, de ninguna
manera, de eso podemos estar seguros. Entrar en las milicias
diciendo que un gato con gafas acababa de leer su pasaporte y
que luego un hombre con un cuchillo en la mano... No, ciudadanos;
Maximiliano Andréyevich era un hombre inteligente de
verdad.
Ya al pie de la escalera descubrió junto a la puerta de
salida una puertecita que conducía a un cuchitril. El cristal de la
puerta estaba roto. Poplavski guardó el pasaporte en el bolsillo
y miró alrededor, esperando encontrar allí las cosas que Asaselo
tiró por el hueco de la escalera. Pero no había ni rastro de ellas.
Poplavski se asombró de lo poco que le importaban en aquel
momento. Le preocupaba otra idea más interesante y sugestiva:
quería ver qué iba a pasar en el maldito apartamento al hombre
que acababa de subir. Si le había preguntado dónde estaba el
piso, quería decir que era la primera vez que iba allí. Es decir,
iba a caer directamente en las garras de aquella pandilla que se
había instalado en el apartamento número 50. Algo le decía a
Poplavski que el hombrecillo saldría muy pronto del apartamento.
Como es natural, Maximiliano Andréyevich ya no pensaba
ir al entierro de su sobrino y tenía tiempo de sobra antes de
coger el tren de Kíev. El economista volvió a mirar en derredor y
se metió en el cuchitril.
Arriba se oyó el golpe de una puerta. Ha entrado...
pensó Poplavski con el corazón encogido. Hacía frío en aquel
cuchitril, olía a ratones y a botas. Maximiliano Andréyevich se
sentó en un madero y decidió esperar. Tenía una posición estratégica:
veía la puerta de salida del sexto portal.
Pero tuvo que esperar mucho más tiempo de lo que pensaba.
Y, mientras, la escalera estaba desierta. Por fin, se oyó una
puerta en el 5.° piso.
Poplavski estaba inmóvil. ¡Sí, eran sus pasos! Está
bajando.... Se abrió la puerta del 4.° piso. Cesaron los pasos.
Una voz de mujer. La voz del hombre triste, sí, era su voz...
266
Dijo algo así como Déjame, por Dios... La oreja de Poplavski
asomó por el cristal roto. Percibió la risa de una mujer. Unos
pasos que bajaban decididos y rápidos.
Vio la espalda de una mujer que salió al patio con una
bolsa verde de hule. De nuevo sonaron los pasos. ¡Qué raro!
¡Vuelve al piso! ¿No será uno de la pandilla? Sí, vuelve. Arriba
han abierto la puerta. Bueno, vamos a esperar....
Pero esta vez no tuvo que esperar tanto tiempo. El ruido
de la puerta. Pasos. Cesaron los pasos. Un grito desgarrador. El
maullido de un gato. Los pasos apresurados, seguidos, ¡bajan,
bajan!
Poplavski fue premiado. El hombre triste pasó casi volando,
sin sombrero, con la cara completamente desencajada, arañada
la calva y el pantalón mojado. Murmuraba algo, se santiguaba.
Empezó a forcejear con la puerta, sin saber, en medio de su
terror, hacia dónde se abría; por fin consiguió averiguarlo y salió
corriendo al patio soleado.
Ya no había duda. No pensaba en el difunto sobrino ni
en el piso, se estremecía recordando el peligro a que se había
expuesto. Maximiliano Andréyevich corrió al patio, diciendo
entre dientes: ¡Ahora lo comprendo todo!. A los pocos
minutos un trolebús se llevaba al economista planificador
camino de la estación de Kíev.
Mientras el economista estaba en el cuchitril, al hombrecillo
le sucedió algo muy desagradable.
Trabajaba en el bar del Varietés y se llamaba Andréi
Fókich Sókov. Cuando se estaba llevando a cabo la investigación
en el Varietés, Andréi Fókich se mantenía apartado de
todos. Notaron que estaba aún más triste que de costumbre y
había preguntado a Kárpov el domicilio del mago.
Como decíamos, el barman se separó del economista,
llegó al 5.° piso y llamó al timbre del apartamento número 50.
Le abrieron en seguida; el barman se estremeció, retrocedió
y no se decidió a entrar, lo que se explica perfectamente.
267
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Le abrió una joven que por todo vestido llevaba un coquetón
delantal con puntillas y una cofia blanca a la cabeza. ¡Ah!, y
unos zapatitos dorados. Tenía un cuerpo perfecto y su único
defecto físico era una cicatriz roja en el cuello.
Bueno, pase, ya que ha llamado dijo la joven, mirándole
con sus provocativos ojos verdes.
Andréi Fókich abrió la boca, parpadeó y entró en el vestíbulo,
quitándose el sombrero. En ese momento sonó el teléfono.
La desvergonzada doncella cogió el auricular y poniendo el pie
en una silla, dijo:
¡Dígame!
El barman no sabía dónde mirar, se removió inquieto, pensando:
¡Vaya doncella que tiene el extranjero! ¡Qué asco!. Y
para evitar aquella sensación de repugnancia se puso a mirar
alrededor.
El vestíbulo, grande y mal iluminado, estaba lleno de objetos
y ropas extrañas. En el respaldo de una silla, por ejemplo, había
una capa de luto, forrada de una tela color rojo fuego; tirada con
descuido sobre la mesa del espejo, una espada larga con un resplandeciente
mango de oro. En un rincón, como si se tratara de
paraguas y bastones, otras tres espadas con sendos mangos de
plata. Colgadas de los cuernos de un venado, unas boinas con
plumas de águila.
Sí decía la doncella al teléfono. ¿Cómo? ¿El barón
Maigel? Dígame. Sí. El señor artista está en casa. Sí, estará encantado
de saludarle. Sí, invitados... Con frac o chaqueta negra ¿Cómo?
Hacia las doce de la noche Al terminar la conversación, la doncella
colgó el auricular y se dirigió al barman: ¿Qué desea?
Tengo que ver al señor artista.
¿Cómo? ¿A él personalmente?
Sí, a él contestó el hombre triste.
Voy a preguntárselo dijo la doncella, al parecer no muy
segura, y abriendo la puerta del despacho del difunto Berlioz,
comunicó:
268
Caballero, aquí hay un hombrecillo que desea ver a
messere.
Que pase se oyó la voz cascada de Koróviev.
Pase al salón dijo la joven, y muy natural, como si su
modo de vestir fuera normal, abrió la puerta del salón y abandonó
el vestíbulo.
Al entrar en la habitación que le habían indicado, el barman
olvidó el asunto que le había llevado allí: tal fue su sorpresa al ver
la decoración de la estancia. A través de los grandes cristales de
colores, una fantasía de la joyera, desaparecida sin dejar rastro
alguno, entraba una luz extraña, parecida a la de las iglesias. A
pesar de ser un caluroso día de verano estaba encendida la vieja
chimenea y, sin embargo, no hacía nada de calor, todo lo contrario,
el que entraba sentía un ambiente de humedad de sótano.
Delante de la chimenea, sentado en una piel de tigre un
enorme gato negro miraba al fuego con expresión apacible.
Había una mesa que hizo estremecerse al piadoso barman:
estaba cubierta de brocado de iglesia. Sobre este extraño mantel
se alineaba toda una serie de botellas, gordas, enmohecidas y
polvorientas. Entre las botellas brillaba una fuente que se veía
en seguida que era de oro. Junto a la chimenea, un hombre
pequeño, pelirrojo, con un cuchillo en el cinto, asaba unos
trozos de carne pinchados en un largo sable de acero, el jugo
goteaba sobre el fuego y el humo ascendía por el tiro de la chimenea.
No solo olía a carne asada, sino a un perfume fortísimo y
a incienso. El barman, que ya sabía lo de la muerte de Berlioz y
conocía su domicilio, pensó por un momento si no habrían celebrado
un funeral, pero en seguida desechó por absurda la idea.
De pronto el sorprendido barman oyó una voz baja y
gruesa:
¿En qué puedo servirle?
Y descubrió, en la sombra, al que estaba buscando.
269
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
El nigromante estaba recostado en un sofá muy grande,
rodeado de almohadones. Al barman le pareció que el artista
iba vestido todo de negro, con camisa y zapatos puntiagudos del
mismo color.
Yo soy dijo el barman, en tono amargo el encargado
del bar del teatro Varietés...
El artista alargó una mano, brillaron las piedras en sus
dedos, y obligó al barman a que callara. Habló él muy exaltado:
¡No, no! ¡Ni una palabra más! ¡Nunca, de ningún
modo! ¡No pienso probar nada en su bar! Mi respetable caballero,
precisamente ayer pasé junto a su barra y no puedo olvidar
ni el esturión ni el queso de oveja. ¡Querido amigo! El queso de
oveja nunca es verde, alguien le ha engañado. Suele ser blanco.
¿Y el té? ¡Si parece agua de fregar! He visto con mis propios ojos
cómo una muchacha, de aspecto poco limpio, echaba agua sin
hervir en su enorme samovar mientras seguían sirviendo el té.
¡No, amigo, eso es inadmisible!
Usted perdone dijo Andréi Fókich, sorprendido por el
inesperado ataque, no he venido a hablar de eso y el esturión
no tiene nada que ver...
¡Pero cómo que no tiene nada que ver! ¡Si estaba pasado!
Me lo mandaron medio fresco dijo el barman.
Oiga, amigo, eso es una tontería.
¿Qué es una tontería?
Lo de medio fresco. ¡Es una bobada! No hay término
medio, o está fresco o está podrido.
Usted perdone empezó de nuevo el barman, sin saber
cómo atajar la insistencia del artista.
No puedo perdonarle decía el otro con firmeza.
Se trata de otra cosa repuso el barman muy contrariado.
¿De otra cosa? se sorprendió el mago extranjero. ¿Y
por qué otra cosa iba a acudir a mí? Si no me equivoco, solo
he conocido a una persona que tuviera algo que ver con la profesión
de usted, una cantinera, pero fue hace muchos años,
270
cuando usted todavía no había nacido. De todos modos, encantado.
¡Asaselo! ¡Una banqueta para el señor encargado del bar!
El que estaba asando la carne se volvió, asustando al
barman con su colmillo, y le alargó una banqueta de roble. No
había ningún otro lugar donde sentarse en la habitación.
El barman habló:
Muchas gracias y se sentó en la banqueta. La pata de
atrás se rompió ruidosamente y el barman se dio un buen golpe
en el trasero. Al caer arrastró otra banqueta que estaba delante
de él, y se le derramó sobre el pantalón una copa de vino tinto.
El artista exclamó:
¡Ay! ¿No se ha hecho daño?
Asaselo ayudó a levantarse al barman y le dio otro asiento.
El barman rechazó con voz doliente la proposición del dueño
de que se quitara el pantalón para secarlo al fuego, y muy incómodo
con su ropa mojada, se sentó receloso en otra banqueta.
Me gustan los asientos bajos dijo el artista, la caída
tiene siempre menor importancia. Bien, estábamos hablando
del esturión. Mi querido amigo, ¡tiene que ser fresco, fresco,
fresco! Ese debe ser el lema de cualquier barman. ¿Quiere
probar esto?
A la luz rojiza de la chimenea brilló un sable, y Asaselo
puso un trozo de carne ardiendo en un platito de oro, la roció
con jugo de limón y dio al barman un tenedor de dos dientes.
Muchas gracias... es que...
Pruébelo, pruébelo, por favor.
El barman cogió el trozo de carne por compromiso: en
seguida se dio cuenta de que lo que estaba masticando era muy
fresco y, algo más importante, extraordinariamente sabroso.
Pero de pronto, mientras saboreaba la carne jugosa y aromática,
estuvo a punto de atragantarse y caerse de nuevo. Del cuarto de
al lado salió volando un pájaro grande y oscuro, que rozó con
su ala la calva del barman. Cuando se posó en la repisa de la
chimenea junto al reloj, resultó ser una lechuza. ¡Dios mío!,
271
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
pensó Andréi Fókich, que era nervioso como todos los camareros.
¡Vaya pisito!.
¿Una copa de vino? ¿Blanco o tinto? ¿De qué país lo prefiere
a esta hora del día?
Gracias... no bebo...
¡Hace mal! ¿No le gustaría jugar una partida de dados?
¿O le gustan otros juegos? ¿El dominó, las cartas?
No juego a nada respondió el barman ya cansado.
¡Pues hace mal! concluyó el dueño. Digan lo que
digan, siempre hay algo malo escondido en los hombres que
huyen del vino, de las cartas, de las mujeres hermosas o de
una buena conversación. Esos hombres o están gravemente
enfermos, o tienen un odio secreto a los que les rodean. Claro
que hay excepciones. Entre la gente que se ha sentado conmigo
a la mesa en una fiesta, ¡había a veces verdaderos sinvergüenzas!...
Muy bien, estoy dispuesto a escucharle.
Ayer estuvo usted haciendo unos trucos...
¿Yo? exclamó el mago sorprendido, ¡por favor, qué
cosas tiene! ¡Si eso no me gusta nada!
Usted perdone dijo anonadado el barman. Pero... la
sesión de magia negra...
¡Ah, sí, ya comprendo! Mi querido amigo, le voy a
descubrir un secreto. No soy artista. Tenía ganas de ver a los
moscovitas en masa y lo más cómodo era hacerlo en un teatro.
Por eso mi séquito indicó con la cabeza al gato organizó la
sesión, yo no hice más que observar a los moscovitas sentado en
mi sillón. Pero no cambie de cara y dígame: ¿y qué le ha hecho
acudir a mí que tenga que ver con la sesión?
Con su permiso, entre otras cosas, volaron algunos
papelitos del techo... el barman bajó el tono de voz y miró alrededor,
avergonzado y todos los recogieron. Llega un joven al
bar, me da un billete de diez rublos, y yo le devuelvo ocho con
cincuenta... después otro...
¿También joven?
272
No, de edad. Luego otro más, y otro... Yo les daba el
cambio. Y hoy me puse a hacer caja y tenía unos recortes de
papeles en vez del dinero. Han estafado al bar una cantidad de
ciento nueve rublos.
¡Ay, ay! exclamó el artista, ¿pero es cierto que creyeron
que era dinero auténtico? No puedo ni suponer que lo
hayan hecho conscientemente.
El barman le dirigió una mirada turbia y angustiada, pero
no dijo ni una palabra.
¿No serán unos cuantos granujas? preguntó el mago
preocupado. ¿Es que hay granujas en Moscú?
La respuesta del barman fue nada más que una sonrisa, lo
que hizo disipar todas las dudas: sí, en Moscú hay granujas.
¡Qué bajeza! se indignó Voland. Usted es un hombre
pobre... ¿verdad que es pobre?
El barman hundió la cabeza entre los hombros y quedó
claro que era un hombre pobre.
¿Qué tiene ahorrado?
El tono de la pregunta era bastante compasivo, pero no era
lo que se puede llamar una pregunta hecha con delicadeza. El
barman se quedó cortado.
Doscientos cuarenta y nueve mil rublos en cinco cajas de
ahorro contestó de otra habitación una voz cascada y en su
casa, debajo de los baldosines, dos mil rublos en oro. El barman
parecía haberse pegado al taburete.
Bueno, en realidad, eso no es mucho dijo Voland con
aire condescendiente, aunque tampoco lo va a necesitar.
¿Cuándo piensa morirse?
El barman se indignó.
Eso no lo sabe nadie y además, a nadie le importa respondió.
Vamos, ¡que nadie lo sabe! se oyó desde el despacho
la misma odiosa voz. ¡Ni que fuera el binomio de Newton!
273
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Morirá dentro de nueve meses, en febrero del año que viene, de
cáncer de hígado, en la habitación número 4 del hospital clínico.
El barman estaba amarillo.
Nueve meses dijo Voland pensativo, doscientos cuarenta
y nueve mil..., resulta aproximadamente veintisiete mil
al mes..., no es mucho, pero viviendo modestamente tiene bastante...
además, el oro...
No podrá utilizar su oro intervino la misma voz de
antes, que le helaba la sangre al barman. En cuanto muera
Andréi Fókich derrumbarán inmediatamente la casa y el oro irá
a parar al Banco del Estado.
Por cierto, no le aconsejo que se hospitalice continuaba
el artista. ¿Qué sentido tiene morirse en un cuarto al son de
los gemidos y suspiros de enfermos incurables? ¿No sería mejor
que diera un banquete con esos veintisiete mil rublos y que se
tomara un veneno para trasladarse al otro mundo al ritmo de
instrumentos de cuerda, rodeado de bellas mujeres embriagadas
y de amigos alegres?
El barman permanecía inmóvil, avejentado de repente.
Unas sombras oscuras le rodeaban los ojos, se le caían los carrillos
y le colgaba la mandíbula.
¡Pero me parece que estamos soñando! exclamó el
dueño. ¡Vayamos al grano! Enséñeme sus recortes de papel.
El barman, nervioso, sacó del bolsillo el paquete, lo abrió
y se quedó pasmado: el papel de periódico envolvía billetes de
diez rublos.
Querido amigo, usted está realmente enfermo dijo
Voland, encogiéndose de hombros.
El barman, con una sonrisa de loco, se levantó del taburete.
Y, y, y... dijo, tartamudeando, y si otra vez... se vuelve eso...
Hmm... el artista se quedó pensativo. Entonces vuelva
por aquí. Encantados de verle siempre que quiera, he tenido
mucho gusto en conocerle...
274
Koróviev salió del despacho, le agarró la mano al barman
y sacudiéndosela pidió a Andréi Fókich que saludara a todos,
pero absolutamente a todos. Sin llegar a entender lo que estaba
sucediendo, el barman salió al vestíbulo.
¡Guela, acompáñale! gritaba Koróviev.
¡Y de nuevo apareció en el vestíbulo la pelirroja desnuda!
El barman se lanzó a la puerta, articuló un adiós y salió
como borracho.
Dio varios pasos, luego se paró, se sentó en un peldaño,
sacó el paquete y comprobó que los billetes seguían allí.
Del piso de al lado salió una mujer con una bolsa verde. Al
ver al hombre, sentado en la escalera, mirando embobado sus
billetes de diez rublos, la mujer se sonrió y dijo, pensativa:
Pero qué casa tenemos... Este también bebido, desde por
la mañana... ¡Otra vez han roto un cristal de la escalera!
Miró fijamente al barman y añadió:
Oiga ciudadano, ¡pero si está forrado de dinero! Anda,
¿por qué no lo compartes conmigo?
¡Déjame, por Dios! se asustó el barman y guardó apresuradamente
el dinero. La mujer se echó a reír.
¡Vete al cuerno, roñoso! ¡Si era una broma! Y bajó por
la escalera.
El barman se incorporó lentamente, levantó la mano para
ponerse bien el sombrero y se percató de que no lo tenía. Prefería
no volver, pero le daba lástima quedarse sin sombrero. Después
de dudar un poco, volvió y llamó a la puerta.
¿Qué más quiere? le preguntó la condenada Guela.
Dejé el sombrero... susurró el barman, señalando su
calva. Guela se volvió de espaldas. El barman cerró los ojos y
escupió mentalmente. Cuando los abrió Guela le daba un sombrero
y una espada con empuñadura de color oscuro.
No es mía... susurró el barman, rechazando con la mano
la espada y poniéndose apresuradamente el sombrero.
275
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¿Cómo? ¿Pero había venido sin espada? se extrañó
Guela.
El barman refunfuñó algo y fue bajando las escaleras.
Sentía una molestia en la cabeza, como si tuviera demasiado
calor. Asustado, se quitó el sombrero: tenía en las manos una
boina de terciopelo con una vieja pluma de gallo. El barman se
santiguó. La boina dio un maullido, se convirtió en un gatito
negro y, saltando de nuevo a la cabeza de Andréi Fókich, hincó
las garras en su calva. Andréi Fókich gritó desesperado y bajó
corriendo. El gato cayó al suelo y subió muy deprisa la escalera.
El barman salió al aire libre y corrió hacia la puerta de la
verja, abandonando para siempre la dichosa casa número 302 bis.
Sabemos perfectamente qué le ocurrió después. Cuando
salió a la calle, echó una mirada recelosa alrededor, como buscando
algo. En un santiamén se encontró en la otra acera, en
una farmacia.
Dígame, por favor... La mujer que estaba detrás del
mostrador, exclamó:
¡Ciudadano, si tiene toda la cabeza arañada!
Le vendaron la cabeza y se enteró de que los mejores especialistas
en enfermedades del hígado eran Bernadski y Kusmín;
preguntó cuál de los dos vivía más cerca y se alegró mucho de
saber que Kusmín vivía casi en el patio de al lado, en un pequeño
chalet blanco. A los dos minutos estaba en el chalet.
La casa era antigua y muy acogedora. Más tarde el barman
se acordaría de que primero encontró a una criada viejecita, que
quiso cogerle el sombrero, pero en vista de que no lo llevaba, la
viejecita se fue, masticando con la boca vacía.
En su lugar, bajo un arco junto a un espejo, apareció una
mujer de edad, que le dijo que podría coger número para el día
19. El barman buscó un áncora de salvación. Miró, como desfalleciéndose,
detrás del arco, donde estaba sin duda el vestíbulo,
en el que había tres hombres esperando, y susurró:
Estoy enfermo de muerte...
276
La mujer miró extrañada la cabeza vendada del barman,
vaciló y pronunció:
Bueno... Y le dejó traspasar el arco.
Se abrió la puerta de enfrente y brillaron unos impertinentes
de oro.
La mujer de la bata dijo:
Ciudadanos, este enfermo tiene que pasar sin guardar
cola.
El barman no tuvo tiempo de reaccionar. Estaba en el gabinete
del profesor Kusmín. Era una habitación rectangular que
no tenía nada de terrible, de solemne o de médico.
¿Qué tiene? preguntó el profesor Kusmín con tono
agradable, mirando con cierta inquietud el vendaje de la cabeza.
Acabo de enterarme por una persona digna de crédito dijo
el barman, con la mirada extraviada puesta en un grupo fotográfico
tras un cristal que en febrero del año que viene moriré de cáncer de
hígado. Le ruego que lo detenga.
El profesor Kusmín se echó hacia atrás, apoyándose en el
alto respaldo de un sillón gótico de cuero.
Perdone, pero no le comprendo... ¿Qué le pasa? ¿Ha
visto a un médico? ¿Por qué tiene la cabeza vendada?
¡Qué médico ni qué ocho cuartos! Si llega a ver usted
a ese médico... respondió el barman, y le rechinaron los
dientes. No se preocupe por la cabeza, no tiene importancia.
¡Que se vaya al diablo la cabeza!... ¡Cáncer de hígado! ¡Le pido
que lo detenga!
Pero, por favor, ¿quién se lo ha dicho?
¡Créale! pidió el barman acalorado. ¡Él sí que sabe!
¡No entiendo nada! dijo el profesor encogiéndose de
hombros y separándose de la mesa con el sillón. ¿Cómo puede
saber cuándo se va a morir usted? ¿Sobre todo si no es médico?
En la habitación número 4 contestó el barman.
277
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Entonces el profesor miró a su paciente con detención, se
fijó en la cabeza, en el pantalón mojado y pensó: Lo que faltaba,
un loco.... Luego preguntó:
¿Bebe vodka?
Nunca lo he probado respondió el barman.
Al cabo de un minuto estaba desnudo, tumbado en una
camilla fría cubierta de hule. El profesor le palpaba el vientre.
Es necesario decir que el barman se animó bastante. El profesor
afirmó categóricamente que por lo menos de momento no había
ningún síntoma de cáncer, pero que como insistía tanto, si tenía
miedo porque le hubiera asustado un charlatán, debería hacerse
los análisis necesarios.
El profesor escribió unos papeles, explicándole dónde tenía
que ir y qué tendría que llevar. Además, le dio una carta para el
profesor neurólogo Buré, porque tenía los nervios deshechos.
¿Qué le debo, profesor? preguntó con voz suave y temblorosa
el barman, sacando su gruesa cartera.
Lo que usted quiera respondió el profesor seco y cortado.
El barman sacó treinta rublos, los puso en la mesa y luego,
con una habilidad inesperada, casi felina, colocó sobre los billetes
de diez rublos un paquete alargado envuelto en periódico.
¿Qué es esto? preguntó Kusmín, retorciéndose el bigote.
No se niegue, ciudadano profesor susurró el barman,
¡le ruego que me detenga el cáncer!
Guárdese su oro dijo el profesor orgulloso de sí
mismo. Más vale que vigile sus nervios. Mañana mismo lleve
orina para el análisis, no beba mucho té y no tome nada de sal.
¿Ni siquiera en la sopa? preguntó el barman.
En nada de lo que coma ordenó el profesor.
¡Ay! exclamó el barman con amargura, mirando enternecido
al profesor, cogiendo las monedas y retrocediendo hacia
la puerta.
Aquella tarde el profesor no tuvo que atender a muchos
enfermos y al oscurecer se marchó el último. Mientras se
278
quitaba la bata, el profesor echó una mirada al lugar donde el
barman dejara los billetes y se encontró con que en vez de los
rublos había tres etiquetas de vino Abrau-Dursó.
¡Diablos! murmuró Kusmín, arrastrando la bata por el
suelo y tocando los papeles. ¡Además de esquizofrénico es un
estafador! Lo que no entiendo es para qué me necesitaría a mí.
¿No será el papel para el análisis de orina? ¡Ah!... ¡Seguro que
ha robado un abrigo! Y el profesor echó a correr al vestíbulo,
con la bata colgándole de una manga.
¡Xenia Nikítishna! gritó con voz estridente, ya en la
puerta del vestíbulo. ¡Mire a ver si están todos los abrigos!
Los abrigos estaban en su sitio. Pero cuando el profesor
volvió a su despacho, después de haber conseguido quitarse la
bata, se quedó como clavado en el suelo, fijos los ojos en la mesa.
En el mismo sitio en que aparecieran las etiquetas, había ahora
un gatito negro huérfano con aspecto tristón, maullando sobre
un platito de leche.
Pero... bueno, ¿qué es esto? y Kusmín sintió frío en la nuca.
Al oír el grito débil y suplicante del profesor, Xenia Nikítishna
llegó corriendo y le tranquilizó en seguida explicándole
que algún enfermo habría dejado el gatito y que esas cosas
pasaban a menudo en casa de los profesores.
Vivirán modestamente explicaba Xenia Nikítishna y
nosotros, claro...
Se pusieron a pensar quién podría haberlo hecho. La sospecha
recayó en una viejecita que tenía una úlcera de estómago.
Seguro que ha sido ella decía la mujer. Habrá pensado:
Yo me voy a morir y me da pena el pobre gatito.
¡Usted perdone! gritó Kusmín. ¿Y la leche? ¿También
la ha traído? ¿Con el platito?
La habrá traído en una botella y la habrá echado en el
platito aquí explicó Xenia Nikítishna.
279
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
De acuerdo, llévese el gato y el platito dijo Kusmín,
acompañándola hacia la puerta. Cuando volvió la situación
había cambiado.
Cuando estaba colgando la bata en un clavo oyó risas en el
patio. Se asomó a la ventana y se quedó anonadado. Una señora
en combinación cruzaba el patio a todo correr. El profesor
incluso sabía su nombre: María Alexándrovna. Un chico se reía
a carcajadas.
Pero, ¿qué es eso? dijo Kusmín con desprecio.
En la habitación de al lado, que era el cuarto de la hija del
profesor, un gramófono empezó a tocar el foxtrot Aleluya. Al
mismo tiempo el profesor oyó a sus espaldas el gorgojeo de un
gorrión. Se volvió. Sobre su mesa saltaba un gorrión bastante
grande.
Hmm... ¡tranquilo! se dijo el profesor. Ha entrado
cuando yo me aparté de la ventana. ¡No es nada extraño!, se
dijo mientras pensaba que sí era extraño, sobre todo por parte
del gorrión. Le miró fijamente, dándose cuenta de que no era
un gorrión corriente. El pajarito cojeaba de la pata izquierda,
la arrastraba haciendo piruetas, obedeciendo a un compás,
es decir, bailaba el foxtrot al son del gramófono, como un
borracho junto a una barra, se burlaba del profesor como
podía, mirándole descaradamente.
La mano de Kusmín se posó en el teléfono; se disponía a
llamar a Buré, su compañero de curso, para preguntarle qué significaba
este tipo de apariciones en forma de gorriones, a los
sesenta años, con acompañamiento de mareos.
Entretanto, el pajarito se sentó sobre un tintero, que era un
regalo, hizo sus necesidades (¡no es broma!), revoloteó después,
se paró un instante en el aire, y tomando impulso, pegó con el
pico, como si fuera de acero, en el cristal de una fotografía que
representaba la promoción entera de la Universidad del año 94,
rompió el cristal y salió por la ventana.
280
El profesor cambió de intención, y en vez de marcar el
número del profesor Buré, llamó al puesto de sanguijuelas,
diciendo que el profesor Kusmín necesitaba que le mandaran
urgentemente a casa unas sanguijuelas. Cuando colgó el auricular
y se volvió hacia la mesa, se le escapó un alarido. Una
mujer vestida de enfermera, con una bolsa en la que se leía:
Sanguijuelas, estaba sentada en la mesa. El profesor, mirándole
a la boca, dio un grito: tenía boca de hombre, torcida,
hasta las orejas, con un colmillo saliente. Los ojos de la enfermera
eran los de un cadáver.
Vengo a recoger el dinerito dijo la enfermera con voz de
bajo, no va a estar rodando por aquí. Agarró las etiquetas con
una pata de pájaro y empezó a esfumarse en el aire.
Pasaron dos horas. El profesor Kusmín estaba sentado en
la cama de su dormitorio, con las sanguijuelas colgándole de las
sienes, de detrás de las orejas y del cuello. Sentado a los pies de
la cama en un edredón de seda, el profesor Buré, con su bigote
blanco, miraba a Kusmín compasivamente y le decía que todo
había sido una tontería. A través de la ventana se veía la noche.
No sabemos qué otras cosas extraordinarias sucedieron en
Moscú aquella noche y, desde luego, no vamos a intentar averiguarlo,
porque, además, ha llegado el momento de pasar a la
segunda parte de esta verídica historia. ¡Sígueme, lector!
281
LIBRO SEGUNDO
19
Margarita
¡Adelante, lector! ¿Quién te ha dicho que no puede haber
amor verdadero, fiel y eterno en el mundo, que no existe? ¡Que
le corten la lengua repugnante a ese mentiroso!
¡Sígueme, lector, a mí, y solo a mí, yo te mostraré ese amor!
¡No! Se equivocaba el maestro cuando en el sanatorio a esa
hora de la noche, pasadas las doce, le decía a Ivánushka que ella
le habría olvidado. Imposible. Ella no le había olvidado, naturalmente.
Pero en primer lugar vamos a descubrir el secreto que el
maestro no quiso contar a Iván. Su amada se llamaba Margarita
Nikoláyevna. Y todo lo que de ella contó el pobre maestro era
la pura verdad. Había hecho una descripción muy justa de su
amada. Era inteligente y hermosa y aún añadiríamos algo más:
con toda seguridad muchas mujeres lo hubieran dado todo con
tal de cambiar su vida por la de Margarita Nikoláyevna. Era
una mujer de treinta años, sin hijos, casada con un gran especialista
que había hecho un descubrimiento de importancia
nacional. Su marido era joven, apuesto, bueno y honrado y
quería a su mujer con locura. Margarita Nikoláyevna y su
marido ocupaban toda la planta alta de un precioso chalet con
jardín en una bocacalle de Arbat. ¡Qué sitio tan maravilloso!
Cualquiera que lo desee, puede comprobarlo visitando el jardín.
282
Que se dirija a mí y le daré las señas, le enseñaré el camino,
porque el chalet existe todavía...
A Margarita Nikoláyevna no le faltaba el dinero. Podía
satisfacer todos sus caprichos. Entre los amigos de su marido
había personas interesantes. Margarita Nikoláyevna no conocía
los horrores de la vida en un piso colectivo. En resumen... ¿era
feliz? ¡Ni un solo momento! Desde que se casó a los diecinueve
años y se encontró en el chalet, no tuvo un solo día feliz. ¡Dioses,
dioses míos! ¿Qué le hacía falta a esta mujer? ¿Qué necesitaba
esta mujer que siempre tenía en sus ojos un fuego extraño? ¿Qué
necesitaba esta bruja, un poco bizca, que un día de primavera
se puso unas mimosas de adorno? No lo sé. Seguramente dijo
la verdad; lo necesitaba a él, al maestro; ni el palacete gótico, ni
el jardín para ella sola ni el dinero. Le quería, era verdad que le
quería.
A mí, que soy el narrador de esta verdad, pero ajeno a
su historia al fin y al cabo, a mí, incluso a mí, se me encoge el
corazón cuando pienso en lo que sufriría Margarita, al volver
al día siguiente a casa del maestro (afortunadamente sin haber
hablado con su marido, que no había vuelto el día prometido) y
enterarse de que el maestro no estaba allí. Hizo todo lo posible
por indagar, pero naturalmente, no pudo averiguar nada.
Volvió al chalet y continuó su vida en el lugar de antes.
Pero cuando desapareció la nieve sucia de las aceras y las
calzadas, y entró por las ventanas el viento inquieto y húmedo
de la primavera, el sufrimiento de Margarita Nikoláyevna fue
más insoportable aún que en el invierno. Lloraba muchas veces
a escondidas, con amargura; no sabía si amaba a un hombre
vivo o muerto ya. Y cuantos más días desesperados transcurrían,
más se aferraba a la idea de que estaba unida a un muerto.
Tenía que olvidarle o morir ella también. No podía seguir
viviendo así. ¡Era imposible! Olvidarle costara lo que costara,
¡olvidarle! Pero lo peor era que no le olvidaba.
283
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Sí, sí, aquella equivocación! decía Margarita, sentada
junto a la chimenea mirando al fuego, encendido como
recuerdo de otro fuego que ardía un día que él escribía sobre
Poncio Pilatos. ¿Por qué me iría aquella noche? ¿Para qué?
¡Qué locura hice! Volví al día siguiente como le prometí, pero
ya era tarde. Sí, volví, como el pobre Leví Mateo, ¡demasiado
tarde!
Estas palabras eran inútiles, porque, en realidad, ¿qué
habría cambiado si se hubiera quedado con el maestro aquella
noche? ¿Se podría haber salvado acaso? ¡Qué absurdo!
diríamos nosotros, pero no lo hacemos ante una mujer roída por
la desesperación. El mismo día en que una ola de escándalo,
provocada por la aparición del nigromante, sacudía Moscú,
el viernes que el tío de Berlioz fue enviado a Kíev, que detuvieron
al contable y pasaron tantas otras cosas más, absurdas
e incomprensibles, Margarita se despertó en su dormitorio
casi al mediodía. La habitación tenía una ventana que daba a
la torre del palacete. En contra de lo que solía sucederle, esta
vez Margarita no se echó a llorar al despertarse, porque tenía el
presentimiento de que, por fin, algo iba a ocurrir. Cuando se dio
cuenta de su corazonada, empezó a acariciar la idea, a fomentarla
en su alma, temiendo que, de otro modo, la abandonara.
Tengo fe susurraba Margarita solemnemente, ¡tengo
fe! ¡Algo va a pasar! No puede dejar de suceder, porque si no,
¿por qué tengo que sufrir este dolor hasta el final de mis días?
Confieso que he vivido una doble vida oculta a los demás, pero
el castigo no puede ser tan cruel... Algo tiene que suceder inevitablemente,
porque es imposible que esto dure siempre. Además
estoy segura de que mi sueño ha sido profético, lo juraría...
Así hablaba Margarita Nikoláyevna, mirando las cortinas
rojas inundadas de sol, mientras se vestía apresuradamente y
peinaba su pelo rizado delante de un espejo de tres caras.
Aquella noche Margarita había tenido un sueño extraordinario.
Durante su invierno de tortura no había soñado jamás
284
con el maestro. De noche la abandonaba y sufría solo por el día.
Y aquella noche lo había visto.
Había soñado con un lugar desconocido: triste, desesperante,
con un cielo oscuro de primavera temprana. Aquel cielo
gris, como despedazado, y bajo el cielo una bandada de grajos
silenciosos. Un puentecillo tortuoso cruzaba un río turbio, primaveral.
Unos árboles desnudos, tristes y pobres. Un álamo solitario,
y más lejos, entre los árboles, tras un huerto, una choza
de madera, que podía ser una cocina o un baño público, ¡quién
sabe! Todo parecía muerto, helaba la sangre en las venas y daban
unas ganas tremendas de ahorcarse en ese mismo álamo junto al
puente. Ni una brisa, ni un movimiento de las nubes, ni un alma.
¡Qué lugar más espantoso para un hombre vivo!
Y figúrense que de pronto se abría la puerta de la choza y
aparecía él. Bastante lejos, pero se le distinguía bien. Andrajoso,
vestido de una manera muy extraña. Despeinado y sin afeitar.
Con los ojos enfermos, inquietos. Le hacía señas con la mano,
llamándola. Ahogándose en aquel aire inhabitable, Margarita
corría hacia él por la tierra desigual, cuando se despertó.
Esto puede significar dos cosas pensaba Margarita: o
está muerto y me llama, entonces es que ha venido a buscarme y
pronto voy a morirme, o está vivo y el sueño es que quiere que le
recuerde. Dice que pronto nos veremos... Sí, sí, ¡nos vamos a ver
muy pronto!.
Margarita se vistió, excitada todavía; trataba de convencerse
de que en realidad todo se estaba arreglando muy bien y
había que saber aprovechar los momentos propicios. Su marido
se había ido en comisión de servicio por tres días. Durante tres
días Margarita estaría completamente sola, nadie podría impedirle
pensar en lo que quisiera y soñar con lo que le gustase. Las
cinco habitaciones de la planta alta del palacete, que causarían la
envidia a miles de personas de Moscú, estaban a su disposición.
Sin embargo, al sentirse libre por tres días en su precioso
piso, Margarita eligió un lugar, que no era el mejor, ni mucho
285
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
menos. Después de tomar el té, fue a una habitación oscura,
sin ventanas, donde, en dos grandes armarios, se guardaban
las maletas y toda clase de trastos. Se puso en cuclillas, abrió
el cajón de abajo de un armario y, levantando un montón de
retales de seda, sacó su único tesoro. Tenía en sus manos un
viejo álbum de piel marrón, en el que había una fotografía del
maestro, la libreta de la caja de ahorros con el ingreso de diez
mil rublos a su nombre, unos pétalos secos de rosa colocados
entre papel de seda y una parte de un cuaderno in folio, escrito a
máquina y con el borde inferior quemado.
Regresó a su dormitorio con el tesoro, colocó la foto en
el espejo de tres caras, se sentó delante y así permaneció cerca
de una hora, sosteniendo en las rodillas el quemado cuaderno,
pasando las páginas y releyendo aquello, que ahora, quemado,
no tenía principio ni fin: ... la oscuridad que llegaba del mar
Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador.
Desaparecieron los puentes colgantes que unían el templo y la
terrible torre Antonia bajó del cielo el abismo, sumergiendo a
los dioses alados del circo, el palacio Hasmoneo con sus aspilleras,
bazares, caravanas, bocacalles, estanques. Desapareció
Jershalaím, la gran ciudad, como si nunca hubiera existido....
Margarita quería seguir leyendo, pero no había nada más,
solo unos flecos desiguales ennegrecidos.
Enjugándose las lágrimas, apartó el cuaderno, apoyó los
codos en la mesa del espejo y se quedó mirando la foto, reflejada
en el cristal. Poco a poco se le fueron secando las lágrimas.
Margarita recogió cuidadosamente su tesoro y a los pocos
minutos ya estaba todo enterrado bajo los trapos de seda. Sonó
el candado en la habitación oscura.
Margarita Nikoláyevna estaba ya en el vestíbulo, poniéndose
el abrigo para ir a dar un paseo. Natasha, su bella criada,
preguntó qué tenía que hacer de segundo plato, y al oír que lo
que quisiera, para distraerse, entabló conversación con su ama,
diciendo Dios sabe qué: que si el día anterior un prestidigitador
286
había estado haciendo trucos en el teatro, que todos se quedaron
con la boca abierta, que repartía gratis perfumes extranjeros y
medias, y después, cuando terminó la sesión y el público salió a
la calle, ¡zas!: todos estaban desnudos. Margarita Nikoláyevna
se derrumbó en una silla, que había debajo del espejo, y se echó
a reír.
¡Natasha!, pero ¿no le da vergüenza? decía Margarita
Nikoláyevna. Es usted una chica inteligente, ha leído mucho...
¡Cuentan en las colas esos disparates y usted los repite!
Natasha se puso colorada y repuso, con mucho calor, que
no era ninguna mentira, que ella misma había visto con sus
propios ojos en la tienda de comestibles de Arbat a una ciudadana
que llegó con zapatos y, cuando se acercó a la caja
a pagar, los zapatos desaparecieron y se quedó solo con las
medias. ¡Con los ojos desorbitados y un agujero en el talón!
Los zapatos eran mágicos, zapatos de la función.
¿Así se quedó?
¡Así mismo! exclamó Natasha, poniéndose más colorada
porque no le creía. Sí, y ayer tarde las milicias se llevaron
a unas cien personas. Unas ciudadanas que habían estado en la
función y corrían por la Tverskaya en paños menores.
Seguro que son cosas de Daria dijo Margarita Nikoláyevna,
siempre me ha parecido que es una mentirosa.
La divertida conversación terminó con una agradable sorpresa
para Natasha. Margarita Nikoláyevna se fue a su dormitorio
y salió de allí con un par de medias y un frasco de colonia
y, diciendo que también ella quería hacer un truco, se los regaló
a Natasha, pidiéndole tan solo una cosa: que no anduviera por
Arbat en medias y que no hiciera caso de Daria. La ama y su sirvienta
se dieron un beso y se separaron.
Margarita se acomodó en el asiento de un trolebús que
pasaba por Arbat, pensando en sus cosas, prestando atención
de vez en cuando a lo que decían dos ciudadanos que iban
delante de ella.
287
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Los dos, mirando hacia atrás con temor de que alguien les
oyera, discutían en voz baja algo absurdo. Uno de ellos, que iba
junto a la ventanilla, enorme, rollizo, con unos ojillos de cerdo
muy vivos, susurraba a su vecino pequeñito que tuvieron que
tapar el ataúd con una tela negra...
¡Pero si no puede ser! decía el pequeño, asombrado.
¡Si es algo inaudito!... ¿Y qué hizo Zheldibin?
En medio del monótono ruido del trolebús se oyeron unas
palabras que venían desde la ventana.
Investigación criminal..., un escándalo..., ¡como místico!...
Margarita Nikoláyevna, uniendo los trozos de conversación,
pudo componer algo más o menos coherente. Los ciudadanos
hablaban de que habían robado del ataúd la cabeza de un
difunto (quién era, no lo nombraban). Por eso Zheldibin estaba
tan preocupado. Y estos dos que cuchicheaban en el trolebús
tenían algo que ver con el maltratado difunto.
¿Crees que nos dará tiempo de pasar a recoger las flores?
se inquietaba el pequeño. ¿A qué hora es la incineración? ¿A
las dos?
Por fin Margarita Nikoláyevna se cansó de escuchar las
misteriosas incoherencias sobre una cabeza robada y se alegró
de llegar a su parada.
Unos minutos más y Margarita Nikoláyevna estaba sentada
en un banco bajo la muralla del Kremlin, mirando a la Plaza
Manézhnaya.
El sol muy fuerte la obligaba a entornar los ojos; recordaba
su sueño, recordaba cómo hacía un año, el mismo día y
a la misma hora, estaba sentada con él en aquel banco y cómo
ahora, su bolso negro estaba junto a ella en el banco. Esta vez él
no estaba a su lado, pero mentalmente Margarita Nikoláyevna
hablaba con él: Si estás deportado, ¿por qué no haces saber de
ti? Los otros lo hacen. ¿Es que ya no me quieres? No sé por qué,
pero no lo creo. Entonces, o estás deportado o te has muerto. Si
288
es así, te pido que me dejes, que me des libertad para vivir, para
respirar este aire. Y ella misma contestaba por él: Eres libre...
¿Acaso te retengo?. Ella replicaba: Eso no es una respuesta.
Vete de mi memoria, solo entonces seré libre....
La gente pasaba junto a Margarita Nikoláyevna. Un
hombre se quedó mirando a la elegante mujer, atraído por su
belleza y por su soledad. Tosió y se sentó en el borde del mismo
banco en el que estaba Margarita.
Por fin se atrevió a hablar:
Decididamente, hoy hace buen día...
Pero Margarita le echó una mirada tan sombría, que el
hombre se levantó y se fue.
He aquí un ejemplo decía Margarita al que era su
dueño: ¿Por qué habré echado a ese hombre? Me aburro, y en
ese don Juan no había nada malo, aparte del decididamente,
tan ridículo... ¿Por qué estoy sola como una lechuza al pie de la
muralla? ¿Por qué estoy apartada de la vida?.
Se sentía triste y alicaída. Y de pronto, igual que cuando
se despertó, una ola de esperanza y emoción se levantó en su
pecho. Sí, ¡algo va a pasar!. Sintió otra vez el golpe de su
corazonada y comprendió que se trataba de una onda sonora.
Entre el ruido de la ciudad se oía, cada vez con más claridad, el
retumbar de unos tambores y trompetas, algo desafinados, que
se aproximaba poco a poco.
Primero apareció un miliciano a caballo, que avanzaba a
paso lento junto a la reja del parque; le seguían tres milicianos
a pie. Luego venía un camión con los músicos y detrás un coche
funerario nuevo, abierto, con un ataúd cubierto de coronas
y cuatro personas en las esquinas: tres hombres y una mujer.
A pesar de la distancia, Margarita pudo ver que la gente que
acompañaba al difunto en su último viaje parecía desconcertada,
sobre todo la ciudadana que iba detrás. Daba la impresión
que los carrillos gruesos de la ciudadana estaban hinchados
por un secreto emocionante y sus ojos abotargados lanzaban
289
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
chispitas. Faltaba poco para que guiñara el ojo hacia el difunto,
diciendo: ¿Han visto algo semejante? ¡Es increíble!. Las trescientas
personas que avanzaban a paso lento detrás del coche
tenían la misma expresión de desconcierto.
Margarita seguía con los ojos el cortejo, escuchando
el triste ruido, cada vez más débil, de los tambores que repetían
el mismo sonido: Bums, bums, bums. Pensaba: ¡Qué
entierro tan extraño..., y qué tristeza en ese bums! Creo que
sería capaz de venderle mi alma al Diablo por saber si está vivo
o muerto... Me gustaría saber a quién van a enterrar.
A Mijaíl Alexándrovich Berlioz se oyó a su lado una
voz de hombre, algo nasal, el presidente de massolit.
Margarita Nikoláyevna, sorprendida, se volvió y se encontró
con que en su banco había un ciudadano; seguramente se habría
sentado aprovechando que ella estaba absorta con la procesión,
y por aquella distracción había hecho su última pregunta en voz
alta.
Entretanto, la procesión se detuvo, seguramente parada
por los semáforos.
Pues sí continuaba el ciudadano desconocido, qué
ánimo tan asombroso tiene esa gente. Llevan al difunto y están
pensando dónde estará su cabeza.
¿Qué cabeza? preguntó Margarita, examinando a su
inesperado interlocutor. Era pequeño, pelirrojo, le sobresalía
un colmillo, vestía una camisa almidonada, un traje a rayas de
buena tela, zapatos de charol y un sombrero hongo. La corbata
era de colores vivos. Y lo extraño era que en el bolsillo, donde
los hombres suelen llevar un pañuelo o una pluma estilográfica,
este llevaba un hueso de pollo roído.
Pues sí, señora explicó el pelirrojo, esta mañana, en la
sala de Griboyédov, han robado del ataúd la cabeza del difunto.
¿Pero cómo es posible? preguntó Margarita involuntariamente,
recordando la conversación que oyera en el trolebús.
290
¡El Diablo lo sabrá! dijo el pelirrojo con desenfado.
Aunque me parece que habría que preguntárselo a Popota.
¡Qué manera de birlar la cabeza! ¡Da gusto! ¡Qué escándalo! Lo
importante es que nadie sabe para qué puede servir la cabeza.
A pesar de lo ocupada que estaba Margarita Nikoláyevna
con lo suyo, no pudo menos que asombrarse al oír las extrañas
mentiras en boca del desconocido ciudadano.
¡Cómo! exclamó ella. ¿Qué Berlioz? ¿No será el del
periódico?...
Ese es, precisamente...
Entonces, ¿los que siguen el ataúd son literatos?
¡Naturalmente!
¿Los conoce de vista?
A todos respondió el pelirrojo.
Dígame habló Margarita, con voz sorda, ¿no está
entre ellos el crítico Latunski?
¿Pero cómo iba a faltar? contestó el pelirrojo. Es el del
extremo en la cuarta fila.
¿El rubio? preguntó Margarita entornando los ojos.
Color ceniza... ¿No ve que ha levantado los ojos al cielo?
¿El que parece un cura?
¡El mismo!...
Margarita no preguntó más y se quedó mirando a Latunski.
Y usted, por lo que veo dijo sonriente el pelirrojo, odia
a ese Latunski. ¿No es así?
No es al único que odio contestó Margarita entre dientes,
pero no me parece un tema de conversación interesante.
La procesión continuó su camino, seguida de coches vacíos.
Tiene razón, Margarita Nikoláyevna, no tiene nada de
interesante.
Margarita se sorprendió.
¿Es que me conoce?
Por toda respuesta, el pelirrojo se quitó el sombrero e hizo
un gesto de saludo.
291
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Qué pinta de bandido tiene este tipo!, pensó Margarita,
mirando fijamente a su casual interlocutor.
Yo no le conozco a usted dijo Margarita secamente.
¿Cómo me va a conocer? Sin embargo, me han enviado
para hablar con usted de cierto asunto Margarita palideció y
se echó hacia atrás.
En lugar de contar esas tonterías de la cabeza cortada
dijo Margarita tenía que haber empezado por ahí. ¿Viene a
detenerme?
¡De ninguna manera! exclamó el pelirrojo. ¡Pero qué
cosas tiene! No he hecho más que hablarle y ya piensa que la voy
a detener. Vengo a tratar con usted un asunto.
No comprendo. ¿De qué me habla?
El pelirrojo miró alrededor y dijo misteriosamente:
Me han enviado a invitarla a usted para esta noche.
Usted está loco. ¿A qué me invita?
A casa de un extranjero muy ilustre dijo el pelirrojo con
aire significativo, entornando un ojo.
Margarita se enfureció.
¡Lo único que faltaba, una nueva especie de alcahuete
callejero! dijo incorporándose, dispuesta a marcharse, pero la
detuvieron las palabras del pelirrojo:
La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió
la ciudad, odiada por el procurador. Desaparecieron los puentes
colgantes, que unían el templo y la terrible torre Antonia...
Desapareció Jershalaím, la gran ciudad, como si nunca hubiera
existido... ¡Por mí, también usted puede desaparecer con su
cuaderno quemado y la rosa disecada! ¡Quédese en ese banco
sola, pidiéndole que le dé libertad para respirar, que se vaya de
su memoria!
Margarita, muy pálida, se volvió. El pelirrojo la miraba
con los ojos entornados.
No comprendo nada dijo Margarita Nikoláyevna con
voz débil. Lo de las hojas, podía haberlo leído, espiado... ¿Pero
292
cómo se ha enterado de lo que yo pensaba? Y añadió con una
expresión de dolor: Dígame, ¿quién es usted? ¿A qué organización
pertenece?
Qué lata... murmuró el pelirrojo, y habló fuerte: Si ya
le he dicho que no pertenezco a ninguna organización. Siéntese,
por favor.
Margarita le obedeció sin una sola objeción, pero al sentarse
le preguntó de nuevo:
¿Quién es usted?
Bueno, me llamo Asaselo; pero eso no le dice nada.
Dígame, ¿cómo supo lo de las hojas y lo que yo pensaba?
Eso no se lo digo.
¿Pero usted sabe algo de él? susurró Margarita, suplicante.
Pongamos que sí.
Se lo ruego, dígame solo una cosa: ¿vive? ¡No me haga
sufrir!
Bueno, sí, está vivo dijo Asaselo de mala gana.
¡Dios mío!
Por favor, sin emociones ni gritos dijo Asaselo, frunciendo
el entrecejo.
Perdóneme murmuraba Margarita, dócil ya, siento
haberle irritado. Pero reconozca que cuando a una mujer la
invitan en la calle a ir a una casa... No tengo prejuicios, se lo
aseguro... Margarita sonrió tristemente, pero yo nunca veo
a ningún extranjero y no tengo ningunas ganas de conocerlos.
Además, mi marido... Mi tragedia es que vivo con un hombre al
que no quiero, pero considero indigno estropearle su vida... Él
no me ha hecho más que el bien.
Se veía que este discurso incoherente estaba aburriendo a
Asaselo, que dijo con severidad:
Por favor, cállese un minuto.
Margarita le obedeció.
293
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
La estoy invitando a casa de un extranjero que no puede
hacerle ningún daño. Además, nadie sabrá de su visita. Eso se lo
garantizo yo.
¿Y para qué me necesita? preguntó tímidamente Margarita.
Lo sabrá más tarde.
Ya entiendo... Tengo que entregarme a él dijo Margarita
pensativa.
Asaselo sonrió con aire de superioridad y contestó:
Cualquier mujer en el mundo soñaría con esto. Pero no
tengo más remedio que defraudarla. No es eso.
¿Pero quién es ese extranjero? exclamó Margarita turbada,
en un tono de voz tan alto, que se volvieron los que pasaban
junto al banco. ¿Y qué interés puedo tener en ir a verle?
Asaselo se inclinó hacia ella y susurró con aire significativo:
Tiene mucho interés..., puede aprovechar la ocasión...
¿Cómo? exclamó Margarita con los ojos redondos. Si
no me equivoco, está usted insinuando que puedo saber algo de él.
Asaselo asintió con la cabeza en silencio.
¡Vamos! exclamó Margarita con fuerza, agarrando a
Asaselo de la mano. ¡Vamos adonde sea!
Asaselo se apoyó en el respaldo del banco, tapando con
su espalda un nombre grabado con navaja, Niura, y dijo con
expresión irónica:
¡Qué difíciles son las mujeres! se metió las manos en
los bolsillos y estiró las piernas. ¿Por qué me habrán mandado
a mí para resolver este problema? Podía haber venido Popota,
que tiene mucho encanto...
Margarita habló con una sonrisa amarga y contrariada:
Por favor, déjese de mixtificaciones y no me haga sufrir
con sus misterios. Se está aprovechando de que soy una persona
desgraciada... Me estoy metiendo en algo muy extraño, ¡pero le
juro que ha sido nada más que porque usted me ha interesado
294
hablándome de él! Estoy mareada con todas esas complicaciones...
¡No dramatice! repuso Asaselo con una mueca. Trate
de ponerse en mi lugar. Dar una paliza al administrador, echar
al tipo del piso, pegar un tiro, u otra tontería por el estilo, todo
esto es especialidad mía. ¡Pero hablar con mujeres enamoradas,
eso sí que no! Estoy tratando de convencerla hace más de media
hora. ¿Entonces, qué? ¿Se viene?
Sí repuso sencillamente Margarita Nikoláyevna.
Entonces, haga el favor de coger esto dijo Asaselo sacando
una cajita redonda de oro del bolsillo y dándosela a Margarita.
Escóndala, que nos están mirando. Le servirá. Margarita
Nikoláyevna, de tanto sufrir ha envejecido usted bastante en este
medio año Margarita se puso colorada, pero no contestó. Asaselo
continuó: Esta noche, a las nueve y media, haga el favor de desnudarse
y untarse la cara y el cuerpo con esta crema. Después puede
hacer lo que quiera, pero no se aparte del teléfono. Yo la llamaré
a las diez y le daré instrucciones. Usted no tendrá que ocuparse
de nada, la llevarán adonde haga falta, sin ninguna molestia para
usted. ¿Está claro?
Margarita tardó en contestar. Luego dijo:
Está claro. Esto es de oro puro, se ve por el peso. Veo que
me están sobornando para complicarme en una historia turbia
y luego tendré que pagarlo...
¿Pero qué dice? murmuró Asaselo, indignado. ¿Otra vez?
No, espere...
¡Devuélvame la crema!
Margarita agarró la caja con todas sus fuerzas.
No, no, espere... Sé perfectamente a lo que voy. Lo hago
todo por él, porque ya no me queda ninguna esperanza. Pero
quiero decirle que si yo muero ¡usted tendrá la culpa! ¡Se avergonzará
de ello! ¡Muero por amor! y dándose un golpe en el
pecho Margarita miró hacia el sol.
295
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Devuélvala! gritaba Asaselo. ¡Devuélvala, y al diablo
todo! ¡Que manden a Popota!
¡Oh, no! exclamó Margarita, sorprendiendo a los transeúntes.
¡Estoy dispuesta a todo, estoy dispuesta a hacer esa
comedia de la crema, estoy dispuesta a irme al diablo! ¡No se la doy!
¡Vaya! vociferó de pronto Asaselo con los ojos desorbitados,
señalando algo detrás de la verja del jardín.
Margarita miró hacia donde le había indicado Asaselo,
pero no descubrió nada de particular. Cuando volvió a mirar a
Asaselo, como pidiendo una explicación por el absurdo vaya,
no había nadie que se lo pudiera explicar. El misterioso interlocutor
de Margarita Nikoláyevna había desaparecido.
La mujer metió la mano en el bolso, donde acababa de
guardar la cajita, y se convenció de que seguía allí. Sin pensar en
nada, Margarita salió corriendo del jardín Alexándrovski.
297
20
La crema de Asaselo
A través de las ramas de un arce se veía la luna llena en
el cielo limpio de la noche. Las manchas de luz que filtraban
los tilos y las acacias dibujaban figuras complicadas. La ventana
de tres hojas, abierta, pero con la cortina echada, brillaba
con rabiosa luz eléctrica. En el dormitorio de Margarita
Nikoláyevna todas las luces estaban encendidas, mostrando el
gran desorden que reinaba en la habitación.
En la cama, encima de la manta, había blusas, medias y
ropa interior; en el suelo, junto a una cajetilla de tabaco aplastada,
más ropa amontonada en el barullo. En la mesilla de
noche, un par de zapatos, junto a una taza de café sin terminar,
un cenicero con una colilla humeante. En el respaldo de una
silla, un vestido de noche negro. La habitación olía a perfume.
Y de algún otro sitio penetraba el olor a plancha caliente.
Margarita Nikoláyevna estaba sentada ante el espejo con
un albornoz echado sobre su cuerpo desnudo y unos zapatos de
ante negro. Delante de ella, junto a la cajita que le había dado
Asaselo, estaba el reloj con pulsera de oro. Margarita no apartaba
de él la mirada.
A veces le parecía que el reloj se había estropeado, que las
agujas ya no se movían. Pero sí, se movían, muy despacio, como
pegándose, y por fin la aguja larga marcó los veintinueve minutos.
A Margarita le palpitaba tan fuerte el corazón, que no pudo coger
la cajita. Por fin consiguió dominarse, la abrió y dentro vio una
298
crema amarillenta. Le pareció que olía a fango de pantano. Cogió
un poco de crema con la punta de los dedos y se la puso en la
mano. El olor a hierbas de pantano y a bosque se hizo penetrante.
Empezó a frotarse con la crema la frente y las mejillas.
La crema se esparcía con facilidad, y a Margarita le pareció
que se evaporaba inmediatamente. Se friccionó varias veces, se
miró al espejo y dejó caer la caja encima del reloj. La esfera se
agrietó en seguida. Cerró los ojos, luego se miró otra vez y rio
desaforadamente.
Sus cejas, depiladas como dos hilitos, se habían espesado
y le arqueaban suavemente los ojos, más verdes que nunca. Una
fina arruga que le atravesaba verticalmente la frente, aparecida
en octubre, cuando perdió al maestro, desapareció sin dejar
huella. Desaparecieron también las sombras amarillas de las
sienes y una red de arrugas, apenas visibles, junto a la comisura
externa de los ojos. Un color rosa uniforme le cubría la piel de
las mejillas, tenía la frente blanca y limpia y había desaparecido
el rizado de peluquería.
La Margarita de treinta años veía reflejada en el espejo a
una mujer morena, de unos veinte años, con el pelo ondulado.
Dejó de reír, se quitó de un golpe el albornoz, cogió una cantidad
bastante regular de la crema ligera y grasienta y empezó a
frotarse el cuerpo con enérgicos ademanes. Se puso toda color
rosa, como iluminada por dentro. Luego, como si le hubieran
sacado una aguja del cerebro, se calmó el dolor en una sien, que
le había durado toda la tarde, desde la conversación en el Jardín
Alexándrovski; se le fortalecieron los músculos de las extremidades
y el cuerpo se tornó ingrávido.
Dio un salto y se quedó en el aire, encima de la alfombra;
luego notó que algo tiraba de ella hacia el suelo y se bajó.
¡Qué crema! ¡Pero qué crema! gritó Margarita, cayendo
en un sillón.
El efecto de las fricciones no fue solo físico. Ahora bullía
la alegría en cada célula de su cuerpo, la sentía en forma de
299
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
pequeñas burbujas que la pinchaban. Se sentía libre, completamente.
Vio con claridad que había sucedido justamente aquello
que presintiera por la mañana y que dejaría el palacete y su
antigua vida para siempre.
Del recuerdo de su antigua vida se desprendía un pensamiento:
tenía un último deber que cumplir antes de comenzar
aquello nuevo y extraordinario que parecía que la elevaba, llevándosela
al aire libre. Corrió desnuda, volando a veces, al despacho
de su marido, encendió la luz y se precipitó al escritorio.
En una hoja de papel, que arrancó de un cuaderno, escribió de
prisa, sin tachaduras, unas palabras a lápiz:
Perdóname y olvídame lo antes que puedas. Me voy para
siempre. Será inútil que me busques. Me han vencido el dolor
y la desgracia y me he convertido en bruja. Me voy, ya es hora.
Margarita.
Margarita voló a su dormitorio, sentía alivio en su alma.
Natasha la seguía corriendo, con un montón de ropa. Y todos
aquellos objetos, perchas de madera con vestidos, pañuelos de
encaje, unos zapatos azules de raso, un cinturón, todo aquello
cayó al suelo y Natasha se sacudió las manos libres.
¿Qué tal estoy? preguntó Margarita con voz ronca.
¿Pero qué ha hecho? decía Natascha, retrocediendo hacia
la puerta. ¿Cómo lo ha conseguido, Margarita Nikoláyevna?
¡Ha sido la crema, la crema! contestó Margarita, señalando
la reluciente cajita de oro y dando vueltas frente al espejo.
Olvidando la ropa tirada por el suelo, Natasha corrió hacia
el tocador y se quedó mirando los restos de crema con los ojos
encendidos por la envidia. Sus labios se movían en silencio. Se
volvió hacia Margarita Nikoláyevna y pronunció con beatitud:
¡Qué cutis! ¡Pero qué cutis, Margarita Nikoláyevna! ¡Si
parece que reluce!
Volvió en sí y corrió hacia los trajes tirados, los levantó
para quitarles el polvo.
300
¡Déjelo! gritaba Margarita. ¡Al diablo! ¡Déjelo todo!
O no, lléveselo de recuerdo. ¡Llévese todo lo que haya en esta
habitación!
Natasha, como si de repente se hubiera vuelto loca, se le
quedó mirando, se colgó a su cuello y gritó dándole besos:
¡Si parece de raso! ¡Si reluce! ¡De raso! ¡Y las cejas!
Coja todos los trajes, los perfumes y lléveselo todo a su
baúl, escóndalo gritaba Margarita, pero no se lleve las joyas,
porque podrían acusarla de robo.
Natasha agarró todo lo que encontró a mano: vestidos,
zapatos, medias y ropa interior y salió del dormitorio.
En aquel momento entró por la ventana abierta y siguió
volando un vals virtuoso y atronador; se oyó el ruido de un
coche que se acercaba a la puerta del jardín.
¡Ahora llamará Asaselo! exclamó Margarita, mientras
escuchaba el vals, que rodaba por la calle. ¡Me llamará! ¡Y el
extranjero no es peligroso, ahora me doy cuenta de que no es
peligroso!
Se oyó el coche que se alejaba del jardín. Sonó la verja y se
oyeron pasos en las losas del camino.
Es Nikolái Ivánovich, conozco su modo de andar pensó
Margarita. Tengo que hacer algo original y divertido para despedirme.
Margarita descorrió la cortina de un tirón y se sentó de
perfil en el antepecho de la ventana, abrazándose las rodillas.
La luz de la luna le lamía el costado derecho. Margarita levantó
la cabeza hacia la luna y puso cara pensativa y poética. Sonaron
otros dos pasos y cesaron de pronto. Margarita contempló la
luna un momento, suspiró extasiada y volvió la cabeza hacia el
jardín; efectivamente, allí estaba Nikolái Ivánovich, su vecino
de la planta baja del palacete. La luz de la luna caía de plano
sobre Nikolái Ivánovich. Estaba en un banco y se notaba desde
luego que acababa de sentarse. Tenía los impertinentes algo torcidos
y apretaba la cartera en las manos.
301
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Hola, Nikolái Ivánovich! dijo Margarita con voz triste.
¡Buenas noches! ¿Vuelve de alguna reunión?
Nikolái Ivánovich no contestó.
Y yo siguió Margarita, asomándose un poco más por
la ventana estoy sola, como ve, aburrida, mirando la luna y
escuchando el vals...
Margarita se pasó la mano izquierda por la sien, arreglándose
el cabello, y dijo con enfado:
¡Me parece poco correcto, Nikolái Ivánovich! ¡Al fin y
al cabo soy una mujer! Es una grosería no contestar cuando le
estoy hablando.
A la luz de la luna destacaba hasta el último botón del chaleco
de Nikolái Ivánovich, hasta el último pelo de su barba clara
y puntiaguda; sonrió con expresión enajenada, se levantó del
banco, y al parecer, muy azorado, en vez de quitarse el sombrero,
hizo un gesto con la cartera y dobló las piernas, como si pensara
ponerse a bailar.
¡Ah, qué hombre más aburrido es usted, Nikolái Ivánovich!
siguió Margarita. ¡Le diré que estoy tan harta de usted, que no
soy capaz de expresarlo siquiera! ¡Me alegro de poder perderle de
vista! ¡Váyase al diablo!
El teléfono rompió a sonar en el dormitorio, a espaldas
de Margarita. Saltó del antepecho de la ventana y olvidando a
Nikolái Ivánovich, cogió el auricular.
Habla Asaselo.
¡Querido, querido Asaselo! exclamó Margarita.
Ya es la hora. Salga volando dijo Asaselo. Se notaba,
por su tono de voz, que le había gustado el arrebato alegre y
sincero de Margarita. Cuando pase sobre la puerta del jardín
grite: ¡Invisible!. Luego vuele sobre la ciudad, para acostumbrarse,
y después hacia el sur fuera de la ciudad, al río. ¡La están
esperando!
Margarita colgó el auricular. En el cuarto de al lado se oyó
el paso de alguien que cojeaba y como si algún objeto de madera
302
golpease la puerta. Margarita la abrió y entró bailando en el
dormitorio la escoba con las cerdas para arriba. El palo redoblaba
en el suelo, daba patadas e intentaba salir por la ventana
como fuera. Margarita dio un grito de alegría y se montó en la
escoba. Solo entonces le pasó por la cabeza la idea de que con
todo aquel lío había olvidado vestirse. Siempre galopando sobre
la escoba se acercó a la cama y cogió lo primero que encontró
a mano: una combinación azul. Moviéndola como si fuera un
estandarte, echó a volar por la ventana. El vals sonó con más
potencia.
Margarita se deslizó desde la ventana hacia abajo y vio a
Nikolái Ivánovich.
Estaba como petrificado en el banco, verdaderamente perplejo,
escuchando los gritos y los ruidos que procedían del dormitorio
iluminado del piso de arriba.
¡Adiós, Nikolái Ivánovich! gritó Margarita, bailando
frente a él.
Él suspiró y empezó a resbalarse por el banco, trató de agarrarse
con las manos y dejó caer al suelo su cartera.
¡Adiós! ¡Para siempre! ¡Me voy! gritaba Margarita
dominando la música del vals. Y dándose cuenta de que la combinación
no le servía para nada, la arrojó a la cabeza de Nikolái
Ivánovich, con una risa sarcástica. El hombre, cegado, cayó del
banco sobre los ladrillos del camino.
Margarita se volvió para mirar por última vez el palacete
en el que había sufrido tanto tiempo y vio en la iluminada
ventana la cara de Natasha, con los ojos desorbitados por el
asombro.
¡Adiós, Natasha! gritó Margarita, y levantó el cepillo.
¡Invisible! ¡Invisible! gritó con fuerza, y dejó atrás la verja,
pasando entre las ramas de los arces, que le dieron en la cara.
Estaba en la calle. El vals, completamente enloquecido, la
seguía.
303
21
El vuelo
¡Invisible y libre! ¡Invisible y libre!... Después de pasar por
su calle, Margarita se encontró en otra, que la cortaba perpendicularmente.
Cruzó de prisa esta calle larga, remendada y
tortuosa, con la puerta inclinada de una droguería, en la que
vendían petróleo por litros y un insecticida, y comprendió que,
incluso siendo completamente libre e invisible, también en el
placer había que conservar la razón. Milagrosamente consiguió
frenar un poco y no se mató, estrellándose contra un poste de
una esquina, viejo y torcido. Dio un viraje y apretó con fuerza
la escoba, voló más despacio, evitando los cables eléctricos
y los rótulos, que colgaban atravesando las aceras. La tercera
bocacalle salía a Arbat. Margarita ya se había acostumbrado al
dominio de la escoba, notó que obedecía al menor movimiento
de sus brazos y piernas y que al volar sobre la ciudad tenía que
ir muy atenta y no alborotar demasiado. Además, ya en su calle
había observado que los transeúntes no la veían. Nadie levantaba
la cabeza, nadie gritaba: ¡Mira!, ¡mira!, ni se echaba
hacia un lado, ni chillaba, ni se desmayaba, ni reía enloquecido.
Margarita volaba en silencio, con lentitud y no a mucha altura,
a la de un segundo piso, aproximadamente. Pero a pesar de
ello, al llegar a Arbat, con sus luces deslumbrantes, se desvió
un poco y se dio en el hombro contra un disco iluminado con
una flecha. Margarita se enfadó. Detuvo la obediente escoba, se
apartó a un lado y luego, lanzándose sobre el disco, lo rompió
304
en pedazos con el mango de la escoba. Los cristales cayeron con
el consiguiente estrépito, los transeúntes se apartaron hacia un
lado, se oyeron silbidos, pero Margarita, consumada su inútil
travesura, se echó a reír.
En Arbat hay que tener más cuidado pensó Margarita,
está todo enredadísimo y no hay quien lo entienda.
Siguió volando, sorteando los cables. Debajo de ella pasaban
los capots de los trolebuses, de los autobuses y de los coches; y
desde allí arriba tenía la impresión de que por las aceras corrían
ríos de gorras. De los ríos nacían unos riachuelos que desembocaban
en las encendidas fauces de las tiendas nocturnas.
¡Qué aglomeración! pensó Margarita con enfado. Si
no hay dónde moverse.
Margarita cruzó la calle de Arbat, ascendió hasta la
altura de un cuarto piso y, rozando los brillantes tubos de luz
del teatro, pasó a una callecita estrecha de casas altas. Estaban
abiertas todas las ventanas y de todas salía música de aparatos
de radio. Margarita se asomó a una de ellas. Era una cocina.
Dos hornillos de petróleo aullaban sobre el fogón, y junto a
ellos discutían dos mujeres con cucharas en la mano.
Le diré, Pelagueya Petrovna, que hay que apagar la luz
al salir del retrete decía una de ellas, que estaba delante de una
cacerola con algo de comer, evaporándose; si no, presentaremos
una denuncia para que la desalojen.
¡Como si usted no hubiese roto un plato nunca! replicaba
la otra.
Las dos han roto platos muchas veces dijo Margarita
con voz sonora, adentrándose un poco en la cocina.
Las dos contrincantes se volvieron hacia la ventana, estaban
inmóviles, con las sucias cucharas en la mano. Margarita estiró
una mano con cuidado, e introduciéndola entre las dos mujeres,
dio vuelta a las llaves de los hornillos y los apagó. Las mujeres
dieron un grito y se quedaron boquiabiertas. Pero Margarita ya
no tenía nada más que hacer en la cocina y salió a la calle.
305
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Le llamó la atención un suntuoso edificio de ocho pisos,
al parecer recién construido, que estaba al final de la calle.
Empezó a descender, y al aterrizar se fijó en la fachada, revestida
de mármol negro; las puertas eran grandes, y a través de los
cristales se veía una gorra con galón dorado y los botones del
conserje. Sobre la puerta había un letrero, también dorado, que
decía: Casa del Dramlit.
Margarita se quedó mirando el letrero, tratando de descifrar
el significado de aquella palabra: Dramlit. Con la
escoba bajo el brazo, Margarita entró en el portal, empujando
con la puerta al sorprendido conserje y vio en la pared, junto
al ascensor, una gran tabla negra, con unos letreros blancos
que indicaban los nombres de los inquilinos y los números de
sus pisos. Al ver el letrero de arriba que decía: Casa de dramaturgos
y literatos, Margarita lanzó un grito furioso y ahogado.
Se elevó en el aire y empezó a leer con ávido interés los apellidos:
Jústov, Dvubratski, Kvant, Beskúndnikov, Latunski...
¡Latunski! gritó Margarita. ¡Latunski!, pero si es él...
¡el que hundió al maestro!
El conserje, asombrado, con los ojos fuera de las órbitas,
dio un respingo, se quedó mirando la tabla, tratando de
entender aquel milagro. ¿Cómo es que la lista de inquilinos
había gritado?
Mientras tanto, Margarita subía velozmente por la escalera,
repitiendo con entusiasmo:
Latunski, 84..., Latunski, 84...
A la izquierda, el 82; a la derecha, 83; más arriba, a la
izquierda, 84. ¡Era allí! Y una placa: O. Latunski.
Margarita descendió de la escoba de un salto y sus recalentados
talones percibieron con delicia el frío del suelo de piedra.
Margarita llamó una vez y otra. Nadie abría. Apretó con más
fuerza el botón del timbre y oyó el alboroto que se armaba en
la casa de Latunski. Sí, el que vivía en el piso 84 tendría que
estar agradecido el resto de sus días al difunto Berlioz porque el
306
presidente de massolit había sido atropellado por un tranvía y
la reunión funeral estaba convocada precisamente para aquella
tarde. El crítico Latunski había nacido bajo una estrella afortunada
que le evitó el encuentro con Margarita, convertida en
bruja precisamente el mismo viernes.
En vista de que nadie abría la puerta, Margarita descendió
volando a toda velocidad; contando los pisos en su camino descendente,
salió a la calle y miró hacia arriba, calculando qué
piso sería el de Latunski. No cabía duda, eran aquellas cinco
ventanas oscuras de la esquina del edificio, en el octavo piso.
Margarita se elevó de nuevo y a los pocos segundos entraba por
la ventana en un cuarto oscuro en el que solo había un estrecho
caminito plateado por la luna. Tomó corriendo este caminito y
encontró la llave de la luz. En un instante quedó iluminado todo
el piso. Dejó la escoba en un rincón. Al cerciorarse de que en la
casa no había nadie, Margarita abrió la puerta de la escalera
para ver la placa. Había acertado. Era el lugar buscado por ella.
Cuentan que, todavía hoy, el crítico Latunski palidece al
recordar aquella espantosa tarde y aún pronuncia el nombre
de Berlioz con adoración. Nadie sabe qué oscuro y repugnante
crimen podría haberse cometido aquella tarde: al volver de la
cocina, Margarita llevaba en la mano un pesado martillo.
La invisible voladora trataba de convencerse y de contenerse,
pero le temblaban las manos de impaciencia. Apuntando
con tino, Margarita golpeó las teclas del piano y en toda la casa
retumbó un alarido quejumbroso. El instrumento de Bekker,
que no tenía la culpa de nada, gritó desaforadamente. Se hundieron
sus teclas y volaron las chapitas de marfil. El instrumento
aullaba, resonaba y gemía. La tabla superior barnizada
se rompió de un martillazo, sonando como el disparo de un
revólver. Margarita, sofocada, rompía y aplastaba las cuerdas.
Por fin, muerta de cansancio, se derrumbó en un sillón para
recobrar la respiración.
307
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
De la cocina y del baño llegaba el zumbido alarmante del
agua. Parece que el agua ya está llegando al suelo... pensó
Margarita, y dijo en voz alta: No hay tiempo que perder.
De la cocina llegaba al vestíbulo un verdadero torrente.
Chapoteando en el agua con sus pies descalzos, Margarita
llevaba cubos de agua al despacho del crítico. Rompió con el
martillo las puertas de las librerías del despacho y corrió al dormitorio.
Rompió el armario de luna, sacó un traje del crítico y
lo metió en la bañera. Volcó un tintero lleno encima de la pomposa
cama de matrimonio.
Todos estos estropicios que hacía le causaban gran satisfacción,
pero le seguía pareciendo que no eran suficientes. Por eso
se puso a destrozar todo lo que le venía entre manos. Rompía
los tiestos de ficus que estaban en la habitación del piano. Sin
terminar de hacerlo, volvía al dormitorio y con un cuchillo de
cocina deshacía las sábanas, destrozaba las fotografías enmarcadas.
No sentía cansancio, pero estaba chorreando sudor.
En el piso número 82, debajo del de Latunski, a la criada
del dramaturgo Kvant, que estaba tomando el té en la cocina,
le extrañó el ruido de pasos que llegaba de arriba. Levantó los
ojos al techo: estaba cambiando de color, ya no era blanco, sino
grisáceo y azulado. La mancha se agrandó ante sus ojos y de
pronto aparecieron unas gotas.
Esto la dejó inmovilizada de sorpresa, hasta que del techo
empezó a caer una verdadera lluvia que golpeaba en el suelo. Se
incorporó y puso debajo de la gotera una palangana, pero no
sirvió de nada, porque la lluvia abarcaba una superficie cada
vez mayor, caía sobre la cocina de gas y sobre la mesa llena de
cacharros. Dio un grito y corrió a la escalera. Sonó el timbre en
el piso de Latunski.
Bueno, ya empezamos... Es hora de irse dijo Margarita,
y se montó en la escoba. Por el ojo de la cerradura entraba una
voz de mujer.
308
¡Abran! ¡Abran! ¡Dusia, ábreme! ¡Que se ha salido el
agua! ¡Estamos inundados!
Margarita se elevó un metro en el aire y dio un golpe en
la araña de cristal. Estallaron las dos bombillas y volaron por
toda la casa los colgantes. Cesaron los gritos en la cerradura y
por la escalera se oyó ruido de pasos. Margarita salió volando
por la ventana; desde fuera dio un ligero golpe en el cristal.
La ventana protestó y por la pared cubierta de mármol
cayó una lluvia de cristales. Margarita se acercó a otra ventana.
Abajo, lejos de ella, corría la gente, y uno de los dos coches que
estaban junto a la acera se puso en marcha ruidosamente.
Al terminar con las ventanas de Latunski, Margarita voló
hacia el piso vecino. Los golpes se hicieron más frecuentes y la
bocacalle se llenó de ruidos estrepitosos. Del primer portal salió
corriendo el portero, miró hacia arriba; se quedó unos instantes
indeciso, sin saber qué hacer, luego cogió un silbato y silbó
como un loco. Margarita, animada por el silbido, rompió con
gusto especial el último cristal del piso octavo; luego bajó al séptimo
y siguió destrozando cristales.
El conserje, harto de estar matando las horas detrás de las
puertas de cristal, ponía en el silbido toda su alma, siguiendo
los movimientos de Margarita, como acompañándola. Durante
las pausas, mientras Margarita volaba de una ventana a otra,
el portero cogía aire, y con cada golpe de Margarita inflaba los
carrillos y su silbido llegaba hasta el cielo.
Sus esfuerzos, unidos a los de la enfurecida Margarita,
dieron buen resultado. En la casa reinaba el pánico. Se abrían
las ventanas que quedaban enteras, se asomaban cabezas que
volvían a esconderse inmediatamente. Por el contrario, las
ventanas abiertas se cerraban. En las ventanas de las casas de
enfrente aparecían sobre un fondo iluminado siluetas oscuras
de hombres que trataban de comprender por qué en la nueva
casa del Dramlit se rompían los cristales sin razón alguna.
309
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
En la calle, la gente corría hacia la casa del Dramlit, y por
todas las escaleras interiores subían y bajaban hombres sin
orden ni concierto. La muchacha de Kvant gritaba a todos los
que corrían por la escalera que su casa estaba inundada; pronto
se unió a ella la muchacha de Jústov, del piso número 80, debajo
del de Kvant. En casa de Jústov caía el agua en la cocina y en el
cuarto de baño.
En casa de Kvant se derrumbó una capa bastante considerable
del cielo raso, rompiendo todos los cacharros sucios, y en
seguida empezó a caer un verdadero chaparrón; el agua caía a
cántaros a través del chillado descompuesto. Se oía gritar en la
escalera.
Al pasar junto a la penúltima ventana del cuarto piso,
Margarita miró al interior. Un hombre aterrorizado se había
puesto una careta antigás. Margarita dio un golpe en la ventana
con el martillo y el hombre se asustó y desapareció.
Inesperadamente, se calmó el terrible caos. Margarita se
deslizó hasta el tercer piso y echó una mirada por la última ventana,
tapada con una leve cortina. En la habitación brillaba una
luz débil bajo una pantalla. Un niño de unos cuatro años, sentado
en una cuna con barrotes a los lados, escuchaba asustado
los ruidos de la casa. No había personas mayores en la habitación;
por lo visto habían salido.
Están rompiendo los cristales dijo el niño, y llamó:
¡Mamá!
Nadie le respondió.
¡Mamá, tengo miedo!
Margarita corrió la cortina y entró por la ventana.
Tengo miedo repitió el chico, temblando ya.
No tengas miedo, pequeño le dijo Margarita, tratando
de suavizar su terrible voz enronquecida por el aire, son los
chicos, que han roto unos cristales.
¿Con un tirador?
Sí, con un tirador afirmó Margarita. Duerme tranquilo.
310
Ha sido Sítnik dijo el niño, él tiene un tirador.
¡Claro que ha sido él!
El chico miró a un lado con aire malicioso y preguntó:
Y tú, ¿dónde estás?
No estoy contestó Margarita, estás soñando.
Eso es lo que pienso dijo el chico.
Acuéstate le ordenó Margarita; pon una mano debajo
de la cara y seguirás soñando conmigo.
Bueno, a ver si te veo asintió el chico, y se tumbó con la
mano bajo la mejilla.
Te voy a contar un cuento habló Margarita, y puso su
mano ardiente sobre la cabeza del niño, con el pelo recién cortado.
Érase una vez una mujer... No tenía hijos y no era feliz.
Se pasó mucho tiempo llorando y luego se enfadó... Margarita
dejó de hablar y retiró la mano: el niño se había dormido.
Margarita puso con cuidado el martillo en la ventana y
salió volando. Había un gran alboroto junto a la casa. Por la
acera asfaltada cubierta de cristales rotos corría gente, iban gritando
algo. Entre ellos se veían algunos milicianos. Sonó una
campana, y por la calle de Arbat apareció un coche rojo de
bomberos con su escalera.
Pero todo aquello había dejado de interesar a Margarita.
Con cuidado, para no rozar ningún cable, empuñó la escoba
y en seguida ascendió por encima de la infortunada casa. La
callecita pareció inclinarse y se hundió hacia un lado. En su
lugar, bajo los pies de Margarita, apareció una serie de tejados,
cortados por caminos relucientes. Se fueron apartando hacia
la izquierda y las cadenas de luces formaron una gran mancha
continua.
Margarita dio otro impulso a su vuelo y pareció que la
tierra se había tragado los tejados; en su lugar se veía ahora
un lago de temblorosas luces eléctricas. De repente, el lago se
levantó vertical y apareció sobre la cabeza de Margarita; debajo
brillaba la luna. Margarita comprendió que iba cabeza abajo.
311
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Recuperó la posición normal y vio que el lago había desaparecido,
dejando en su lugar un resplandor rosa en el horizonte.
Desapareció a su vez este resplandor y Margarita vio que estaba
a solas con la luna, que volaba hacia la izquierda, por encima
de ella. Hacía tiempo que se había despeinado y el aire bañaba
su cuerpo con un silbido. Al ver que dos hileras de luces distanciadas,
que se habían unido en dos líneas continuas de fuego,
desaparecieron inmediatamente, Margarita se dio cuenta de
que volaba a una velocidad enorme y le extrañó no tener sensación
alguna de vértigo.
Habían pasado varios segundos cuando abajo, muy lejos,
en medio de la oscuridad de la tierra, se encendió un resplandor
de luces eléctricas que se acercaba a Margarita vertiginosamente,
pero se convirtió en seguida en un torbellino y desapareció.
A los pocos segundos se repitió el mismo fenómeno.
¡Ciudades! ¡Ciudades! gritó Margarita.
Después, unas dos o tres veces vio unas espadas opacas en
fundas negras y abiertas. Comprendió que eran ríos.
Levantaba la cabeza hacia la izquierda, contemplando la
luna que volaba hacia Moscú, rápida y siempre en el mismo
sitio. En su superficie se dibujaba algo oscuro y misterioso: un
dragón o un caballo jorobado, con el afilado hocico mirando
hacia la ciudad abandonada.
A Margarita se le ocurrió que no tenía por qué meterle
tanta prisa a su escoba, que con eso perdía la posibilidad de
admirar el paisaje y disfrutar del vuelo. Algo le decía que los
que la esperaban se habían armado de paciencia y que ella
podía evitar con toda tranquilidad aquella velocidad y la altura
mareante.
Margarita inclinó la escoba con las cerdas para abajo,
haciendo que se levantara el mango, y, aminorando la velocidad,
se acercó a la tierra. Este resbalar, como en un trineo, le causó
una gran satisfacción. La tierra se le acercó y en su espesor,
informe hasta aquel momento, se dibujaron los secretos y las
312
maravillas de la tierra en una noche de luna. La tierra estaba
cada vez más cerca, y Margarita ya sentía el olor de los bosques
verdes. Volaba sobre la niebla de un valle cubierto de rocío,
luego sobre un lago. Las ranas cantaban a coro, y a lo lejos,
encogiéndole el corazón, se oyó el ruido de un tren. Pronto lo
vio. Avanzaba despacio, como una oruga, despidiendo chispas.
Dejándolo atrás, Margarita voló sobre otro espejo de agua en
el que pasó otra luna. Bajó todavía más y siguió su vuelo casi
rozando con los talones las copas de unos pinos enormes.
Oyó tras ella un fuerte ruido de algo cortando el aire que
casi la alcanzaba. Poco a poco, a aquel ruido que recordaba al
de una bala se unió una risa de mujer a muchas leguas de distancia.
Margarita se volvió. Se le acercaba un objeto oscuro y de
forma complicada.
Cuando llegó más cerca, Margarita empezó a distinguir
una figura que volaba sobre algo extraño; por fin lo vio con claridad:
era Natasha, que aminoraba velocidad y alcanzaba ya a
Margarita.
Estaba completamente desnuda, el pelo suelto flotando en
el aire, montada sobre un cerdo gordo que sujetaba con las patas
delanteras una cartera y que con las traseras pateaba en el aire
rabiosamente. A un lado del cerdo, unos impertinentes, caídos
de su nariz, y que, seguramente, iban sujetos a una cuerda, brillaban
y se apagaban a la luz de la luna. Un sombrero le tapaba
los ojos, casi constantemente. Margarita, después de mirarle
con atención, reconoció en el cerdo a Nikolái Ivánovich, y su
risa resonó en el bosque, uniéndose a la de Natasha.
¡Natasha! gritó Margarita con voz estridente. ¿Te has
puesto la crema?
Cielo mío contestó Natasha, despertando el adormecido
bosque de pinos con sus gritos. ¡Mi reina de Francia, también
le puse crema a él en la calva!
¡Princesa! vociferó lloroso el cerdo, galopando con su
jinete a cuestas.
313
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Margarita Nikoláyevna! ¡Cielo! gritaba Natasha, galopando
junto a Margarita. Le confieso que he cogido la crema.
¡También nosotras queremos vivir y volar! ¡Perdóneme, señora
mía, pero no volveré por nada del mundo! ¡Qué estupendo,
Margarita Nikoláyevna!... Me ha pedido que me case con él
Natasha señaló con el dedo al cuello del cerdo, que resoplaba
muy molesto, ¡que me case! ¿Cómo me llamabas, eh? gritaba,
inclinándose sobre su oreja.
Diosa gimió él. No puedo volar tan de prisa. Puedo
perder unos documentos muy importantes. ¡Protesto, Natalia
Prokófievna!
¡Vete al diablo con tus papeles! gritó Natasha, riendo
con desenfado.
¿Qué dice, Natalia Prokófievna? ¡Que nos pueden oír!
gritaba el cerdo suplicante. Siempre volando al lado de Margarita,
Natasha contó entre risas lo que había sucedido en el palacete después
que ella sobrevoló la puerta del jardín.
Contó Natasha que se olvidó de los regalos y que en seguida
se desnudó, se untó con la crema, y cuando reía eufórica frente
al espejo, maravillada de su propia belleza, se abrió la puerta
y apareció Nikolái Ivánovich. Estaba emocionado, llevaba en
las manos la combinación azul de Margarita Nikoláyevna, la
cartera y el sombrero. Al ver a Natasha, Nikolái Ivánovich se
quedó pasmado, y cuando pudo dominarse un poco, anunció,
rojo como un cangrejo, que se había visto en el deber de recoger
la combinación y llevarla personalmente...
¡Qué cosas decía el muy sinvergüenza! gritaba Natasha
riendo. ¡Hay que ver lo que me propuso! ¡Y el dinero que me
prometió! Decía que Claudia Petrovna no se enteraría de nada.
¿No dirás que miento? interpeló Natasha al cerdo, que se limitaba
a volver la cabeza avergonzado.
Entre otras travesuras, a Natasha se le había ocurrido
ponerle en la calva a Nikolái Ivánovich un poco de crema. Se
quedó asombrada. La cara del respetable vecino de la planta
314
baja se transformó en un hocico de cerdo y en los pies y en las
manos le salieron pezuñas. Nikolái Ivánovich se vio en el espejo
y dio un grito salvaje, desesperado, pero era demasiado tarde.
A los pocos segundos cabalgaba por el aire a las quimbambas,
fuera de Moscú, llorando de pena.
Exijo que me devuelvan mi apariencia habitual gruñía
con voz ronca el cerdo, en una mezcla de súplica y exasperación.
¡Margarita Nikoláyevna, pare a su criada, es su deber!
¡Ah! ¿Conque ahora me llamas criada? ¿Criada? gritó
Natasha, pellizcándole la oreja al cerdo. Antes era una diosa.
¿Cómo me llamabas, di?
¡Venus! ¡Venus! contestó compungido el cerdo, volando
sobre un riachuelo que se retorcía entre piedras, y rozando con
las pezuñas las ramas de un avellano.
¡Venus! ¡Venus! gritaba Natasha triunfante, poniéndose
una mano en la cintura y extendiendo la otra hacia la
luna. ¡Margarita! ¡Reina! ¡Pida que me dejen bruja! Usted lo
puede hacer, usted que tiene el poder en sus manos.
Margarita respondió:
Lo haré, te lo prometo.
¡Gracias! exclamó Natasha, y de pronto se puso a
gritar con voz aguda y angustiada: ¡De prisa! ¡Más de prisa!
¡Adelante!
Apretó con los talones los flancos del cerdo, rebajados por
la vertiginosa carrera, él dio un tremendo salto, hendió el aire y
al segundo Natasha estaba ya muy lejos, convertida en un punto
negro; pronto desapareció por completo y se apagó el ruido de
su vuelo.
Margarita siguió volando, despacio, sobre una región desierta
y desconocida de montes cubiertos de grandes piedras redondeadas,
entre inmensos pinos, que no sobrevolaba ya: pasaba entre
sus troncos, plateados por la luna. La precedía, ligera, su propia
sombra, porque, ahora, la luna la seguía.
315
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Margarita sentía la proximidad del agua y comprendía que
su objetivo estaba cerca. Los pinos se separaron y se acercó a un
precipicio. En el fondo, entre sombras corría el río. La niebla
colgaba de los arbustos del tajo; la otra orilla era baja y plana.
Bajo un grupo solitario de árboles frondosos brillaba la luz de
una hoguera y se movían unas figuritas. Le pareció que de allí
salía un zumbido de música alegre. Más allá, hasta donde llegaba
la vista en el valle plateado, no se veían rastros de casas ni
de gente.
Margarita bajó al precipicio y se encontró junto al río.
Después de su carrera por el aire le atraía el agua. Apartó una
rama, echó a correr y se tiró al río de cabeza. Su cuerpo ligero
se clavó en el agua como una flecha y el agua subió casi hasta la
luna. Estaba tibia como en una bañera, y al salir a la superficie,
Margarita se recreó mucho tiempo nadando en plena soledad,
de noche, en aquel río.
Junto a ella no había nadie, pero un poco más lejos, detrás
de unos arbustos, se oía ruido de agua y resoplidos: alguien se
estaba bañando.
Margarita salió corriendo a la orilla. Su cuerpo ardía después
del baño. No se sentía cansada y bailaba alegremente en la
hierba húmeda.
De pronto dejó de bailar y escuchó con atención. Se acercaron
los resoplidos, y de los salgueros surgió un hombre gordo,
desnudo, con un sombrero de copa de seda negra echado para
atrás. Sus pies estaban cubiertos de barro y parecía que el
bañista llevaba botas negras. A juzgar por su respiración dificultosa
y el hipo que le sacudía, estaba bastante borracho, lo
que también confirmaba el olor a coñac que de pronto empezó a
despedir del río.
Al encontrarse con Margarita, el gordo se quedó mirándola
fijamente y luego vociferó alegre:
¿Qué es esto? ¿Pero eres tú? ¡Clodina, pero si eres tú, la
viuda siempre alegre! ¿También estás aquí? y se acercó a saludarla.
316
Margarita dio un paso atrás y contestó con dignidad:
¡Vete al diablo! ¿Qué Clodina ni qué nada? Mira con
quién hablas y después de un instante de silencio terminó su
retahíla con una cadena de palabrotas irreproducibles. Esto
tuvo el mismo efecto que una jarra de agua fría.
¡Ay! exclamó el gordo estremeciéndose. ¡Perdóneme,
por lo que más quiera, mi querida reina Margot! Me he confundido.
¡La culpa la tiene el maldito coñac! el gordo se puso
de rodillas, se quitó el sombrero y, haciendo una reverencia,
empezó a balbucir, mezclando frases rusas y francesas. Decía
algo de la boda sangrienta de su amigo Guessar en París, del
coñac y de que estaba abrumado por la triste equivocación.
A ver si te pones el pantalón, hijo de perra dijo
Margarita, ablandándose.
Al ver que Margarita ya no estaba enfadada, el gordo
sonrió aliviado y le contó con entusiasmo que se había quedado
sin pantalones porque los había dejado, por falta de memoria,
en el río Eniséi, donde acababa de bañarse, pero que inmediatamente
iría a buscarlos, ya que el río estaba a dos pasos. Después
de pedir ayuda y protección empezó a retroceder hasta que se
resbaló y se cayó de espaldas al agua. Pero incluso al caerse conservó
en su rostro, bordeado por unas patillas, la expresión de
entusiasmo y devoción.
Margarita silbó con fuerza, montó en la escoba que pasaba
a su lado y se trasladó a la otra orilla. La sombra del monte no
llegaba al valle y la luna bañaba toda la orilla.
Cuando Margarita pisó la hierba húmeda, la música bajo
los sauces sonó más fuerte y unas chispas saltaron alegremente
de la hoguera. Debajo de las ramas de los sauces, cubiertas de
borlas suaves y delicadas, iluminadas por la luz de la luna, dos
filas de ranas de cabeza enorme, hinchándose como si fueran
de goma, tocaban una animada marcha con flautas de madera.
Ante los músicos colgaban de unas ramas de sauce unos trozos
317
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
de madera podrida, relucientes, iluminando las notas; en las
caras de las ranas se reflejaba el resplandor de la hoguera.
La marcha era en honor a Margarita. Le habían organizado
un recibimiento realmente solemne. Transparentes sirenas
abandonaron su corro junto al río para cumplimentarla, sacudiendo
unas algas, y desde la orilla verdosa y desierta volaron
lejos sus lánguidos saludos de bienvenida. Unas brujas desnudas
aparecieron corriendo desde los sauces y formaron haciendo
reverencias palaciegas. Un hombre con patas de cabra se
acercó presuroso, se inclinó respetuosamente sobre la mano de
Margarita, extendió en la hierba una tela de seda, preguntó por
el baño de la reina e invitó a Margarita a que se tumbara a descansar.
Así lo hizo. El de las patas de cabra le ofreció una copa de
champaña; Margarita la bebió, y en seguida sintió calor en el
corazón. Preguntó qué había sido de Natasha, y le respondieron
que, después de bañarse, había vuelto a Moscú, montada en su
cerdo, para anunciar la llegada de Margarita y para ayudar a
prepararle el traje.
Durante la breve estancia de Margarita bajo los sauces
hubo otro episodio: se oyó un silbido y un cuerpo negro cayó al
agua. A los pocos segundos ante Margarita apareció el mismo
gordo con patillas que se le había presentado tan desafortunadamente
en la otra orilla. Al parecer, había tenido tiempo de
volver al Eniséi, porque iba vestido de frac, pero estaba mojado
de pies a cabeza. Por segunda vez el coñac le había hecho una
mala jugada: al aterrizar fue a caer justamente en el agua. A
pesar de este triste percance, no había perdido su sonrisa, y
Margarita, entre risas, permitió que le besara la mano.
La ceremonia de bienvenida tocaba a su fin. Las sirenas
terminaron su danza a la luz de la luna y se esfumaron en ella.
El de las patas de cabra preguntó respetuosamente a Margarita
cómo había llegado hasta el río. Le extrañó que se hubiera servido
de una escoba:
318
¡Oh!, ¿pero por qué? ¡Si es tan incómodo! en un instante
hizo un teléfono sospechoso con dos ramitas y ordenó que
enviaran inmediatamente un coche, que, efectivamente, apareció
al momento. Un coche negro, abierto, que se dejó caer sobre la
isla, pero en el pescante se sentaba un conductor poco corriente:
un grajo negro, con una larga nariz, que llevaba gorra de hule
y unos guantes de manopla. La isla se iba quedando desierta.
Las brujas se esfumaron volando en el resplandor de la luna. La
hoguera se apagaba y los carbones se cubrían de ceniza gris.
El de las patas de cabra ayudó a Margarita a subir al coche
y ella se sentó en el cómodo asiento de atrás. El coche despegó
ruidosamente y se elevó casi hasta la luna. Desapareció el río y
la isla con él. Margarita volaba hacia Moscú.
319
22
A la luz de las velas
El ruido monótono del coche volando por encima de la
tierra adormecía a Margarita. La luz de la luna despedía un
calor suave. Cerró los ojos y puso la cara al viento. Pensaba
con tristeza en la orilla del río abandonado, sintiendo que
nunca más volvería a verle. Pensaba en los acontecimientos
mágicos de aquella tarde y empezaba a comprender a quién iba
a conocer por la noche, pero no sentía miedo. La esperanza de
conseguir que volvieran los días felices le infundía valor. Pero
no tuvo mucho tiempo de soñar con su felicidad. No sabía si
debido a que el grajo era un buen conductor o a que el coche era
rápido, pero el hecho fue que en seguida apareció ante sus ojos,
sustituyendo la oscuridad del bosque, el lago trémulo de luces
de Moscú. El negro pájaro conductor destornilló una rueda
en pleno vuelo y aterrizó en un cementerio desierto del barrio
Dorogomílovo.
Junto a una losa hizo bajar a Margarita, que no preguntaba
nada, y le entregó su escoba; luego puso en marcha el
coche, apuntando a un barranco que estaba detrás del cementerio.
El coche cayó allí con estrépito y pereció. El grajo hizo
un respetuoso saludo con la mano, montó en la rueda y salió
volando.
Y en seguida apareció por detrás de un mausoleo una capa
negra. Brilló un colmillo a la luz de la luna y Margarita reconoció
a Asaselo. Asaselo la invitó con un gesto a montarse en la
320
escoba y montó él en un largo florete; se elevaron en el aire y, sin
ser vistos por nadie, descendieron a pocos segundos junto a la
casa número 302 bis de la Sadóvaya.
Cuando atravesaban el portón, llevando bajo el brazo el
estoque y la escoba, Margarita se fijó en un hombre con gorra
y botas altas que parecía muy impaciente; seguramente estaba
esperando a alguien. A pesar de que los pasos de Margarita y
Asaselo eran muy ligeros, el hombre solitario los percibió, y se
estremeció asustado, sin saber de dónde provenían.
Junto al sexto portal se encontraron con otro hombre que
se parecía sorprendentemente al primero. Se repitió lo que acababa
de ocurrir; ruido de pasos..., el hombre se volvió asustado
y frunció el entrecejo. Cuando la puerta se abrió y se cerró, echó
a correr detrás de los transeúntes invisibles, se asomó al portal,
pero, como era de esperar, no vio a nadie.
Otro hombre, igual que el primero y el segundo, estaba de
guardia en el descansillo de la escalera del tercer piso. Fumaba
un tabaco muy fuerte y a Margarita le dio un ataque de tos al
pasar junto a él. El fumador se levantó del banco como si le
hubieran pinchado, mirando alrededor inquieto, se acercó a
la barandilla de la escalera y miró hacia abajo. Margarita y su
acompañante ya estaban ante la puerta del piso número 50.
No tuvieron que llamar a la puerta. Asaselo la abrió silenciosamente
con su propia llave.
La primera sorpresa que recibió Margarita fue la oscuridad
en la que se encontró. El vestíbulo estaba oscuro como
una cueva; Margarita, temiendo tropezar, se agarró involuntariamente
a la capa de Asaselo. Arriba, lejos, apareció la pequeña
luz de un candil que se aproximaba hacia ellos. Asaselo le quitó
a Margarita la escoba, que desapareció en la oscuridad sin
hacer el menor ruido.
Empezaron a subir por una escalera ancha, que a Margarita
se le hizo interminable. No podía comprender cómo en un piso
corriente de Moscú podía caber una escalera tan extraordinaria,
321
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
invisible e interminable. Terminó la subida y Margarita comprendió
que estaban en el descansillo de la escalera. La luz estaba
allí y Margarita vio la cara iluminada de un hombre alto de negro,
que sostenía en la mano el candil. Todos los que habían tenido la
desgracia de encontrarse con él en aquellos días le hubieran reconocido
incluso a la débil luz del candil. Era Koróviev, alias Fagot.
Su aspecto había cambiado bastante. La llama vacilante
ya no se reflejaba en los impertinentes rotos, inservibles desde
hacía tiempo, sino en un monóculo, también roto. En su cara
insolente se destacaba el bigotito rizado, y su negra vitola tenía
fácil explicación: iba vestido de frac. Solo el pecho iba de blanco.
El mago, el chantre, el hechicero, el intérprete, o lo que
fuera; bueno, Koróviev, hizo una reverencia y, con el candil, un
gesto invitando a Margarita a seguirle. Asaselo desapareció.
¡Qué tarde más asombrosa! pensaba Margarita; me
esperaba cualquier cosa menos esto. ¿Les habrán cortado la luz?
Pero lo más raro de todo es la extensión de este lugar... ¿Cómo
ha podido meterse todo esto en un piso de Moscú? ¡Es sencillamente
incomprensible!.
A pesar de la luz tan débil que daba el candil de Koróviev,
Margarita comprendió que se encontraba en una sala enorme,
con una columnata que a primera vista parecía interminable.
Koróviev se paró junto a un pequeño sofá, dejó su candil en un
pedestal; con un gesto invitó a Margarita a sentarse y él mismo
se colocó a su lado en una postura pintoresca, apoyándose en el
pedestal.
Permítame que me presente dijo Koróviev: soy Koróviev.
¿Le extraña que no haya luz? Habrá pensado que estamos economizando.
¡Nada de eso! ¡Que el primer verdugo de los que un poco
más tarde tengan el honor de besar su rodilla me corte la cabeza en
este pedestal si es así! Lo que sucede es que a messere no le gusta
la luz eléctrica y no se la daremos hasta el último momento.
Entonces, créame, no se notará la falta de luz. Incluso sería preferible
que hubiera algo menos.
322
A Margarita le agradó Koróviev y su verborrea logró tranquilizarla.
No, no contestó Margarita, lo que más sorprende
es cómo han hecho para meter todo esto hizo un gesto con la
mano, indicando la amplitud del salón.
Koróviev sonrió con cierta dulzura y unas sombras se
movieron en las arrugas de su nariz.
¿Esto? ¡Sencillísimo! contestó. Quien conozca bien
la quinta dimensión puede ampliar cualquier local todo lo
que quiera y sin ningún esfuerzo, y además, le diré, estimada
señora, que hasta unos límites incalculables. Yo, personalmente
siguió Koróviev, he conocido a gente que no tenía ni
la menor idea sobre la quinta dimensión, ni sobre nada, y que
hacía verdaderos milagros en eso de agrandar sus viviendas.
Por ejemplo, me han hablado de un ciudadano que recibió un
piso de tres habitaciones y, sin conocer la quinta dimensión ni
demás trucos, la convirtió en un piso de cuatro, dividiendo con
un tabique una de las habitaciones. Después cambió este piso
por dos separados en distintos barrios de Moscú: uno de tres y
otro de dos habitaciones. Convendrá usted conmigo en que ya
eran cinco habitaciones. Uno de ellos lo cambió por dos pisos de
dos y, como fácilmente comprenderá, se hizo dueño de seis habitaciones,
aunque completamente dispersas en Moscú. Cuando
se disponía a efectuar el último canje, y el más brillante, insertando
un anuncio para cambiar seis habitaciones en distintos
barrios por un piso de cinco, sus actividades, y por razones
ajenas a su voluntad, quedaron paralizadas. Puede que ahora
tenga alguna habitación, pero me atrevo a asegurar que no será
en Moscú. Ya ve usted, ¡qué lagarto!, ¡y luego me habla de la
quinta dimensión!
Aunque Margarita no había dicho ni una palabra sobre la
quinta dimensión y el que lo decía todo era Koróviev, se echó a
reír con desenfado por la historia sobre las andanzas del industrioso
adquirente de pisos. Koróviev siguió hablando.
323
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Bueno, vamos al grano, Margarita Nikoláyevna. Usted
es una mujer muy inteligente y ya habrá comprendido quién es
nuestro señor.
A Margarita le dio un vuelco el corazón y asintió con la
cabeza.
Muy bien decía Koróviev, no nos gustan las reticencias
ni los misterios. Messere ofrece todos los años una fiesta.
Se llama el Baile del Plenilunio Primaveral, o de Los Cien Reyes.
¡Cuánta gente! Koróviev se llevó la mano a un carrillo, como
si le doliera una muela. Bueno, usted misma lo va a ver. Y como
usted comprenderá, messere está soltero. Se necesita una dama
Koróviev separó los brazos; reconozca que sin dama...
Margarita escuchaba a Koróviev procurando no perder
una palabra.
Sentía frío debajo del corazón y la esperanza de ser feliz la
mareaba.
La tradición siguió Koróviev es que la dama de la
fiesta tiene que llamarse Margarita, en primer lugar, y además
tiene que ser oriunda del país. Le contaré que nosotros viajamos
siempre y ahora estamos en Moscú. Hemos encontrado ciento
veinte Margaritas en Moscú y, no sé si me va a creer Koróviev
se dio una palmada en el muslo, ¡ninguna nos servía! Y, por
fin, la propicia fortuna...
Koróviev sonrió expresivamente, inclinándose, y Margarita
volvió a sentir frío en el corazón.
Bien, sin rodeos exclamó Koróviev. ¿No se negará a
desempeñar este papel?
No me negaré respondió Margarita con firmeza.
Naturalmente dijo Koróviev, y levantando el candil
añadió: sígame, por favor.
Atravesaron unas columnas y llegaron, por fin, a otra sala,
en la que olía a limón y se oían ruidos; algo rozó la cabeza de
Margarita. Ella se estremeció.
324
No se asuste la tranquilizó con dulzura Koróviev, cogiéndola
del brazo, no son más que trucos de Popota. Me atrevo a
darle un consejo, Margarita Nikoláyevna: nunca tenga miedo de
nada. No es razonable. El baile va a ser muy grande, no quiero
ocultárselo. Veremos a personas que en sus tiempos tuvieron en
sus manos un poder enorme. Pero cuando pienso qué insignificantes
son sus posibilidades en comparación con las de aquel, al
séquito del que tengo el honor de pertenecer, me dan ganas de reír,
o, a veces, de llorar... Además, usted también tiene sangre real.
¿Por qué dice que tengo sangre real? susurró Margarita
asustada, arrimándose a Koróviev.
Majestad cotorreaba Koróviev muy juguetón, los problemas
de la sangre son los más complicados de este mundo.
Si preguntáramos a algunas bisabuelas, especialmente a las
que tuvieron reputación de más decentes, se descubrirían unos
secretos sorprendentes, Margarita Nikoláyevna. Recuerde
usted unas cartas barajadas de la manera más increíble. Hay
ciertas cosas en las que las barreras sociales y las fronteras no
tienen ninguna importancia. Por ejemplo: una de las reinas de
Francia, que vivió en el siglo xvi, se hubiera sorprendido muchísimo
si alguien le hubiera dicho que yo acompañaría a su encantadora
tataratataratataratataranieta por una sala de baile en
Moscú... ¡Ya hemos llegado!
Koróviev apagó de un soplo el candil, que en seguida desapareció
de sus manos, y Margarita vio una franja de luz debajo
de una puerta. Koróviev dio en esta un golpecito. Margarita
estaba tan nerviosa que le empezaron a chasquear los dientes y
sintió escalofríos en la espalda.
La puerta se abrió. La habitación era bastante pequeña.
Margarita vio una cama ancha, de roble, con sábanas y almohadas
sucias y arrugadas. Delante de la cama había una mesa,
también de roble, con las patas labradas, y sobre ella un candelabro
con los brazos en forma de patas de ave, con sus garras.
En estas siete patas de oro ardían gruesas velas de cera. Había
325
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
también sobre la mesa un tablero de ajedrez, con figuras admirablemente
trabajadas. Sobre una pequeña alfombra muy raída,
una banqueta. En otra mesa, un cáliz de oro y otro candelabro,
este con los brazos en forma de serpientes. En la habitación olía
a cera y azufre. Las sombras de las velas se cruzaban en el suelo.
Entre los presentes, Margarita reconoció a Asaselo, de pie
junto a un tablero de la cama y vestido de frac. Con este atuendo
no recordaba al bandido que se le apareciera a Margarita en el
Jardín Alexándrovski. Ahora, al verla, hizo una reverencia muy
galante.
Sentada en el suelo, sobre la alfombra, preparando una
mezcla en una cacerola, una bruja desnuda, que no era otra
que Guela, la que tanto escandalizara al respetable barman
del Varietés y la misma a la que felizmente espantara el gallo la
madrugada siguiente a la famosa sesión.
En esta habitación había además un enorme gato negro
sentado en un alto taburete, frente al tablero de ajedrez, y con el
caballo del ajedrez en su pata derecha.
Guela se incorporó e hizo una reverencia a Margarita. El
gato hizo lo mismo saltando del taburete y, al arrastrar su pata
derecha trasera en una reverencia, dejó caer el caballo y se metió
debajo de la cama para buscarlo.
Esto es lo que pudo ver la aterrorizada Margarita en
medio de la sombra siniestra de las velas. El que más atraía su
mirada era precisamente aquel al que pocos días antes trataba
de convencer el pobre Iván en Los Estanques del Patriarca
de la no existencia del Diablo. El que no existía estaba sentado
en la cama.
Dos ojos se clavaron en la cara de Margarita. El derecho,
con una chispa dorada en el fondo, atravesaba a cualquiera y
llegaba a lo más recóndito de su alma; el izquierdo negro
y vacío como angosta entrada a una mina de carbón, como
la boca de un pozo de oscuridad y sombras sin fondo. Voland
tenía la cara torcida, caída la comisura derecha de los labios; la
326
frente, alta y con entradas, estaba surcada por dos profundas
arrugas paralelas a las cejas en punta, y tenía la piel de la cara
quemada, como para siempre, por el sol.
Voland, recostado cómodamente en la cama, llevaba solamente
una larga camisa de dormir, sucia y con un remiendo en
el hombro. Estaba sentado sobre una pierna y tenía la otra estirada
sobre una banqueta. Guela le frotaba la rodilla de la pierna
estirada, oscura, con una pomada humeante.
Margarita pudo ver en el pecho descubierto y sin vello de
Voland un escarabajo bien cincelado, en una piedra oscura, que
colgaba de una cadenita de oro. En la parte posterior del escarabajo
había una inscripción. Junto a Voland, sobre sólido pie, un
extraño globo terrestre que parecía real, con una mitad iluminada
por el sol.
Permanecieron en silencio unos segundos. Me está estudiando,
pensó Margarita, y con un gran esfuerzo de voluntad
trató de evitar el temblor de sus piernas.
Por fin Voland rompió a hablar y resplandeció su ojo brillante:
Mis respetos, reina; le ruego disculpe mi atuendo de casa.
Voland hablaba con voz baja, hasta ronca a veces.
Cogió de la cama una larga espada y, agachándose, hurgó
con ella debajo de la cama.
¡Sal de ahí! La partida se da por terminada. Ha llegado
una invitada.
De ninguna manera silbó como un apuntador Koróviev,
preocupado.
De ninguna manera... repitió Margarita.
Messere... le dijo Koróviev al oído.
De ninguna manera, messere repitió Margarita, dominándose,
con una voz muy baja, pero inteligible, y añadió sonriente:
Le ruego que no interrumpa su partida. Creo que cualquier
revista de ajedrez pagaría una gran suma si pudiera publicar esta
partida.
327
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Asaselo emitió un sonido aprobatorio. Voland, con la vista
fija en Margarita, le hizo una seña para que se acercara, y dijo
para sus adentros:
Tiene razón Koróviev. ¡Cómo se cruza la sangre!
¡La sangre! Margarita dio unos pasos hacia él, sin sentir el
suelo bajo sus pies descalzos. Voland le puso en el hombro una
mano pesada, como de piedra, pero ardiente como el fuego, la
atrajo hacia sí y la hizo sentarse a su lado.
Bien, si es usted tan encantadoramente amable pronunció,
y que conste que yo no esperaba menos, vamos a dejarnos
de cumplidos se inclinó de nuevo hacia el borde de la cama y
gritó: ¿Cuándo acabará esta payasada? ¡Sal de ahí, condenado
Hans!
No encuentro el caballo respondió el gato con voz
ahogada y falsa. No sé dónde se ha metido y lo único que
encuentro es una rana.
Pero, ¿crees que estás en una caseta de feria? preguntó
Voland, fingiendo severidad. ¡Debajo de la cama no había ninguna
rana! ¡Deja esos trucos baratos para el Varietés! ¡Si no
sales ahora mismo te damos por vencido, maldito desertor!
¡De ningún modo, messere! vociferó el gato, y al instante
salió de debajo de la cama con el caballo en la pata.
Le presento a... empezó Voland, pero se interrumpió.
¡No puedo soportar a este payaso! ¡Mire en lo que se ha convertido
debajo de la cama!
El gato, lleno de polvo, sosteniéndose sobre sus patas traseras,
hacía reverencias a Margarita. Le había surgido en el
cuello una pajarita blanca de frac y, colgados sobre el pecho con
un cordón de cuero, unos prismáticos nacarados, de señora. Y
tenía los bigotes empolvados de purpurina.
¿Pero qué es esto? exclamó Voland. ¿A qué viene la
purpurina? ¿Y para qué diablos quieres el lazo si no llevas pantalones?
328
Los gatos no usan pantalones, messere respondió muy
digno el gato. ¿No querrá que me ponga botas? El gato con
botas existe solo en los cuentos, messere. ¿Pero ha visto usted
alguna vez que alguien vaya a un baile sin corbata? ¡No estoy
dispuesto a hacer el ridículo y arriesgarme a que me echen del
baile! Cada uno se arregla como puede. Lo dicho también se
refiere a los prismáticos, messere.
¿Y el bigote?
No comprendo replicó el gato secamente. Asaselo y
Koróviev, al afeitarse, se han puesto polvos blancos. ¿Es que son
mejores que los de purpurina? Me he empolvado el bigote, nada
más. Otra cosa sería si me hubiera afeitado. Un gato afeitado
es algo realmente inadmisible, estoy dispuesto a afirmarlo así
tantas veces como sea necesario. Aunque tengo la impresión le
tembló la voz, estaba ofendido de que todos esos reparos que
me están poniendo no son casuales, ni mucho menos, y de que
estoy ante un problema serio: me expongo a no ir al baile. ¿No
es así, messere?
Y el gato, furioso por tal ofensa, pareció que iba a explotar
de un momento a otro.
¡Ah, bandido! exclamó Voland moviendo la cabeza;
siempre que su juego está en peligro empieza a hablar como un
sacamuelas, como el último charlatán en un puente. Siéntate
inmediatamente y déjate de astucias verbales.
Me sentaré contestó sentándose el gato, pero no tengo
más remedio que replicar a su última observación. Mis palabras
de ninguna manera representan una astucia verbal, como usted
ha dicho en presencia de la dama, sino una cadena de perfectos
silogismos, que serían apreciados en su verdadero valor por
Sexto Empírico, Marciano Capela y, a lo mejor, por el propio
Aristóteles.
Jaque al rey dijo Voland.
Muy bien, muy bien respondió el gato, y se quedó
mirando el tablero de ajedrez a través de sus prismáticos.
329
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Como decía Voland se dirigió a Margarita, le presento
a mi séquito, donna. Este que hace el tonto es el gato
Hipopótamo. A Asaselo y a Koróviev ya los conoce. Le recomiendo
a mi criada Guela: es rápida, comprensiva y no existe
favor que ella no pueda hacer.
La bella Guela sonrió, volviendo hacia Margarita sus ojos
verdosos, sin dejar de ponerle la pomada a Voland en la rodilla.
Eso es todo terminó Voland, y contrajo la cara, porque
Guela le había hecho demasiada presión en la rodilla. Como
verá, la sociedad es pequeña, variada y sin pretensiones dejó
de hablar y empezó a girar el globo, hecho de tal manera que
los mares azules se movían y el casquete de nieve sobre los polos
parecía un auténtico gorro de nieve y de hielo.
Entretanto, en el tablero de ajedrez reinaba una gran confusión.
El rey del manto blanco andaba por su casilla alzando
los brazos de desesperación. Tres peones blancos con alabardas
miraban desconcertados al alfil que movía su espada indicando
hacia delante, donde había dos jinetes negros de Voland, montados
en unos caballos excitados que rascaban la tierra.
Margarita estaba admirada. Le sorprendía que las figuras
estuvieran vivas.
El gato, apartando los prismáticos de sus ojos, dio un leve
empujón al rey en la espalda. Este, desesperado, se tapó la cara
con las manos.
Mal asunto, querido Popota dijo Koróviev con voz venenosa.
La situación es difícil, pero no como para perder las
esperanzas contestó Popota; es más: estoy seguro de la victoria.
Lo que hace falta es analizar bien la situación.
Pero el análisis resultó algo extraño: empezó a hacer
muecas y a guiñar el ojo a su rey.
No hay remedio seguía Koróviev.
¡Ay! exclamó Popota. ¡Se han escapado los loros, ya
lo decía yo!
330
Efectivamente, a lo lejos se oyó un ruido de alas. Koróviev
y Asaselo salieron corriendo de la habitación.
¡Estoy harto del jaleo que os traéis con el baile! gruñó
Voland sin apartar la mirada del globo.
En cuanto desaparecieron Koróviev y Asaselo, las muecas
de Popota tomaron unas proporciones desmesuradas. Por fin, el
rey blanco comprendió qué esperaban de él. Arrojó su manto y
salió corriendo del tablero. El alfil se echó el manto del rey sobre
los hombros y ocupó su casilla. Volvieron Koróviev y Asaselo.
Como siempre es una mentira dijo Asaselo mirando de
reojo a Popota.
¿Qué me dices? Pues me pareció oírlos contestó el gato.
Bueno, esto dura demasiado dijo Voland. Jaque al rey.
Messere respondió el gato con una preocupación fingida,
me parece que está muy cansado. ¡No hay jaque!
El rey está en la casilla G2 repuso Voland sin mirar al
tablero.
¡Messere, qué horror! aulló el gato poniendo cara de
susto, el rey no está en la casilla G2.
¿Qué pasa? preguntó Voland sorprendido, y miró
al tablero, donde el alfil con el manto de rey volvía la cabeza
tapándose la cara.
Eres un granuja dijo Voland pensativo.
¡Messere! ¡De nuevo recurro a la lógica! habló el gato,
llevándose las patas al pecho. Si un jugador anuncia jaque al rey
y el rey no está en el tablero, el jaque no puede ser reconocido.
¿Te rindes o no? gritó Voland furioso.
Permítame que lo piense pidió el gato con docilidad.
Apoyó los codos en la mesa, se tapó los oídos con las patas y se
puso a pensar. Estuvo pensando mucho rato y, al fin, dijo: me
rindo.
Que maten a este ser obstinado susurró Asaselo.
Me rindo repitió el gato, pero exclusivamente porque
no puedo jugar en este ambiente de envidia e intrigas.
331
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Se incorporó y las figuras de ajedrez se metieron en un cajón.
Guela, ya es hora dijo Voland, y Guela desapareció de
la habitación. Tengo un dolor de piernas y encima este baile...
Permítame a mí pidió Margarita en voz baja.
Voland la miró fijamente y le acercó su rodilla.
Una masa caliente como la lava le quemó las manos, pero
Margarita, sin cambiar de expresión, empezó a friccionar la
rodilla de Voland tratando de no hacerle daño.
Mis favoritos dicen que tengo reuma decía Voland sin
apartar la mirada de Margarita, pero tengo mis sospechas de
que es un recuerdo de una bruja encantadora que conocí en el
año 1571 en el monte Brocken, en la Cátedra del Diablo.
¿Será posible? preguntó Margarita.
No tiene ninguna importancia. Dentro de unos trescientos
años no quedará nada. Me han recomendado muchas
medicinas, pero prefiero las antiguas, las de mi abuela. ¡Qué
hierbas tan sorprendentes me ha dejado mi abuela, esa vieja
odiosa! A propósito, ¿usted no padece de nada? ¿A lo mejor
tiene alguna pena, algo que la atormenta?
No, messere, no tengo nada de eso contestó la inteligente
Margarita; sobre todo ahora, estando con usted, me
encuentro perfectamente.
La sangre es una gran cosa dijo Voland sin que viniera
a cuento, y añadió: veo que le interesa mi globo.
¡Oh, sí! Nunca había visto cosa igual.
Es algo realmente bueno. Le confieso que no me gustan
las noticias por radio. Siempre las lanzan señoritas que pronuncian
confusamente los nombres geográficos. Además, una
de cada tres suele ser tartamuda, parece que las eligen a propósito.
Mi globo es mucho más práctico, sobre todo para mí, que
necesito conocer los acontecimientos al detalle. Por ejemplo, ¿ve
usted ese trozo de tierra, bañado por el océano? Mire, se está
incendiando. Es que ha empezado una guerra. Si se acerca más,
verá los detalles.
332
Margarita se inclinó sobre el globo, el cuadradito de tierra
se agrandó, se cubrió de colores y pareció convertirse en un
mapa en relieve. Luego vio la cinta del río con un pueblo a un
lado. Una casa, del tamaño de un guisante, fue creciendo hasta
alcanzar el tamaño de una caja de cerillas. De pronto, silenciosamente,
el tejado de la casa voló con una nube de humo negro,
las paredes se derrumbaron y de la casa solo quedó un montículo
que despedía una oscura humareda. Acercándose más,
Margarita pudo ver una figura de mujer en el suelo y, junto a
ella, un niño con los brazos abiertos en un charco de sangre.
Se acabó dijo Voland, sonriendo, no ha tenido tiempo
de pecar. El trabajo de Abadonna17 es perfecto.
No me gustaría estar en el lado contrario al que esté
Abadonna dijo Margarita. ¿De qué lado está?
Cuanto más hablo con usted respondió Voland con
amabilidad, más me convenzo de que usted es muy inteligente.
La voy a tranquilizar. Es sorprendentemente imparcial y apoya
a las dos partes contrincantes en la misma medida. Por consiguiente,
el resultado es siempre el mismo para ambas partes.
¡Abadonna! dijo Voland con voz baja, y de la pared salió un
hombre delgado con unas gafas oscuras que impresionaron
profundamente a Margarita, tanto que dio un grito y escondió
la cara en el hombro de Voland. ¡Por favor! gritó Voland,
¡qué nerviosa es la gente de ahora! y le dio a Margarita una
palmada en la espalda que resonó en todo su cuerpo. ¿No ve
que lleva gafas? Además, no ha ocurrido, ni nunca ocurrirá, que
Abadonna aparezca delante de alguien antes de tiempo. Al fin y
al cabo estoy aquí yo. ¡Y usted es mi invitada! Quería presentárselo,
nada más.
Abadonna estaba inmóvil.
17 En uno de los libros sobre el doctor Fausto, junto con Lucifer, rey
de los infiernos, y del virrey Belial, figura Abadónn, gran ministro y
consejero del Diablo. (N. de la T.)
333
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¿Podría quitarse las gafas un segundo? preguntó Margarita,
arrimándose a Voland y estremeciéndose, pero ahora de
curiosidad.
Eso es imposible dijo Voland seriamente. Hizo un
gesto a Abadonna y este desapareció.
¿Qué quieres, Asaselo?
Messere respondió Asaselo, con su permiso tengo que
decirle que hay aquí dos forasteros: una hermosa mujer que lloriquea
y pide que la lleven con su señora, y su cerdo, con perdón.
¡Pero qué manera tan extraña de comportarse tienen las
bellezas!
¡Es Natasha! exclamó Margarita.
Bueno, déjala con su señora. Y el cerdo con los cocineros.
¿Matarle? exclamó Margarita asustada. Por favor,
messere, es Nikolái Ivánovich, mi vecino de abajo. Es una equivocación,
ella le dio un poco de crema...
Pero qué cosas tiene dijo Voland. ¿Quién lo va a matar
y para qué? Que se quede un rato con los cocineros y nada más.
¡No querrá que le deje ir al baile!
Pues sí... añadió Asaselo, y comunicó: ya va a ser
medianoche, messere.
Ah, muy bien Voland se dirigió a Margarita: le doy las
gracias de antemano. No se preocupe y no tema nada. No beba
más que agua, si no se encontrará débil y no podrá resistirlo. ¡Es
la hora!
Margarita se levantó de la alfombra y en la puerta apareció
Koróviev.
23
El Gran Baile de Satanás
Era casi medianoche y tuvieron que apresurarse. Margarita
apenas veía lo que ocurría a su alrededor. Se le grabaron en la
memoria las velas y una piscina de colores. Cuando se encontró
de pie en el fondo de la piscina, Guela y Natasha, que estaban
ayudando, le echaron encima un líquido caliente, espeso y rojo.
Margarita sintió en sus labios un sabor salado y comprendió que
la estaban bañando en sangre. La capa sangrienta fue sustituida
por otra: espesa, transparente y rosácea. A Margarita le produjo
cierto mareo el aceite de rosas. Luego la tumbaron en un
lecho de cristal de roca y le dieron fricciones con grandes hojas
verdes y brillantes.
Entró el gato, que también se puso a ayudar. Se sentó en
cuclillas a los pies de Margarita y empezó a frotarle los talones
como si estuviera en la calle de limpiabotas.
Margarita no recuerda quién le hizo unos zapatos de los
pétalos de una rosa pálida, ni cómo se abrocharon ellos mismos
con engarces de oro. Una fuerza la levantó y la colocó frente
a un espejo. En su cabello brilló una corona de diamantes de
reina. Apareció Koróviev y le colgó en el cuello la pesada efigie
de un caniche negro, que colgaba de una voluminosa cadena
en un marquito ovalado. Este adorno le resultó muy molesto a
la reina. La cadena empezó a rozarle el cuello y la imagen la
obligaba a encorvarse. Pero hubo algo que fue como un premio
para Margarita por las molestias que le causaban la cadena y
335
el caniche: el respeto con que empezaron a tratarla Koróviev y
Popota.
¡Qué se le va a hacer! murmuraba Koróviev en la puerta
de la habitación de la piscina. ¡No hay más remedio! ¡Es necesario!...
Permítame, majestad, que le dé el último consejo. Entre
los invitados habrá gente muy diferente, ¡y tan diferente!, pero,
mi reina Margot, no debe mostrar preferencia por nadie. Si
alguien no le gusta..., estoy seguro de que a usted no se le notará
en la cara, pero ¡no puedo ni pensarlo! ¡Lo notarían inmediatamente!
Tiene que llegar a quererle, reina. Así, la dama del baile
será pagada con creces. Otra cosa más: no deje a nadie sin una
sonrisa, aunque solo sea una sonrisita, si no le da tiempo a decir
nada, aunque solo haga un movimiento con la cabeza. Bastará
con lo que se le ocurra, cualquier cosa, menos la falta de atención,
eso les haría desvanecerse...
Margarita, acompañada por Koróviev y Popota, dio un
paso de la habitación con piscina a la oscuridad absoluta.
Yo, yo... susurraba el gato, ¡yo daré la señal!
¡Anda! le respondió Koróviev en la oscuridad.
¡¡¡El baile!!! chilló el gato con voz estridente, y
Margarita dio un grito y cerró los ojos. El baile cayó en forma de
luz y, con ella, sonido y olor. Margarita, conducida por el brazo
de Koróviev, se encontró en un bosque tropical. Unos loros
verdes, con las pechugas rojas, gritaban: ¡Encantado!. Pero el
bosque se desvaneció pronto y su calor, semejante al del baño,
fue sustituido por el frescor de una sala de baile con columnas
de una piedra amarilla y reluciente. La sala, como el bosque,
estaba completamente desierta. Solo junto a las columnas había
unos negros desnudos con turbantes plateados. En sus rostros
apareció un color parduzco y turbio de emoción, cuando entró
Margarita con su séquito, en el que surgió, de pronto, Asaselo.
Koróviev soltó la mano de Margarita y susurró:
Hacia los tulipanes, directamente.
336
Ante sus ojos se alzó un muro de tulipanes y Margarita
vio detrás de sí inmensidad de luces con pantallas, que iluminaban
las pecheras blancas y los hombros negros de los de frac.
Entonces comprendió de dónde procedía la música de baile. Le
cayó encima el estruendo de las trompetas y una oleada de violines
la bañó como si fuera sangre. Una orquesta de unos ciento
cincuenta músicos interpretaba una polonesa.
Un hombre de frac que estaba de pie delante de la orquesta
palideció al ver a Margarita, sonrió y con un gesto levantó a
todos los músicos. La orquesta, en pie, sin interrumpir la música
ni un segundo, seguía envolviendo a Margarita con el sonido. El
director se volvió de espaldas a los músicos e hizo una profunda
reverencia abriendo los brazos. Margarita, sonriente, le hizo un
gesto de saludo con la mano.
No es bastante susurró Koróviev no podrá dormir en
toda la noche. Dígale: Le felicito, rey de los valses.
Margarita lo gritó así y se sorprendió al darse cuenta de
que su voz, llena como el son de una campana, se elevó sobre el
ruido de la orquesta. El hombre se estremeció de alegría, se llevó
al pecho su mano izquierda y continuó dirigiendo con su batuta
blanca.
Aún es poco susurró Koróviev; mire a la izquierda,
a los primeros violines y salúdelos, para que cada uno crea que
usted le ha reconocido personalmente. Son virtuosos de fama
mundial. ¡Ese..., el del primer atril, es Vietan!... Así, muy bien...
Y ahora ¡adelante!
¿Quién es el director? preguntó Margarita cuando se
iba volando.
¡Johann Strauss! gritó el gato. ¡Que me cuelguen de
una liana en un bosque tropical si ha habido en otro baile una
orquesta como esta! ¡La he traído yo! Fíjese, nadie se ha negado
ni se ha puesto enfermo.
En la sala siguiente no había columnas, sino auténticos
muros de rosas blancas, rojas y color marfil a un lado, y al otro
337
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
lado una pared de camelias japonesas de flor doble. Entre las
paredes había fuentes y el champaña hervía burbujeante en
tres piscinas. La primera era color lila, transparente; la otra de
rubíes, y la tercera de cristal de roca. Corrían entre las piscinas
unos negros con turbantes rojos, que con unos cacillos de plata
llenaban los cálices planos. En la pared rosa había un hueco en
el que se alzaba un escenario, y en él un hombre acalorado, vestido
con frac rojo de cola de golondrina. Delante de él tocaba
el jazz con una fuerza insoportable. Cuando el director vio a
Margarita se inclinó en seguida hasta que tocó el suelo con las
manos, luego se irguió y gritó con voz penetrante:
¡Aleluya!
Se dio una palmada en una rodilla, luego en la otra, cruzó
las manos, le arrebató al último músico un platillo y dio un
golpe en la columna.
Al salir Margarita vio al virtuoso del jazz-band luchando
con la polonesa, que le soplaba a ella en la espalda, pegándole
a los músicos en la cabeza con el platillo y ellos inclinándose en
plena parodia.
Por fin salieron a una plazoleta, donde, pensó Margarita,
en plena oscuridad les había recibido Koróviev con su lamparilla.
Ahora, la luz que salía de unas parras de cristal cegaba
los ojos. Colocaron a Margarita en un sitial y encontró bajo su
mano izquierda una pequeña columna de amatista.
Aquí podrá apoyar la mano cuando se sienta muy cansada
susurró Koróviev.
Un negro puso a los pies de Margarita un almohadón que
tenía bordado un caniche dorado, y, obedeciendo a las manos
de alguien, Margarita, doblando la pierna, apoyó un pie.
Margarita trató de mirar alrededor. Koróviev y Asaselo
estaban a su lado en actitud de ceremonia. Junto a Asaselo
había tres jóvenes que le recordaban vagamente a Abadonna.
Sentía frío en la espalda. Margarita miró hacia atrás; de
una pared de mármol salía un vino efervescente que caía en una
338
piscina de hielo. Sentía junto a su pierna izquierda algo caliente
y peludo. Era Popota.
Margarita estaba en lo alto de una grandiosa escalera
alfombrada. Abajo, tan lejos que le parecía que estaba mirando
por unos prismáticos vueltos del revés, vio una vasta entrada
con una chimenea inmensa: por su boca enorme y fría podría
entrar con facilidad un camión de cinco toneladas. El portal y
la escalera, tan fuertemente iluminados, que hacían daño a la
vista, estaban desiertos. A lo lejos se oía el sonido de las trompetas.
Permanecieron inmóviles cerca de un minuto.
¿Y los invitados? preguntó Margarita a Koróviev.
Ya llegarán, majestad, ya llegarán. Ya verá cómo invitados
no faltan. Le confieso que hubiera preferido estar cortando
leña a tener que recibirlos en esta plazoleta.
¡Cortar leña! interrumpió el gato parlanchín. Yo
estaría dispuesto a hacer de cobrador en un tranvía y eso sí que
es el peor trabajo del mundo.
Majestad, todo tiene que estar preparado de antemano
explicó Koróviev, y su ojo brillaba a través del monóculo
roto. No hay nada peor que el primer invitado que llega y no
sabe qué hacer, y el ogro de su esposa se pone a regañarle por
haber llegado antes que nadie. Estos bailes hay que tirarlos a la
basura, majestad.
Directamente a la basura asintió el gato.
Faltan diez segundos para medianoche dijo Koróviev;
ya va a empezar.
Aquellos diez segundos le parecieron a Margarita interminables.
Por lo visto, ya habían transcurrido, pero no pasó nada.
De pronto algo explotó en la chimenea y de allí salió una horca
de la que colgaba un cadáver medio descompuesto. El cadáver
se soltó de la cuerda, chocó contra el suelo y apareció un hombre
guapísimo, moreno, vestido de frac y con zapatos de charol. De
la chimenea salió un ataúd casi desarmado, se despegó la tapadera
y cayó otro cadáver. El apuesto varón se acercó de un salto
339
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
al cadáver y, doblando el brazo, lo ofreció muy galantemente.
El segundo cadáver era una mujer muy nerviosa, con zapatos
negros y plumas negras en la cabeza. Los dos, el hombre y la
mujer, empezaron a subir apresuradamente las escaleras.
¡Los primeros! exclamó Koróviev. El señor Jaques
con su esposa. Majestad, le voy a presentar a uno de los hombres
más interesantes. Un conocido falsificador de moneda, traidor
al Estado, pero bastante buen alquimista. Se hizo famoso le
susurró Koróviev al oído envenenando a la amante del rey. ¡Y
eso no lo hace cualquiera! ¡Fíjese qué guapo es!
Margarita, pálida, con la boca abierta, vio cómo desaparecían
abajo, por una salida del portal, la horca y el ataúd.
¡Encantado! vociferó el gato en la cara del señor
Jaques, que ya había subido las escaleras.
En aquel momento surgió de la chimenea un esqueleto
decapitado al que le faltaba un brazo. Pegó contra el suelo y se
convirtió en un hombre de frac.
La esposa del señor Jaques, prosternándose ante Margarita
y pálida de emoción, le besó la rodilla.
Majestad... balbuceaba la esposa del señor Jaques.
¡La reina está encantada! gritaba Koróviev.
Majestad... dijo en voz baja el apuesto caballero, el
señor Jaques.
¡Encantados! aullaba el gato.
Ya los jóvenes acompañantes de Asaselo, con sonrisas exánimes,
pero cariñosas, apartaban al señor Jaques y a su esposa
hacia las copas de champaña que ofrecían los negros. Por la escalera
subía apresuradamente un hombre solitario vestido de frac.
El conde Roberto susurró Koróviev sigue estando
interesante. Fíjese, majestad, qué curioso; el caso contrario al
anterior: este era amante de la reina y envenenó a su mujer.
Encantados, conde exclamó Popota.
De la chimenea salieron uno detrás de otro tres ataúdes,
que explotaron y se desclavaron en el camino; saltó alguien con
340
capa negra; el siguiente que salió del oscuro hueco le clavó un
puñal en la espalda. Se oyó un grito ahogado. Surgió corriendo
de la chimenea un cadáver casi descompuesto. Margarita
cerró los ojos, una mano le acercó a la nariz un frasco de sales
blancas. Le pareció que era la mano de Natasha.
La escalera empezó a poblarse de gente. Ahora, en todos
los peldaños, había hombres de frac y mujeres desnudas, que
desde lejos parecían todos iguales. Pero las mujeres se distinguían
por el color de las plumas y de los zapatos.
Una de ellas, cojeando del pie izquierdo, se acercaba a
Margarita; llevaba una extraña bota de madera. Tenía aspecto
monjil, los ojos puestos en el suelo, delgada, muy modesta y con
una ancha cinta color verde en el cuello.
¿Quién es esa..., la de verde? preguntó maquinalmente
Margarita.
Es una dama encantadora y muy respetable susurró
Koróviev, la señora Tofana. Era muy conocida entre las jóvenes
y bellas napolitanas y también entre los habitantes de Palermo,
sobre todo entre las que estaban hartas de sus maridos. Eso
ocurre a veces, majestad, que una se cansa del marido...
Sí dijo Margarita con voz sorda, sonriendo al mismo
tiempo a dos hombres que se habían inclinado para besarle la
mano y la rodilla.
Bueno, como decía susurraba Koróviev, arreglándoselas
para gritar al mismo tiempo. ¡Duque! ¿Una copa de champaña?
Encantado... Pues bien, la señora Tofana se daba cuenta
de la situación de esas pobres mujeres y les vendía vinos frescos
con un líquido. La mujer echaba el líquido en la sopa del esposo,
él se la comía, le daba las gracias por sus atenciones y se sentía
perfectamente. Sí, pero a las pocas horas empezaba a tener una
sed tremenda, luego se acostaba y al día siguiente la bella napolitana,
que había preparado la sopa a su esposo, estaba tan libre
como el viento en primavera.
341
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¿Y qué tiene en el pie? preguntaba Margarita sin cansarse
de alargar su mano a los invitados que habían adelantado
a la señora Tofana, ¿qué es eso verde que lleva en el cuello? ¿Es
que lo tiene arrugado?
Encantado, príncipe gritaba Koróviev, susurrando al
mismo tiempo a Margarita; tiene un cuello precioso, pero le
pasó una cosa muy desagradable en la cárcel. En el pie lleva un
cepo y la cinta es por lo siguiente: cuando se enteraron de que
quinientos esposos mal elegidos habían abandonado Nápoles y
Palermo para siempre, los carceleros, en un arrebato, ahogaron
a la señora Tofana.
Qué felicidad, mi encantadora reina, haber tenido el
honor... murmuraba Tofana con aire monjil, intentando ponerse
de rodillas; pero el cepo se lo impedía. Koróviev y Popota le ayudaron
a levantarse.
Por la escalera subía ahora un verdadero torrente. Margarita
dejó de ver lo que ocurría en la entrada. Levantaba y bajaba la
mano mecánicamente y sonreía a todos los invitados con la misma
sonrisa. Llenaba el aire un ruido monótono y de las salas de baile,
abandonadas por Margarita, llegaba la música como el sonido del
mar.
Esa es una mujer muy aburrida Koróviev hablaba alto,
sabiendo que nadie le iba a oír en medio del ruido de voces; le
encantan los bailes y sueña con poder protestar por su pañuelo.
Margarita dio con aquella de quien hablaba Koróviev. Era
una mujer de unos veinte años, con una figura extraordinaria,
pero tenía los ojos inquietos e insistentes.
¿Qué pañuelo? preguntó Margarita.
Hace ya treinta años que una doncella explicó Koróviev
se encarga de dejarle en su mesilla todas las noches un pañuelo. Se
despierta y el pañuelo está allí. Lo quema en una estufa, lo tira al
río, pero en vano.
¿Y qué pañuelo es ese? susurraba Margarita, levantando
y bajando la mano.
342
Es un pañuelo con un ribete azul. Es que cuando estuvo
sirviendo en un café, el dueño la llamó un día al almacén y a
los nueve meses tuvo un hijo; se lo llevó al bosque y le metió el
pañuelo en la boca. Luego lo enterró. En el juicio declaró que no
tenía con qué alimentar al hijo.
¿Y dónde está el dueño del café? preguntó Margarita.
Majestad rechinó de pronto el gato desde abajo, permítame
que le haga una pregunta: ¿qué tiene que ver el dueño
del café? ¡Él no ahogó en el bosque a ningún niño!
Sin dejar de sonreír y de saludar con la mano derecha,
Margarita agarró la oreja de Popota con la mano izquierda, clavándole
sus uñas afiladas. Susurró:
Granuja, si te permites otra vez intervenir en la conversación...
Popota pegó un grito que desentonaba con el ambiente de
la fiesta y contestó:
Majestad..., que se me va a hinchar la oreja... ¿Para qué
estropear el baile con una oreja hinchada? Hablaba desde el
punto de vista jurídico... Me callo, puede considerarme un pez y
no un gato, ¡pero suelte mi oreja!
Margarita soltó la oreja.
Los ojos insistentes y sombríos estaban ya ante Margarita.
Me siento feliz, señora reina, de haber sido invitada al
Gran Baile del Plenilunio de Primavera.
Me alegro de verla contestó Margarita, me alegro mucho.
¿Le gusta el champaña?
Pero, ¿qué hace, majestad? gritó Koróviev con voz
desesperada, pero apenas audible. ¡Se va a formar un atasco!
Me gusta... dijo la mujer con voz suplicante, y de
pronto empezó a repetir: ¡Frida, Frida, Frida! ¡Me llamo Frida,
oh, señora!
Emborráchese esta noche, Frida, y no piense en nada.
343
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Frida extendió los brazos hacia Margarita, pero Koróviev
y Popota la agarraron de las manos con destreza y pronto se
perdió entre la multitud.
Una verdadera marea humana venía de abajo, como queriendo
tomar por asalto la plazoleta en la que se encontraba
Margarita. Los cuerpos desnudos de mujeres se mezclaban con
los hombres en frac. Margarita veía cuerpos blancos, morenos,
color café y completamente negros. En los cabellos rojos,
negros, castaños y rubios como el lino, brillaban despidiendo
chispas las piedras preciosas. Parecía que alguien había rociado
a los hombres con gotitas de luz; eran los relucientes gemelos
de brillantes. Continuamente Margarita sentía el contacto de
unos labios en su rodilla, a cada instante alargaba la mano para
que se la besaran. Su cara se había convertido en una máscara
inmóvil y sonriente.
Encantado decía Koróviev con voz monótona, estamos
encantados..., la reina está encantada...
La reina está encantada repetía con voz gangosa Asaselo.
¡Encantado! exclamaba el gato.
La marquesa... murmuraba Koróviev ha envenenado
a su padre, a dos hermanos y a dos hermanas por la herencia...
¡La reina está encantada!... La señora Minkina... ¡Qué guapa
está! Algo nerviosa. ¿Por qué tendría que quemarle la cara a
su doncella con las tenazas de rizar el pelo? Es natural que la
hubieran asesinado... ¡La reina está encantada!... Majestad, un
momento de atención: el emperador Rodolfo, mago y alquimista...
Otro alquimista ahorcado... ¡Ah, aquí está ella! ¡Qué
prostíbulo tan estupendo tenía en Estrasburgo!... ¡Estamos
encantados!... Una modista moscovita que todos queremos por
su inagotable fantasía... Tenía una casa de modas y se inventó
una cosa muy graciosa: hizo dos agujeritos redondos en la
pared...
¿Y las señoras no lo sabían?
344
Lo sabían todas, majestad contestó Koróviev. ¡Encantado!...
Este chico de veinte años, desde pequeño, había tenido extrañas inclinaciones,
era un soñador. Una joven se enamoró de él y él la vendió a un
prostíbulo...
Abajo afluía un río. Su manantial la enorme chimenea
seguía alimentándolo. Así pasó una hora y luego otra. Margarita
empezó a notar que la cadena le pesaba más.
Le pasaba algo extraño con la mano. Antes de levantarla
Margarita hacía una mueca. Las curiosas observaciones de
Koróviev dejaron de interesarla. Ya no distinguía las caras asiáticas,
blancas o negras; el aire empezó a vibrar y a espesarse.
Un dolor agudo, como de una aguja, le atravesó la mano
derecha. Apretando los dientes, apoyó el codo en la columna.
Del salón llegaba un ruido, parecido al roce de unas alas en
una pared; por lo visto, había una verdadera multitud bailando.
Margarita tuvo la sensación de que incluso los suelos de
mármol, de mosaicos y de cristal de aquella extraña estancia,
vibraban rítmicamente.
Ni Cayo César Calígula, ni Mesalina llegaron a interesar a
Margarita; tampoco ninguno de los reyes, duques, caballeros,
suicidas, envenenadoras, ahorcados, alcahuetas, carceleros,
tahúres, verdugos, delatores, traidores, dementes, detectives o
corruptores.
Todos sus nombres se mezclaban en su cabeza, las caras
se fundieron en una enorme torta y un solo rostro se le había
fijado en la memoria, atormentándola; una cara cubierta por
una barba color fuego, la cara de Maluta Skurátov18.
A Margarita se le doblaban las piernas, temía que iba a
echarse a llorar de un momento a otro. Lo que más le molestaba
era su rodilla derecha, la que le besaban. La tenía hinchada, con
la piel azulada, a pesar de que Natasha había aparecido varias
18 G. L. Belski (?-1572), apodado Maluta Skurátov, famoso por su
crueldad, fue jefe de las fuerzas encargadas de la represión de los
boyardos durante el reinado de Iván el Terrible. (N. de la T.)
345
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
veces para frotarle la rodilla con una esponja empapada en algo
aromático.
Habían pasado casi tres horas; Margarita miró hacia
abajo con ojos completamente desesperados y se estremeció de
alegría: el torrente de invitados empezaba a amainar.
Todas las reglas del baile se repiten, majestad susurró
Koróviev; ahora la ola de invitados empezará a disminuir. Le
juro que son los últimos minutos de sufrimiento. Allí tiene un
grupo de juerguistas de Brocken. Siempre llegan los últimos.
Dos vampiros borrachos... ¿No hay nadie más? Ahí viene
otro..., otros dos.
Por la escalera subían los dos últimos invitados.
Este parece ser nuevo dijo Koróviev, mirando a través
del monóculo. Ah, ya sé quién es. Una vez Asaselo le fue a ver
mientras estaba tomando una copa de coñac y le aconsejó la
manera de deshacerse de un hombre cuyas revelaciones temía
muchísimo. Ordenó a un amigo que trabajaba para él que salpicara
las paredes del despacho con veneno...
¿Cómo se llama?
No lo sé contestó Koróviev, hay que preguntárselo a
Asaselo.
¿Quién es el que está con él?
Es su fiel amigo. ¡Encantado! gritó Koróviev a los dos
últimos invitados.
La escalera estaba desierta. Esperaron un poco por si venía
alguien. Pero de la chimenea ya no salió nadie más.
En un minuto, y sin comprender cómo había sucedido,
Margarita se encontró de nuevo en la habitación de la piscina.
Lloraba de dolor en la mano y en la pierna, y se derrumbó en el
suelo. Pero Guela y Natasha, consolándola, la llevaron al baño
de sangre, volvieron a darle masaje y Margarita revivió.
Un poco más, reina Margot susurraba Koróviev que
había aparecido a su lado; hay que hacer un último recorrido
346
por las salas para que los honorables huéspedes no se sientan
abandonados.
Y Margarita salió volando de la habitación de la piscina.
En el mismo tablado donde estuviera tocando la orquesta del
rey de los valses, ahora se enfurecía un jazz de monos. Dirigía
la orquesta un enorme gorila con patillas despeinadas, bailando
pesadamente y sujetando una trompeta.
Una hilera de orangutanes soplaban en trompetas brillantes,
sosteniendo sobre los hombros alegres chimpancés con
armónicas. Dos cinocéfalos con melenas de león tocaban el
piano, pero, entre el estruendo de los saxofones, el chillido de los
violines y el tronar de los tambores en las patas de los gibones,
mandriles y macacos, el piano no se oía. Numerosísimas
parejas, como fundidas, asombraban por la destreza y precisión
de movimiento, girando en una dirección; avanzaban como una
pared por el suelo de espejos, amenazando barrer todo lo que
encontraran por delante. Unas mariposas vivaces y aterciopeladas
volaban sobre el tropel de los danzantes, caían flores del
techo. Se apagó la electricidad; se encendieron en los capiteles
de las columnas millares de luciérnagas y en el aire flotaron
fuegos fatuos.
Margarita se encontró después en una enorme piscina
rodeada de una columnata. De la boca de un monumental
Neptuno negro surgía un gran chorro rosa. Subía de la piscina
un olor mareante a champaña. Había gran animación. Las
señoras, risueñas, entregaban sus bolsos a los caballeros o a los
negros que corrían con sábanas en las manos, y, gritando,
se tiraban de cabeza al champaña. Se levantaban columnas de
espuma. El fondo de cristal de la piscina estaba iluminado por
una luz que atravesaba el espesor del vino, y se veían con claridad
los cuerpos plateados de los nadadores. Salían de la piscina
completamente borrachos. Volaban las carcajadas bajo las
columnas y resonaban como el jazz.
347
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
De todo aquello se le quedó grabada una cara; era una cara
de persona completamente ebria, con ojos de loco, pero suplicantes,
y se acordó de una palabra: Frida.
Margarita se mareó por el olor a vino, y ya estaba dispuesta
a marcharse, cuando el gato negro organizó en la piscina
un número que la detuvo.
Popota había estado haciendo algo junto a la boca de
Neptuno y la masa de champaña, toda revuelta, desapareció
de la piscina, haciendo mucho ruido. En lugar del líquido rosa
y burbujeante, de la boca de Neptuno surgió un chorro color
amarillo oscuro. Las damas gritaron como locas: ¡Coñac!, y
echaron a correr de los bordes de la piscina hacia las columnas.
A los pocos segundos la piscina estaba llena, y el gato, dando
tres volteretas en el aire, cayó en el coñac. Salió resoplando, con
la pajarita hecha un trapo, sin resto de purpurina en el bigote
y sin los prismáticos. Los únicos que se decidieron a seguir el
ejemplo de Popota fueron la ingeniosa modista y su acompañante,
un desconocido mulato joven. Los dos se tiraron al
coñac, pero en ese momento Koróviev cogió a Margarita del
brazo y abandonaron a los bañistas.
A Margarita le pareció ver unos estanques enormes de
piedra llenos de ostras.
Después voló por encima de un suelo de cristal, a través del
cual se veían hornos infernales ardiendo, con diabólicos cocineros
vestidos de blanco, que se agitaban entre los fuegos.
Luego, ya sin entender nada, vio unos sótanos oscuros, iluminados
con candiles, donde unos jóvenes servían carne preparada
en piedras caldeadas y donde todos bebían a su salud de
unas jarras. Luego unos osos blancos que tocaban la armónica y
bailaban en un escenario. Una salamandra prestidigitadora que
no ardía en el fuego... Y por segunda vez se quedó sin fuerzas.
La última salida susurró Koróviev preocupado, ¡y
estaremos libres! Acompañada por Koróviev, Margarita se
encontró de nuevo en la sala de baile, pero allí ya no bailaban:
348
un tumulto incalculable de invitados se aglomeraba entre las
columnas, liberando el centro de la sala. Margarita no recordaba
quién le ayudó a subirse a un pedestal que apareció de
pronto en medio del espacio libre de la sala. Desde allí arriba
oyó el toque de medianoche, que, según sus cálculos, había
pasado hacía tiempo. Con la última señal del reloj invisible
cayó el silencio sobre la multitud. Margarita vio a Voland. Le
rodeaban Abadonna, Asaselo y otros parecidos a Abadonna:
negros y jóvenes. Margarita se dio cuenta de que delante de
ella había otro pedestal preparado para Voland. Pero no lo
utilizó. Se sorprendió Margarita de que Voland hubiera aparecido
en aquella última gran sala, en el baile, vestido de la
misma manera que cuando estaba en el dormitorio. Llevaba
la misma camisa zurcida en el hombro y unas zapatillas viejas.
En la mano, una espada desnuda, pero la utilizaba como
bastón, apoyándose en ella.
Llegó hasta su pedestal cojeando, se paró y en seguida apareció
Asaselo con una fuente en las manos; Margarita vio en la
fuente la cabeza cortada de un hombre, con los dientes rotos.
La sala seguía en silencio; solo lo interrumpió un timbre lejano,
inexplicable en aquellas circunstancias, que recordaba uno de
esos timbres que se oyen en la entrada principal de una casa.
Mijaíl Alexándrovich interpeló Voland en voz baja a la
cabeza; el muerto levantó los párpados y Margarita vio, estremecida,
unos ojos vivos, llenos de sentido y de dolor. Todo se
ha cumplido, ¿no es verdad? siguió Voland, mirando a los ojos
de la cabeza. La cabeza la cortó una mujer, la reunión no tuvo
lugar, y yo estoy viviendo en su casa. Es un hecho. Y un hecho
es la cosa más convincente de este mundo. Pero ahora lo que
nos interesa es el futuro y no este hecho consumado. Usted fue
siempre un propagandista ardiente de la teoría que dice que,
al cortarle la cabeza, acaba la vida del hombre, se convierte en
ceniza y desaparece en la nada. Me alegra poder comunicarle
en presencia de mis amigos, aunque ellos sirvan de prueba de
349
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
una teoría muy distinta, que esa teoría es muy seria e inteligente,
aunque todas las teorías tienen un valor semejante... Entre ellas
hay una que dice que cada uno recibirá en razón de su fe. ¡Que
así sea! Usted se va al no ser y me será grato brindar por el ser
con el cáliz en el que usted se va a convertir.
Voland levantó la espada. La piel de la cabeza tomó un
color oscuro, se encogió, empezó a caer a trozos, desaparecieron
los ojos y Margarita pudo ver en la fuente una calavera
amarillenta sobre un pie de oro, con ojos de esmeralda y dientes
de perlas. La calavera tenía una tapa con bisagras. Se abrió.
Ahora mismo, messere dijo Koróviev ante la mirada
interrogante de Voland, ahora mismo aparecerá ante sus
ojos. Oigo en este silencio sepulcral el chirriar de sus zapatos de
charol y el sonido de la copa, que ha dejado en la mesa después
de beber champaña por última vez en su vida. Aquí está.
Alguien entraba en la sala, dirigiéndose a Voland. No se
distinguía físicamente del resto de los invitados, excepto en
una cosa: este se tambaleaba de emoción, cosa que se notaba
desde lejos. En sus mejillas ardían unas manchas rojas y sus ojos
expresaban un verdadero pánico. El invitado estaba perplejo.
Era natural: le había sorprendido todo, especialmente el traje de
Voland.
Pero fue recibido con todos los honores.
¡Ah, mi querido barón Maigel! se dirigió Voland al
invitado con una sonrisa cariñosa. Al interpelado parecía que
se le iban a salir los ojos de las órbitas. Tengo el gusto de presentarles
dijo Voland a los invitados al respetable barón
Maigel, funcionario de la Comisión de Espectáculos y encargado
de acompañar a los extranjeros por los monumentos históricos
de Moscú.
Margarita contuvo la respiración, porque le había conocido.
Se había encontrado con él varias veces en los teatros y
restaurantes de Moscú. Pero pensó Margarita ¿este también
ha muerto?. Se aclaró todo en seguida:
350
El entrañable barón siguió Voland con una sonrisa
alegre fue tan amable que al enterarse de mi llegada a Moscú
me telefoneó inmediatamente, proponiendo su ayuda como
experto en lugares interesantes de la ciudad. Como es natural,
he sentido una gran satisfacción al poder invitarlo.
Margarita vio que Asaselo pasaba a Koróviev la fuente con
la calavera.
Por cierto, barón dijo Voland en tono íntimo, bajando
la voz, corren rumores sobre su extraordinario afán de saber.
Dicen que ese afán, unido a su locuacidad no menos desarrollada,
está empezando a llamar la atención general. Las malas
lenguas ya han pronunciado la palabra espía y confidente. Más
aún: hay ciertas opiniones de que todo esto le va a llevar a un
final muy triste antes de un mes. Y precisamente para evitarle
esa espera angustiosa, hemos decidido venir en su ayuda, aprovechando
la circunstancia de que usted se haya invitado a mi
fiesta con el fin de pescar todo lo que vea y oiga.
El barón se puso todavía más pálido que Abadonna, que
era por naturaleza de una palidez excepcional; después sucedió
algo extraño. Abadonna se colocó junto al barón y se quitó las
gafas un instante. Y algo como de fuego brilló en las manos
de Asaselo, se oyó un ruido parecido a una palmada, el barón
empezó a perder pie y de su pecho brotó un chorro de sangre
roja, cubriendo la camisa almidonada y el chaleco. Koróviev
puso el cáliz bajo el chorro y se lo ofreció lleno a Voland.
Mientras tanto, el cuerpo exánime del barón yacía en el suelo.
¡A su salud, señores! dijo Voland, y, levantando el cáliz,
se lo llevó a los labios.
Se produjo la metamorfosis. Desaparecieron la camisa
zurcida y las zapatillas usadas. Voland vestía de negro y llevaba
una espada de acero en la cadera. Se acercó rápidamente a
Margarita, le ofreció el cáliz y le dijo en tono imperativo:
¡Bebe!
351
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Margarita sintió un fuerte mareo, se tambaleó, pero el
cáliz estaba ya junto a sus labios; unas voces, no sabía de quién,
le susurraron al oído:
No tenga miedo, majestad... No tema, majestad, que
hace mucho que la sangre empapa la tierra. Y allí donde se ha
vertido, crecen racimos de uvas.
Margarita, sin abrir los ojos, dio un sorbo, una corriente
dulce le subió por las venas y sintió un timbre en sus oídos. Le
pareció que cantaban gallos con voces ensordecedoras y que
en algún sitio interpretaban una marcha. La multitud de invitados
empezó a cambiar de aspecto: los hombres de frac y las
mujeres se convirtieron en cadáveres. La putrefacción inundó
la sala ante los ojos de Margarita y flotó un olor a sepultura.
Se derrumbaron las columnas, se apagaron las luces y desaparecieron
las fuentes, las camelias y los tulipanes. Y todo quedó
como antes: el modesto salón de la joyera y la puerta entreabierta
que dejaba ver una franja de luz. Margarita entró por esa
puerta.
353
24
La liberación del maestro
En el dormitorio de Voland todo estaba como antes del
baile. Voland, en camisa, estaba sentado en la cama, pero ahora
Guela no le frotaba la pierna, sino que ponía la mesa del ajedrez
para la cena. Koróviev y Asaselo, ya sin el frac, se sentaron
a la mesa, y junto a ellos, naturalmente, se colocó el gato, que
no quiso despojarse de su corbata, aunque la corbata era ya un
trapo sucio. Margarita, tambaleándose, se acercó a la mesa y
se apoyó en ella. Voland la llamó con un gesto, como lo hiciera
antes, y le pidió que se sentara:
Bueno, ¿la marearon mucho? preguntó Voland.
¡Oh!, no, messere apenas se oyó la respuesta de
Margarita.
Noblesse oblige indicó el gato, y le sirvió a Margarita
un líquido transparente en un vaso pequeño.
¿Es vodka? preguntó Margarita con voz débil.
El gato, indignado, dio un respingo en la silla.
Por favor, majestad dijo ofendido, ¿cree usted que yo
sería capaz de servir a una dama una copa de vodka? ¡Eso es
alcohol puro!
Margarita sonrió e intentó apartar el vaso.
Beba sin miedo dijo Voland, y Margarita cogió el vaso
inmediatamente.
Siéntate, Guela ordenó Voland, y explicó a Margarita:
La noche de plenilunio es una noche de fiesta, y siempre ceno
354
en compañía de mis favoritos y de mis criados. Bien, ¿cómo se
encuentra? ¿Cómo ha resultado esta fiesta tan agotadora?
¡Estupenda! chismeó Koróviev. ¡Todos han quedado
encantados, enamorados, aplastados! ¡Qué tacto, qué habilidad,
qué encanto y qué charme!
Voland levantó la copa sin decir una palabra y brindó con
Margarita. Ella bebió resignada, pensando que sería el fin. Pero
no ocurrió nada malo. Un calor vivo le recorrió el vientre, algo
le golpeó suavemente en la nuca, le volvieron las fuerzas, como
después de un sueño profundo y tonificador, y sintió además un
hambre canina. Al acordarse de que no había comido desde la
mañana anterior, sintió todavía más hambre... Atacó el caviar
con avidez. Popota cortó una rodaja de piña, le puso sal y
pimienta, se la tomó y después se zampó una copa de vodka con
tanta desenvoltura que todos aplaudieron.
Cuando Margarita se bebió la segunda copa, las velas de
los candelabros dieron más luz y en la chimenea ardió el fuego
con más fuerza. Margarita no tenía la sensación de haber
bebido. Mordiendo la carne con sus dientes blancos, saboreaba
el jugo, pero sin dejar de mirar a Popota, que untaba de mostaza
una ostra.
Lo que te falta es ponerle un poco de uva encima dijo
Guela en voz baja, dándole un codazo al gato.
Le ruego que no me dé lecciones contestó el gato, ¡con
la cantidad de mesas que he recorrido!
Ah, pero qué gusto estar cenando así, en familia, junto
al fuego... rechinaba la voz de Koróviev.
No, Fagot replicaba el gato, el baile también tiene su
encanto, su importancia.
No tiene nada de eso, ni encanto ni importancia replicó
Voland. Además, los rugidos de los tigres del bar y de aquellos
osos absurdos por poco me dan dolor de cabeza.
Como usted diga dijo el gato; si sostiene que el baile no
tiene ninguna importancia, estoy dispuesto a opinar lo mismo.
355
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Oye, tú! dijo Voland.
Es una broma respondió el gato con humildad, además,
voy a decir que frían a los tigres.
Los tigres no se comen replicó Guela.
¿Usted cree? Pues escúcheme dijo el gato, y, entornando
los ojos de gusto, contó cómo durante diecinueve días estuvo
errando por un desierto y lo único que comía era carne de tigre.
Todos escucharon con mucha atención la interesante narración,
y, cuando Popota terminó, exclamaron a coro:
¡Mentira!
Y lo mejor de esta historia es dijo Voland que es mentira
desde la primera palabra a la última.
¿Ah, sí? ¿Conque es mentira? exclamó el gato, y todos
esperaban que iba a protestar, pero él dijo con voz sorda: Ya
nos juzgará la historia.
Dígame, por favor se dirigió Margarita a Asaselo, reanimada
con el vodka, ¿no es verdad que usted le pegó un tiro al
exbarón?
Naturalmente contestó Asaselo. ¿Cómo no iba a
hacerlo? Había que pegarle un tiro, era necesario.
¡Me asusté tanto! exclamó Margarita. ¡Fue tan inesperado!
No era nada inesperado replicó Asaselo, pero Koróviev
se echó las manos a la cabeza:
¿Cómo no se iba a asustar? ¡Si a mí me temblaron las
piernas! ¡Paf! ¡Ras! ¡Y el barón al suelo!
Por poco me da un ataque de nervios añadió el gato,
relamiendo una cuchara con caviar.
Hay una cosa que no llego a entender dijo Margarita,
y las luces temblorosas se reflejaban en sus ojos: ¿No se oían
afuera los ruidos y la música del baile?
Claro que no, majestad explicó Koróviev; hay que
hacerlo de tal manera que no se oiga. Hay que tener mucho cuidado.
356
Sí, sí... Es que el hombre de la escalera..., cuando pasamos
Asaselo y yo..., y el otro junto al portal..., me parece que estaba
vigilando el piso...
¡Cierto! gritó Koróviev. ¡Es cierto, querida Margarita!
¡Ha confirmado mis sospechas! Sí, estaban vigilando nuestro
piso. Primero pensé que era un sabio distraído o un enamorado
sufriendo en la escalera. ¡Pero no! ¡Algo me hizo dudar! ¡Sí,
estaban vigilando el piso! ¡Y el otro, el del portal, también!
¿Y si vienen a detenernos? preguntó Margarita.
Pues claro que vendrán, mi encantadora reina, ¡cómo
no! contestó Koróviev. Me dice el corazón que vendrán. No
ahora, claro está, pero eso no faltará. Aunque me temo que no
habrá nada interesante.
¡Cómo me puse cuando se cayó el barón! dijo Margarita,
que, por lo visto, seguía pensando en el asesinato que
había visto por primera vez en su vida. ¿Seguramente usted dispara
muy bien?
Pues no lo hago mal respondió Asaselo.
¿Y a cuántos pasos? Margarita hizo una pregunta poco
clara.
Depende de dónde se tire respondió Asaselo razonable;
una cosa es dar con un martillo en la ventana del crítico
Latunski y otra cosa darle en el corazón.
¡En el corazón! exclamó Margarita, apretándose el
suyo. ¡En el corazón! repitió con voz sorda.
¿Quién es ese crítico Latunski? preguntó Voland,
mirando fijamente a Margarita.
Asaselo, Koróviev y Popota bajaron la vista avergonzados
y Margarita respondió, sonrosándose:
Es un crítico. Hoy he destruido su piso.
¡Vaya! ¿Y por qué?
Messere explicó Margarita, ha causado la ruina de
un maestro.
357
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¿Por qué tuvo que tomarse esa molestia usted misma?
preguntó Voland.
¿Me permite, messere? exclamó contento el gato,
levantándose de un salto.
Anda, quédate ahí rezongó Asaselo, poniéndose de
pie, ahora voy yo...
¡No! gritó Margarita. ¡No, se lo ruego messere, no
lo haga!
Como usted quiera contestó Voland y Asaselo volvió a
sentarse.
¿De qué estábamos hablando, mi querida reina Margot?
dijo Koróviev. Ah, sí, el corazón... Da en el corazón Koróviev
señaló con un dedo largo hacia Asaselo, donde quiera: en cualquier
aurícula o ventrículo del corazón.
Margarita tardó en entender, y cuando lo hizo exclamó
sorprendida:
¡Pero si no se ven!
¡Querida! seguía Asaselo. Eso es lo interesante, que
estén ocultos. ¡Ahí está el quid del asunto! ¡En un objeto visible
puede dar cualquiera!
Koróviev sacó de un cajón el siete de pique y se lo dio a Margarita,
pidiéndole que marcara una de las figuras. Margarita
marcó la del ángulo superior derecho. Guela escondió la carta
bajo la almohada, gritando:
¡Ya está!
Asaselo, que estaba sentado de espaldas a la almohada,
sacó del bolsillo del pantalón una pistola negra automática,
apoyó el cañón en su hombro y sin volverse hacia la cama disparó,
asustando a Margarita, pero fue un susto entusiasta.
Sacaron la carta de debajo de la almohada, estaba agujereada
precisamente en la figura que Margarita marcara.
No me gustaría encontrarme con usted cuando tenga la
pistola en la mano dijo Margarita, mirando con coquetería a
358
Asaselo. Tenía verdadera debilidad por la gente que hacía algo a
la perfección.
Mi preciosa reina habló Koróviev, ¡no recomendaría
a nadie que se lo encontrara, aunque no lleve pistola! Le doy mi
palabra de honor de chantre y de solista de que nadie iría a felicitar
al que se lo encontrara.
El gato, que había estado muy taciturno durante el experimento
de la pistola, anunció de pronto:
Me comprometo a batir el récord del siete.
Por toda contestación, Asaselo emitió un rugido ininteligible.
Pero el gato se obstinó y exigió dos pistolas. Asaselo sacó
otra pistola del bolsillo trasero del pantalón, y, torciendo la
boca con desprecio, alargó las dos pistolas al gato fanfarrón.
Hicieron dos señales en la carta. El gato estuvo preparándose
mucho tiempo de espaldas a la almohada. Margarita se
tapó los oídos con las manos, mirando a una lechuza que dormitaba
en la repisa de la chimenea. El gato disparó con las dos
pistolas. Guela dio un grito, la lechuza muerta se cayó de la chimenea
y se paró el reloj destrozado. Guela, con la mano ensangrentada,
agarró al gato por la piel, este la agarró por los pelos,
y los dos, formando una bola, rodaron por el suelo. Una copa
cayó de la mesa y se rompió.
¡Que se lleven a esta loca! gritaba el gato, defendiéndose
de Guela, que se había montado encima de él. Separaron a
los dos contrincantes, Koróviev sopló en el dedo de Guela, que
se curó inmediatamente.
No puedo disparar cuando me están atosigando dijo el
gato, tratando de pegarse un enorme mechón de pelo arrancado
de la espalda.
Apuesto a que lo ha hecho adrede dijo Voland, sonriendo
a Margarita. Dispara bastante bien.
El gato y Guela se reconciliaron, dándose un beso. Sacaron
la carta de debajo de la almohada. La única señal atravesada era
la de Asaselo.
359
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Imposible afirmó el gato, mirando la carta al trasluz de
las velas.
La alegre cena continuaba. Se corrían las velas de los candelabros,
la chimenea expandía por la habitación oleadas de
calor seco y oloroso. Después de cenar, Margarita se sentía
inmersa en una sensación de bienestar. Miraba cómo las volutas
de humo violeta del puro de Asaselo flotaban en dirección a
la chimenea y el gato las cazaba con la punta de la espada. No
tenía ningún deseo de marcharse, aunque, según sus cálculos,
ya era tarde. En efecto, eran cerca de las seis de la mañana.
Aprovechando una pausa, Margarita se dirigió con voz
tímida a Voland:
Me parece que... ya es hora de marcharme...; es tarde...
¿Y qué prisa tiene? preguntó Voland amablemente,
pero en un tono un poco seco. Los demás no dijeron nada, fingiéndose
absortos en los anillos de humo.
Sí, ya es hora dijo Margarita, azorada por todo aquello,
y se volvió buscando una capa o un mantón. Se avergonzó de
pronto de su desnudez. Se levantó de la mesa. Voland, sin decir
nada, cogió de la cama su bata usada y sucia; Koróviev se la echó
a Margarita por los hombros.
Gracias, messere dijo Margarita con voz apenas
audible, y dirigió a Voland una mirada interrogante. Él respondió
con una sonrisa amable e indiferente.
Una oscura congoja envolvió el corazón de Margarita.
Se sentía engañada. Por lo visto, nadie pensaba darle ningún
premio por su cortesía en el baile ni nadie la retenía. Además,
se daba perfecta cuenta de que ahora no tenía adónde ir. La
idea de volver a su palacete la llenaba de desesperación ¿Y si
ella misma pidiera algo, como se lo había aconsejado Asaselo
cuando la convenció en el Jardín Alexándrovski? ¡No, por
nada del mundo!, se dijo a sí misma.
Adiós, messere pronunció en voz alta, pensando: En
cuanto salga de aquí, iré a tirarme al río.
360
Siéntese le ordenó Voland. Margarita cambió de cara y
se sentó.
¿No quiere decirme algo de despedida?
Nada, messere respondió Margarita con dignidad,
solo que siempre que lo necesiten estoy dispuesta a hacer todo
lo que deseen. No me he cansado nada y lo he pasado muy bien
en el baile. Si hubiera durado más tiempo, estaría dispuesta a
ofrecer mi rodilla a miles de ahorcados y asesinos para que la
besaran Margarita veía a Voland como a través de una nube;
los ojos se le estaban llenando de lágrimas.
¡Tiene razón! ¡Así se hace! gritó Voland con voz sonora
y terrible. ¡Así se hace!
¡Así se hace! repitió como el eco su séquito.
La hemos puesto a prueba dijo Voland. ¡Nunca pida
nada a nadie! Nunca y, sobre todo, nada a los que son más
fuertes que usted. Ya se lo propondrán y se lo darán. Siéntese,
mujer orgullosa Voland le quitó de un tirón la pesada bata y
Margarita se encontró de nuevo sentada en la cama junto a él.
Bien, Margot dijo Voland, suavizando su voz, ¿qué quiere
por haber sido hoy la dama de mi baile? ¿Qué quiere por haber
estado desnuda toda la noche? ¿En cuánto valora su rodilla? ¿Y
los perjuicios que le han causado mis invitados, que acaba de
llamar asesinos? ¡Dígalo! Dígalo sin ningún reparo, porque esta
vez se lo he propuesto yo mismo.
Margarita sentía el fuerte palpitar de su corazón; suspiró y
se puso a pensar.
¡Bueno, adelante! la animaba Voland. ¡Despierte su
fantasía, espoléela! Solo presenciar el asesinato de ese sinvergüenza
que era el barón merece un premio, sobre todo siendo
mujer. ¿Ya?
A Margarita se le cortó la respiración, y ya estaba dispuesta
a decir aquellas palabras secretas e íntimas cuando, de
pronto, palideció, apretó los labios y desorbitó los ojos. ¡Frida,
361
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Frida, Frida!, le gritó en los oídos una voz insistente, suplicante.
Me llamo Frida. Y Margarita habló, tropezando en
cada palabra:
¿Entonces... puedo pedirle... una cosa?
Exigirla, exigirla, mi donna decía Voland con sonrisa
de complicidad; puede exigir una cosa.
Ah, ¡con qué habilidad subrayó Voland, repitiendo las
palabras de Margarita, lo de una cosa!
Margarita suspiró y dijo:
Quiero que dejen de ponerle a Frida el pañuelo con el
que ahogó a su hijo.
El gato levantó los ojos hacia el cielo, suspiró ruidosamente,
pero no dijo nada.
Voland contestó sonriente:
Teniendo en cuenta que está excluida la posibilidad de
que usted haya sido sobornada por esa imbécil de Frida sería
incompatible con su dignidad real, estoy que no sé qué hacer.
Lo único que me queda es reunir muchos trapos y tapar con
ellos las rendijas de mi dormitorio.
¿De qué habla, messere? se sorprendió Margarita al oír
estas palabras, poco comprensibles.
Estoy completamente de acuerdo, messere intervino el
gato en la conversación, con trapos, precisamente con trapos
y el gato, irritado, dio un golpe en la mesa con una pata.
Hablo de la misericordia explicó Voland, sin apartar
de Margarita su ojo ardiente. A veces penetra inesperada
y pérfida por las rendijas más pequeñas. Por eso hablo de los
trapos...
¡Y yo también hablo de eso! exclamó el gato, y se
apartó por si acaso de Margarita, tapándose las orejas puntiagudas
cubiertas de una pomada rosa.
¡Fuera! les dijo Voland.
No he tomado café contestó el gato, ¿cómo quiere
que me vaya? ¿No dirá, messere, que en una noche de fiesta los
362
invitados se dividen en dos categorías? Una de primera y otros,
como decía ese triste y roñoso barman, de segunda.
Calla le ordenó Voland, y, volviéndose hacia Margarita,
le preguntó: Según tengo entendido, es usted una persona de
una bondad excepcional, ¿no es así? ¿No es una persona de gran
moralidad?
No dijo Margarita con fuerza; sé que le puedo hablar
con toda franqueza y le diré que soy una persona frívola. He
intercedido por Frida solamente porque cometí la imprudencia
de infundirle esperanzas. Está esperando, messere, cree en mi
poder. Y si queda defraudada, mi situación va a ser espantosa.
No tendré tranquilidad en toda mi vida. No hay nada que hacer,
si las cosas se han puesto así.
Bien dijo Voland, está claro.
Entonces, ¿usted lo hará? preguntó Margarita en
voz baja.
De ninguna manera contestó Voland. Verá usted, mi
querida reina: aquí hay un malentendido. Cada departamento
tiene que ocuparse de sus asuntos. No le niego que nuestras
posibilidades son bastante grandes, mucho mayores de lo que
piensan algunos hombres poco perspicaces...
Desde luego, mucho mayores intervino el gato sin poder
contenerse, pues, al parecer, estaba muy orgulloso de aquellas
posibilidades.
¡Cállate, cuernos! le dijo Voland, y continuó su explicación:
¿Qué objeto tendría hacerlo si lo puede hacer otro,
digamos, departamento? Por tanto, yo no pienso hacer nada, lo
hará usted misma.
¿Es que se cumplirá si yo lo hago?
Asaselo le dirigió con su ojo bizco una mirada irónica,
sacudió su cabeza pelirroja sin que le viera nadie y dio un resoplido.
Ande, hágalo, ¡qué suplicio! murmuraba Voland, y
giró el globo, estudiando en él algún detalle; por lo que se veía,
363
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
al mismo tiempo que hablaba con Margarita estaba ocupándose
de otro asunto.
Bueno, Frida... sopló Koróviev.
¡Frida! gritó Margarita con voz penetrante.
Se abrió la puerta y entró una mujer desnuda, despeinada,
pero sin rastros ya de embriaguez, con ojos frenéticos, y
extendió los brazos hacia Margarita. Esta dijo con aire majestuoso:
Estás perdonada. No te darán más el pañuelo.
Frida profirió un grito y cayó en cruz boca abajo ante
Margarita. Voland hizo un gesto y Frida desapareció.
Se lo agradezco mucho; ¡adiós! dijo Margarita, levantándose.
Bien, Popota habló Voland, en una noche de fiesta no
vamos a aprovecharnos de la acción de una persona que es poco
práctica se volvió hacia Margarita. Como yo no he hecho
nada, esto no cuenta. ¿Qué quiere?, pero para usted misma.
Hubo un silencio, que fue interrumpido por Koróviev,
quien le susurró a Margarita al oído:
Mi donna de diamantes, ¡esta vez le aconsejo que sea
más razonable! Porque la suerte se le puede escapar de las
manos.
Quiero que ahora mismo, en este instante, me devuelvan
a mi amado maestro dijo Margarita, desfigurada la cara por
un gesto convulso.
En la habitación entró un fuerte viento, descendió la llama
de las velas en los candelabros, se descorrió la pesada cortina, se
abrió la ventana y, muy lejos, en lo alto, apareció la luna llena,
pero no era una luna de mañana, sino de medianoche. Desde la
ventana hasta el suelo se extendió como un pañuelo verdoso de
luz nocturna y en él apareció el visitante de Ivánushka, el llamado
maestro. Iba vestido con la indumentaria del hospital:
bata, zapatillas y el gorrito negro, del que nunca se separaba.
Un tic le desfiguraba la cara, sin afeitar; miraba a las luces de
364
las velas con ojos locos de espanto, y a su alrededor hervía el
torrente de luna.
Margarita lo reconoció en seguida, levantó las manos,
exhaló una queja y corrió hacia él. Lo besaba en la frente, en
la boca, arrimaba la cara a su carrillo sin afeitar y le corrían
abundantes las lágrimas tanto tiempo contenidas. Solo decía
una palabra, repitiéndola sin sentido:
Tú..., tú..., tú...
El maestro la apartó y le dijo con voz sorda:
No llores, Margot, no me hagas sufrir, que estoy muy
enfermo se agarró con la mano al antepecho de la ventana,
como si quisiera saltar y escaparse, y, mirando a los que se sentaban
en la habitación, gritó: ¡Tengo miedo, Margot! Otra vez
las alucinaciones...
A Margarita le ahogaban los sollozos; susurraba, atragantándose
a cada palabra:
No, no, no..., no tengas miedo de nada...; estoy contigo...,
estoy contigo...
Koróviev le acercó una silla al maestro con tanta habilidad
que este no se dio cuenta. Margarita se arrodilló y, abrazándose
al enfermo, se calmó. En su emoción no había notado que, de
pronto, ya no estaba desnuda: tenía sobre su cuerpo una capa
de seda negra. El enfermo bajó la cabeza y se quedó mirando al
suelo con ojos sombríos.
Pues sí dijo Voland después de una pausa, lo han cambiado
mucho.
Voland ordenó a Koróviev:
Anda, caballero, dale algo de beber al hombre.
Margarita suplicaba al maestro con voz temblorosa:
¡Bébelo, por favor! ¿Tienes miedo? ¡Créeme que te ayudarán!
El enfermo cogió el vaso y bebió el contenido, pero le
tembló la mano y el vaso cayó al suelo, rompiéndose a sus pies.
¡Eso es señal de buena suerte! susurró Koróviev a
Margarita. Mire, ya vuelve en sí.
365
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Efectivamente, la mirada del enfermo ya no era tan empavorecida,
tan inquieta.
Pero ¿eres tú, Margot? preguntó el visitante.
No lo dudes, soy yo contestó Margarita.
¡Más! ordenó Voland.
Vaciado el segundo vaso, la mirada del maestro se tornó
viva y expresiva.
Bueno, esto ya me gusta más dijo Voland, mirándole
fijamente. Hablemos. ¿Quién es usted?
Ahora no soy nadie respondió el maestro, y una sonrisa
le torció la boca.
¿De dónde viene?
De la casa del dolor. Soy enfermo mental contestó el
recién llegado.
Margarita no pudo soportar aquellas palabras y se echó a
llorar. Luego exclamó, secándose los ojos:
¡Qué palabras tan horribles! ¡Horribles! Le prevengo,
messere, que es el maestro. ¡Sálvelo, que se lo merece!
¿Sabe usted con quién está hablando en este momento?
preguntó Voland, ¿sabe dónde se encuentra?
Lo sé contestó el maestro. Ese chico, Iván Desamparado,
fue mi compañero del sanatorio. Me habló de usted.
Ah, sí, desde luego dijo Voland. Tuve el placer de
conocer a ese joven en Los Estanques del Patriarca. Por poco
me vuelve loco demostrándome que yo no existo. Pero ¿usted
cree que soy realmente yo?
No me queda otro remedio que creerlo dijo el maestro,
aunque me sentiría mucho más tranquilo si pensara que usted es
fruto de una alucinación. Y usted perdone añadió el maestro,
violento.
Bien, si cree que se sentiría más tranquilo, piénselo así
dijo Voland con amabilidad.
¡Pero no! dijo Margarita, asustada, sacudiendo al maestro
por el hombro. ¡Qué dices! ¡Si es él realmente!
366
Esta vez intervino también el gato:
Yo sí que parezco una alucinación. Fíjese en mi perfil a la
luz de la luna.
El gato se metió en el reguero de luna y quiso añadir algo
más, pero le pidieron que se callara. Entonces dijo:
Bueno, bueno, me callaré. Seré una alucinación silenciosa
y no dijo más.
Dígame, ¿por qué Margarita le llama maestro? preguntó
Voland.
El maestro sonrió:
Es una debilidad disculpable. Tiene una opinión demasiado
alta de la novela que he escrito.
¿De qué trata su novela?
Es sobre Poncio Pilatos.
Las lengüetas de las velas se tambalearon, bailaron, saltó
la vajilla en la mesa: la risa de Voland sonó como un trueno,
pero no asustó ni sorprendió a nadie con ella.
Popota rompió a aplaudir.
¿Cómo? ¿Sobre qué? ¿Sobre quién? dijo Voland, dejando
de reír. ¡Es fantástico! Déjeme verla Voland extendió la mano
con la palma vuelta hacia arriba.
Desgraciadamente, no puedo hacerlo contestó el
maestro, porque la quemé en la chimenea.
Usted perdone, pero no le creo respondió Voland, es
imposible, los manuscritos no arden se volvió hacia Popota y
dijo: Anda, Popota, dame la novela.
El gato saltó de la silla y todos pudieron ver que estaba sentado
sobre un montón de papeles. Haciendo una reverencia, le
dio a Voland los primeros del montón. Margarita se puso a temblar
y a gritar, tan emocionada que se le saltaron las lágrimas:
¡Aquí está el manuscrito! ¡Aquí está!
Corrió hacia Voland y gritó entusiasmada:
¡Es omnipotente! ¡Omnipotente!
367
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Voland cogió el ejemplar que le había dado el gato, le dio
la vuelta, lo puso a un lado y se quedó mirando al maestro sin
decir una palabra, muy serio. Pero el maestro, angustiado y muy
inquieto, nadie sabía por qué, se levantó de la silla y, dirigiéndose
a la luna lejana, empezó a murmurar, estremeciéndose:
Tampoco de noche, a la luz de la luna, tengo paz... ¿Por
qué me han molestado? Oh, dioses, dioses...
Margarita le cogió por la bata del sanatorio, se arrimó a él
y se puso a murmurar, acongojada, entre lágrimas.
Dios mío, ¿por qué no le hará efecto la medicina?
No importa, no importa susurraba Koróviev, agitándose
junto al maestro, no se preocupe, no se preocupe... Otro
vasito, yo también le acompaño...
Y el gato guiñó el ojo, brilló a la luz de la luna y ayudó.
Sentaron al maestro en una silla y su cara recobró la expresión
serena.
Ahora está claro dijo Voland, señalando el manuscrito.
Tiene toda la razón intervino el gato, olvidando que
había prometido ser una alucinación silenciosa. Ahora la idea
principal de esta obra está clarísima. ¿Qué me dices, Asaselo?
Digo que habría que ahogarte en un río contestó
Asaselo con voz gangosa.
Ten piedad de mí, Asaselo le respondió el gato, y no le
sugieras esta idea a mi señor. Créeme, me aparecería a ti todas
las noches vestido con el mismo ropaje lunar que lleva el pobre
maestro y te llamaría para que me siguieras. ¿Cómo te sentirías
entonces, ah, Asaselo?
Bueno, Margarita habló de nuevo Voland, diga todo
lo que necesitan.
A Margarita se le iluminaron los ojos, y le pidió suplicante
a Voland:
Permítame que le diga algo al oído.
Voland asintió con la cabeza y Margarita, acercándose al
oído del maestro, le susurró algo. Se oyó su respuesta:
368
No, ya es tarde. No deseo en esta vida sino tenerte a ti.
Pero te repito que me dejes, lo vas a pasar muy mal conmigo.
No te dejaré contestó Margarita, y se dirigió a Voland.
Le pido que volvamos a nuestro piso del sótano de la callecita de
Arbat, que se encienda la lámpara y que todo vuelva a ser como
antes.
El maestro se echó a reír, y, abrazando la cabeza de
Margarita, ya con el pelo lacio, dijo:
¡No haga caso de esta pobre mujer, messere! En ese piso
hace ya mucho que vive otro hombre, y las cosas no vuelven
nunca a ser lo que antes fueron apretó la mejilla contra la
cabeza de Margarita y susurró, abrazándola: Pobre, pobre...
¿Dice que nunca vuelven a ser lo que fueron? dijo Voland.
Tiene razón. Pero vamos a intentarlo y llamó: ¡Asaselo!
En el mismo momento se desplomó del techo un ciudadano
desconcertado, al borde de la locura; estaba en paños menores,
pero llevaba gorra y una maleta en la mano.
¿Mogarich? preguntó Asaselo al caído del cielo.
Aloísio Mogarich contestó este, temblando.
¿No fue usted quien, al leer el artículo de Latunski sobre
la novela de este hombre escribió una denuncia?
El ciudadano recién aparecido se puso azul y derramó un
torrente de lágrimas de arrepentimiento.
¿Quería trasladarse a sus habitaciones? preguntó
Asaselo con voz gangosa, pero llena de ternura.
En la habitación se oyó el maullido de un gato furioso y
Margarita hincó las uñas en la cara de Aloísio, gritando:
¡Para que sepas lo que es una bruja!
Hubo un momento de gran confusión.
¿Qué haces? gritó el maestro con dolor. Margot, ¡qué
vergüenza!
¡Protesto! ¡No es ninguna vergüenza! vociferó el gato.
Separaron a Margarita de Aloísio.
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Puse el baño gritaba Mogarich, tintineando con los
dientes y del susto se puso a decir sandeces, solo el blanqueado...,
la caparrosa...
Me parece muy bien lo del baño aprobó Asaselo: él
necesita tomar baños y gritó: ¡Fuera!
Mogarich se dio la vuelta y salió cabeza abajo por la ventana.
El maestro murmuraba, con los ojos redondos.
¡Esto es todavía más de lo que contaba Iván! Miró alrededor,
impresionado, y, por fin, dijo al gato: Usted perdone,
fuiste tú..., fue usted... se cortó sin saber cómo hablarle: ¿Es
usted el mismo gato que se subió al tranvía?
Sí, yo mismo afirmó el gato, halagado, y añadió: Es
un verdadero placer oírle hablar con tanta delicadeza dirigiéndose
a un gato. No sé por qué, pero a los gatos se les suele tutear,
aunque no hayamos autorizado para hacerlo.
Me parece que usted no es muy gato... dijo el maestro,
indeciso. Se van a dar cuenta en el sanatorio de que falto añadió
tímidamente, dirigiéndose a Voland.
¿Por qué se van a dar cuenta? le tranquilizó Koróviev,
y en sus manos aparecieron unos libros y unos papeles. ¿Es su
historia clínica?
Sí...
Koróviev echó la historia clínica a la chimenea.
Si no existe el documento, no existe la persona dijo
Koróviev con satisfacción.
¿Y este es el libro de registro de su casa?
Sí...
¿Quién está empadronado? ¿Aloísio Mogarich? Koróviev
sopló en una página del registro. ¡Zas! Y ya no está; además, les
ruego que olviden su existencia. Y si se extraña el dueño, dígale que
ha soñado con Aloísio. ¿Mogarich? ¿Qué Mogarich? ¡No hubo tal
Mogarich! El libro encuadernado se evaporó de las manos de
Koróviev. Ya está en la mesa del casero.
370
Tiene razón dijo el maestro, sorprendido por el trabajo
tan limpio de Koróviev, si no existe el documento, no existe la
persona. Yo, por ejemplo, no tengo ningún documento.
¡Perdón! exclamó Koróviev. Eso es una alucinación,
aquí tiene su documento y se lo dio al maestro. Luego levantó
los ojos al cielo y susurró con dulzura a Margarita: Y esto son
sus cosas, Margarita Nikoláyevna y Koróviev le entregó a
Margarita el cuaderno con los bordes quemados, la rosa seca,
la foto y, con especial cuidado, la libreta de la caja de ahorros;
diez mil, justo lo que ha ingresado, Margarita Nikoláyevna. No
queremos nada ajeno.
Antes me quedaría sin patas que tocar nada ajeno exclamó
el gato, inflado, mientras bailaba sobre la maleta para cerrar en ella
todos los ejemplares de la desdichada novela.
También sus documentos seguía Koróviev, entregándoselos
a Margarita; luego, volviéndose a Voland, añadió respetuoso:
¡Eso es todo, messere!
No, todavía falta algo respondió Voland, levantando la
cabeza del globo, ¿dónde quiere, mi querida donna, que meta
su séquito? Yo, personalmente, no lo necesito para nada. Por la
puerta abierta entró corriendo Natasha y gritó:
¡Que sea muy feliz, Margarita Nikoláyevna! saludó
con la cabeza al maestro y se dirigió de nuevo a Margarita: Yo
lo sabía todo.
Las criadas siempre lo saben todo dijo el gato levantando
la pata con aire significativo; quien piense que son
ciegas, se equivoca.
¿Qué quieres, Natasha? preguntó Margarita. Vuelve
al palacete.
Margarita Nikoláyevna, cielo suplicó Natasha, poniéndose
de rodillas, pídale miró de reojo a Voland que me deje
de bruja. ¡No quiero volver al chalet! ¡No quiero casarme con un
ingeniero o con un técnico! El señor Jaques, en el baile de ayer,
371
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
me hizo una proposición Natasha abrió el pañuelo y enseñó
unas monedas de oro.
Margarita dirigió a Voland una mirada interrogadora.
Voland inclinó la cabeza. Entonces Natasha se le echó a Margarita
al cuello, le dio varios besos ruidosos y, con un grito triunfante,
salió volando por la ventana.
En su lugar apareció Nikolái Ivánovich. Había recobrado
su aspecto normal anterior, el humano, pero estaba muy hosco,
incluso irritado.
A este le dejaré que se marche con una alegría especial
dijo Voland, mirando a Nikolái Ivánovich con repugnancia,
con muchísimo gusto; aquí sobra.
Solicito que se me entregue un certificado dijo Nikolái
Ivánovich, mirando alrededor espantado, pero con una voz
muy insistente acreditando dónde he pasado la noche anterior.
¿Con qué objeto? preguntó el gato severamente.
Con el objeto de presentárselo a mi esposa dijo Nikolái
Ivánovich con seguridad.
No solemos dar certificados contestó el gato, frunciendo
el entrecejo, pero bueno, siendo para usted, haremos
una excepción.
Nikolái Ivánovich no tuvo tiempo de reaccionar, antes de
que la desnuda Guela se sentara a una máquina de escribir y el
gato le dictara.
Se certifica que el portador de la presente, Nikolái
Ivánovich, ha pasado la mencionada noche en el baile de Satanás,
siendo solicitados sus servicios en calidad de medio de transporte...
Guela, pon entre paréntesis: cerdo. Firma: Hipopótamo.
¿Y la fecha? dijo Nikolái Ivánovich.
No ponemos fechas, con fecha el papel pierde el valor
contestó el gato, echando una firma. Luego sacó un sello,
sopló al sello con todas las de la ley, plantó en el papel la palabra
pagado y entregó el documento a Nikolái Ivánovich. Después
372
de esto Nikolái Ivánovich desapareció sin dejar huella; en su
lugar apareció un hombre inesperado.
¿Y este quién es? preguntó Voland con asco, escondiendo
los ojos de la luz de las velas.
Varenuja bajó la cabeza, suspiró y dijo en voz baja:
Permítame que me marche, no puedo ser vampiro. La
otra vez con Guela por poco liquido a Rimski. Y es que no soy
sanguinario. ¡Déjeme marchar!
Pero ¿qué es esto? preguntó Voland, arrugando la
cara. ¿Qué Rimski? ¿Qué quieren decir todas estas tonterías?
Por favor, no se preocupe, messere respondió Asaselo
y se dirigió hacia Varenuja: No se dicen groserías por teléfono.
Tampoco se miente por teléfono. ¿Está claro? ¿Lo volverá a hacer?
Con la alegría, todo se mezcló en la cabeza de Varenuja,
su cara empezó a relucir, y sin darse cuenta de lo que decía, balbuceó:
Les juro por..., quiero decir... su ma..., en seguida... Varenuja
se apretaba las manos contra el pecho, suplicando a Asaselo con la
mirada.
Bueno, ¡vete a casa! dijo este, y Varenuja se disipó en el aire.
Ahora, déjenme solo con ellos ordenó Voland señalando
al maestro y a Margarita.
La orden de Voland fue cumplida al instante. Después de
un silencio, se dirigió al maestro:
Entonces, ¿al sótano de Arbat? ¿Y quién va a escribir? ¿Y
los sueños?, ¿la inspiración?
No tengo más sueños e inspiraciones contestó el maestro,
ya no me interesa nada a mi alrededor, salvo ella y puso la mano
sobre la cabeza de Margarita. Estoy roto, aburrido y quiero volver
al sótano.
¿Y su novela? ¿Y Pilatos?
Odio mi novela contestó el maestro.
Te ruego pidió Margarita con voz quejumbrosa, que
no digas eso. ¿Por qué me haces sufrir? Si sabes muy bien que he
373
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
puesto toda mi vida en tu obra Margarita añadió dirigiéndose
a Voland: No le haga caso, messere.
¿Pero no tiene que describir siempre a alguien? decía
Voland. Si ya ha agotado a ese procurador puede describir,
pongamos por caso, a Aloísio.
El maestro sonrió:
Eso no me lo publicará Lapshénikova, además, es un
tema poco interesante.
Entonces, ¿de qué van a vivir? Serán muy pobres.
No me importa contestó el maestro, abrazando a
Margarita. Ella se volverá razonable y me abandonará.
No creo dijo Voland entre dientes, y prosiguió:
Entonces ¿el hombre que ha creado la historia de Poncio Pilatos
se va a un sótano para colocarse frente a una lámpara, resignándose
a la miseria?
Margarita se apartó del maestro y dijo, muy acalorada:
Hice todo lo que pude: le propuse al oído algo muy atrayente,
pero se negó.
Ya sé lo que le propuso al oído replicó Voland, pero
eso no es muy atrayente se volvió al maestro sonriendo. Le
diré que su novela le traerá una sorpresa.
Eso es muy triste.
No, no es nada triste dijo Voland. No tiene nada que
temer. Bien, Margarita Nikoláyevna, todo está hecho. ¿Tiene
algo que reprocharme?
¡Por favor, messere, qué cosas tiene!
Entonces tenga esto como recuerdo dijo Voland y sacó
de debajo de la almohada una herradura de oro cubierta de diamantes.
No, no, por favor, ¡cómo quiere que lo admita!
¿Quiere discutir conmigo? preguntó Voland sonriendo.
Como Margarita no tenía bolsillos en su capa, envolvió la
herradura en una servilleta, haciendo un nudo. Algo llamó su
atención. Miró por la ventana a la luna reluciente y dijo:
374
No llego a entenderlo... ¿cómo es posible que sea medianoche,
cuando hace mucho que tenía que haber llegado la
mañana?
Siempre es agradable detener el tiempo en una medianoche
de fiesta contestó Voland. ¡Les deseo mucha suerte!
Margarita extendió las dos manos hacia Voland con gesto
de súplica, pero no se atrevió a acercarse y exclamó en voz baja:
¡Adiós! ¡Adiós!
Hasta la vista dijo Voland.
Margarita con su capa negra, y el maestro con la bata del
sanatorio, se dirigieron al vestíbulo del piso de la joyera, iluminado
por una vela, donde les esperaba el séquito de Voland.
Cuando salieron del vestíbulo, Guela llevaba la maleta con la
novela y el pequeño equipaje de Margarita; el gato le ayudaba.
Junto a la puerta del piso Koróviev hizo una reverencia y
desapareció; los demás fueron a acompañarles por la escalera.
Estaba desierta. Al pasar por el descansillo del tercer piso se
oyó un golpe suave, pero nadie se fijó en ello. Ya estaban junto
a la misma puerta del sexto portal. Asaselo sopló hacia arriba y
cuando salieron al patio, donde no había entrado la luz, vieron
a un hombre con botas y gorra dormido junto a la puerta, y un
gran coche negro con las luces apagadas. En el parabrisas se adivinaba
la silueta del grajo.
Iban ya a subir al coche, cuando Margarita exclamó preocupada:
¡Dios mío, he perdido la herradura!
Suban al coche dijo Asaselo y espérenme. Ahora mismo
vuelvo, cuando aclare este asunto y desapareció en el portal.
Lo que había sucedido era lo siguiente: antes de la aparición
de Margarita, el maestro y sus acompañantes, había salido
al descansillo del piso número 48, que estaba debajo del de la
joyera, una mujer escuálida con una zafra y una bolsa en las
manos. Era Anushka, la misma que el miércoles había vertido
aceite junto al torniquete para desgracia de Berlioz.
375
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
En Moscú nadie sabía y, seguramente, nunca sabrá, a qué
se dedicaba aquella mujer y con qué medios vivía. Lo único que
se sabía era que se le podía ver todos los días con la zafra, o la
bolsa y la zafra, en el puesto de petróleo, o en el mercado, en la
puerta de la casa, o en la escalera y, sobre todo, en la cocina del
piso número 48 donde ella vivía. Ahora, se sabía que bastaba
que estuviera o que apareciera en algún sitio para que se armara
un escándalo. Además, se la conocía por el apodo de La Peste.
Anushka, La Peste, se solía levantar muy temprano. Esta
vez se levantó prontísimo, sobre la una de la madrugada. La
llave giró en la cerradura, se abrió la puerta y Anushka asomó
la nariz, luego salió toda entera, dio un portazo y ya estaba dispuesta
a encaminarse, nadie sabía adónde, cuando en el piso
de arriba se oyó el golpe de la puerta, alguien rodó por las escaleras,
chocó con Anushka, que salió despedida hacia un lado
con tal fuerza que se dio un golpe en la nuca.
¿Adónde diablos vas en calzoncillos? chilló Anushka,
llevándose la mano a la nuca.
Un hombre en paños menores, con gorra y una maleta en
la mano, le contestó con los ojos cerrados y con voz soñolienta y
turbada:
El calentador..., la caparrosa..., solo blanquearlo y
gritó, echándose a llorar: ¡Fuera!
Subió corriendo las escaleras hacia la ventana con el cristal
roto y salió volando, patas arriba. Anushka se olvidó de su nuca,
abrió la boca y también se dirigió hacia la ventana. Apoyó el
vientre en el antepecho y asomó la cabeza, esperando ver sobre el
asfalto, iluminado por un farol, al hombre de la maleta, muerto.
Pero en el asfalto del patio no había absolutamente nada.
Se podía suponer que el extraño y soñoliento personaje
había salido volando de la casa, como un pájaro, sin dejar
huella. Anushka se santiguó y pensó: Vaya un piso número
50... Por algo dice la gente: ¡Menudo pisito!....
376
No tuvo tiempo de concluir sus pensamientos, se oyó
otro portazo en el piso de arriba y alguien corrió por la escalera.
Anushka, pegada a la pared, pudo ver a un ciudadano
con barba y un aspecto bastante respetable, pero con una cara
que se parecía algo a la de un cerdo, que pasó junto a ella y,
como el anterior, abandonó la casa por la ventana, sin pensar en
estrellarse contra el asfalto. Anushka ya se había olvidado del
objetivo de su salida, se quedó en la escalera, suspirando, santiguándose
y hablando a solas.
Otro, ya el tercero, sin barba, con la cara redonda, vestido
con una camisa, salió al poco rato del piso de arriba y, como los
anteriores, voló por la ventana.
Haciendo honor a la verdad, hay que decir que Anushka
era muy curiosa, por eso se quedó esperando por si había algún
otro milagro. De nuevo se abrió la puerta de arriba y se oyó
bajar a un grupo de gente, sin correr, como anda todo el mundo.
Anushka abandonó la ventana, bajó corriendo hasta su puerta,
la abrió rápidamente, se escondió detrás de ella, y por una rendija
brilló un ojo loco de curiosidad.
Un hombre con pinta de enfermo, extraño, pálido, con las
barbas sin afeitar, con gorrito negro y bata, bajaba por la escalera
con pasos inseguros. Lo llevaba cuidadosamente del brazo
una señorita vestida con un hábito negro, le pareció a Anushka.
La señorita o estaba descalza o tenía unos zapatos transparentes,
seguramente extranjeros, hechos tiras. Además ¡la señorita
estaba desnuda! Sí, sí, ¡no llevaba nada bajo el hábito negro!
Pero ¡qué pisito!. Todo cantaba en el interior de Anushka al
pensar en lo que diría a las vecinas al día siguiente.
Detrás de la señorita del traje extraño iba otra completamente
desnuda, con un maletín en la mano, y junto al maletín
merodeaba un enorme gato negro. Anushka por poco pegó un
chillido, frotándose los ojos.
Cerraba la procesión un extranjero pequeñajo, cojo, con
un ojo torcido, sin chaqueta, pero con un chaleco blanco de
377
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
frac y corbata. Todo este grupo desfiló junto a Anushka y siguió
bajando. Algo se cayó por el camino.
Al oír que los pasos cesaban, Anushka salió de su casa
como una serpiente, dejó el botín junto a la puerta, se echó al
suelo y empezó a buscar. Algo pesado, envuelto en una servilleta,
apareció en sus manos. Cuando abrió el paquete, a poco
se le salen los ojos. Anushka se acercó la joya. En su mirada se
encendió un fuego felino. Y un torbellino se formó en su cabeza:
¡No sé nada ni he visto nada!... ¿Al sobrino? ¿O lo pico en
pedazos?... Las piedrecitas se pueden sacar y se llevan una por
una: una a la Petrovka, otra a la Smolénskaya... ¡Ni sé nada, ni
he visto nada!.
Se guardó su tesoro en los senos, agarró el botín y ya se
disponía a meterse en su piso, aplazando el viaje a la ciudad,
cuando creció ante sus ojos el tipo de la pechera blanca, sin chaqueta,
y murmuró:
¡Dame la herradura y la servilleta!
¿Qué herradura ni qué servilleta? preguntó Anushka
haciéndose la desentendida con bastante arte. No sé nada de
ninguna servilleta. ¿Qué le pasa, ciudadano, está borracho?
El ciudadano, con unas manos duras y frías como el pasamanos
de un autobús, sin decir nada más, le apretó el cuello de
tal manera que cortó todo acceso de aire a sus pulmones. La
joya cayó al suelo. Después de haberla tenido algún tiempo sin
aire, el extranjero sin chaqueta apartó sus dedos del cuello de
Anushka. Ella tragó un poco de aire y dijo con una sonrisa:
Ah, ¿la herradura? ¡Ahora mismo! ¿Es suya? Es que la
vi en la servilleta y la recogí, por si alguien se la llevaba, ya sabe
usted qué cosas pasan...
Al recibir la herradura y la servilleta el hombre hizo varias
reverencias, le estrechó enérgicamente la mano y, con acento
extranjero, se lo agradeció con verdadero entusiasmo:
Le estoy profundamente agradecido, madame. Esta herradura
es un recuerdo muy querido para mí. Y permítame que por
378
el favor de guardármela le dé doscientos rublos sacó inmediatamente
el dinero del bolsillo del chaleco y se lo entregó a
Anushka.
Ella, con una sonrisa desmesurada, no hacía más que
exclamar:
¡Ay!, ¡tantas gracias! ¡Merci! ¡Merci!
El espléndido extranjero bajó toda la escalera de una zancada,
pero antes de largarse definitivamente, gritó desde abajo,
sin ningún acento ya:
¡Oye, tú! ¡Vieja asquerosa! ¡Cuando encuentres algo llévalo
a las milicias y no te lo metas en el bolsillo!
Con un extraño zumbido y embarullada la cabeza por
aquella serie de sucesos en la escalera, Anushka siguió gritando
maquinalmente durante bastante rato:
¡Merci! ¡Merci! ¡Merci!... el extranjero hacía mucho
que no estaba allí.
Tampoco estaba el coche en el patio. Asaselo le devolvió
a Margarita el regalo de Voland, se despidió de ella, preguntándole
si estaba cómoda. Guela le dio varios besos ruidosos,
el gato le besó la mano y saludaron al maestro, que parecía
exánime en un rincón del coche. Luego hicieron una señal al
grajo, y se disiparon en el aire, sin molestarse en subir las escaleras.
El grajo encendió las luces del coche y salió del patio,
pasando junto a otro hombre profundamente dormido. Las
luces del coche desaparecieron entre otras muchas de la ruidosa
Sadóvaya, que nunca dormía.
Una hora después, en el sótano de una pequeña casa
de Arbat, en la habitación pequeña, que estaba igual que
antes de la terrible noche del otoño anterior, y junto a una
mesa cubierta de terciopelo, con una lámpara y un florero de
muguetes, estaba Margarita, llorando de felicidad y por todo
lo que había sufrido. Tenía frente a ella el cuaderno, desfigurado
por el fuego, y un montón de cuadernos intactos. La casa
estaba en silencio. En el cuarto de al lado dormía el maestro
379
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
profundamente, tapado con la bata del sanatorio. Su respiración
era silenciosa y tranquila.
Harta ya de llorar, Margarita cogió un ejemplar que no había
visto el fuego y buscó la parte que releía antes del encuentro con
Asaselo bajo las murallas del Kremlin. No tenía sueño. Acariciaba
el cuaderno como se acaricia a un gato favorito, le daba vueltas, lo
miraba por todos los lados, se paraba en la primera página, luego
abría el final. De pronto le atravesó la espantosa idea de que todo
había sido arte de magia, que iban a desaparecer los cuadernos,
que se encontraría en su dormitorio del palacete y al despertar
iría a ahogarse al río. Pero este fue el último pensamiento aterrorizado,
el eco de sus largos días de sufrimiento. Nada desaparecía,
el omnipotente Voland era realmente omnipotente, y
siempre que quisiera podría estar así, pasando las hojas, estudiándolas,
besándolas, y releer la frase:
La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la
ciudad, odiada por el procurador....
381
25
Cómo el procurador intentó salvar a Judas de
Kerioth
La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la
ciudad, odiada por el procurador. Desaparecieron los puentes
colgantes que unían el templo y la terrible torre Antonia, descendió
un abismo del cielo que cubrió los dioses alados del
hipódromo, el Palacio Hasmoneo con sus aspilleras, bazares,
caravanas, callejuelas, estanques... Desapareció Jershalaím, la
gran ciudad, como si nunca hubiera existido. Todo se lo había
tragado la oscuridad, y en Jershalaím y sus alrededores no quedaba
ser viviente que no se hubiera asustado. Una extraña nube
había llegado del mar al atardecer del día catorce del mes primaveral
Nisán.
Cubrió con su panza el monte Calvario, donde los verdugos
se apresuraban a matar a los condenados, se echó sobre
el templo de Jershalaím, se arrastró en forma de espumosos
torrentes desde el monte hasta cubrir la Ciudad Baja. Entraba
por las ventanas, empujaba a la gente de las torcidas callejuelas
a sus casas. No tenía prisa en soltar el agua que llevaba acumulada,
pero sí la luz. Cuando el vaho negro y humeante se
deshacía en fuego, se alzaba de la oscuridad el bloque inmenso
del templo, cubierto de escamas brillantes. Pero al instante se
apagaba, y el templo volvía a sumergirse en un oscuro abismo.
Aparecía y desaparecía, se hundía, y a cada hundimiento seguía
un estruendo de catástrofe.
382
Temblorosos resplandores sacaban de la oscuridad al palacio
de Herodes el Grande, frente al templo, en el monte del oeste.
Impresionantes estatuas de oro, decapitadas, volaban levantando
los brazos al cielo. Pero el fuego celestial se escondía y los pesados
golpes de los truenos arrojaban a la oscuridad los ídolos dorados.
El chaparrón empezó de repente, cuando ya la tormenta se
había convertido en huracán. Allí, junto a un banco de mármol
del jardín, donde a una hora próxima al mediodía estuvieran
conversando el procurador y el gran sacerdote, un golpe semejante
al de un disparo de cañón había roto un ciprés como si se
tratara de un bastón. El balcón bajo las columnas se llenaba de
rosas arrancadas, hojas de magnolio, pequeñas ramas y arena,
mezcladas con el agua y el granizo. El huracán desgarraba el
jardín.
En ese momento solo había un hombre bajo las columnas:
el procurador.
Ya no se sentaba en el sillón. Estaba recostado en un triclinio,
junto a una mesa baja repleta de manjares y jarras de
vino. Había otro lecho vacío al otro lado de la mesa. A los pies
del procurador había un charco rojo, como de sangre, y pedazos
de una jarra rota. El criado, que antes de la tormenta estuvo
poniendo la mesa para el procurador, se había azorado bajo su
mirada, temiendo haberle disgustado por alguna razón. El procurador
se enfadó, rompió el jarrón contra el suelo de mosaico
y le dijo:
¿Por qué no miras a la cara cuando sirves? ¿Es que has
robado algo?
La cara del africano adquirió un tono grisáceo, en sus
ojos apareció un terror animal, empezó a temblar y poco faltó
para que rompiera otro jarrón, pero la ira del procurador desapareció
con la misma rapidez con que había venido. El africano
corrió a recoger los restos del jarrón y a limpiar el charco,
pero el procurador le despidió con un gesto, y el esclavo saltó
corriendo. El charco había quedado ahí.
383
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Durante el huracán el africano se había escondido junto a
un nicho en el que había una estatua de mujer blanca y desnuda,
con la cabeza inclinada. Tenía miedo de que el procurador le
viera y de no acudir a tiempo a su llamada.
El procurador, recostado en el triclinio en la penumbra
de la tormenta, se servía vino en un cáliz, bebía con sorbos
largos, tocaba el pan de vez en cuando, lo desmenuzaba, comía
pequeños trozos, chupaba las ostras, masticaba el limón y bebía
de nuevo.
Si el ruido del agua no hubiera sido continuo, si no hubieran
existido los truenos que amenazaban con aplastar el tejado
del palacio, ni los golpes del granizo sobre los peldaños del
balcón, se habría oído murmurar al procurador hablando consigo
mismo. Si el temblor inestable del fuego celestial se hubiera
convertido en luz continua, un observador habría visto que la
cara del procurador, con los ojos hinchados por el insomnio y el
vino, expresaba impaciencia; que no miraba solo a las dos rosas
blancas ahogadas en el charco rojo, sino que, una y otra vez,
volvía la cabeza hacia el jardín, como quien espera a alguien con
ansiedad.
Algo después, el manto de agua empezó a clarear ante
los ojos del procurador. El huracán, a pesar de su fuerza,
cedía lentamente. Ya no rechinaban las ramas, no se alzaban
los resplandores, y los truenos eran menos frecuentes. El cielo
de Jershalaím ya no estaba cubierto por una manta violeta de
bordes blancos, sino por una vulgar nube gris, de retaguardia.
La tormenta marchaba hacia el mar Muerto.
Ahora se podía distinguir el ruido de la lluvia, el del agua,
que caía por la gárgola directamente sobre los peldaños de la
escalera, por la que bajara de día el procurador para anunciar
la sentencia en la plaza. Se oía la fuente, ahogada hasta ahora.
Clareaba. En medio del manto gris que corría hacia el este, aparecieron
ventanas azules.
384
Desde lejos, cubriendo el ruido de la lluvia, débil ya, llegaron
a los oídos del procurador sonidos de trompetas y de
cientos de pezuñas. El procurador se movió al oírlos y se animó
su expresión. El ala volvía del Calvario. A juzgar por lo que se
oía, pasaba por la plaza donde la sentencia había sido pronunciada.
Por fin, el procurador escuchó los esperados pasos por la
escalera que conducía a la terraza superior del jardín delante del
mismo balcón. El procurador estiró el cuello y sus ojos brillaron
de alegría.
Entre dos leones de mármol apareció primero una cabeza
con capuchón y luego un hombre empapado, con la capa pegada
al cuerpo. Era el mismo que cambiara algunas palabras con el
procurador en el cuarto oscuro del palacio antes de la sentencia
y que, durante la ejecución estuvo sentado en un banco de tres
patas jugando con una ramita.
Sin evitar los charcos, el hombre atravesó la terraza del
jardín, pisó el suelo de mosaicos del balcón y alzando la mano
dijo con voz fuerte y agradable:
¡Salud y alegría, procurador!
El hombre hablaba en latín.
¡Dioses! exclamó Pilatos. ¡Si está completamente
empapado! ¿Qué le ha parecido el huracán? ¿Eh? Le ruego que
pase en seguida a mis habitaciones. Cámbiese.
El recién llegado se echó hacia atrás el capuchón, descubriendo
la cabeza totalmente mojada, con el pelo pegado a la
frente. Con amable sonrisa se negó a cambiarse, asegurando
que la lluvia no podía hacerle ningún mal.
No quiero ni escucharle respondió Pilatos, y dio una
palmada. Así llamó a los criados, que se habían escondido, y
les ordenó que se ocuparan del recién llegado y que sirvieran en
seguida el plato caliente.
Para secarse el pelo, cambiarse de traje y de calzado y arreglarse,
el hombre necesitó muy poco tiempo y pronto apareció
385
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
en el balcón peinado, vestido con un manto rojo de militar y
sandalias secas.
El sol volvió a Jershalaím antes de desaparecer definitivamente
en el mar Mediterráneo; enviaba rayos de despedida a la
ciudad, odiada por el procurador, cubriendo de luz dorada los
peldaños del balcón. La fuente revivió y se puso a cantar con
toda su fuerza. Las palomas salieron a la arena, arrullaban saltando
por encima de las ramas rotas, picoteando en la arena
mojada. Los criados limpiaron el charco rojo y recogieron los
restos del jarrón. En la mesa humeaba la carne.
Estoy dispuesto a escuchar las órdenes del procurador
dijo el hombre acercándose a la mesa.
Pues no oirá nada hasta que se haya sentado y beba algo
respondió Pilatos con amabilidad, señalando al otro triclinio.
El hombre se recostó. El criado le sirvió un cáliz de vino
rojo y espeso.
Otro criado, inclinándose servicial sobre el hombro de
Pilatos, llenó la copa del procurador. Pilatos les despidió con
un gesto.
Mientras el hombre bebía y comía, el procurador, sorbiendo
el vino, miraba a su huésped con los ojos entornados.
El visitante de Pilatos era de edad mediana, tenía cara redonda,
agradable y limpia, y nariz carnosa. Su pelo era de un color
indefinido: ahora, cuando se secaba, parecía más claro. Sería
difícil averiguar su nacionalidad. Lo que definía más su persona
era la expresión de bondad, aunque turbada de vez en cuando
por sus ojos, mejor dicho, por la manera de mirar a su interlocutor.
Tenía los ojos pequeños y los párpados algo extraños,
como hinchados. Cuando los entornaba, su mirada era picara
y benevolente. El huésped de Pilatos debía tener sentido del
humor, pero de vez en cuando lo desterraba completamente de
su mirada. Entonces abría mucho los ojos y miraba fijamente a
su interlocutor, como tratando de descubrir una mancha invisible
en la nariz de aquel. Esto duraba solo un instante, porque
386
volvía a entornar los ojos y de nuevo se traslucía su espíritu
pícaro y bondadoso.
El recién llegado no rechazó la segunda copa de vino, sorbió
varias ostras sin ocultar su placer, probó la verdura cocida y
tomó un trozo de carne. Luego elogió el vino:
Es una parra excelente, procurador, pero ¿no es
Falerno?
Es Cécubo, de treinta años respondió el procurador
con amabilidad.
El huésped se apretó la mano contra el corazón negándose
a tomar nada más, porque, según decía, ya había comido bastante.
Pilatos llenó su cáliz y el huésped hizo lo mismo. Los dos
comensales echaron un poco de vino en la fuente con carne y el
procurador pronunció en voz alta, levantando su copa:
¡A nuestra salud! ¡A la tuya, César, padre de los
romanos!...
Después apuraron el vino y los africanos recogieron la
mesa, quitando los manjares y dejando la fruta y los jarrones.
De nuevo el procurador despidió a los criados con un movimiento
de la mano y quedó solo con su invitado bajo la columnata.
Bien dijo Pilatos en voz baja, ¿cómo están los ánimos
en la ciudad?
Instintivamente volvió los ojos hacia abajo, allí donde terminaban
de arder columnatas y tejados planos, dorados por los
últimos rayos del sol, detrás de las terrazas del jardín.
Me parece, procurador respondió el huésped, que
ahora no hay razón para preocuparse.
Entonces, ¿se puede estar seguro de que no hay peligro
de disturbios?
Se puede estar seguro respondió el huésped mirando
al procurador con simpatía de una sola cosa en el mundo: del
poder del gran César.
387
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Qué los dioses le den una vida muy larga! Se unió
Pilatos, ¡y una paz completa! Estuvo callado un rato y luego
siguió: ¿Cree usted que se puede marchar el ejército?
Me parece que la cohorte de la legión Fulminante se
puede marchar contestó el huésped y añadió: Estaría bien
que desfilara por la ciudad como despedida.
Buena idea aprobó el procurador. Pasado mañana
dejaré que se vaya y me iré yo también, y le juro por el festín
de los doce dioses, le juro por los lares, ¡que daría mucho por
poder hacerlo hoy mismo!
¿Al procurador no le gusta Jershalaím? preguntó el
hombre amablemente.
¡Por favor! exclamó el procurador, sonriendo. En
la tierra no hay otro lugar más desesperante. No hablo ya
del clima, me enfermo cada vez que vengo aquí. Eso es lo de
menos... ¡Pero las fiestas!... ¡Los magos, hechiceros, brujos, estas
manadas de peregrinos!... ¡Fanáticos, son unos fanáticos! ¿Y qué
me dice del mesías que de pronto se les ocurrió esperar este año?
Se está expuesto a presenciar matanza tras matanza... Tener que
trasladar a los soldados constantemente, leyendo denuncias y
quejas, la mitad de las cuales van dirigidas contra uno mismo.
Reconozca que es aburrido. Oh, ¡si no fuera por el servicio del
emperador!
Sí, las fiestas aquí son difíciles asintió el huésped.
Deseo con toda mi alma que terminen lo antes posible
añadió Pilatos con energía. Por fin podré volver a Cesárea.
No sé si me creerá, pero esta construcción de pesadilla de
Herodes el procurador hizo un gesto con la mano hacia la
columnata, dejando claro que hablaba del palacio ¡me está
volviendo loco! No puedo dormir. ¡El mundo no conoce otra
arquitectura tan extraña como esta!... Bueno, volvamos a
nuestros asuntos. Ante todo, ¿no le preocupa ese maldito Bar-
Rabbán?
388
Entonces el huésped dirigió una de sus miradas especiales a
la mejilla del procurador. Pero este miraba al infinito con expresión
aburrida, la cara arrugada de asco, observando aquella
parte de la ciudad que estaba a sus pies, apagándose en el anochecer.
También se apagó la mirada del huésped y se bajaron sus
párpados.
Es de suponer que Bar sea ahora tan inofensivo como
un cordero dijo el huésped y su cara redonda se cubrió de
arrugas, le resultaría difícil manifestarse.
¿Es demasiado conocido?
El procurador, como siempre, comprende el problema
hasta el fondo.
En todo caso dijo el procurador y levantó su dedo
largo, con una piedra negra de sortija, es necesario...
¡Oh!, el procurador puede estar seguro de que mientras
yo esté en Judea, Bar no podrá dar un paso sin que le sigan.
Así estoy tranquilo. En realidad, como siempre que
usted se encuentra aquí.
¡El procurador es demasiado benévolo!
Y ahora le ruego que me informe sobre la ejecución dijo
el procurador.
¿Y qué le interesa al procurador en particular?
¿No hubo por parte de la masa intentos de expresar su
indignación? Claro está, que esto es lo más importante.
No hubo ninguno contestó el huésped.
Muy bien. ¿Se cercioró usted mismo de que habían
muerto?
El procurador puede estar seguro de ello.
Dígame..., ¿les dieron la bebida antes de colgarlos en los
postes?
Sí. Pero él el huésped cerró los ojos se negó a tomarla.
¿Cuál de ellos? preguntó Pilatos.
¡Usted perdone, hegémono! exclamó el huésped, ¿no
lo he nombrado? ¡Ga-Nozri!
389
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Demente! dijo Pilatos haciendo una extraña mueca.
Empezó a temblarle una vena bajo su ojo izquierdo. ¡Morir
de quemaduras de sol! ¿Por qué rechazar lo que permite la ley?
¿Con qué palabra se negó?
Dijo respondió el hombre, cerrando los ojos de nuevo
que lo agradecía y no culpaba a nadie de su muerte.
¿A quién? preguntó con voz sorda.
Eso no lo dijo, hegémono...
¿No intentó predicar algo en presencia de los soldados?
No, hegémono, esta vez no estuvo demasiado hablador.
Lo único que dijo fue que entre todos los defectos del hombre, el
que le parecía más grande era la cobardía.
¿Por qué lo dijo? el huésped oyó de repente una voz
cascada.
No quedó claro. Toda su actitud era extraña, como
siempre.
¿Qué era lo extraño?
Intentaba mirar a los ojos de cada uno de los que le
rodeaban y no dejaba de sonreír, desconcertado.
¿Nada más?
Nada más.
El procurador dio un golpe con el cáliz al servirse más
vino. Lo bebió de un trago y dijo:
El problema es el siguiente: aunque no podamos descubrir,
por lo menos ahora, a sus admiradores o seguidores, no
hay garantía de que no existan.
El huésped le escuchaba atentamente, con la cabeza baja.
Por eso, para evitar toda clase de sorpresas seguía el
procurador le ruego que se recojan los cuerpos de los tres ejecutados
y que se entierren en secreto, para que no se vuelva a
hablar de ellos.
Está claro, hegémono dijo el huésped, poniéndose de
pie: En vista de la dificultad y responsabilidad de la tarea, permita
que me vaya en seguida.
390
No, siéntese un momento dijo Pilatos, deteniéndole
con un gesto, hay dos cosas más. En primer lugar, teniendo en
cuenta sus enormes méritos en el delicado trabajo de jefe del servicio
secreto del procurador de Judea, me veo en la obligación
de hacerlo saber en Roma.
El huésped se sonrojó, se puso en pie e hizo una reverencia,
diciendo:
Solo cumplo mi deber al servicio del emperador.
Me gustaría pedirle una cosa seguía el hegémono, que
si le proponen el traslado y el ascenso, que lo rechace y se quede
aquí. No me gustaría tener que prescindir de usted de ningún
modo. Podrán premiarle de otra manera.
Es una gran satisfacción servir a sus órdenes, hegémono.
Me alegro mucho. Bien, la segunda cuestión. Se refiere
a... este, como se llama..., Judas de Kerioth.
De nuevo el huésped miró al procurador de manera especial,
aunque solo por unos instantes.
Dicen seguía el procurador bajando la voz, que ha
recibido dinero por haber acogido con tanta hospitalidad a ese
loco.
Lo recibirá corrigió por lo bajo el jefe del servicio secreto.
¿Es grande la suma?
Eso nadie lo puede saber.
¿Ni siquiera usted? dijo el hegémono, elogiándole con
su asombro.
Desgraciadamente, yo tampoco respondió el huésped
con serenidad. Lo único que sé es que va a recibir el dinero esta
noche. Hoy le llamaron al palacio de Caifás.
¡Ah! ¡El avaro viejo de Kerioth! dijo el procurador sonriendo.
¿No es viejo?
El procurador nunca se equivoca, pero esta vez sí respondió
el huésped con amabilidad. El hombre de Kerioth es
joven.
¿Qué me dice? ¿Podría describirlo? ¿Es un fanático?
391
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Oh, no, procurador!
Bien, ¿algo más?
Es muy guapo.
¿Qué más? ¿Tiene alguna pasión?
Es muy difícil conocer bien a todos los de esta enorme
ciudad...
¡No, no Afranio! No subestime sus méritos.
Tiene una pasión, procurador el huésped hizo una
pausa corta: el dinero.
¿Qué hace?
Afranio levantó los ojos hacia el techo, se quedó pensando
y luego contestó:
Trabaja en una tienda de cambio de un pariente suyo.
Ah, bien, bien... el procurador se calló, miró alrededor
para convencerse de que en el balcón no había nadie y luego dijo
en voz baja: Me han informado que le van a matar esta noche.
El huésped miró fijamente al procurador y mantuvo la
mirada unos instantes, después contestó:
Procurador, usted tiene una opinión demasiado buena
de mí. Me parece que no merezco su informe a Roma. Yo no he
tenido noticias de eso.
Usted se merece el premio más grande respondió el
procurador, pero la noticia existe.
Permítame una pregunta: ¿de dónde proviene?
Permítame que no se lo diga por ahora. Además, la
noticia es poco clara y dudosa. Pero yo debo preverlo todo. Así
es mi trabajo. Y lo que más me inclina a creerlo es mi presentimiento
que nunca me ha fallado. El rumor es que uno de los
amigos secretos de Ga-Nozri, indignado por la monstruosa
traición de ese cambista, se ha puesto de acuerdo con sus cómplices
para matarlo esta noche, y el dinero del soborno, mandárselo
al gran sacerdote con estas palabras: Devuelvo el
dinero maldito.
392
El jefe del servicio secreto ya no miraba inquisitivamente
al hegémono y le seguía escuchando con los ojos entornados.
Pilatos decía:
¿Cree usted que le gustará al gran sacerdote recibir este
regalo en la noche de fiesta?
No solo no le gustará respondió el huésped, sonriendo,
sino que me parece que se va a armar un gran escándalo.
Soy de la misma opinión. Por eso le ruego que se ocupe
de este asunto, es decir, que tome todas las precauciones para
proteger a Judas de Kerioth.
La orden del hegémono será cumplida contestó Afranio,
pero tranquilícese: el plan de los malhechores es muy difícil de
realizar. Figúrese el huésped miró alrededor mientras hablaba,
espiarlo, matarlo, además enterarse de cuánto dinero había recibido
y arreglárselas para devolverlo a Caifás, ¿y todo en una
noche?
De todos modos le van a matar esta noche repitió
Pilatos, obstinado. Le digo que tengo un presentimiento. Y no
se ha dado el caso que me haya fallado cambió de cara y se
frotó las manos con un gesto rápido.
A sus órdenes contestó el huésped con resignación.
Se puso en pie y preguntó con severidad: Entonces, ¿le van a
matar, hegémono?
Sí respondió Pilatos, tengo todas mis esperanzas
puestas en su sorprendente eficacia.
El huésped se arregló el pesado cinturón bajo la capa y dijo:
Salud y alegría.
¡Ah sí! exclamó Pilatos en voz baja, se me había olvidado
por completo. ¡Le debo dinero!
El huésped se sorprendió.
Por favor, usted no me debe nada.
¿Cómo que nada? ¿Se acuerda que el día de mi llegada a
Jershalaím había un montón de mendigos... y que quise darles
algo de dinero y como no llevaba encima se lo pedí a usted?
393
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Procurador, ¡si eso no es nada!
Eso tampoco se debe olvidar Pilatos se volvió, cogió su
toga que estaba detrás de él, sacó de debajo un pequeño saco
de cuero y se lo extendió al huésped. Este, al recibirlo, hizo una
reverencia y lo guardó debajo de la capa.
Espero el informe sobre el entierro dijo Pilatos y sobre
el asunto de Judas de Kerioth esta misma noche. La guardia
recibirá órdenes de despertarme en cuanto usted llegue. Le
espero.
A sus órdenes dijo el jefe del servicio secreto y se fue del
balcón. Se oyó crujir la arena mojada bajo sus pies, luego sus
pisadas por el mármol entre los leones. Después desaparecieron
sus piernas, el cuerpo y, por fin, el capuchón. Solo entonces el
procurador se dio cuenta de que el sol se había puesto y había
llegado el crepúsculo.
395
26
El entierro
Quizá fuera el crepúsculo la razón del cambio repentino que
había experimentado el físico del procurador. En un momento
había envejecido, estaba más encorvado y parecía intranquilo.
Una vez se volvió y, mirando el sillón vacío con el manto echado
sobre el respaldo, se estremeció. La noche de fiesta se acercaba.
Las sombras nocturnas empezaban su juego y, seguramente, al
cansado procurador le pareció ver a alguien sentado en el sillón.
Cedió a su miedo, revolvió el manto, lo dejó donde estaba y
empezó a dar pasos rápidos por el balcón frotándose las manos.
Se acercó a la mesa para coger el cáliz y se detuvo contemplando
con mirada inexpresiva el suelo de mosaico, como si tratara de
leer algo escrito... Era la segunda vez en el día que le aquejaba una
fuerte depresión. Con las manos en la sien, en la que solo quedaba
un recuerdo vago y molesto de aquel tremendo dolor que sintiera
por la mañana, el procurador se esforzaba en comprender
el porqué de su sufrimiento. Y lo entendió en seguida, pero trató
de engañarse a sí mismo. Estaba claro que por la mañana había
dejado escapar algo irrevocablemente y ahora trataba de arreglarlo
con actos insignificantes y, sobre todo, demasiado tardíos.
El procurador trataba de convencerse de que lo que estaba
haciendo ahora, esta noche, no tenía menos importancia que
la sentencia de la mañana. Pero la realidad es que le costaba
mucho creérselo. Se volvió bruscamente y silbó. Le respondió
un ladrido sordo que resonó en el atardecer, y un perrazo gris,
396
con las orejas de punta, saltó del jardín al balcón. El perro llevaba
un collar con remaches de chapa dorados.
Bangá, Bangá... gritó el procurador casi sin voz.
El perro se levantó sobre las patas traseras y apoyó las
delanteras en los hombros de su amo. Faltó muy poco para que
le tirara al suelo; le lamió un carrillo. El procurador se sentó
en un sillón. Bangá, jadeante y con la lengua afuera, se echó a
sus pies. Sus ojos estaban llenos de alegría, la tormenta había
terminado y eso era lo único que temía el intrépido perro. Se
encontraba, además, con el hombre al que quería, respetaba y
veía como al más fuerte del mundo, el dueño de todos los hombres,
gracias al cual se creía un ser privilegiado, superior y especial.
Pero tumbado a sus pies, sin mirarle siquiera, con los ojos
puestos en el jardín semi a oscuras, el perro se dio cuenta en
seguida de la apurada situación en que se encontraba su amo.
Por eso cambió de postura. Se levantó, se acercó al procurador
y le puso la cabeza y las patas en las rodillas, ensuciándole el
manto con arena mojada. Seguramente quería demostrar así
su deseo de consuelo y su disposición a enfrentarse con la desgracia
al lado de su señor. Trataba de expresar esta actitud en
su modo de mirar al procurador y con sus orejas, levantadas y
alertas. Así recibieron la noche de fiesta en el balcón, el hombre
y el perro, dos seres que se querían.
Mientras tanto, el huésped del procurador estaba muy
ocupado. Después de abandonar la terraza delante del balcón,
bajó por una escalera a la terraza siguiente, torció a la derecha y
salió hacia el cuartel situado dentro del palacio, donde estaban
instaladas las dos centurias que habían llegado a Jershalaím con
el procurador con motivo de la fiesta.
También estaba acuartelada aquí la guardia secreta, bajo el
mando del huésped de Pilatos, quien apenas se detuvo en el cuartel;
no estaría allí más de diez minutos, pero en seguida salieron del
patio tres carros cargados de herramientas de zapadores y una
397
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
cuba con agua, y acompañando a los carros, quince hombres a
caballo con capas grises.
Atravesaron la puerta trasera del palacio, se dirigían al
oeste. Pasando junto al muro de la ciudad, cogieron el camino
de Bethleem y por él fueron hacia el norte, hasta el cruce que
había junto a la Puerta de Hebrón. Tomaron entonces el camino
de Jaffa, por el que pasara de día la procesión de los condenados
a muerte. Había oscurecido y en el horizonte apareció la luna.
Poco después, el huésped del procurador, con una túnica
usada, también abandonó el palacio a caballo. El huésped no
salió de Jershalaím, se dirigió a algún sitio dentro de la ciudad.
Pronto se le pudo ver muy cerca de la fortificación Antonia,
que estaba al norte, junto al gran templo. Tampoco se detuvo
mucho tiempo en el fuerte y le vieron después en la Ciudad Baja,
por sus calles torcidas y enredadas. Llegó hasta allí montado en
una mula.
El hombre conocía bien la ciudad y no tuvo dificultad para
encontrar la calle que buscaba. Llevaba el nombre de Calle
Griega por la procedencia de los dueños de las pequeñas tiendas
que había en ella. Y precisamente junto a una de estas tiendas,
en la que vendían alfombras, detuvo el hombre su mula, se apeó
y la ató a una anilla de la puerta. La tienda estaba cerrada.
Junto a la entrada había una verja, por donde el hombre penetró
en un patio cuadrangular rodeado de cobertizos. Dobló una
esquina del patio, se acercó a la terraza de una vivienda cubierta
de hiedra y echó una mirada alrededor. La casa y los cobertizos
estaban a oscuras: todavía no habían encendido las luces. El
hombre llamó en voz baja:
¡Nisa!
Rechinó una puerta, y en la penumbra de la noche apareció
en la terraza una mujer joven, sin velo. Se inclinó sobre la
barandilla con aspecto intranquilo, para averiguar quién era el
que llamaba. Al reconocer al hombre le sonrió e hizo un gesto
amistoso con la mano.
398
¿Estás sola? preguntó Afranio en griego.
Sí susurró la mujer desde la terraza, mi marido ha
marchado a Cesarea esta mañana la mujer miró hacia la puerta
y añadió: pero la criada está en casa e hizo un gesto indicándole
que pasara.
Afranio volvió a mirar alrededor y subió por los peldaños
de piedra. Luego los dos desaparecieron en el interior. Afranio
no estuvo allí más de cinco minutos. Abandonó la casa y la
terraza cubriéndose el rostro con la capucha y salió a la calle.
Poco a poco iban apareciendo las luces de los candiles en las
casas. Fuera, el barullo de vísperas de fiesta era grande todavía,
y Afranio, montado en la mula, se confundió en seguida con la
muchedumbre de transeúntes y jinetes. Nadie sabe adónde se
dirigió después.
Cuando se quedó sola la mujer a la que Afranio llamara
Nisa, se cambió rápidamente de ropa. No encendió el candil,
ni llamó a la criada, a pesar de lo difícil que resultaba encontrar
algo en una habitación a oscuras. En cuanto estuvo preparada,
con la cabeza cubierta por un velo negro, se le oyó decir:
Si alguien preguntara por mí, di que me he ido a ver a
Enanta.
Se oyó el gruñido de la criada en la oscuridad:
¿Enanta? ¡Esa Enanta...! Tu marido te ha prohibido que
vayas a verla. ¡Esa Enanta es una alcahueta! ¡Se lo voy a decir a
tu marido!
¡Anda, cállate ya! respondió Nisa, y salió de la casa.
Sus sandalias resonaron en las baldosas de piedra del patio. La
criada cerró gruñendo la puerta de la terraza.
Al mismo tiempo, en otra calleja de la Ciudad Baja, una
callejuela retorcida que bajaba hacia una de las piscinas con
grandes escaleras, de la verja de una casa miserable, cuya parte
ciega daba a la calle y las ventanas al patio, salió un hombre
joven, con la barba cuidadosamente recortada, un kefi blanco
cayéndole sobre los hombros, un taled recién estrenado, azul
399
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
celeste, con borlas en el bajo, y unas sandalias que le crujían al
andar. Tenía nariz aguileña; era muy guapo. Estaba arreglado
para la gran fiesta y andaba con pasos enérgicos, dejando atrás
a los transeúntes que se apresuraban por llegar a la mesa festiva,
y observaba cómo se iban encendiendo las ventanas, una a una.
Se dirigía al palacio del gran sacerdote Caifás, situado al pie del
monte del Templo, por el camino que pasaba junto al bazar.
A los pocos minutos entraba en el patio de Caifás abandonándolo
un rato después.
En el palacio se habían encendido ya los candiles y las
antorchas y había empezado el alegre alboroto de la fiesta. El
joven siguió andando muy enérgico y contento, apresurándose
por volver a la Ciudad Baja. En la esquina de la calle con la
plaza del bazar, en medio del bullicio de las gentes, le adelantó
una mujer de andares ligeros, como bailando. Llevaba un velo
negro que le cubría los ojos. Al pasar junto al apuesto joven, la
mujer levantó el velo y le miró, pero no solo no se detuvo, sino
que apretó el paso, como si quisiera escapar del que había adelantado.
El joven se fijó en la mujer, y al reconocerla se estremeció.
Se detuvo sorprendido, contemplando su espalda, y en seguida
corrió a su alcance. Poco faltó para que empujase al suelo a un
hombre con un jarrón; alcanzó a la mujer y la llamó, jadeante de
emoción:
¡Nisa!
La mujer se volvió, entornó los ojos, y con expresión de frío
despecho le contestó en griego, muy seca:
¡Ah! ¿Eres tú, Judas? No te había conocido. Mejor para
ti. Dicen que si alguien no te reconoce, es que vas a ser rico...
Emocionado hasta el extremo de que el corazón le empezó
a saltar como un pájaro en una red, Judas preguntó con voz
entrecortada, en un susurro para que no le oyeran los transeúntes.
¿Dónde vas, Nisa?
400
¿Y para qué lo quieres saber? respondió Nisa aminorando
el paso, con mirada arrogante.
La voz sonó con notas infantiles. Desconcertada.
Pero si... habíamos quedado... Pensaba ir a buscarte, me
habías dicho que estarías en casa toda la tarde...
¡Ay, no! contestó Nisa, haciendo un mohín con el labio
inferior. A Judas le pareció que aquella cara tan bonita, la más
bonita que él había visto en su vida, era todavía más bella.
Me aburría. Es fiesta, ¿qué quieres que haga? ¿Quedarme para
escuchar tus suspiros en la terraza? ¿Encima con el miedo de
que la criada se lo pueda contar a él? No, he decidido irme a las
afueras para escuchar el canto de los ruiseñores.
¿Cómo a las afueras? preguntó Judas, completamente
desconcertado. ¿Sola?
Pues claro contestó Nisa.
Déjame que te acompañe pidió Judas con la respiración
entrecortada. En su cabeza se habían mezclado todos los pensamientos.
Se olvidó de todo en el mundo y miró suplicante los
ojos azules de Nisa, que ahora parecían negros.
Nisa no dijo nada y siguió andando.
Nisa, ¿por qué te callas? preguntó Judas con voz de
queja, tratando de seguir el paso de la mujer.
¿Y no me aburriré contigo? dijo Nisa parándose. Judas
estaba cada vez más confuso.
Bueno se apiadó por fin Nisa, vamos.
¿Adónde?
Espera... Entremos en este patio para ponernos de
acuerdo, tengo miedo a que me vea alguien conocido y le diga a
mi marido que estaba con mi amante en la calle.
Nisa y Judas desaparecieron del bazar. Hablaban en la
puerta de una casa.
Ve al Huerto de los Olivos susurraba Nisa, tapándose
los ojos con el velo y dando la espalda a un hombre que pasaba
401
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
por la puerta con un cubo en la mano, a Gethsemaní, al otro
lado del Kidrón, ¿me oyes?
Sí, sí...
Iré delante, pero no me sigas, sepárate de mí decía
Nisa. Yo iré delante... Cuando cruces el río..., ¿sabes dónde está
la cueva?
Sí, lo sé...
Cuando pases la almazara de la aceituna, tuerce hacia
la cueva. Estaré allí. Pero no se te ocurra seguirme ahora, ten
paciencia y espera con estas palabras Nisa abandonó la puerta,
como si no hubiera estado hablando con Judas.
Este pensaba, entre otras cosas, qué explicación daría a su
familia para justificar su ausencia en la mesa festiva. Trató de
inventar una mentira; pero, por el estado de emoción en que se
encontraba, no se le ocurrió nada y atravesó despacio la puerta.
Cambió de rumbo; ya no tenía prisa por llegar a la Ciudad
Baja. Se dirigió de nuevo hacia el Palacio de Caifás. Ya era fiesta
en la ciudad. Judas veía a su alrededor las ventanas llenas de luz,
y llegaban conversaciones hasta sus oídos.
En la carretera, los últimos transeúntes apresuraban sus
burros, gritándoles y arreándoles. A Judas le llevaban los pies.
No se fijó en la torre Antonia, cubierta de musgo, que pasaba
junto a él; no oyó el estruendo de las trompetas en la fortaleza y
no reparó tampoco en la patrulla romana a caballo y con antorchas,
que había iluminado su camino con luz alarmante.
Cuando dejó atrás la torre, Judas se volvió y vio en lo alto,
sobre el templo, dos enormes candelabros de cinco brazos. Pero
no pudo distinguirlos con claridad. Le pareció que se habían
encendido sobre Jershalaím diez candiles de tamaño sorprendente,
haciendo la competencia al candil que dominaba
Jershalaím: la luna.
A Judas ya no le interesaba nada. Tenía prisa por llegar a
la puerta de Gethsemaní y abandonar la ciudad cuanto antes. A
veces, entre espaldas y rostros de los transeúntes, le parecía ver
402
una figura danzante que le servía de guía. Pero se equivocaba.
Sabía que Nisa le había adelantado considerablemente. Corrió
junto a los tenderetes de los cambistas y por fin se encontró
ante la puerta de Gethsemaní. Allí tuvo que detenerse, consumiéndose
de impaciencia. Entraban unos camellos en la
ciudad y les seguía la patrulla militar siria, que Judas maldijo
para sus adentros.
Pero todo se acaba, y el impaciente Judas ya estaba fuera
de la ciudad. A su izquierda vio un pequeño cementerio y varias
tiendas a rayas de peregrinos. Después de cruzar el camino polvoriento,
iluminado por la luna, Judas se dirigió al torrente del
Kidrón con la intención de pasar a la otra orilla. El agua murmuraba
a sus pies. Saltando de una piedra a otra alcanzó, por
fin, la orilla de Gethsemaní y se convenció con alegría de que
el camino hasta el huerto estaba desierto. La puerta medio destruida
del Huerto de los Olivos no quedaba lejos.
Después del aire cargado de la ciudad, le sorprendió el
olor mareante de la noche de primavera. A través de la valla del
huerto llegaba una ráfaga de olor a mirtos y acacias de los valles
de Gethsemaní.
Nadie guardaba la puerta, nadie la vigilaba, y a los pocos
minutos Judas ya corría entre la sombra misteriosa de los
grandes y frondosos olivos. El camino era cuesta arriba. Judas
subía sofocado. De vez en cuando salía de la sombra a unos
claros bañados por la luna, que le recordaban las alfombras que
viera en la tienda del celoso marido de Nisa. Pronto apareció
a su izquierda la almazara, con una pesada rueda de piedra
y un montón de barriles. En el huerto no había nadie: los trabajos
habían terminado al ponerse el sol y ahora solo sonaban y
vibraban coros de ruiseñores.
Su objetivo estaba cerca. Sabía que a la derecha, en medio
de la oscuridad, se oiría el susurro del agua cayendo en la cueva.
Así sucedió. Refrescaba. Detuvo el paso y gritó con voz no muy
fuerte:
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Nisa!
Pero en lugar de Nisa, del tronco grueso de un olivo se despegó
una figura de hombre bajo y ancho, que saltó al camino.
Algo brilló en su mano y se apagó en seguida.
Con un grito débil, Judas retrocedió, pero otro hombre le
cerró el paso.
El primero, que estaba delante, le preguntó:
¿Cuánto dinero has recibido? ¡Dilo, si quieres seguir
con vida!
¡Treinta tetradracmas! ¡Treinta tetradracmas! ¡Todo lo
que me dieron lo tengo aquí! ¡Aquí está! ¡Podéis cogerlo, pero
no me matéis!
El hombre que tenía delante le arrebató la bolsa. Y en el
mismo instante sobre la espalda de Judas voló un cuchillo y se
hincó bajo el omoplato del enamorado. Judas cayó de bruces,
alzando las manos con los puños apretados. El hombre que
estaba delante le recibió con su cuchillo, clavándoselo en el
corazón hasta el mango.
Ni...sa... pronunció Judas, no con su voz alta, limpia
y joven, sino con una voz sorda, de reproche; y no se oyó nada
más. Su cuerpo cayó con tanta fuerza que la tierra pareció
vibrar.
En el camino surgió una tercera figura. Un hombre con
manto y capuchón.
No pierdan el tiempo ordenó. Los asesinos envolvieron
con rapidez la bolsa y la nota, que les dio este hombre, en una
pieza de cuero y la ataron con una cuerda. Uno de los asesinos
se guardó el paquete en el pecho y los dos echaron a correr en
direcciones distintas. La oscuridad se los tragó bajo los olivos.
El hombre del capuchón se puso en cuclillas junto al muerto y
le miró la cara. En la penumbra le pareció blanca como la cal,
hermosa y espiritual.
A los pocos segundos no quedaba un ser vivo en el camino.
El cuerpo exánime tenía los brazos abiertos. El pie izquierdo
404
estaba dentro de una mancha de luna que permitía distinguir
las correas de su sandalia. El Huerto de Gethsemaní retumbaba
con el canto de los ruiseñores.
¿Qué hicieron los dos asesinos de Judas? Nadie lo sabe,
pero sí sabemos lo que hizo el hombre de la capucha. Después
de abandonar el camino, se metió entre los olivos, dirigiéndose
hacia el sur. Trepó la valla del huerto por la parte más alejada de
la puerta principal, por el extremo sur, donde habían caído unas
piedras. Pronto estaba en la orilla del Kidrón. Entró en el agua
y anduvo por el río hasta que percibió la silueta de dos caballos
y a un hombre junto a ellos. Los caballos también estaban en el
agua, que corría bañándoles las pezuñas. El palafrenero montó
un caballo y el hombre de la capucha el otro, y los dos echaron
a andar por el río. Se oían crujir las piedras bajo las pezuñas de
los caballos. Salieron del agua a la orilla de Jershalaím y fueron
a paso lento junto a los muros de la ciudad. El palafrenero se
separó, adelantándose, y se perdió de vista. El hombre de la
capucha paró su caballo, se bajó en el camino desierto y, quitándose
la capa, la volvió del revés, sacó de debajo un yelmo plano
sin plumaje y se cubrió la cabeza con él. Ahora subió al caballo
un hombre con clámide militar negra y una espada corta sobre
la cadera. Estiró las riendas y el nervioso caballo trotó, sacudiendo
al jinete. El camino no era largo: el jinete se acercaba a la
Puerta Sur de Jershalaím.
El fuego de las antorchas bailaba y saltaba bajo el arco
de la puerta. Los centinelas de la segunda centuria de la legión
Fulminante estaban sentados en bancos de piedra jugando a
los dados. Al ver al militar a caballo, los soldados se incorporaron
de un salto. El militar les saludó con la mano y entró en la
ciudad.
La ciudad estaba inundada de luces de fiesta. En las ventanas
bailaba el fuego de los candiles, y por todas partes, formando un
coro discorde, sonaban las oraciones. El jinete miraba de vez en
cuando a través de las ventanas que daban a la calle. Dentro de
405
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
las casas, la gente rodeaba la mesa, en la que había carne de cordero
y cálices de vino entre platos de hierbas amargas. Silbando
por lo bajo una canción, el jinete avanzaba sin prisa, a trote lento,
por las calles desiertas de la Ciudad Baja, dirigiéndose hacia la
torre Antonia, mirando los candelabros de cinco brazos, nunca
vistos, que ardían sobre el templo, o a la luna que colgaba por
encima de los candelabros.
El palacio de Herodes el Grande no participaba en la celebración
de la noche de Pascua. En las estancias auxiliares del
palacio, orientadas hacia el sur, donde se habían instalado los
oficiales de la cohorte romana y el legado de la legión, había
luces, se sentía movimiento y vida. Pero la parte delantera, la
principal, donde se alojaba el único e involuntario huésped
del palacio el procurador, con sus columnatas y estatuas
doradas, parecía cegada por la luna llena. Aquí, en el interior
del palacio, reinaban la oscuridad y el silencio.
Y el procurador, como él dijera a Afranio, no quiso entrar
en el palacio. Ordenó que le hicieran la cama en el balcón,
donde había comido y donde por la mañana había tenido lugar
el interrogatorio. El procurador se acostó en el triclinio, pero no
tenía sueño. La luna desnuda colgaba en lo alto del cielo limpio,
y el procurador no dejó de mirarla durante varias horas.
Por fin, el sueño se apoderó del hegémono cuando era casi
medianoche. El procurador bostezó, se desabrochó y se quitó la
toga; se liberó del cinturón que llevaba sobre la camisa, con un
cuchillo ancho, de acero, envainado, y lo dejó en el sillón junto
al lecho; luego se quitó las sandalias y se tumbó.
Bangá escaló en seguida el triclinio y se acostó junto a él,
cabeza con cabeza, y el procurador, pasándole una mano al
perro por el cuello, cerró los ojos. Solo entonces durmió el perro.
El lecho estaba en la oscuridad, guardado de la luna por
una columna, pero de los peldaños de la entrada hasta la cama
se extendía un haz de luna. Cuando el procurador perdió el
406
contacto con la realidad que le rodeaba, empezó a andar por el
camino de luz, hacia la luna.
Se echó a reír feliz por lo extraordinario que todo resultaba
en el camino azul y transparente. Lo acompañaban Bangá y el
filósofo errante. Discutían de algo importante y complicado y
ninguno de los dos era capaz de convencer al otro. No estaban
de acuerdo en nada, lo que hacía que la discusión fuera interminable,
pero mucho más interesante. Por supuesto, la ejecución
no había sido más que un malentendido, el filósofo que
inventara aquella absurda teoría de que todos los hombres eran
buenos estaba a su lado, luego estaba vivo. Y, naturalmente,
daba horror pensar que se podía ejecutar a un hombre así. ¡No
hubo tal ejecución! ¡No la hubo! Ahí radicaba el encanto del
viaje hacia arriba, subiendo a la luna.
Tenía mucho tiempo por delante, la tormenta no empezaría
hasta la noche, y la cobardía, sin duda alguna, era uno de
los mayores defectos del hombre. Así decía Joshuá Ga-Nozri.
No, filósofo, no estoy de acuerdo. ¡Es el mayor defecto!
El que hoy era procurador de Judea, el antiguo tribuno de
la legión, no fue cobarde, por ejemplo, cuando a los furiosos
germanos les faltó poco para devorar al gigante Matarratas,
en el Valle de las Doncellas. Pero, ¡por favor, filósofo!, ¿cómo
puede pensar usted, que es inteligente, que el procurador de
Judea iba a perder su puesto por un hombre que ha cometido un
delito contra el César?
Sí, sí... gemía y sollozaba Pilatos en sueños.
Claro que lo perdería. Por la mañana no lo hubiera hecho
así; pero, ahora, por la noche, después de haberlo meditado
bien, estaba dispuesto a ello. Haría lo que fuera necesario para
librar de la ejecución al médico demente y soñador que no era
culpable de nada.
Así siempre estaremos juntos decía el harapiento filósofo,
el vagabundo, que no se sabía por qué había aparecido en
el camino del jinete de la Lanza de Oro, ¡cuando salga uno,
407
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
saldrá el otro! ¡Cuando se acuerden de mí, te recordarán a ti! A
mí, hijo de padres desconocidos y a ti, hijo del rey astrólogo y de
la hermosa Pila, hija de un molinero.
Sí, por favor, no me olvides. Recuérdame a mí, al hijo
del astrólogo pedía Pilatos. Y como viera el consentimiento del
mendigo de En-Sarid, que asentía con la cabeza, caminando a
su lado, el cruel procurador de Judea reía y lloraba de alegría, en
sueños.
Esto era muy bonito, pero hizo que el despertar del procurador
fuera angustioso. Bangá lanzó un gruñido a la luna y
el camino resbaladizo, como untado de aceite, se hundió bajo
el procurador. Abrió los ojos, recordó que la ejecución había
existido, y después, con gesto acostumbrado, agarró el collar de
Bangá. Buscó la luna con sus ojos enfermos y la vio, plateada,
que se había desplazado. Un resplandor desagradable y alarmante
interrumpía la luz de la luna y jugaba en el balcón ante
sus propios ojos.
En las manos del centurión Matarratas ardía una antorcha
despidiendo hollín. El hombre miraba con miedo y enfado al
animal agazapado para saltar.
Quieto, Bangá dijo el procurador con voz enfermiza,
y tosió. Continuó hablando, cubriéndose la cara con la mano.
¡Ni una noche de luna tengo tranquilidad!... Oh, dioses... Usted,
Marco, también tiene un mal puesto. Mutila a los soldados...
Marco miraba al procurador con gran sorpresa; este se
recobró. Para suavizar las innecesarias palabras que había
dicho medio en sueños, el procurador añadió:
No se ofenda, centurión. Le repito que mi situación es
todavía peor. ¿Qué quería?
Ha venido el jefe del servicio secreto.
Que pase, que pase ordenó el procurador, tosiendo
para aclararse la voz y buscando las sandalias con los pies descalzos.
El reflejo del fuego bailó en las columnas y las cáligas del
centurión resonaron en el mosaico. El centurión salió al jardín.
408
Ni con luna tengo tranquilidad se dijo el procurador, y
le rechinaron los dientes.
Ahora en lugar del centurión apareció en el balcón el
hombre de la capucha.
Quieto, Bangá dijo el procurador en voz baja, y apretó
con suavidad la nuca del perro.
Antes de decir nada, Afranio miró alrededor, como tenía
por costumbre, y se fue a la sombra; cuando se convenció de
que, además de Bangá, en el balcón no había nadie, empezó a
hablar en voz baja.
Procurador, solicito que me lleve a los tribunales. Usted
tenía razón. No he sabido salvar a Judas de Kerioth, lo han
matado. Solicito un juicio y la dimisión.
Afranio tuvo la sensación de que le estaban contemplando
cuatro ojos: de perro y de lobo.
Sacó de debajo de su clámide una bolsa manchada de
sangre, doblemente sellada.
Este saco con dinero lo arrojaron los asesinos en casa del
gran sacerdote. La mancha es de sangre de Judas de Kerioth.
¿Cuánto dinero hay dentro? preguntó Pilatos inclinándose
sobre el saquito.
Treinta tetradracmas.
El procurador se sonrió y dijo:
Es poco.
Afranio estaba callado.
¿Dónde está el cadáver?
No lo sé respondió con digna tranquilidad el hombre
que nunca se separaba de su capuchón. Esta mañana iniciaremos
la investigación.
El procurador se estremeció y dejó la correa de la sandalia
que no conseguía abrochar.
¿Está seguro de que ha muerto?
La respuesta que recibió el procurador fue muy seca:
409
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Procurador, trabajo en Judea desde hace quince años.
Empecé con Valerio Grato. No necesito ver el cadáver de un
hombre para saber que está muerto. Le comunico que al hombre
que llamaban Judas de Kerioth lo han matado hace unas horas.
Perdóneme, Afranio contestó Pilatos, todavía no
estoy del todo despierto, y por eso lo dije. Duermo mal el procurador
sonrió. En mis sueños siempre veo un rayo de luna.
Fíjese, qué curioso, es como si yo estuviera paseando por ese
rayo... Bien, me gustaría saber qué piensa de este asunto.
¿Dónde piensa buscarlo? Siéntese.
El jefe del servicio secreto hizo una reverencia, acercó el
sillón al triclinio y se sentó, haciendo sonar su espada.
Pienso buscarle por la almazara, en el Huerto de
Gethsemaní.
Bien, bien. ¿Y por qué allí precisamente?
Hegémono, creo que a Judas lo han matado, no en la
ciudad, pero tampoco lejos de aquí: en las afueras de Jershalaím.
Le tengo por un gran experto en su oficio. No sé cómo
irán las cosas en Roma, pero en las provincias no hay otro como
usted. Pero explíqueme, ¿en qué se basa para creerlo así?
No puedo admitir en absoluto decía Afranio en voz
baja, que Judas cayera en manos de sospechosos dentro de la
ciudad. No se puede matar a nadie en la calle sin ser descubierto,
luego tienen que haber conseguido llevarle a algún escondite.
Pero nuestro servicio ha hecho un registro en la Ciudad Baja,
y de estar allí estoy seguro de que lo hubieran encontrado. No
está en la ciudad, se lo garantizo. Y si le hubieran matado en
algún otro lugar lejos de la ciudad, no hubieran podido llevar
tan pronto el dinero al palacio. Le han matado cerca de la
ciudad. Han sabido hacerle salir de Jershalaím.
¡No comprendo cómo han podido hacerlo!
Sí, procurador, eso es lo más difícil del caso y no sé si
lograré averiguarlo.
410
¡Es realmente misterioso! Una tarde de fiesta un hombre
creyente que sale de la ciudad, no se sabe por qué, abandonando
así la comida de Pascua, y muere. ¿Quién y cómo ha podido
conseguir que saliera? ¿No habrá sido una mujer? preguntó el
procurador de pronto, como si tuviera una inspiración.
Afranio contestó tranquilo y convincente:
De ninguna manera, procurador. Esa posibilidad está
excluida. Discurriendo con lógica, ¿quiénes estaban interesados
en la muerte de Judas? Unos fantasiosos vagabundos, un grupo
de gente, que, ante todo, no incluía ni una mujer. Procurador,
para casarse se necesita dinero. Para traer un hombre al mundo,
también. Pero para matar a un hombre con ayuda de una mujer
se necesita mucho dinero. Y ningún vagabundo puede conseguirlo.
En este caso no ha intervenido ninguna mujer, procurador.
Le diré algo más, interpretar así el crimen no es sino
llevarnos a una pista falsa, confundirnos en la investigación y
desconcertarme a mí.
Tiene usted toda la razón, Afranio decía Pilatos, y lo
que yo decía no era más que una suposición.
Desgraciadamente es equivocada, procurador.
Pero, entonces, ¿qué? exclamó el procurador, mirando
a Afranio con ansiedad.
Creo que se trata de dinero.
¡Magnífica idea! ¿Pero quién y por qué podía ofrecerle
dinero de noche y fuera de la ciudad?
No, procurador, no se trata de eso. Tengo una teoría,
y de no confirmarse, es probable que no sea capaz de encontrar
otra explicación Afranio se inclinó hacia el procurador y
terminó en voz baja: Judas quería esconder el dinero en algún
sitio apartado, que solo él conociera.
Es una teoría muy acertada. Debe de ser así como sucedió.
Ahora lo comprendo: le hizo salir de la ciudad su propio objetivo,
no la gente. Sí, debió de ser así.
411
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Eso creo. Judas era un hombre desconfiado y quería
guardar su dinero de la gente.
Sí, usted dijo en Gethsemaní... Confieso que no llego a
entender por qué piensa buscarlo precisamente allí.
¡Oh!, procurador, es de lo más sencillo. A nadie se le
ocurre esconder el dinero en caminos o sitios vacíos y abiertos.
Judas no estuvo en el camino de Hebrón, ni en el de Betania.
Tenía que ir a un sitio protegido, con árboles. Está clarísimo.
Y cerca de Jershalaím no hay otro lugar que reúna esas condiciones
más que Gethsemaní. No pudo haberse marchado muy
lejos.
Me ha convencido por completo. Entonces, ¿qué hacemos
ahora?
Voy a buscar inmediatamente a los asesinos que espiaron
a Judas cuando salía de la ciudad, y mientras, quiero presentarme
a los tribunales.
¿Por qué?
Esta tarde mi servicio le ha dejado salir del bazar, después
de abandonar el palacio de Caifás. No puedo explicarme
cómo ha sucedido. No me había pasado una cosa así en toda mi
vida. Estuvo bajo vigilancia inmediatamente después de nuestra
conversación. Pero se nos escapó en el bazar después de hacer
un extraño viraje y desapareció por completo.
Bien. Pero no veo la necesidad de llevarle a los tribunales.
Usted ha hecho todo lo posible y nadie en el mundo el
procurador sonrió hubiera podido hacer más. Castigue a los
guardias que dejaron escapar a Judas. Pero le advierto que no
me gustaría que la sanción fuera severa. Al fin y al cabo, hemos
hecho todo lo que estaba en nuestras manos por salvar a ese farsante.
¡Ah, sí! Casi me olvidaba preguntarle, ¿y cómo se arreglaron
para tirar el dinero en casa de Caifás?
Mire usted, procurador... Eso no es demasiado difícil.
Los vengadores se acercaron por la parte trasera del palacio de
412
Caifás, por allí el patio da a una callejuela. Tiraron el paquete
por encima del muro.
¿Con una nota?
Sí, exactamente como usted lo había imaginado, procurador.
A propósito... Afranio arrancó los lacres del paquete y
enseñó su interior al procurador.
¡Por favor, Afranio, pero qué hace! ¡Si los lacres serán
del templo, seguramente!
No debe preocuparse por eso, procurador respondió
Afranio, cerrando el paquete.
¿Es que tiene usted todos los lacres? preguntó Pilatos,
riéndose.
No podía ser de otra manera, procurador contestó
Afranio sin sonreír, muy severo.
¡Me imagino la que se armaría en casa de Caifás!
Sí, produjo una gran agitación. Me llamaron inmediatamente.
Hasta en la penumbra se podía distinguir el brillo de los
ojos de Pilatos.
Muy interesante...
¿Me permite una objeción, procurador? No es nada
interesante. Este asunto es larguísimo y agotador. Cuando pregunté
en el palacio de Caifás si habían pagado dinero a alguien,
denegaron rotundamente.
¿Ah, sí? Bueno, si dicen que no lo han pagado, será que
no lo han pagado. Más difícil será encontrar a los asesinos.
Así es, procurador.
Afranio, se me ocurre una cosa. ¿No se habrá suicidado?
¡Oh, no, procurador! contestó Afranio, retrocediendo
asombrado. Usted perdone, pero es completamente imposible.
En esta ciudad todo es posible. Apostaría que en la
ciudad empezarán a correr rumores sobre eso muy pronto.
Afranio miró al procurador de aquel modo especial como
él solía hacerlo. Se quedó pensativo y luego contestó:
413
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Es posible, procurador.
Al parecer, Pilatos no podía dejar el asunto del asesinato
del hombre de Kerioth, aunque ahora ya estaba todo claro. Dijo
con aire un tanto soñador:
Me gustaría haber visto cómo lo mataron.
Lo han matado con verdadero arte, procurador contestó
Afranio, mirándole con cierta ironía.
¿Y usted cómo lo sabe?
Tenga la bondad de fijarse en la bolsa, procurador respondió
Afranio. Estoy seguro de que la sangre de Judas brotaría
como un torrente. He tenido ocasión de ver muchos muertos,
procurador.
Entonces, ¿ya no volverá a levantarse nunca?
No, procurador, se levantará contestó Afranio con
sonrisa filosófica cuando suene sobre él la trompeta del mesías
que aquí esperan. Pero no se levantará antes de eso.
Es suficiente, Afranio; este asunto está claro. Pasemos al
entierro.
Los ejecutados ya están enterrados, procurador.
¡Oh!, Afranio, sería un verdadero crimen llevarlo a
usted a los tribunales. Se merece la distinción más alta. ¿Cómo
lo hicieron?
Afranio se lo contó. Mientras él mismo estaba ocupado
con el asunto de Judas, un destacamento de la guardia secreta,
dirigido por su ayudante, llegó al monte al anochecer. No
encontraron uno de los cuerpos. Pilatos se estremeció y dijo con
voz ronca:
¡Ah, debía haberlo previsto!...
No se preocupe, procurador dijo Afranio, y siguió su
relato: Recogieron los cuerpos de Dismás y Gestás, que tenían
los ojos comidos por aves de rapiña, e inmediatamente se lanzaron
a buscar el tercer cuerpo. Lo encontraron muy pronto. Un
hombre...
414
Leví Mateo dijo Pilatos, más bien afirmando que interrogando.
Sí, procurador... Leví Mateo se escondía en una cueva
en la ladera norte del Calvario, esperando que llegara la noche.
El cuerpo desnudo de Joshuá Ga-Nozri estaba con él. Cuando
la guardia entró en la cueva con una antorcha, Leví se llenó de
ira y desesperación. Gritaba que no había cometido ningún
crimen y que, según la ley, cualquiera tenía derecho a enterrar a
un delincuente ejecutado si así lo deseaba. Leví Mateo decía que
no quería separarse del cuerpo. Estaba muy alterado, gritaba
algo incoherente, pedía o amenazaba y maldecía...
¿Tuvieron que detenerle? preguntó Pilatos con aire
sombrío.
No, procurador respondió Afranio tranquilizador.
Consiguieron calmar al exaltado demente, asegurándole que
el cuerpo sería enterrado. Cuando lo comprendió, Leví pareció
sosegarse, pero dijo que no pensaba marcharse y que deseaba
participar en el entierro. Que no se iría aunque le amenazáramos
con la muerte y hasta ofreció, con este fin, un cuchillo de cortar
pan que llevaba encima.
¿Le echaron? preguntó Pilatos con voz ahogada.
No, procurador. Mi ayudante permitió que tomara
parte en el entierro.
¿Cuál de sus ayudantes dirigía la operación? preguntó
Pilatos.
Tolmai contestó Afranio, y añadió intranquilo: A lo
mejor, ha cometido alguna equivocación...
Siga dijo Pilatos, no hubo equivocación. Y además,
empiezo a sentirme algo desconcertado: estoy tratando, por
lo visto, con un hombre que nunca se equivoca. Y ese hombre
es usted.
Llevaron a Leví Mateo en el carro con los cuerpos de los
ejecutados, y a las dos horas llegaron a un desfiladero desierto,
al norte de Jershalaím. Los guardias, trabajando por turnos,
415
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
cavaron una fosa profunda en una hora y en ella enterraron a
los tres ejecutados.
¿Desnudos?
No, procurador. Habían llevado expresamente unas
túnicas. A cada uno de los enterrados le pusieron un anillo en el
dedo. A Joshuá con un corte, a Dismás con dos y a Gestás con
tres. La fosa fue cerrada y tapada con piedras. Tolmai conoce el
signo distintivo.
¡Ah, si yo lo hubiera previsto! dijo Pilatos con una
mueca de disgusto. Tendría que ver a ese Leví Mateo.
Está aquí, procurador.
Pilatos, con los ojos muy abiertos, miraba a Afranio fijamente.
Luego dijo:
Le agradezco todo lo que ha hecho en este asunto. Le
ruego que mañana haga venir a Tolmai y comuníquele que
estoy contento con él, y a usted, Afranio el procurador sacó
del bolsillo del cinturón que tenía en la mesa una sortija y se la
dio al jefe del servicio secreto, le ruego que admita esto como
recuerdo.
Afranio hizo una reverencia, diciendo:
Es un gran honor para mí, procurador.
Quiero que se premie a los miembros de la guardia que
llevaron a cabo el entierro. Y que se imponga una amonestación
a los que dejaron matar a Judas. Que venga inmediatamente
Leví Mateo. Quiero averiguar algunos detalles sobre el caso de
Joshuá.
A sus órdenes, procurador respondió Afranio, y empezó
a retroceder, haciendo reverencias. Pilatos dio una palmada y
gritó:
¡Que venga alguien! ¡Un candil a la columnata!
El jefe del servicio secreto bajaba ya al jardín cuando los
criados, con luces en la mano, aparecieron a espaldas de Pilatos.
En la mesa, frente al procurador, había tres candiles, y la noche
de luna se replegó del jardín en seguida, como si Afranio se la
416
hubiera llevado. Entró en el balcón un hombre desconocido,
pequeño y delgado, junto al gigante centurión, que se retiró,
desapareciendo en el jardín al encontrarse con la mirada del
procurador.
El procurador, algo asustado y con expresión de ansiedad en
los ojos, estudiaba al recién llegado. Así se mira a aquel del que se
ha oído hablar mucho, se ha pensado en él y por fin aparece.
El hombre debía de tener unos cuarenta años. Era muy
moreno, iba desarrapado, cubierto de barro seco y miraba de
reojo, como un lobo. Tenía un aspecto lamentable y recordaba,
sobre todo, a los mendigos que abundan en las terrazas del
templo o en los bazares de la sucia y ruidosa Ciudad Baja.
No duró mucho el silencio; la extraña actitud del hombre
lo interrumpió. Cambió de cara, se tambaleó y de no haberse
agarrado a la mesa se hubiera caído.
¿Qué te pasa? preguntó Pilatos.
Nada contestó Leví Mateo, e hizo un gesto como si
estuviera tragando. Su cuello chupado, desnudo y gris se hinchó
por un instante.
Contesta, ¿qué te pasa? repitió Pilatos.
Estoy cansado dijo Leví mirando al suelo con aire
sombrío.
Siéntate dijo Pilatos indicándole el sillón.
Leví miró desconfiado al procurador, fue hacia el sillón,
miró de reojo, asustado, los brazos dorados del sillón y se sentó,
pero no en él, sino en el suelo, al lado.
Dime, ¿por qué no te has sentado en el sillón? preguntó
Pilatos.
Estoy sucio y lo mancharía dijo Leví mirando al suelo.
Ahora te darán de comer.
No quiero comer.
¿Por qué mientes? preguntó Pilatos en voz baja. No
has comido en todo un día, o puede ser que desde hace más
417
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
tiempo. Pero muy bien, no comas. Te he llamado para que me
enseñes el cuchillo que tienes.
Los soldados me lo han quitado antes de traerme aquí
contestó Leví, y añadió con aire lúgubre: devuélvamelo.
Tengo que dárselo a su dueño, lo he robado.
¿Para qué?
Para cortar las cuerdas respondió Leví.
¡Marco! gritó el procurador, y el centurión apareció
bajo las columnas. ¡Que traigan su cuchillo!
¿A quién robaste el cuchillo?
En el puesto de pan que hay junto a la Puerta de Hebrón,
al entrar en la ciudad, a la izquierda.
Pilatos observó la hoja del cuchillo, pasó un dedo para ver
si estaba afilado y dijo:
No te preocupes, devolverás el cuchillo. Y, ahora, enséñame
la carta que llevas encima, donde tienes apuntadas las
palabras de Joshuá.
Leví miró a Pilatos con odio y sonrió con una expresión
tan hostil que su cara se desfiguró por completo.
¿Me la quieres quitar?
No te he dicho dámela, sino enséñamela.
Leví metió la mano por la camisa y sacó un rollo de pergamino.
Pilatos lo cogió, lo desenrolló, colocándolo entre las
luces, y empezó a estudiar los signos poco legibles. Era difícil
descifrar aquellas líneas mal hechas y Pilatos arrugaba la cara,
se inclinaba sobre el pergamino y pasaba el dedo por lo escrito.
Consiguió entender que se trataba de una cadena de frases sin
ilación alguna; fechas, compras anotadas y trozos poéticos.
Algo pudo leer: ... la muerte no existe... Ayer comimos brevas
dulces de primavera....
Haciendo muecas por el esfuerzo, Pilatos leía fijando la
vista: ... veremos el agua limpia del río de la vida..., la humanidad
mirará al sol a través de un cristal transparente.... Aquí
418
Pilatos se estremeció. En las últimas líneas del pergamino pudo
leer: ... el defecto mayor...: la cobardía....
Pilatos enrolló el pergamino y con un gesto brusco se lo dio
a Leví.
Toma dijo, y después de un silencio añadió: Veo que
eres un hombre letrado y no tienes por qué andar solo, vestido
como un mendigo, sin casa. En Cesarea tengo una gran biblioteca,
soy muy rico y quiero que trabajes para mí. Tu trabajo
sería examinar y guardar los papiros y tendrías suficiente para
comer y vestir.
Leví se levantó y contestó:
No, no quiero.
¿Por qué? preguntó el procurador cambiando de cara.
¿Te soy desagradable..., me tienes miedo?
La misma sonrisa hostil desfiguró el rostro de Leví. Dijo:
No, porque tú me tendrás miedo. No te será fácil
mirarme a la cara después de haberlo matado.
Cállate contestó Pilatos, acepta este dinero.
Leví movió la cabeza, rechazándolo, y el procurador siguió
hablando:
Sé que te crees discípulo de Joshuá, pero no has asimilado
nada de lo que él te enseñó. Porque si fuera así, hubieras
aceptado algo de mí. Ten en cuenta que él dijo antes de morir
que no culpaba a nadie Pilatos levantó un dedo con aire significativo.
Su cara se convulsionaba con un tic. Es seguro
que hubiera aceptado algo. Eres cruel y él no lo era. ¿Adónde
vas a ir?
De pronto Leví se acercó a la mesa, se apoyó en ella con
las dos manos y mirando al procurador, con los ojos ardientes,
dijo:
Quiero decirte, procurador, que voy a matar a un
hombre en Jershalaím. Quiero decírtelo para que sepas que
todavía habrá sangre.
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Ya sé que la habrá respondió Pilatos, no me has sorprendido
con tus palabras. Naturalmente, ¿querrás matarme a mí?
No conseguiría matarte contestó Leví con una sonrisa,
enseñando los dientes, no soy tan tonto como para pensar en
eso. Pero voy a matar a Judas de Kerioth y dedicaré a ello el
resto de mi vida.
Los ojos del procurador se llenaron de placer y, haciendo
un gesto con el dedo, para que Leví Mateo se acercara, le dijo:
Eso ya no puedes hacerlo, no te molestes. Esta noche ya
han matado a Judas.
Leví dio un salto, apartándose de la mesa, y mirando alrededor
con los ojos enloquecidos, gritó:
¿Quién lo ha hecho?
No seas celoso sonrió Pilatos, y se frotó las manos,
me temo que tenía otros admiradores aparte de ti.
¿Quién lo ha hecho? repitió Leví en un susurro.
Pilatos le contestó:
Lo he hecho yo.
Leví abrió la boca y se quedó mirando al procurador, que
dijo en voz baja:
Desde luego, no ha sido mucho, pero lo hice yo y
añadió: bueno, y ahora ¿aceptarás algo?
Leví se quedó pensativo, se ablandó y dijo:
Ordena que me den un trozo de pergamino limpio.
Pasó una hora. Leví ya no estaba en el palacio. Solo
el ruido suave de los pasos de los centinelas en el jardín interrumpía
el silencio del amanecer. La luna palidecía, y en el otro
extremo del cielo apareció la mancha blanca de una estrella.
Hacía tiempo que se habían apagado los candiles. El procurador
estaba acostado. Dormía con una mano bajo la mejilla y
respiraba silenciosamente. A su lado dormía Bangá.
Así recibió el amanecer del quince del mes de Nisán el
quinto procurador de Judea, Poncio Pilatos.
421
27
El final del piso número 50
Cuando Margarita llegó a las últimas líneas del capítulo
... Así recibió el amanecer del quince del mes Nisán el quinto
procurador de Judea, Poncio Pilatos, llegó la mañana.
Desde las ramas de los salgueros y tilos llegaba la conversación
matinal, animada y alegre, de los gorriones.
Margarita se levantó del sillón, se estiró y solo entonces
sintió que le dolía todo el cuerpo y que tenía sueño.
Es curioso, pero el alma de Margarita estaba tranquila. No
tenía las ideas desordenadas, no le había trastornado la noche,
pasada de una manera tan extraordinaria. No le preocupaba la
idea de haber asistido al Baile de Satanás, ni el milagro de que
el maestro estuviera de nuevo con ella; tampoco la novela, reaparecida
de entre las cenizas, ni que él se encontrara en el piso
de donde habían echado al soplón Mogarich. En resumen: el
encuentro con Voland no le había producido ningún trastorno
psíquico. Todo era así, porque así tenía que ser.
Entró en el otro cuarto, se convenció de que el maestro
dormía un sueño tranquilo y profundo, apagó la luz de la mesa,
innecesaria ya, y se acostó en un diván que había enfrente,
cubierto con una vieja sábana rota. Se durmió en seguida y esta
vez no soñó nada. Las dos habitaciones del sótano estaban en
silencio, también la pequeña casa y la perdida callecita.
Pero mientras tanto, es decir, al amanecer del sábado, toda
una planta de una organización moscovita estaba en vela. La
422
luz de las ventanas que daban a un patio asfaltado, que todas
las mañanas limpiaban unos coches especiales con cepillos, se
mezclaba con la luz del sol naciente.
La Instrucción Judicial encargada del caso Voland ocupaba
una planta entera, y las lámparas estaban encendidas en
diez despachos.
En realidad el caso era ya evidente como tal, desde el día
anterior el viernes, cuando el Varietés tuvo que cerrarse como
consecuencia de la desaparición del Consejo de Administración
y otros escándalos ocurridos en la víspera, durante la famosa
sesión de magia negra. Y lo que sucedía era que continuamente,
sin interrupción, llegaba más y más material de investigación a
este departamento de guardia.
Y ahora la Instrucción encargada de este extraño caso, que
tenía un matiz claramente diabólico, con una mezcla de trucos
hipnóticos y crímenes evidentes como agravante, tenía que ligar
todos los sucesos diversos y enredados que habían ocurrido en
distintas partes de Moscú.
El primero en visitar aquella planta en vela, reluciente de
electricidad, fue Arcadio Apolónovich Sempleyárov, presidente
de la Comisión de Acústica de Espectáculos.
El viernes después de comer, en su piso del Puente Kámeni,
sonó el teléfono, y una voz de hombre pidió que avisaran a
Arcadio Apolónovich. Su esposa contestó con hostilidad que
Arcadio Apolónovich se encontraba mal, que se había acostado
y no podía hablar por teléfono. Pero no tuvo más remedio
que hacerlo. Cuando la esposa de Sempleyárov preguntó quién
deseaba hablarle, le contestaron con pocas palabras.
Ahora..., ahora mismo, espere un segundo... balbuceó
la arrogante esposa del presidente de la Comisión Acústica, y,
como una bala, corrió al dormitorio para levantar a Arcadio
Apolónovich del lecho, en el que yacía atormentado por el
recuerdo de la sesión del día anterior y el escándalo que acompañó
la expulsión de la sobrina de Sarátov.
423
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Arcadio Apolónovich no tardó un segundo, tampoco
un minuto, sino un cuarto de minuto en llegar al aparato,
con un pie descalzo y en paños menores. Pronunció con voz
entrecortada:
Sí, soy yo... Dígame...
Su esposa olvidó todos los repugnantes atentados contra
la fidelidad que se habían descubierto en la conducta del pobre
Arcadio Apolónovich. Asomaba su cara asustada por la puerta
del pasillo y agitaba en el aire la otra zapatilla diciendo:
Ponte la zapatilla, que te vas a enfriar pero Arcadio
Apolónovich la rechazaba con el pie descalzo, ponía ojos
furiosos y seguía murmurando por teléfono:
Sí, sí..., cómo no..., ya comprendo; ahora mismo voy...
Arcadio Apolónovich pasó toda la tarde en el lugar donde
se llevaba la investigación.
La conversación fue muy penosa, desagradable, porque
tuvo que contar con toda franqueza no solo lo referente a
la repugnante sesión y la pelea en el palco, sino que también,
de paso, se vio obligado a hablar de Militsa Andréyevna
Pokobatko, la de la calle Yelójovskaya, de la sobrina de
Sarátov y de muchas cosas, y el hablar de ello causó a Arcadio
Apolónovich unos sufrimientos inenarrables.
Desde luego, las declaraciones de Arcadio Apolónovich
significaron un considerable avance en la investigación, puesto
que se trataba de un intelectual, un hombre culto que había sido
testigo presencial un testigo digno y cualificado de la indignante
sesión. Describió a la perfección al misterioso mago del
antifaz y a los dos truhanes que tenía por ayudantes y recordó
inmediatamente que el apellido del nigromante era Voland.
La confrontación de las declaraciones de Arcadio Apolónovich
con las de otros testigos, entre los que había varias señoras, víctimas
de la sesión (la señora de la ropa interior violeta, que sorprendiera a
Rimski, y tantas otras, por desgracia), y la del ordenanza Kárpov, al
que había enviado al piso número 50 de la Sadóvaya, fue la clave
424
para orientar la búsqueda del responsable de aquellos extraños
sucesos.
Visitaron más de una vez el piso número 50. Y no se conformaron
con examinarlo minuciosamente, sino que además
comprobaron las paredes a base de golpes, controlaron los tiros
de la chimenea y buscaron escondites. Pero todas estas medidas
no condujeron a nada y no se pudo encontrar a nadie en la casa,
aunque era evidente que alguien tenía que haber, en contra de la
opinión de todas aquellas personas que, por razones diversas,
estaban obligadas a saber todo lo relacionado con los artistas
extranjeros que llegaban a Moscú, y que afirmaban con seguridad
y categóricamente que no había y no podía haber en la
ciudad ningún nigromante llamado Voland.
Su entrada no estaba registrada en ningún sitio. Nadie
había visto su pasaporte, documentos o contrato y nadie,
absolutamente nadie, sabía nada de él. El jefe de la Sección de
Programación de la Comisión de Espectáculos, Kitáitsev, juraba
y perjuraba que el desaparecido Stiopa Lijodéyev no le había
mandado para su aprobación ningún programa de actuación
del tal Voland y que tampoco le había comunicado su llegada.
Por lo tanto, Kitáitsev ni sabía, ni podía comprender cómo pudo
permitir Lijodéyev semejante actuación en el Varietés. Cuando
le dijeron que Arcadio Apolónovich había visto personalmente
al mago en el escenario, Kitáitsev se limitaba a alzar los brazos
y levantar los ojos al cielo. Se podía asegurar, porque se veía en
sus ojos, que era limpio como el agua de un manantial.
Y de Prójor Petróvich, presidente de la Comisión Central
de Espectáculos...
Por cierto, regresó a su traje en seguida después de la llegada
de los milicianos al despacho, con la consiguiente alegría
de Ana Richárdovna y el asombro de las milicias que habían
acudido para nada.
425
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Es curioso también que al volver a su despacho, dentro del
traje gris a rayas, Prójor Petróvich aprobara todas las disposiciones
que había hecho el traje durante su corta ausencia.
Y como decía, el mismo Prójor Petróvich tampoco sabía
nada acerca de ningún Voland.
Resultaba completamente increíble: miles de espectadores,
todo el personal del Varietés, un hombre tan responsable como
Arcadio Apolónovich Sempleyárov, habían visto al mago y a
sus malditos ayudantes, y ahora no había modo alguno de localizarlos.
No era posible que se los hubiera tragado la tierra o,
como decían algunos, que no hubieran estado nunca en Moscú.
Si admitieran lo primero, no quedaba la menor duda de que la
tierra también se había tragado a toda la dirección del Varietés.
Si era cierto lo segundo, entonces resultaba que la administración
del desdichado teatro, después de organizar un escándalo
inaudito (acuérdense de la ventana rota en el despacho y de la
actitud del perro Asderrombo), había desaparecido de Moscú
sin dejar rastro.
Hay que reconocer los méritos del jefe de la Instrucción
Judicial. El desaparecido Rimski fue encontrado con una rapidez
sorprendente. Bastó confrontar la actitud de Asderrombo en
la parada de taxis junto al cine, con algunos datos de tiempo,
como la hora en que acabó la sesión y cuándo pudo desaparecer
Rimski, para que inmediatamente fuera enviado un telegrama a
Leningrado. Al cabo de una hora llegó la respuesta. Era la tarde
del viernes. Rimski había sido descubierto en la habitación 412,
en el cuarto piso del hotel Astoria, junto a la habitación donde
se alojaba el encargado del repertorio de un teatro moscovita;
en esa suite, en la que, como todos sabemos, hay muebles de un
tono gris azulado con dorados y un cuarto de baño espléndido.
Rimski, encontrado en el armario ropero de la habitación
del hotel, fue interrogado en el mismo Leningrado.
A Moscú llegó un telegrama comunicando que el director
de finanzas Rimski se encontraba en un estado de completa
426
irresponsabilidad, que no daba o no quería dar ninguna respuesta
coherente y que pedía únicamente que le escondieran en
un cuarto blindado y pusieran guardia armada. Llegó un telegrama
de Moscú con la orden de que Rimski fuera escoltado
hasta la capital, y el viernes por la noche, Rimski, acompañado,
emprendió el viaje en tren.
También en la tarde del viernes tuvieron noticias de Lijodéyev.
Habían pedido informes por telegrama a todas las ciudades. Se
recibió respuesta de Yalta; Lijodéyev había estado allí, pero ya
había salido en avión para Moscú.
Del que no apareció ni siquiera una pista fue de Varenuja.
El administrador del teatro, al que conocía absolutamente todo
el mundo en Moscú, había desaparecido como si se le hubiera
tragado la tierra.
Y, mientras tanto, hubo que ocuparse de otros sucesos que
habían ocurrido en Moscú, fuera del teatro Varietés. Hubo que
aclarar el extraordinario caso de los funcionarios que cantaban:
Glorioso es el mar... (por cierto, que el profesor Stravinski
consiguió volverles a la normalidad al cabo de dos horas, a base
de inyecciones intramusculares), también fue necesario esclarecer
el asunto del extraño dinero que unas personas entregaban
a otras, o a organizaciones, así como el de aquellos que
habían sido víctimas de estos enredos.
Naturalmente, de todos los acontecimientos el más desagradable,
el más escandaloso y el de peor solución era el del
robo de la cabeza del difunto literato Berlioz, en pleno día desaparecida
del ataúd expuesto en un salón de Griboyédov.
La Instrucción estaba a cargo de doce personas que recogían,
como con una aguja, los malditos puntos de aquel caso
esparcido por todo Moscú.
Un miembro de la Instrucción Judicial se presentó en
el sanatorio del profesor Stravinski solicitando la lista de los
enfermos ingresados durante los últimos tres días. Localizaron
así a Nikanor Ivánovich Bosói y al desafortunado presentador
427
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
de la cabeza arrancada. Estos dos, sin embargo, no suscitaron
mayor interés, pero se podía sacar como conclusión que los dos
habían sido víctimas de la pandilla que encabezaba el misterioso
mago. Quien le pareció realmente interesante al juez de
Instrucción fue Iván Nikoláyevich Desamparado.
El viernes por la tarde se abrió la puerta de la habitación
número 117, en la que se alojaba Iván, y entró un hombre joven,
de cara redonda, tranquilo y delicado en su trato, que no tenía
aspecto de juez de Instrucción, pero que era, sin embargo, uno
de los mejores de Moscú. Vio en la cama a un hombre pálido
y desmejorado, había en sus ojos indiferencia por cuanto le
rodeaba, parecía contemplar algo que estaba muy lejos o quizá
estuviera absorto en sus propios pensamientos. El juez de
Instrucción, en tono bastante cariñoso, le dijo que estaba allí
para hablar de lo acontecido en Los Estanques del Patriarca.
Oh, ¡qué feliz se hubiera sentido Iván si el juez hubiera
aparecido antes, en la noche del mismo miércoles al jueves,
cuando Iván exigía con tanta pasión y violencia que escucharan
su relato sobre lo sucedido en Los Estanques del Patriarca!
Ahora ya se había realizado su sueño de ayudar a dar caza al
consejero, no tenía que correr en busca de nadie; habían ido a
verle precisamente para escuchar su narración sobre lo ocurrido
en la tarde del miércoles.
Pero desgraciadamente Ivánushka había cambiado por
completo durante los días que sucedieron al de la muerte de
Berlioz. Estaba dispuesto a responder con amabilidad a todas
las preguntas que le hiciera el juez de Instrucción, pero en su
mirada y en su tono se notaba la indiferencia. Al poeta ya no le
interesaba el asunto de Berlioz.
Antes de que llegara el juez, Ivánushka estaba acostado,
dormía. Ante sus ojos se sucedían una serie de visiones. Veía
una ciudad desconocida, incomprensible, inexistente, en la que
había enormes bloques de mármol rodeados de columnatas,
con un sol brillante sobre las terrazas, con la torre Antonia,
428
negra, imponente, un palacio que se elevaba sobre la colina
del oeste, hundido casi hasta el tejado en el verde de un jardín
tropical, unas estatuas de bronce encendidas a la luz del sol
poniente. Veía desfilar junto a las murallas de la antigua ciudad
a las centurias romanas en sus corazas.
En su sueño aparecía frente a Iván un hombre inmóvil en
un sillón, con la cara afeitada, amarillenta, de expresión nerviosa,
con un manto blanco forrado de rojo, que miraba con
odio hacia el jardín frondoso y ajeno. Veía Iván un monte desarbolado
con los postes cruzados, vacíos.
Lo sucedido en Los Estanques del Patriarca ya no le interesaba.
Dígame, Iván Nikoláyevich, ¿estaba usted lejos del torniquete
cuando Berlioz cayó bajo el tranvía?
En los labios de Iván apareció una leve sonrisa de indiferencia.
Estaba lejos.
¿Y el tipo de la chaquetilla a cuadros estaba junto al torniquete?
No, estaba sentado en un banco cerca de allí.
¿Está usted seguro de que no se había acercado al torniquete
en el momento que Berlioz caía bajo el tranvía?
Sí. Estoy seguro. No se había acercado. Estaba sentado.
Estas fueron las últimas preguntas del juez. Después de
hacerlas, se levantó, estrechó la mano de Ivánushka, deseándole
que se mejorase lo antes posible, y expresó la esperanza de
poder leer sus poemas muy pronto.
No contestó Iván en voz baja, no volveré a escribir
poemas.
El juez sonrió con amabilidad, afirmando su convencimiento
de que el poeta se encontraba en un estado de depresión,
pero que pronto saldría de ella.
429
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
No replicó Iván, sin detenerse en el juez, mirando a
lo lejos, al cielo que se apagaba, no se me pasará nunca. Mis
poemas eran malos, ahora lo he comprendido.
El juez de Instrucción dejó a Ivánushka. Había recibido
una información bastante importante. Siguiendo el hilo de los
acontecimientos desde el final hasta el principio, había logrado,
por fin, llegar al punto de partida de todos los sucesos. Al juez
no le cabía duda de que todo había empezado con el crimen
en Los Estanques. Claro está que ni Ivánushka ni el tipo de
la chaquetilla a cuadros habían empujado al tranvía al pobre
presidente de massolit; se podría decir que físicamente nadie
había contribuido al atropello. Pero el juez estaba seguro de que
Berlioz cayó (o se arrojó) al tranvía bajo los efectos de hipnosis.
Sí, habían recogido bastante material y se sabía a quién
y dónde había que pescar. Lo malo era que no había modo de
pescar a nadie.
Hay que repetir que no cabía la menor duda de que el
tres veces maldito piso número 50 estuviera habitado. Cogían
el teléfono de vez en cuando y contestaba una voz crujiente o
una gangosa; otras veces abrían la ventana e incluso se oía la
música de un gramófono. Estuvieron en el piso a distintas horas
del día. Dieron una pasada con una red, examinando hasta
el último rincón. En la casa, que estaba bajo vigilancia desde
hacía tiempo, se vigilaba no solo la puerta principal, sino también
la entrada de servicio. Es más, había centinelas en el tejado
junto a las chimeneas. Sin embargo, cuando iban al piso no
encontraban absolutamente a nadie. El piso número 50 estaba
haciendo de las suyas y no había manera de evitarlo.
Así estaban las cosas hasta la noche del viernes al sábado.
A las doce en punto el barón Maigel, vestido de etiqueta y con
zapatos de charol, se dirigió con aire majestuoso al piso número
50 en calidad de invitado. Se oyó cómo le dejaron entrar. A los
diez minutos entraron en el piso sin llamar, pero no encontraron
430
a los inquilinos, y lo que fue realmente una sorpresa, es que
tampoco quedaba ni rastro del barón Maigel.
Como decíamos, esta situación duró hasta el amanecer del
sábado. Entonces aparecieron otros datos muy interesantes. En
el aeropuerto de Moscú aterrizó un avión de pasajeros de seis
plazas, procedente de Crimea. Entre otros, descendió un viajero
de aspecto extraño. Era un ciudadano joven, sucio y con
barba de tres días; los ojos colorados y asustados, sin equipaje
y vestido de una manera bastante original. Llevaba un gorro de
piel de cordero, una capa de fieltro por encima de la camisa de
dormir y unas zapatillas azules, relucientes y por lo visto recién
compradas. En cuanto bajó de la escalera del avión se le acercaron.
Estaban esperándole, y al poco tiempo el inolvidable
director del Varietés, Stepán Bogdánovich Lijodéyev, compareció
ante la Instrucción. Añadió algunos nuevos datos. Se supo
que Voland penetró en el Varietés haciéndose pasar por artista,
hipnotizando a Stiopa Lijodéyev, y luego se las arregló para
enviar a Stiopa al quinto infierno fuera de Moscú. En resumen:
se había acumulado cantidad de datos, pero esto no implicaba
ninguna esperanza; al contrario, la situación empeoró porque
se hizo evidente que se trataba de una persona que se valía de
trucos, tales como los que tuvo que sufrir Stepán Bogdánovich,
y eso quería decir que no iba a ser nada fácil pescarlo. A propósito,
Lijodéyev fue recluido en una celda bien segura, a petición
propia. Ante la Instrucción compareció también Varenuja, que
había sido detenido en su propio piso, al que había regresado
después de una misteriosa ausencia de dos días.
A pesar de la promesa hecha a Asaselo de no volver a
mentir, Varenuja empezó su relato con una mentira precisamente.
Pero por esto no se le debe juzgar severamente, porque
Asaselo le prohibió mentir y decir groserías por teléfono, y
ahora el administrador hablaba sin la ayuda de este aparato.
Iván Savélievich declaró con mirada vaga que se emborrachó
la tarde del jueves, mientras estaba solo en su despacho del
431
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Varietés, luego fue ¿adónde?, no se acordaba; en otro sitio
estuvo bebiendo starka19, ¿dónde?, no se acordaba; se quedó
después junto a una valla, ¿dónde?, tampoco se acordaba. Solo
después de advertirle que con su estúpida y absurda actitud
interrumpía el trabajo de la Instrucción Judicial en un caso
importante y que, naturalmente, tendría que dar cuenta de ello,
Varenuja balbució, sollozando, con voz temblona y mirando
alrededor, que mentía porque tenía miedo, temía la venganza de
la pandilla de Voland; que ya había estado en sus manos y por
eso pedía, rogaba y deseaba ardientemente que se le recluyera en
una celda blindada.
¡Cuernos! ¡Qué manía han cogido con la cámara blindada!
gruñó uno de los encargados de la Instrucción.
Les han asustado mucho esos canallas dijo el juez, que
había estado con Ivánushka.
Tranquilizaron como pudieron a Varenuja, le dijeron que
le protegerían sin necesidad de celda y entonces se descubrió que
no había bebido starka debajo de una valla, sino que le habían
pegado dos tipos: uno pelirrojo, con un colmillo que le sobresalía
de la boca, y otro regordete...
¿Parecido a un gato?
Sí, sí susurró el administrador, muerto de miedo, sin
parar de mirar a su alrededor. Siguió contando con detalle
cómo había pasado cerca de dos días en el piso número 50 en
calidad de vampiro informador, que por poco había causado la
muerte del director de finanzas Rimski.
En ese mismo momento, en el tren de Leningrado llegaba
Rimski.
Pero este viejo de pelo blanco, desquiciado, temblando de
miedo, en el que apenas se podía reconocer al director de finanzas,
no quería decir la verdad de ningún modo y se mantuvo muy firme.
Rimski aseguraba que no había visto de noche en su despacho
19 Una variedad de vodka. (N. de la T.)
432
a la tal Guela, ni tampoco a Varenuja, que simplemente se
había encontrado mal y en su inconsciencia había marchado a
Leningrado. Ni que decir tiene que el director de finanzas terminó
sus declaraciones solicitando que le recluyeran en una
celda blindada.
Anushka fue detenida cuando trataba de largarle un billete
de diez dólares a la cajera de una tienda de Arbat. Lo que contó
Anushka sobre los hombres que salían volando por la ventana
de la casa de la Sadóvaya, y sobre la herradura que, según decía,
había recogido para llevársela a las milicias, fue escuchado con
mucha atención.
¿La herradura era realmente de oro con brillantes? preguntaban
a Anushka.
¡No sabré yo cómo son los brillantes! contestaba.
¿Pero le dio billetes de diez rublos?
¡No sabré yo cómo son los billetes de diez rublos! contestaba
Anushka.
¿Y cómo entonces se convirtieron en dólares?
¡Qué sé yo, qué dólares ni qué nada, no vi ningunos
dólares! contestaba Anushka con voz aguda. ¡Estoy en mi
derecho! ¡Me dieron un premio y con eso compro percal! y
siguió diciendo incongruencias: que ella no respondía por la
administración de una casa que había instalado en el quinto
piso al Diablo, que no le dejaba vivir.
El juez le hizo un gesto con la pluma para que se callara,
porque estaban ya todos bastante hartos de ella; le firmó un
pase de salida en un papelito verde y, con la consiguiente alegría
de los allí presentes, Anushka desapareció.
Luego desfiló por allí un gran número de personas, Nikolái
Ivánovich entre ellas, detenido exclusivamente por la estupidez
de su celosa esposa, que al amanecer comunicó a las milicias
que su marido había desaparecido. Nikolái Ivánovich no sorprendió
demasiado a la Instrucción al dejar sobre la mesa el burlesco
certificado diciendo que había pasado la noche en el Baile
433
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
de Satanás. Nikolái Ivánovich se apartó un poco de la realidad
al contar cómo había llevado volando a la criada de Margarita
Nikoláyevna, desnuda, a bañarse en el río en el quinto infierno
y cómo, antes de eso, había aparecido en la ventana la misma
Margarita Nikoláyevna, también desnuda. No vio la necesidad
de señalar cómo se había presentado en el dormitorio
con la combinación en la mano. Según su relato, Natasha salió
volando por la ventana, lo montó y le llevó fuera de Moscú.
Cediendo a la coacción me vi obligado a obedecer contaba
Nikolái Ivánovich, y acabó su historia solicitando que no
se dijera nada de aquello a su esposa. Así se le prometió.
Las declaraciones de Nikolái Ivánovich hicieron posible constatar
que Margarita Nikoláyevna, al igual que su criada Natasha,
había desaparecido sin dejar huella. Se tomaron las medidas oportunas
para encontrarlas.
Así, pues, aquella mañana del sábado se distinguió porque
la investigación no cesó ni un momento. Mientras tanto, en la
ciudad nacían y se expandían rumores completamente inverosímiles,
en los que una parte ínfima de verdad se decoraba con
abundantes mentiras. Se decía que en el Varietés había habido
una sesión de magia y que después los dos mil espectadores
habían salido a la calle tal como les había parido su madre;
que en la calle Sadóvaya se había descubierto una tipografía de
papeles de tipo mágico; que una pandilla había raptado a cinco
directores del campo del espectáculo, pero que las milicias la
habían encontrado inmediatamente, y muchas cosas más, que
no merece la pena contar.
Se aproximaba la hora de comer y en el lugar donde se llevaba
a cabo la Instrucción sonó el teléfono. Comunicaban de
la Sadóvaya que el maldito piso había dado señales de vida.
Dijeron que se habían abierto las ventanas desde dentro, que se
oía cantar y tocar el piano y que habían visto, sentado en la ventana,
a un gato negro que disfrutaba del sol.
434
Eran cerca de las cuatro de una tarde calurosa. Un grupo
grande de hombres vestidos de paisano se bajaron de tres coches
antes de llegar a la casa número 302 bis de la calle Sadóvaya. El
grupo se dividió en dos más pequeños, y uno de ellos se dirigió
por el patio directamente al sexto portal, mientras que el otro
abrió una portezuela que corrientemente estaba condenada y
entró por la escalera de servicio. Los dos grupos subían al piso
número 50 por distintas escaleras.
Mientras tanto, Asaselo y Koróviev este sin frac, con su
traje de diario estaban en el comedor terminando el desayuno.
Voland, como de costumbre, estaba en el dormitorio; nadie
sabía dónde estaba el gato. Pero a juzgar por el ruido de cacerolas
que venía de la cocina, Popota debía de estar precisamente
allí haciendo el payaso, como siempre.
¿Qué son esos pasos en la escalera? preguntó Koróviev,
jugando con la cucharilla en la taza de café.
Es que vienen a detenernos contestó Asaselo, y se tomó
una copita de coñac.
Ah... Bueno, bueno... dijo Koróviev.
Los que subían las escaleras ya se encontraban en el descansillo
del tercer piso. Dos fontaneros hurgaban en el fuelle de
la calefacción. Los hombres cambiaron expresivas miradas con
los fontaneros.
Todos están en casa susurró uno de los fontaneros,
dando martillazos en un tubo.
Entonces el que iba delante sacó sin más una pistola Mauser
negra, y el que iba a su lado unas ganzúas. Hay que explicar que
los que se dirigían al piso número 50 iban perfectamente equipados.
Dos de ellos llevaban en los bolsillos unas redes de seda
fina, que se desenvolvían con facilidad. Otro tenía un lazo y otro
máscaras de gasa y ampollas de cloroformo.
La puerta principal del piso número 50 fue abierta en un
segundo y todos se encontraron en el vestíbulo; el portazo de la
435
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
puerta de la cocina indicó que el segundo grupo había llegado al
mismo tiempo por la entrada de servicio.
Esta vez el éxito, aunque no fuera definitivo, era evidente.
Los hombres se repartieron inmediatamente por todas las habitaciones,
y aunque no encontraron a nadie, en el comedor recién
abandonado descubrieron los restos del desayuno, y en el salón,
sobre el estante de la chimenea, junto a un jarrón de cristal, un
enorme gato negro. Tenía en sus patas un hornillo de petróleo.
Los hombres se quedaron bastante rato contemplando al
gato en silencio absoluto.
Hum..., pues es verdad, está estupendo... susurró uno
de ellos.
No molesto, no toco a nadie, estoy arreglando el hornillo
dijo el gato, mirándoles con ojeriza, y también creo es mi
deber advertirles que el gato es un animal antiguo e intocable.
Qué trabajo más limpio murmuró uno, y otro dijo en
voz alta y clara:
Por favor, gato intocable y ventrílocuo, ¡venga acá!
La red se abrió y voló en el aire, pero ante el asombro de los
presentes, al que la tiró le falló la puntería y no cazó más que el
jarrón, que se rompió inmediatamente con estrépito.
¡Bis! vociferó el gato. ¡Hurra! y poniendo el hornillo
a un lado, sacó por detrás de la espalda una Browning. Apuntó
seguidamente al que estaba más cerca, pero antes de que el gato
tuviera tiempo de disparar, en las manos del hombre explotó el
fuego y, al mismo tiempo del disparo de la Mauser, el gato dio
en el suelo, dejando caer su pistola y tirando el hornillo.
Este es el fin dijo el gato con voz débil, tumbado en
una lánguida postura en un charco de sangre, apártense de
mí un segundo, quiero despedirme de la tierra. Oh, mi amigo
Asaselo gimió el gato desangrándose, ¿dónde estás? el gato
levantó sus ojos desvanecidos hacia la puerta del comedor. No
acudiste en mi ayuda en el momento de un combate desigual;
abandonaste al pobre Popota, prefiriendo una copa de coñac
436
(muy bueno, eso sí). Pues bien, que mi muerte caiga sobre tu
conciencia, y yo, en mi testamento, te dejo mi Browning...
La red..., la red... se oyó una voz nerviosa alrededor del
gato, pero la red, el Diablo sabrá por qué, se enganchó en el bolsillo
de alguien y no quiso salir.
Lo único que puede salvar a un gato mortalmente herido
pronunció el gato es un trago de gasolina y aprovechando
el momento de confusión, se pegó al orificio del hornillo y dio
varios tragos. Inmediatamente se cortó la sangre que chorreaba
por debajo de la pata izquierda delantera. El gato se puso en pie
de un salto, vivo y lleno de energía, agarró el hornillo bajo el
brazo, voló a la chimenea y de allí, rompiendo el empapelado,
subió por la pared. A los dos segundos estaba muy alto, encaramado
en una galería metálica.
Varias manos agarraron la cortina y la arrancaron con la
galería; el sol llenó la habitación, que estaba a media luz. Pero ni
el gato, repuesto por una pillería, ni el hornillo cayeron abajo.
El gato, sin separarse del hornillo, se las arregló para saltar a la
araña que colgaba en el centro de la habitación.
¡Una escalera! gritaron abajo.
Les desafío chilló el gato, columpiándose por encima
de sus cabezas en la araña. De nuevo apareció en sus patas
la pistola y colocó el hornillo entre dos brazos de la araña.
Volando como un péndulo, apuntó a los que estaban abajo y
abrió fuego. Un estruendo sacudió la casa. Cayeron trozos de
cristal de la araña, aparecieron estrellas de grietas en el espejo
de la chimenea, llovió el polvo de estuco; por el suelo saltaron
cartuchos usados, explotaron los cristales de las ventanas y el
hornillo atravesado empezó a escupir gasolina.
Pero el tiroteo no duró mucho rato y poco a poco fue disminuyendo.
Resultó ser inofensivo para el gato y para sus perseguidores.
Nadie resultó muerto, ni siquiera herido. Todos,
incluyendo el gato, estaban ilesos. Uno de los hombres, para
convencerse definitivamente, soltó cinco balazos en la cabeza
437
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
del dichoso animal, a lo que el gato respondió alegremente disparando
todo el cargador, y lo mismo, no pasó nada. El gato se
columpiaba en la araña cada vez con menos impulso, soplando
en el cañón de su pistola y escupiendo en su pata.
En la cara de los que estaban abajo, en completo silencio,
se dibujaba una expresión de total asombro. Era el único caso,
o uno entre pocos, de un tiroteo ineficaz. Podían suponer que
la Browning del gato era de juguete, pero no se podía decir lo
mismo de las Mauser de la brigada. Y la primera herida del gato,
no quedaba la menor duda, había sido simplemente un truco, un
simulacro indecente, lo mismo que la bebida de gasolina.
Intentaron pescar al gato de nuevo. Echaron el lazo que se
enganchó en una de las velas, y la araña se vino abajo. Su caída
pareció sacudir todo el edificio, pero no tuvo otro efecto.
Cayó una lluvia de cristales y el gato voló por el aire y se
instaló cerca del techo en la parte superior del marco dorado
del espejo de la chimenea. No tenía la menor intención de escaparse;
al contrario, como se encontraba relativamente fuera de
peligro, empezó otro discurso:
No puedo comprender decía desde arriba las razones
de este trato tan violento...
Pero fue interrumpido al principio de su discurso por una
voz baja y profunda que no se sabía de dónde provenía:
¿Qué ocurre en esta casa? No me dejan trabajar...
Otra voz, desagradable y gangosa, respondió:
Pues claro, es Popota, ¡diablos!
Y otra, tintineante, dijo:
¡Messere! Es sábado. Se pone el sol. Ya es hora.
Ustedes perdonen, pero no puedo seguir la conversación
dijo el gato desde el espejo. Ya es hora y tiró su pistola, rompiendo
dos cristales de la ventana. Luego salpicó el suelo con
gasolina, que ardió sin que nadie la encendiera, produciendo
una ola de fuego que subió hasta el techo.
438
Todo empezó a arder con una rapidez nunca vista, cosa
que no suele suceder ni cuando se trata de gasolina. Humearon
los papeles de las paredes, ardió la cortina tirada en el suelo, y
empezaron a carbonizarse los marcos de las ventanas rotas. El
gato se encogió, maulló, saltó del espejo a la repisa de la ventana
y desapareció con su hornillo. Fuera se oyeron disparos.
Un hombre, sentado en la escalera metálica de incendios,
a la altura de las ventanas de la joyera, disparó al gato
cuando este volaba de una ventana a otra, dirigiéndose al
tubo de desagüe de la esquina.
Por este tubo el gato se encaramó al tejado. Allí también,
sin efecto alguno desgraciadamente, le dispararon los guardias,
que vigilaban las chimeneas, y el gato se esfumó a la luz del sol
poniente que bañaba toda la ciudad.
A todo esto en el piso se encendió el parquet bajo los pies
de la brigada, y entre las llamas, en el mismo sitio que estuvo
echado el gato fingiendo una grave herida, apareció, espesándose
más y más, el cadáver del barón Maigel, con la barbilla
subida y los ojos de cristal. No hubo posibilidad de sacarlo
de allí.
Saltando por los humeantes recuadros del parquet, dándose
palmadas en los hombros y en el pecho que echaban humo,
los que estaban en el salón retrocedían al dormitorio y al vestíbulo.
Los que se encontraban en el comedor y en el dormitorio
corrieron por el pasillo. También llegaron los de la cocina,
metiéndose en el vestíbulo. El salón ya estaba en llamas, lleno
de humo. Alguien tuvo tiempo de marcar el número de los bomberos
y gritó en el aparato:
Sadóvaya, 302 bis.
Era imposible quedarse por más tiempo. El fuego saltó al
vestíbulo; se hizo difícil respirar.
En cuanto se escaparon por las ventanas rotas del piso encantado
las primeras nubes de humo, en el patio se oyeron gritos enloquecidos:
439
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡Fuego! ¡Fuego! ¡Un incendio!
En distintos pisos de la casa la gente empezó a gritar por
teléfono:
¡Sadóvaya! ¡Sadóvaya, 302 bis!
Mientras en la Sadóvaya se oían las alarmantes campanadas
de los alargados coches rojos que corrían por Moscú
a gran velocidad, encogiendo los corazones, la gente que
se agitaba en el patio pudo ver cómo de las ventanas del
quinto piso salieron volando, en medio de la humareda, tres
siluetas oscuras, que parecían de hombre, y una silueta de
mujer desnuda.
441
28
Últimas andanzas de Koróviev y Popota
No podríamos asegurar si las siluetas aparecieron realmente
o si fueron fruto del terror que se había apoderado de los
inquilinos de la desafortunada casa. Si verdaderamente fueron
ellos, nadie sabe a dónde se dirigieron, tampoco se separaron;
pero un cuarto de hora después de que empezara el incendio
en la Sadóvaya, junto a las puertas de luna del Torgsin20, en el
mercado Smolenski, apareció un ciudadano largo, con un traje
a cuadros, acompañado de un gran gato negro.
Escurriéndose hábilmente entre los transeúntes, el ciudadano
abrió la puerta de entrada de la tienda. Pero un portero
enclenque, huesudo y con aire hostil, les cerró el paso, diciendo
irritado:
¡Con gato no se puede!
Usted perdone sonó la voz cascada del largo, que se
llevó una mano nudosa a la oreja como si fuera sordo, ¿con
gato, dice usted? ¿Y dónde está el gato?
Al portero se le salían los ojos de las órbitas. No era para
menos: efectivamente, no había ningún gato. Por encima del
hombro del ciudadano asomaba un tipo regordete que tenía
cierto aire de gato y llevaba una gorra agujereada y un hornillo
de petróleo en las manos.
Intentaba entrar en la tienda.
20 Nombre de la asociación de proveedores en cuyos almacenes el
comercio se efectúa exclusivamente con divisas. (N. de la T.)
442
Algo le desagradó al portero misántropo en la pareja de
visitantes.
Aquí se compra solo con divisas articuló con voz ronca.
Miraba irritado por debajo de las cejas pobladas y pardas, como
carcomidas por la polilla.
Querido dijo el larguirucho, guiñándole un ojo detrás
de los impertinentes rotos, ¿y cómo sabe usted que yo no las
tengo? ¿Juzga por mi traje? ¡No lo haga nunca, queridísimo
guarda! Puede meter la pata a base de bien. Lea otra vez la historia
del famoso califa Harún-al-Rashid. Pero ahora, dejando
la historia para mejor ocasión, quiero advertirle que voy a dar
una queja de usted al director: le contaré unas cuantas cosas
y me temo que usted tendrá que abandonar su puesto entre las
relucientes lunas.
Si yo tuviera el hornillo lleno de divisas, ¿qué? intervino
acalorado el felino regordete, metiéndose en la tienda de
mala manera.
Detrás la gente empezaba a impacientarse. El portero,
dirigiendo una mirada de odio y desconfianza a la extraña
pareja, se apartó, y nuestros amigos se encontraron en la tienda.
Después de echar una ojeada, Koróviev anunció con voz tan
fuerte que se oyó hasta en el último rincón.
¡Vaya tienda estupenda! ¡Una tienda pero que muy buena!
El público se volvió sorprendido, pero Koróviev tenía toda
la razón:
En los estantes se veían montones de piezas de percal con
estampados muy variados.
Detrás se amontonaban muselinas, calicós y paños para
frac. Se perdían en el infinito verdaderas pilas de cajas de
zapatos y había varias ciudadanas sentadas en pequeños banquitos,
con un pie en un zapato viejo y gastado y pisoteando la
alfombra con el otro, dentro de un zapato nuevo y brillante. Del
interior salían canciones y música de gramófono.
443
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Pero Koróviev y Popota dejaron atrás todas estas maravillas
y se encaminaron directamente a aquella parte de la tienda
donde se unían las secciones de gastronomía y de confitería. Allí
había sitio de sobra.
Las ciudadanas con boinas y pañuelos no se amontonaban,
como en la sección de percales.
Junto al mostrador, hablando con aire imperativo, había
un hombre pequeño, completamente cuadrado, con la cara afeitada
hasta parecer azul, con gafas de concha, sombrero nuevo
sin arrugar y sin manchas de agua en la cinta, con un abrigo
color lila y guantes naranja de cabritilla. Atendía al cliente un
dependiente con bata blanca limpia y gorrito azul.
Con un cuchillo muy afilado, que recordaba al que robara
Leví Mateo, el dependiente limpiaba un salmón rosa, grasiento
y lloroso, con la piel plateada, parecida a la de una serpiente.
Este departamento es soberbio también reconoció solemnemente
Koróviev, y el extranjero parece simpático y señaló
con aire benevolente la espalda color lila.
No, Fagot, no respondió Popota pensativo, te equivocas,
amigo mío: me parece que le falta algo en la cara a este
gentleman lila.
La espalda color lila se estremeció, pero debió de ser una
casualidad, porque ¿cómo podía entender el extranjero lo que
decían en ruso Koróviev y su acompañante?
¿Es... bien? preguntaba severamente el comprador.
¡Fenomenal! contestaba el dependiente, hurgando con
el cuchillo en la piel del salmón, con aire coqueto.
Bueno gusta, malo no gusta decía el extranjero exigente.
¡Cómo no! exclamaba el dependiente con entusiasmo.
Nuestros amigos se alejaron del extranjero, del salmón y se
acercaron al mostrador de la confitería.
Hace calor se dirigió Koróviev a una vendedora jovencita
con los carrillos rojos, pero no obtuvo respuesta. ¿A
cuánto están las mandarinas? le preguntó.
444
A treinta kopeks el kilo contestó la dependienta.
Pobre bolsillo dijo Koróviev suspirando, ¡ay, ay! Se
quedó pensativo, y luego invitó a su amigo: come, Popota.
El gordo se colocó el hornillo bajo el brazo, agarró una
mandarina, la de la cúspide de la pirámide, la devoró con la piel
y todo y cogió otra.
Un pánico de muerte se apoderó de la vendedora.
¡Está loco! exclamó, perdiendo el color. ¡Deme el
cheque! ¡El cheque! Y dejó caer las pinzas de los caramelos.
Guapa, cielo, cariño decía Koróviev, recostándose sobre
el mostrador y guiñando un ojo a la vendedora, no llevamos
divisas encima, ¿qué se le va a hacer? ¡Le juro que la próxima vez,
no más tarde del lunes, le devolveremos todo con dinero limpio!
Somos de aquí cerca, de la Sadóvaya, donde el incendio...
Popota iba ya por la tercera mandarina cuando metió la
pata en la complicada construcción de barras de chocolate, sacó
una de abajo, lo que hizo que todo se derrumbara, y se la tragó
con la envoltura dorada.
Los dependientes de la sección de pescado se habían quedado
de piedra, con los cuchillos en la mano. El extranjero vestido
de color lila se volvió hacia los dos sujetos. Popota estaba
equivocado: no es que le faltara algo en la cara, más bien al contrario,
le colgaban los carrillos y tenía la mirada evasiva.
Con la cara completamente amarilla la vendedora gritó en
plena congoja, y su voz se oyó en toda la tienda:
¡Palósich! ¡Palósich!
Acudió en masa la gente del departamento de percales.
Popota abandonó la tentadora confitería y metió la mano en un
barril en el que se leía: Arenques escogidos de Kerch; sacó un
par de arenques, se los tragó y escupió las colas.
¡Palósich! se repitió el grito desesperado. De la sección
de pescado llegó el rugido de un vendedor con barba:
¡Parásito! ¿Qué estás haciendo?
445
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Pável Iósifovich se apresuraba al campo de batalla. Era un
hombre de buena presencia, con bata blanca de cirujano y un
lápiz que le asomaba en un bolsillo. Seguramente Pável Iósifovich
era un hombre de experiencia. Cuando vio a Popota con el tercer
arenque en la boca hizo una rápida valoración, se hizo cargo de la
situación en seguida y, sin entablar discusión alguna con los sinvergüenzas,
ordenó, alargando los brazos hacia la calle:
¡Silba!
Atravesando las puertas de luna, el portero salió corriendo
hacia la esquina del mercado Smolenski e inició un silbido
siniestro. La gente empezó a rodear a los bandidos. Entonces
intervino Koróviev:
¡Ciudadanos! gritó con voz fina y temblorosa.
¿Pero qué es esto? ¿Eh? ¡Permítanme que haga esta pregunta!
Este pobre hombre Koróviev aumentó el temblor de su voz y
señaló a Popota, que inmediatamente puso una cara llorosa,
este pobre hombre está todo el día arreglando hornillos. Tiene
hambre..., ¿y de dónde quieren que saque divisas?
Pável Iósifovich, que solía ser tranquilo y sereno, al oír
aquello, gritó con severidad:
¡Oye tú, haz el favor de callarte! y de nuevo estiró la
mano hacia afuera, impaciente. Los trinos junto a la puerta
sonaron con más alegría.
Pero Koróviev, sin dejarse cohibir lo más mínimo por la
intervención del Pável Iósifovich, prosiguió:
¿De dónde? preguntó a todos los presentes. ¡Está extenuado,
tiene hambre y sed, tiene calor! Y el pobrecito prueba
una mandarina. ¡Si no vale más de tres kopeks! Y esos ya están
silbando como ruiseñores de los bosques en primavera, molestando
a las milicias, distrayéndoles de su trabajo. Pero este ¡sí
que puede! Y Koróviev señaló hacia el gordo color lila, que en
seguida expresó inquietud en su rostro. ¿Quién es? ¿Eh? ¿De
dónde ha venido? ¿Para qué? Qué, ¿le echábamos de menos?
¿Acaso le hemos invitado? Claro decía el ex chantre a grito
446
pelado con sonrisa sarcástica, como ven, lleva un traje lila muy
elegante, está todo hinchado de salmón, está repleto de divisas. ¿Y
uno de los nuestros, eh? ¡Qué amargura, qué amargura! aulló
Koróviev, como si estuviera en una boda a la antigua21.
Este discurso estúpido, falto de tacto y, por lo visto, pernicioso
políticamente, hizo que Pável Iósifovich se estremeciera
de indignación; pero, aunque parezca extraño, a juzgar
por los ojos del público, había encontrado el apoyo de mucha
gente. Cuando Popota, llevándose a los ojos una manga sucia,
exclamó con aire trágico:
¡Gracias, fiel amigo, has defendido a la víctima! Ocurrió
un milagro.
Un viejecito silencioso y de lo más decente, vestido con
modestia, pero limpio; un viejecito que estaba comprando tres
pasteles de almendra en la confitería, se transformó repentinamente.
Sus ojos despedían un fuego de lucha; se puso rojo, tiró
el paquete del pastel al suelo y gritó con voz fina e infantil:
¡Es verdad! Agarró la bandeja, tirando los restos de la
torre Eiffel de chocolate, destruida por Popota, y la agitó en el
aire; con la mano izquierda quitó el sombrero del extranjero y
con la derecha le atizó un golpe en la cabeza medio calva. Se oyó
un ruido semejante al que hace una lámina de hierro al caer de
un camión. El gordo se puso pálido, cayó de espaldas y se sentó
en el barril de los arenques de Kerch, levantando un verdadero
surtidor de salmuera. Entonces sucedió otro milagro. El tipo
color lila gritó en ruso, al caerse en el barril, sin el menor asomo
de acento extranjero:
¡Me están matando! ¡Milicias! ¡Me están matando los
bandidos! Aprendió, por lo visto, el idioma hasta entonces
desconocido, como resultado de la conmoción.
21 Alusión a una antigua costumbre rusa. En las bodas, los invitados
solían gritar: ¡Amargo!, para que los novios endulzaran el vino
dándose un beso. (N. de la T.)
447
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Se cortó el silbido del portero y entre el tumulto de emocionados
compradores aparecieron, aproximándose, los cascos de
dos milicianos. Pero el pérfido Popota, igual que se echa agua
en el banco de un baño público, roció el mostrador de la confitería
con la gasolina de su hornillo y esta se encendió en seguida.
El fuego se alzó y se extendió a lo largo del mostrador, comiéndose
las bonitas cintas de papel en las cestas de fruta. Las dependientas
corrieron pegando gritos, y en seguida se incendiaron las
cortinas de lino de las ventanas y en el suelo ardió la gasolina.
El público, con locos alaridos, se echó hacia atrás en la
confitería, aplastando a Pável Iósifovich, innecesario ya. De
detrás del mostrador de la sección de pescados los vendedores
salieron en fila india, con los afilados cuchillos en la mano, y se
dirigieron corriendo hacia la salida de servicio.
Una vez que se hubo liberado del barril, el ciudadano
color lila, cubierto por completo de grasa de arenque, pasó
por encima del salmón del mostrador y siguió a los vendedores.
Sonaron y cayeron los cristales de la puerta; la gente los
rompía para salvarse. Los dos sinvergüenzas, Koróviev y el
glotón de Popota, desaparecieron. ¿Por dónde? Nadie lo sabe.
Más tarde, los testigos presenciales del incendio en el Torgsin
contaban que los dos bandidos volaron hacia el techo y allí
explotaron, como dos globos de niño. Claro, que fuera precisamente
así se puede poner en duda, pero como no lo sabemos
seguro, no decimos nada.
Lo que sí sabemos es que un minuto después de lo sucedido
en el mercado, Smolenski, Popota y Koróviev estaban en
la acera del bulevar, en frente de la casa de la tía de Griboyédov.
Koróviev, pasando ante la reja, dijo:
¡Bah! ¡Si es la casa de los escritores! ¿Sabes qué te digo?,
que he oído muchas cosas buenas y favorables sobre esta casa.
Fíjate en ella, amigo mío. Es agradable pensar que bajo este
tejado se ocultan y están madurando infinidad de talentos.
448
Como las piñas en los invernaderos dijo Popota,
subiéndose sobre la base de hormigón de la reja, para ver mejor
la casa color crema con columnas.
Eso es asintió Koróviev, compartiendo la idea de su
amigo inseparable. Y qué emoción tan dulce envuelve el corazón
cuando piensas que en esta casa madura el futuro autor de Don
Quijote o del Fausto, o ¿quién sabe?, de Almas muertas... ¿Eh?
Da miedo pensarlo.
Pues sí seguía Koróviev, se pueden esperar cosas sorprendentes
de los invernaderos de esta casa, que ha reunido bajo
su techo a varios ascetas, decididos a consagrar su vida al servicio
de Melpómenes, Polihimnia y Talía. ¿Te imaginas el jaleo
que se va a organizar cuando uno de ellos ofrezca al público de
lectores El Inspector o, en último caso, Eugenio Oneguin?
Pues podía pasar asintió de nuevo Popota.
Sí continuaba Koróviev, levantando un dedo con aire preocupado.
¡Pero!... ¡Pero, digo yo y repito el pero!... ¡Si a estas
delicadas plantas de invernadero no les ataca algún microbio,
no les pica las raíces, si no se pudren! ¡Porque esto ocurre con las
piñas! ¡Y tanto que ocurre!
Por cierto se interesó Popota, metiendo su cabeza redonda
entre las rejas, ¿qué están haciendo en esa terraza?
Están comiendo replicó Koróviev. Además, mi querido
amigo, en esta casa hay un restaurante que no está mal y
es bastante barato. Y a propósito, como todo turista que se prepara
a emprender un viaje largo, siento deseos de tomar algo y
beberme una gran jarra de cerveza helada.
Yo también contestó Popota, y los dos sinvergüenzas
se dirigieron por el caminito asfaltado bajo los tilos hacia la
terraza del restaurante, que no presentía la desgracia.
Una ciudadana pálida y aburrida, con calcetines blancos
y boina del mismo color con un rabito, se sentaba en una silla
vienesa a la entrada en la terraza, en una esquina donde había
un hueco en el verde de la reja cubierta de plantas trepadoras.
449
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Delante de ella, en una simple mesa de cocina, había un libro
gordo, parecido a un libro de cuentas, en el que la ciudadana
apuntaba con objetivo desconocido a todos los que entraban.
Y precisamente esa ciudadana paró a Koróviev y a Popota.
Los carnets, por favor dijo ella mirando sorprendida
los impertinentes de Koróviev y el hornillo de Popota y su
codo roto.
Mil perdones, pero, ¿qué carnets? pregunto Koróviev,
extrañado.
¿Son ustedes escritores? preguntó a su vez la ciudadana.
Naturalmente contestó Koróviev con dignidad.
¡Sus carnets! repitió la ciudadana.
Mi encanto... empezó dulcemente Koróviev.
No soy ningún encanto le interrumpió la ciudadana.
¡Ah! ¡Qué pena! dijo Koróviev con desilusión y continuó:
Bien, si usted no desea ser encanto, lo que hubiera sido
muy agradable, puede no serlo. Dígame, ¿es que para convencerse
de que Dostoievski es un escritor, es necesario pedirle
su carnet? Coja cinco páginas cualesquiera de alguna de sus
novelas y se convencerá sin necesidad de carnet de que es escritor.
¡Y me sospecho que nunca tuvo carnet! ¿Qué crees? Koróviev se
dirigió a Popota.
Apuesto a que no lo tenía contestó Popota, dejando el
hornillo en la mesa junto al libro y secándose con la mano el
sudor de su frente, manchada de hollín.
Usted no es Dostoievski dijo la ciudadana, desconcertada,
dirigiéndose a Koróviev.
¿Quién sabe?, ¿quién sabe? contestó él.
Dostoievski ha muerto dijo la ciudadana, pero no muy
convencida.
¡Protesto! exclamó Popota con calor. ¡Dostoievski es
inmortal!
Sus carnets, ciudadanos dijo la ciudadana.
450
¡Esto tiene gracia! No cedía Koróviev. El escritor no
se conoce por su carnet, sino por lo que escribe. ¿Cómo puede
saber usted qué ideas artísticas bullen en mi cabeza? ¿O en esta?
Y señaló la cabeza de Popota, que hasta se quitó la gorra para
que la ciudadana pudiera verla mejor.
Dejen pasar, ciudadanos dijo la mujer nerviosa ya.
Koróviev y Popota se apartaron para dejar paso a un
escritor vestido de gris, con camisa blanca, veraniega, sin corbata;
con el cuello de la camisa abierto sobre el cuello de la chaqueta.
Llevaba un periódico bajo el brazo. El escritor saludó
amablemente a la ciudadana; al pasar escribió en el libro, previamente
abierto, un garabato y se dirigió a la terraza.
No, no será para nosotros habló con tristeza Koróviev
la jarra helada de cerveza con la que hemos soñado tanto, nosotros,
pobres vagabundos. Nuestra situación es triste y difícil y
no sé cómo salir de ella.
Popota se limitó a abrir los brazos con amargura y colocó
la gorra en su cabeza redonda, cubierta de pelo espeso que
recordaba mucho la piel de un gato.
En ese momento una voz muy suave, pero autoritaria, sonó
encima de la ciudadana.
Déjeles pasar, Sofía Pávlovna.
La ciudadana del libro de registro se sorprendió. Entre el
verde de la verja surgió el pecho blanco del frac y la barba en
forma de puñal del filibustero. Miraba amistosamente a los dos
tipos dudosos y harapientos e incluso les hacía gestos de invitación.
La autoridad de Archibaldo Archibáldovich era algo muy
palpable en el restaurante que él dirigía y Sofía Pávlovna preguntó
con docilidad a Koróviev:
¿Cómo se llama usted?
Panáyev respondió él con finura. La ciudadana apuntó
el apellido y echó una mirada interrogante a Popota.
451
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Skabichevski22 dijo él, señalando el hornillo, Dios sabe
por qué. Sofía Pávlovna lo apuntó también y acercó el libro a
los visitantes para que firmaran. Koróviev puso Skabichevski
enfrente del apellido Panáyev y Popota escribió Panáyev
enfrente de Skabichevski.
Archibaldo Archibáldovich, sorprendiendo a Sofía Pávlovna
con una sonrisa seductora, conducía a los huéspedes a la mejor
mesa, donde había una sombra tupida y donde el sol jugaba alegremente
por uno de los huecos de la verja con trepadora verde.
Mientras, Sofía Pávlovna, parpadeando de asombro, estuvo largo
rato estudiando las extrañas inscripciones que habían dejado los
inesperados visitantes.
Archibaldo Archibáldovich sorprendió más aún a los
camareros que a Sofía Pávlovna. Apartó personalmente la silla
de la mesa, invitando a Koróviev a que se sentara, guiñó el ojo
a uno, susurró algo a otro, y dos camareros empezaron a correr
alrededor de los visitantes; uno de ellos puso el hornillo en el
suelo, junto a las botas descoloridas de Popota.
Inmediatamente desapareció de la mesa el viejo mantel
con manchas amarillas y en el aire voló un mantel blanco como
un albornoz de beduino, crujiente de tanto almidón que tenía.
Archibaldo Archibáldovich murmuraba al oído a Koróviev en
voz baja pero muy expresiva:
¿A qué les invito? Tengo lomo de esturión especial... lo
conseguí del congreso de arquitectos...
Bueno..., mmm..., un aperitivo..., mmm... pronunció
Koróviev con benevolencia, instalado en la silla cómodamente.
Ya comprendo contestó Archibaldo Archibáldovich
con aire de complicidad, cerrando los ojos.
Al ver cómo el jefe del restaurante trataba a los visitantes
bastante sospechosos, los camareros dejaron sus dudas y se
tomaron el trabajo en serio. Uno de ellos acercó una cerilla a
22 Literatos rusos del siglo xix. (N. de la T.)
452
Popota que había sacado del bolsillo una colilla y se la había
metido en la boca, se acercó corriendo otro, colocando junto
a los cubiertos, piezas de finísimo cristal color verde. Copas de
licor, de vino y de agua, en las que sabe tan bien el agua mineral,
estando bajo el toldo... Diremos, adelantándonos, que esta vez
también se bebió agua mineral bajo el toldo de la inolvidable
terraza de Griboyédov.
Puedo invitarles filetes de perdices murmuraba Archibaldo
Archibáldovich con voz musical. El huésped de los impertinentes
rotos aprobaba enteramente todas las propuestas del comandante
del bergantín y le miraba con benevolencia a través del inútil cristal.
El literato Petrakov Sujovéi, que comía con su esposa en la
mesa de al lado, y se terminaba un escalope de cerdo, era observador,
nota característica de todos los escritores. Se dio cuenta
de los especiales cuidados de Archibaldo Archibáldovich hacia
los visitantes y se sorprendió mucho. Su esposa, señora muy respetable,
llegó a tener celos de Koróviev y dio unos golpecitos
con la cucharilla para indicar que se estaban retrasando. ¿No
era el momento de servir el helado? ¿Qué pasaba?
Pero Archibaldo Archibáldovich, dirigiéndole una sonrisa
encantadora, mandó a un camarero, mientras él mismo no
abandonaba a sus queridos huéspedes. ¡Ah, qué inteligente era
Archibaldo Archibáldovich! ¡Y seguro que no era menos observador
que los mismos escritores! Sabía lo de la sesión del Varietés
y los sucesos de aquellos días; había oído las palabras el de cuadros
y el gato y se las grabó en la memoria, no como otros.
Archibaldo Archibáldovich supo en seguida quiénes eran sus
visitantes. Y al comprenderlo, decidió no quedar mal con ellos.
¡Pero Sofía Pávlovna! ¡Qué ocurrencia, cerrarles el paso a la
terraza! Por otra parte, ¡qué se podía esperar de ella!
La señora de Petrakov, hincando con arrogancia la cucharilla
en el helado derretido, miraba con ojos enfadados cómo
la mesa de los dos payasos desarrapados se cubría de manjares
por arte de magia. Hojas de lechuga lavadas hasta sacarle brillo
453
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
salían de una fuente con caviar fresco... un instante y apareció
una mesa especial con un cubo plateado empañado de frío...
Solo en el momento en que se hubo convencido de que todo se
estaba haciendo como era debido y que en las manos del camarero
apareció una sartén cubierta, en la que algo chirriaba,
Archibaldo Archibáldovich se permitió abandonar a los misteriosos
visitantes, susurrándoles previamente:
¡Con permiso! ¡Un minutito! ¡Voy a ver los filetes!
Se apartó de la mesa y desapareció por una puerta interior
del restaurante. Si algún observador hubiera podido vigilar
a Archibaldo Archibáldovich, lo que hizo a continuación le
hubiera parecido algo extraño.
El jefe del restaurante no se dirigió a la cocina para vigilar
los filetes, sino al almacén del restaurante. Lo abrió con su
llave, cerró la puerta al entrar, sacó de una nevera con hielo
dos pesados lomos de esturión, con mucho cuidado de no mancharse
los puños los envolvió en un papel de periódico, ató el
paquete cuidadosamente con una cuerda y lo puso a un lado.
Luego fue a la habitación contigua para comprobar si estaba su
sombrero y su abrigo de entretiempo forrado de seda, y solamente
entonces se encaminó a la cocina, donde el cocinero
estaba preparando con esmero los filetes prometidos por el
pirata.
Tenemos que aclarar que no había nada de extraño e incomprensible
en las operaciones de Archibaldo Archibáldovich, y
que las podría encontrar raras solo un observador superficial. Su
actitud era el resultado lógico de todo lo anterior. Conociendo
los últimos acontecimientos y, sobre todo, con el olfato tan fenomenal
que tenía, Archibaldo Archibáldovich, el jefe del restaurante
de Griboyédov, pensó que la comida de los dos visitantes
sería, aunque abundante y lujosa, muy breve. Y su olfato, que
nunca le había fallado, tampoco lo hizo esta vez.
Cuando Koróviev y Popota brindaban por segunda vez con
copas de un vodka espléndido, de doble purificación, apareció
454
en la terraza el cronista Boba Kandalupski, sudoroso y excitado;
era conocido en Moscú por su asombrosa omnisciencia.
Se sentó en seguida con los Petrakov. Dejando en la mesa su
cartera repleta, Boba metió sus labios en la oreja de Petrakov y
empezó a susurrarle algo sugestivo. Madame Petrakova, muerta
de curiosidad, acercó su oído a los labios grasientos y gruesos
de Boba. Este de vez en cuando miraba furtivamente alrededor,
pero seguía hablando sin parar y se podían oír algunas cosas
sueltas, como:
¡Palabra de honor! ¡En la Sadóvaya, en la Sadóvaya!...
Boba bajó la voz todavía más. ¡No les cogen las balas!...,
balas... balas..., gasolina..., incendio..., balas...
¡Habría que aclarar quiénes son los mentirosos que
difunden estos rumores repugnantes! decía madame Petrakova
indignada, con voz algo más fuerte de lo que hubiera preferido
Boba. ¡Nada, nada, así sucederá, ya les meterán en cintura! ¡Qué
mentiras más peligrosas!
¡Pero, por qué mentiras, Antonida Porfírievna! exclamó
Boba, disgustado por la duda de la esposa del escritor, y siguió
murmurando: ¡Les digo que no les cogen las balas!... Y ahora el
incendio..., ellos por el aire..., ¡por el aire! Boba cuchicheaba sin
sospechar que los protagonistas de su historia estaban sentados a
su lado, regocijándose con su cuchicheo.
Aunque pronto el regocijo se terminó. Salieron a la terraza
de la puerta interior del restaurante tres hombres con las cinturas
muy ceñidas por cinturones de cuero, con polainas y pistolas
en mano. El primero gritó con voz sonora y terrible:
¡Quietos! y los tres abrieron fuego, disparando sobre
las cabezas de Koróviev y Popota. Estos dos se disiparon inmediatamente
y en el hornillo explotó un fuego que fue a dar
directamente en el toldo. El fuego, saliendo de allí, subió hasta
el mismo tejado de la casa de Griboyédov. Las carpetas con
papeles, que estaban en la ventana del segundo piso, ardieron en
seguida, luego se prendió la cortina, y el fuego, haciendo ruido,
455
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
como si alguien estuviera soplando para que creciera, entró en
la casa de la tía de Griboyédov.
Por los caminos asfaltados que llevaban a la reja de hierro
fundido del jardín, la misma por la que entrara Ivánushka el
miércoles por la noche como primer mensajero incomprendido
de la desgracia, unos segundos después corrían escritores que
habían dejado su comida a medias, Sofía Pávlovna, Petrakova y
Petrakov.
Archibaldo Archibáldovich, que había salido a tiempo
por la puerta lateral, sin correr y sin muestras de impaciencia,
como un capitán que es el último en abandonar su bergantín
en llamas, estaba de pie, muy tranquilo, vestido con su abrigo
de entretiempo forrado de seda y con dos lomos de esturión
bajo el brazo.
457
29
El destino del maestro y Margarita está resuelto
Se ponía el sol. En la terraza de piedra de uno de los edificios
más bonitos de Moscú, construido hace unos ciento cincuenta
años, en lo alto, dominando toda la ciudad, estaban
Voland y Asaselo. No se veían desde la calle, porque permanecían
ocultos a las miradas innecesarias por unos jarrones de
yeso con flores, también de yeso. Pero ellos veían la ciudad casi
hasta sus límites.
Voland se sentaba en un taburete plegable, iba vestido con
su hábito negro. Su espada, ancha y larga, estaba clavada verticalmente
entre dos losas de la terraza, haciendo de reloj de sol.
La sombra de la espada se alargaba lenta pero firme, acercándose
a los zapatos negros de Satanás. Con su barbilla azulada
apoyada en el puño, encorvado en el taburete, sentado sobre su
pierna, Voland miraba, sin desviar la vista del enorme conjunto
de palacios, edificios gigantescos y pequeñas casuchas destinadas
al derribo.
Asaselo había abandonado su atuendo moderno: chaqueta,
sombrero hongo, zapatos de charol y, como Voland,
vestía de negro; estaba inmóvil junto a su señor y al igual que él,
no apartaba la vista de la ciudad.
Voland habló:
Qué ciudad más interesante, ¿verdad?
Asaselo se movió y contestó con respeto:
Messere, me gusta más Roma.
458
Bueno, eso es cuestión de gustos dijo Voland.
Al poco rato se oyó de nuevo su voz:
¿Y ese fuego en el bulevar?
Está ardiendo Griboyédov contestó Asaselo.
Es de suponer que la pareja inseparable de Koróviev y
Popota haya estado allí.
No cabe la menor duda, messere.
De nuevo reinó el silencio y los dos que estaban en la
terraza vieron cómo en las ventanas que daban al occidente, en
los pisos altos de las casas, se encendía un sol cegador. El ojo de
Voland despedía el mismo fuego que aquellas ventanas, aunque
él estuviera de espaldas al poniente.
De pronto algo llamó la atención de Voland en la torre
redonda del tejado, a sus espaldas. Un hombre de barba negra,
sombrío, vestido con túnica y sandalias hechas por él, harapiento
y manchado de arcilla, surgió de la pared.
¡Vaya! exclamó Voland mirándole con cierta burla.
¡Lo que menos me esperaba es verte aquí! ¿Qué te trae, huésped
inesperado?
He venido a verte, espíritu del mal y dueño de las sombras
contestó el recién llegado, mirando a Voland de reojo, con
aire hostil.
Si has venido a verme, ¿por qué entonces no me saludas,
exrecaudador de contribuciones? dijo Voland con severidad.
Porque no quiero que sigas con salud contestó insolente
el recién llegado.
Pues tendrás que conformarte con ello repuso Voland
y una sonrisa desfiguró su boca, casi no has tenido tiempo de
aparecer en el tejado y ya has dicho una necedad, y te diré en
qué consiste: en tu tono. Has pronunciado las palabras como si
no reconocieras la existencia del mal y de las sombras. Por qué
no eres un poco amable y te detienes a pensar en lo siguiente:
¿qué haría tu bien si no existiera el mal y qué aspecto tendría la
tierra si desaparecieran las sombras? Los hombres y los objetos
459
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
producen sombras. Esta es la sombra de mi espada. También
hay sombras de árboles y seres vivos. ¿No querrás raspar toda
la tierra, arrancar los árboles y todo lo vivo para gozar de la luz
desnuda? Eres un necio.
No quiero discutir contigo, viejo sofista respondió Leví
Mateo.
Es que no puedes discutir conmigo por la razón que ya
he mencionado: eres necio dijo Voland, y preguntó: Bueno,
dime rápido, no me canses, ¿para qué has venido?
Él me ha mandado.
¿Y qué recado traes, esclavo?
No soy esclavo contestó Leví Mateo, cada vez más
enfurecido, soy su discípulo.
Como siempre, hablamos en idiomas distintos respondió
Voland, pero las cosas de que hablamos no cambian
por eso. ¿Bueno?
Ha leído la obra del maestro habló Leví Mateo, pide
que te lleves al maestro y le des la paz. ¿Te cuesta trabajo hacerlo,
espíritu del mal?
A mí no me cuesta trabajo hacer nada contestó Voland
y tú lo sabes muy bien permaneció callado y luego añadió: ¿Y
por qué no lo llevan ustedes al mundo?
No se merece el mundo, se merece la tranquilidad dijo
Leví con voz triste.
Puedes decir que todo será hecho contestó Voland, se le
encendió el ojo y añadió: y déjame inmediatamente.
Pide que también se lleven a la que le quería y sufrió tanto
por él Leví por primera vez habló a Voland con voz suplicante.
Si no fuera por ti nunca se nos hubiera ocurrido. Vete.
Leví Mateo desapareció; Voland llamó a Asaselo, diciéndole:
Vete a verlos y arréglalo todo.
Asaselo abandonó la terraza y Voland se quedó solo.
Pero su soledad no duró mucho rato. En las losas de la
terraza se oyeron ruidos de pasos y voces animadas y ante los
460
ojos de Voland aparecieron Koróviev y Popota. El regordete
ya no tenía su hornillo, iba cargado de otros objetos. Llevaba
bajo el brazo un pequeño paisaje en marco dorado, le colgaba
una bata de cocinero medio quemada, y en la otra mano llevaba
un salmón entero con piel y cola. Los dos despedían olor
a quemado, el morro de Popota estaba sucio de hollín y la gorra
estaba muy chamuscada.
¡Saludos, messere! gritó la pareja incansable y Popota
agitó el salmón.
¡Qué pinta! dijo Voland.
¡Figúrese, messere! gritó Popota excitado y contento,
¡me han tomado por un ladrón!
A juzgar por los objetos que traes contestó Voland
mirando el cuadro eso es lo que eres.
Querrá creer, messere... empezó Popota con voz
zalamera.
No, no te creo le cortó Voland.
Messere, le juro que a base de heroicos esfuerzos he
intentado salvar todo lo que me fuera posible y esto es lo único
que pude conseguir.
Prefiero que me digas, ¿por qué se incendió Griboyédov?
preguntó Voland.
Los dos, Koróviev y Popota, separaron los brazos, levantaron
los ojos al cielo y Popota exclamó:
¡No lo llego a entender! Estábamos tan tranquilos, en
silencio, tomando unas cosas...
Y de pronto ¡pum!, ¡pum! intervino Koróviev. ¡Que
empiezan a disparar! Locos de miedo, Popota y yo corrimos al
bulevar y los perseguidores detrás; y nosotros hacia el monumento
a Timiriásev.
Pero el sentido del deber entró Popota venció nuestro
miedo vergonzoso y volvimos.
Ah, ¿volvieron? dijo Voland. Claro, entonces es cuando
el edificio quedó reducido a cenizas.
461
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
¡A cenizas! afirmó Koróviev con amargura, literalmente
a cenizas, messere, según su justa expresión. ¡No quedaron
más que cenizas!
Yo me dirigí contaba Popota a la sala de reuniones,
la de las columnas, messere, esperando sacar algo valioso. Ah,
messere, mi mujer, si la tuviera, ¡habría estado veinte veces a
dos pasos de ser viuda! Pero, felizmente, messere, estoy soltero y
le diré con franqueza que soy feliz así. ¡Oh!, messere, ¿acaso se
puede cambiar la libertad de soltero por un yugo oneroso?
¡Ya estamos diciendo tonterías! indicó Voland.
Le oigo y prosigo contestó el gato, pues sí, aquí está
el paisajito. No fue posible sacar otra cosa de la sala, porque
el fuego me quemaba la cara. Corrí a la despensa, salvé un
salmón. Corrí a la cocina, salvé una bata. Considero, messere,
que he hecho todo lo que he podido y no comprendo la razón de
la expresión escéptica de su cara.
¿Y qué hacía Koróviev mientras tú estabas robando?
preguntó Voland.
Estuve ayudando a los bomberos, messere respondió
Koróviev señalándose los pantalones rotos.
Si eso es verdad, estoy seguro que habrá que construir
un edificio nuevo.
Será construido, messere contestó Koróviev, me atrevo
a asegurárselo.
Bueno, lo único que queda es desear que sea mejor que el
anterior dijo Voland.
Así será, messere afirmó Koróviev.
Puede creerme añadió el gato, soy un verdadero profeta.
A pesar de todo, hemos llegado comunicó Koróviev y
estamos esperando sus órdenes.
Voland se levantó del taburete, se acercó a la balaustrada y
se quedó largo rato inmóvil, sin decir una palabra, de espaldas a
su séquito, mirando a la ciudad. Luego se apartó del borde de la
terraza, se sentó en el taburete y dijo:
462
No habrá órdenes, han hecho todo lo posible y ya no necesito
sus servicios. Pueden descansar. Ahora va a llegar la tormenta
y emprenderemos el camino.
Muy bien, messere contestaron los dos payasos y desaparecieron
detrás de una torre redonda que estaba en el centro
de la terraza.
La tormenta, de la que hablaba Voland, se estaba formando
en el horizonte. Una nube negra se levantó en el oeste y
cortó medio sol. Luego lo cubrió por completo. En la terraza se
notó fresco. Al poco rato todo estaba a oscuras.
Esta oscuridad llegada del oeste cubrió la enorme ciudad.
Desaparecieron los puentes, los palacios. Desapareció todo,
como si nunca hubiera existido. Un hilo de fuego atravesó el
cielo. Luego un golpe sacudió la ciudad. Se repitió y empezó la
tormenta. En las tinieblas ya no se veía a Voland.
463
30
¡Ha llegado la hora!
¿Sabes? decía Margarita, ayer, mientras tú dormías, estuve
leyendo lo de la oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo..., y esos
ídolos, ¡oh!, ¡esos ídolos de oro! No sé por qué no me dejan en paz.
Me parece que va a llover. ¿No notas que está refrescando?
Todo esto me gusta mucho, es muy bonito contestaba
el maestro fumando y rompiendo las volutas de humo con la
mano, y los ídolos, eso no tiene importancia... pero qué pasará
después, ¡eso sí que no lo veo claro!
Esta conversación tenía lugar al mismo tiempo que en
la terraza donde estaba Voland aparecía Leví Mateo. La ventana
del sótano estaba abierta, y si alguien se hubiera asomado
al pasar, se habría sorprendido seguramente por el aspecto
tan extraño que ofrecía la pareja. Margarita llevaba una capa
negra sobre su cuerpo desnudo y el maestro la ropa del sanatorio.
Margarita no tenía absolutamente nada que ponerse
porque todas sus cosas habían quedado en el palacete, y aunque
estaba muy cerca, no quería ni pensar en ir a buscarlas. Y el
maestro, que tenía todos sus trajes en el armario, como si nunca
se hubiera ausentado, sencillamente no tenía ganas de vestirse
y estaba hablando con Margarita, diciéndole que en cualquier
momento iba a empezar algo extraño y absurdo. Por primera
vez desde aquel otoño estaba afeitado; en el sanatorio le recortaban
la barbita con una maquinilla.
464
La habitación también tenía un aspecto extraño y era difícil
entender algo en medio de aquel caos. Los manuscritos estaban
sobre la alfombra y en el sofá. En el sillón había un libro abierto.
La mesa redonda estaba puesta para la comida y entre los platos
había varias botellas. De dónde habían salido aquellos comestibles
y bebidas, era algo que no sabían ni Margarita ni el maestro.
Al despertarse se encontraron con todo en la mesa.
Durmieron hasta el atardecer del sábado y los dos se sentían
completamente repuestos, lo único que les recordaba
las aventuras del día anterior era un ligero dolor en la sien
izquierda. En lo psíquico, habían cambiado considerablemente.
Cualquiera que escuchara la conversación en el piso del sótano
lo hubiera notado. Pero no había nadie que pudiera escucharles.
La ventaja de aquel patio era que siempre estaba desierto. Los
tilos y el salguero, que cada día se ponían más verdes, despedían
un olor primaveral que el vientecillo traía por la ventana.
¡Diablos! exclamó el maestro de pronto. Cuando
me pongo a pensarlo... Apagó el cigarrillo en el cenicero y se
apretó la cabeza con las manos. Escucha tú que eres una persona
inteligente y no has estado loca..., dime, ¿estás segura de
que ayer estuvimos con Satanás?
Estoy completamente segura contestó Margarita.
Claro, claro dijo el maestro irónicamente, ahora
tenemos en vez de un loco, dos: el marido y la mujer alzó los
brazos hacia el cielo y gritó: ¡El Diablo sabe qué es todo esto, el
Diablo, el Diablo!
Como toda contestación, Margarita se derrumbó en el sofá,
se echó a reír, moviendo sus pies descalzos y luego exclamó:
¡Ay, no puedo! ¡Ay, que no puedo!... ¡mira la pinta que
tienes!
El maestro azorado contemplaba sus calzoncillos del sanatorio.
Margarita se puso seria.
Sin querer acabas de decir la verdad dijo ella, ¡el
Diablo sabe qué es esto y el Diablo, créeme, lo arreglará todo!
465
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Se le encendieron los ojos, se levantó de un salto y se puso a
bailar exclamando: ¡Qué feliz me siento, qué feliz, qué feliz
por haber hecho un trato con el Diablo! ¡Oh!, ¡el Diablo, el
Diablo! ¡Amor mío, no tendrás más remedio que vivir con
una bruja! Corrió hacia el maestro, le besó en los labios, en
la nariz y en las mejillas. Los mechones negros despeinados
saltaban en la cabeza del maestro; los carrillos y la frente le
ardían bajo los besos.
Realmente, pareces una bruja.
No lo niego contestó Margarita, soy bruja y me
alegro mucho de ello.
De acuerdo decía el maestro, si eres bruja, pues muy
bien, es bonito y elegante. Entonces a mí, me han raptado de
la clínica..., ¡tampoco está mal! Me han traído aquí, vamos a
admitirlo. Hasta podemos suponer que nadie notará nuestra
ausencia... Pero, dime, por lo que más quieras, ¿cómo y de qué
vamos a vivir?, ¡lo digo pensando en ti, créeme!
En ese momento, en la ventana aparecieron unos zapatos
de puntera chata y la parte baja de unos pantalones a rayas.
Luego los pantalones se doblaron por la rodilla y un pesado trasero
ocultó la luz del día.
Aloísio, ¿estás en casa? preguntó alguien desde fuera,
por encima de los pantalones.
Ves, ya empiezan dijo el maestro.
¿Aloísio? preguntó Margarita, acercándose a la ventana,
le detuvieron ayer. ¿Quién pregunta por él?, ¿quién es
usted?
Nada más decirlo, las rodillas y el trasero desaparecieron de
la ventana. Se oyó el golpe de la verja y todo volvió a la normalidad.
Margarita se dejó caer en el sofá, riendo hasta saltársele
las lágrimas. Cuando se calmó, su cara cambió completamente.
Empezó a hablar, muy seria, y al hacerlo, se deslizó del sofá y se
arrastró hasta las rodillas del maestro y, mirándole a los ojos, se
puso a acariciarle el pelo.
466
¡Cuánto has sufrido, cuánto has sufrido, pobrecito mío!
Yo sola lo sé. Mira, ¡tienes hilos blancos en el pelo y una arruga
eterna junto a la boca! No pienses en nada, amor mío! Ya has
tenido que pensar demasiado, ahora lo haré yo por ti. ¡Te aseguro
que todo irá bien, maravillosamente bien!
No tengo miedo de nada, Margot contestó el maestro
y levantó la cabeza. A Margarita le pareció que estaba igual
que cuando escribía aquello que no vio nunca, pero que estaba
seguro que había existido, y no tengo miedo porque ya he
pasado por todo. Me han asustado tanto que ya no me pueden
asustar con nada. Pero me da pena de ti, Margarita, esto es, por
eso lo repito tanto. ¡Despiértate!, ¿por qué vas a destruir tu vida
junto a un enfermo sin dinero? ¡Vuelve a tu casa! Me das pena y
por eso te lo digo.
¡Ah! Tú, tú... susurraba Margarita, moviendo su cabeza
despeinada; ¡pobre de ti, desconfiado!... Por ti estuve temblando
desnuda la noche pasada, por ti he perdido mi naturaleza y la he
cambiado por otra nueva; y varios meses he estado en un cuarto
oscuro, pensando tan solo en la tormenta sobre Jershalaím, me
he quedado sin ojos de tanto llorar, y ahora cuando nos ha caído
la felicidad, ¡tú me echas! ¡Muy bien, me iré; me voy a ir, pero
quiero que sepas que eres un hombre cruel. ¡Te han dejado sin
alma!
El corazón del maestro se llenó de amarga ternura, y, sin
saber por qué, se echó a llorar escondiendo la cara en el pelo
de Margarita. Ella lloraba y seguía hablando y sus dedos acariciaban
las sienes del maestro.
Estos hilos... Delante de mis ojos esta cabeza se está
cubriendo de nieve... ¡Mi cabeza, que tanto ha sufrido! ¡Mira
qué ojos tienes!, ¡llenos de desierto...; y tus hombros, teniendo
que soportar ese peso..., te han desfigurado, desfigurado!...
Las palabras de Margarita se hacían incoherentes, se estremecía
del llanto.
467
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
El maestro se enjugó los ojos, levantó a Margarita de las
rodillas, se incorporó él también y dijo con firmeza:
¡Basta! Me has hecho avergonzarme. Nunca me permitiré
la cobardía, ni volveré a hablar de esto, puedes estar segura.
Sé que los dos somos víctimas de una enfermedad mental, a lo
mejor te la he transmitido yo... Muy bien, la llevaremos los dos.
Margarita acercó los labios al oído del maestro y susurró:
¡Te juro por tu vida, te juro por el hijo del astrólogo, tan
bien logrado por tu intuición, que todo irá bien!
Bueno, bueno contestó el maestro, y añadió, echándose
a reír: Claro, cuando a uno le han robado todo, como a nosotros,
¡trata de buscar salvación en una fuerza extraterrestre!
Muy bien, estoy dispuesto a buscarla en eso.
Así, así me gusta; eres el de antes, te ríes contestaba
Margarita; vete al diablo con tus frases complicadas.
Extraterrestre o no, ¿qué importa? ¡Tengo hambre! y llevó al
maestro de la mano hacia la mesa.
No estoy seguro de que esta comida no se hunda o no
salga volando por la ventana decía él, sosegado.
Ya verás como no vuela. En ese mismo instante en la
ventana se oyó una voz nasal:
La paz esté con vosotros.
El maestro se estremeció, y Margarita, acostumbrada ya a
todo lo extraordinario, exclamó:
¡Si es Asaselo! ¡Ay! ¡Qué estupendo! y corrió hacia la
puerta, susurrando al maestro:
¡Ya ves, no nos dejan!
Por lo menos, ciérrate la capa gritó el maestro.
Si es igual... contestó Margarita desde el pasillo.
Asaselo ya estaba haciendo reverencias. Saludaba al
maestro, le brillaba su ojo extraño. Margarita decía:
¡Qué alegría! ¡En mi vida he tenido una alegría tan
grande! Perdone que esté desnuda, Asaselo, por favor.
468
Asaselo le dijo que no se preocupara y aseguró que había
visto no solo a mujeres desnudas, sino que incluso las había visto
sin piel. Dejó en un rincón, junto a la chimenea, un paquete
envuelto en una tela de brocado oscuro y se sentó a la mesa.
Margarita sirvió coñac a Asaselo y él lo tomó con gusto.
El maestro, sin quitarle ojo, se daba pellizcos en la mano por
debajo de la mesa. Pero los pellizcos no ayudaban. Asaselo no
se disipaba en el aire y, a decir verdad, no había ninguna necesidad
de que lo hiciera. No había nada tremendo en el pequeño
hombre pelirrojo aparte del ojo con la nube, pero eso puede
ocurrir sin magia alguna, y también su ropa era algo extraña:
una capa o una sotana; pero esto, pensándolo bien, se encuentra
a veces. El coñac lo tomaba como es debido, apurando la copa
hasta el final y sin comer nada. Este coñac le produjo al maestro
un zumbido en la cabeza y se puso a pensar:
No, Margarita tiene razón... Claro que este es un mensajero
del Diablo. Si yo mismo estuve anteanoche convenciendo
a Iván que él se había encontrado en Los Estanques al mismo
Satanás..., ahora me asusto de esta idea y empiezo a hablar de
hipnotizadores y alucinaciones... ¡Qué hipnosis, ni qué nada!.
Se fijó en Asaselo y se convenció de que en sus ojos había
algo forzado, como una idea sin expresar. No es una simple
visita, seguro que trae algún recado, pensaba el maestro.
No se equivocaba en su sospecha. Asaselo, después de beberse
la tercera copa de coñac, que no le hacía ningún efecto, dijo:
¡Demonios, qué sótano más acogedor! Pero yo me pregunto:
¿qué se puede hacer en este sótano?
Lo mismo digo yo dijo el maestro riéndose.
¿Qué pasa, Asaselo? Me siento intranquila preguntó
Margarita.
¡Por favor! exclamó Asaselo. No pensaba inquietarla
lo más mínimo. ¡Ah, sí!, por poco se me olvida... Messere les
manda recuerdos y me ha pedido que le invite de su parte a dar
469
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
un pequeño paseo, si desea usted venir, naturalmente... ¿Qué
me dice?
Margarita le dio una patada al maestro por debajo de
la mesa.
Con mucho gusto dijo el maestro, examinando a
Asaselo. Este siguió hablando:
Esperamos que Margarita Nikoláyevna nos acompañe.
¡Pues cómo no! dijo Margarita, y su pie pasó de nuevo
por el del maestro.
¡Qué fantástico! exclamó Asaselo. ¡Así me gusta! ¡A
la primera! ¡No como en el Jardín Alexándrovski!
¡Por favor, Asaselo, no me lo recuerde! Era tan tonta...
Aunque me parece que no se me debe juzgar con mucha severidad:
¡una no se encuentra todos los días con el Diablo!
Claro afirmó Asaselo, si fuera todos los días, ¡qué
agradable!
A mí también me gusta la velocidad decía Margarita
excitada, me gustan la velocidad y la desnudez... Como el
disparo de una Mauser, ¡si supieras cómo dispara! exclamó
Margarita volviéndose hacia el maestro. Una carta debajo de
la almohada y atraviesa cualquier figura... el coñac empezaba
a subírsele a la cabeza y le ardían los ojos.
¡Ay, me había olvidado de otra cosa! gritó Asaselo,
dándose una palmada en la frente. ¡Con tantas cosas que
tengo que hacer! Messere les manda un regalo se dirigió al
maestro: una botella de vino. Y por cierto, es el mismo vino
que bebió el procurador de Judea: vino de Falerno.
Como era de esperar, esto tan exótico llamó la atención
del maestro y Margarita. Asaselo sacó de un fúnebre brocado
un jarrón cubierto de moho. Olieron el vino, llenaron las copas,
miraron a través la luz de la ventana, que empezaba a oscurecerse
antes de la tormenta.
¡A la salud de Voland! exclamó Margarita, levantando
su copa.
470
Los tres acercaron los labios a la copa y tomaron un trago.
En el mismo instante el cielo que anunciaba la tormenta empezó
a oscurecerse en los ojos del maestro y comprendió que era el
fin. Llegó a ver cómo Margarita, con una palidez de muerta,
extendía los brazos hacia él con gesto indefenso, su cabeza dio
contra la mesa y empezó a deslizarse al suelo. El maestro tuvo
tiempo de gritar:
¡La has envenenado! agarró un cuchillo, pero su mano
sin fuerzas resbaló del mantel; todo lo que le rodeaba se tiñó de
negro y desapareció. Se cayó de espaldas, y al caerse se abrió la
sien con la tabla del escritorio.
Cuando los envenenados yacían inmóviles, Asaselo empezó
a actuar. Primero saltó por la ventana y en un segundo se encontró
en el palacete de Margarita Nikoláyevna. Asaselo, siempre preciso
y cumplidor, quería comprobar si todo había salido bien. Todo
estaba en orden. Asaselo vio cómo una mujer con aire sombrío,
que estaba esperando la vuelta de su marido, salió de su dormitorio.
De pronto palideció, y llevándose la mano al pecho, gritó
desolada:
Natasha... Alguien que me ayude...
Y cayó en el suelo del salón sin llegar al despacho.
Muy bien dijo Asaselo. Un segundo después volvía junto
a los dos amantes derribados. Margarita estaba con la cara escondida
en la alfombra. Con sus manos de hierro, Asaselo la volvió
hacia sí como a una muñeca y la miró fijamente. Ante sus ojos se
transformaba la cara de la envenenada. A la luz del crepúsculo de
la tormenta se veía cómo habían desaparecido su estrabismo pasajero
de bruja y la dureza y crueldad de los rasgos. Su rostro se hizo
suave y dulce, desapareció el gesto fiero, y Margarita adquirió
una expresión femenina de sufrimiento. Entonces Asaselo le abrió
la boca y le echó varias gotas del mismo vino con el que la había
envenenado. Margarita suspiró, empezó a incorporarse sin la
ayuda de Asaselo, se sonrió y preguntó con voz débil:
¿Pero, por qué, Asaselo? ¿Qué ha hecho conmigo?
471
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Vio al maestro echado en el suelo, se estremeció y murmuró:
Nunca lo hubiera esperado... ¡Asesino!
Pero no, no contestó Asaselo, ahora se levanta. ¡Por
qué será usted tan nerviosa!
Tan convincente era la voz del demonio pelirrojo, que
Margarita le creyó en seguida. Se incorporó de un salto, llena de
vitalidad, y ayudó a darle vino al maestro, que al abrir los ojos,
con una mirada sombría, repitió con odio:
¡La has envenenado!
¡Ah!, el insulto siempre es el agradecimiento por una obra
buena contestó Asaselo. ¿Está usted ciego? ¡Recobre la vista!
Entonces el maestro se levantó, miró alrededor con ojos
vivos y claros y preguntó:
¿Y qué significa esto?
Esto significa respondió Asaselo que ya es la hora.
¿Oye los truenos? Está oscureciendo. Los caballos rascan la
tierra, tiembla el pequeño jardín. Despídanse de prisa.
¡Ah!, ya comprendo dijo el maestro, usted nos ha
matado y estamos muertos. Ahora comprendo todo.
Por favor contestó Asaselo, ¿es usted el que habla?
Su amiga le llama maestro; si usted piensa, ¿cómo puede estar
muerto? ¿Es que para sentirse vivo hay que estar en el sótano,
vestido con la camisa y los calzoncillos del sanatorio? ¡Me hace
gracia!
Comprendo lo que dice exclamó el maestro, ¡no siga
más!, ¡tiene toda la razón!
¡El gran Voland! se unió a él Margarita. ¡El gran
Voland! ¡Lo ha inventado mucho mejor que yo! Pero la novela,
la novela gritaba al maestro. ¡Llévatela adonde vayas!
No hace falta contestó el maestro, me la sé de memoria.
Pero ¿no se te olvidará ni una palabra? preguntaba
Margarita, abrazando al maestro y limpiando la sangre de su
frente.
No te preocupes. Ahora nunca me podré olvidar de nada.
472
Entonces, ¡fuego! exclamó Asaselo. El fuego con el
que empezó todo y con el que vamos a concluir.
¡Fuego! gritó Margarita con voz terrible.
La ventana dio un golpe y el viento tiró la cortina hacia un
lado. Se oyó un trueno corto y alegre. Asaselo metió su mano
con garras en la chimenea, sacó un carboncillo humeante y
encendió el mantel. Luego hizo lo mismo con un montón de
periódicos que estaban encima del sofá, los manuscritos y la
cortina.
El maestro, ya embriagado por la cabalgata que le esperaba,
cogió de la estantería un libro y lo arrojó al mantel en
llamas y el libro se prendió.
¡Que arda la vida pasada!
¡Que arda el sufrimiento! gritaba Margarita.
La habitación se movía entre las llamaradas y, envueltos en
humo, los tres salieron corriendo por la puerta, subieron por la
escalera de piedra y se encontraron en el patio. Lo primero que
vieron fue la cocinera del dueño de la casa, sentada en el suelo.
Junto a ella había unas papas desparramadas y varias botellas.
El estado de la cocinera se comprendía perfectamente. Tres
caballos negros relinchaban junto a una caseta y se estremecían,
levantando tierra. Margarita montó la primera, luego Asaselo y
el maestro el último. La cocinera gimió, levantó la mano para
hacer el signo de la cruz, pero Asaselo le gritó desde el caballo
con voz fiera:
¡Que te corto el brazo! silbó, y los caballos, rompiendo
las ramas de los tilos, salieron volando y se elevaron en una nube
negra. Entonces empezó a salir humo de la ventana del sótano.
Se oyó el grito débil y lastimoso de la cocinera.
¡Fuego!...
Los caballos ya volaban por encima de los tejados de
Moscú.
Quiero despedirme de la ciudad gritó el maestro a
Asaselo, que iba por delante. Un trueno se comió las palabras
473
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
últimas del maestro. Asaselo asintió con la cabeza y fue a paso
de galope. Al encuentro del jinete se precipitaba una nube que
todavía no había empezado a gotear.
Volaban por encima del bulevar, veían las figuras de la
gente que corría para ocultarse de la lluvia. Caían las primeras
gotas. Pasaron encima de una humareda era todo lo
que quedaba de la casa de Griboyédov. La ciudad quedó atrás
sumida en la oscuridad. Se encendían los relámpagos. El verde
del campo sustituyó los tejados. Entonces empezó a llover; los
jinetes se convirtieron en tres enormes burbujas en el agua.
Margarita ya conocía la sensación del vuelo, pero el
maestro se sorprendió de la rapidez con que llegaron a su
objetivo, al lugar donde se encontraba aquel del que quería
despedirse, porque no tenía a nadie más a quien decir adiós.
Reconoció en seguida, a través del velo de la lluvia, el edificio
del sanatorio de Stravinski, el río y el pinar en la otra orilla.
Bajaron en el claro de un bosquecillo cerca del sanatorio.
Les espero aquí gritó Asaselo, poniendo las manos en
forma de altavoz, iluminado por los relámpagos y desapareciendo
en la penumbra gris. Despídanse, ¡pero rápido!
El maestro y Margarita bajaron de los caballos y volaron
a través del jardín del sanatorio como dos sombras de agua. Al
instante el maestro descorría con familiaridad la reja de la habitación
número 117. Margarita le seguía. Entraron en el cuarto
de Ivánushka, invisibles e inadvertidos en medio del ruido y el
aullido de la tormenta. El maestro se acercó a la cama.
Ivánushka estaba inmóvil observando la tormenta, como
lo hiciera el primer día de su estancia en la casa de reposo.
Esta vez no lloraba. Cuando descubrió la silueta oscura
que se había introducido por el balcón, se incorporó, extendió
los brazos y exclamó, contento:
¡Ah!, ¡es usted! ¡Le esperaba, le esperaba hace mucho!
¡Por fin está aquí, vecino mío! El maestro respondió:
474
Estoy aquí, pero desgraciadamente no puedo seguir
siendo vecino suyo.
Lo sabía, ya me lo había imaginado contestó Iván en
voz baja, y luego preguntó: ¿Se lo ha encontrado?
Sí dijo el maestro, he venido a despedirme, porque
usted es el único con el que he hablado últimamente.
A Ivánushka se le iluminó la cara, y dijo:
Qué alegría que haya venido hasta aquí. Cumpliré mi
palabra, ya no pienso escribir más versos. Ahora me interesa
otra cosa Ivánushka sonrió y miró con ojos enloquecidos más
allá del maestro, quiero escribir otra cosa.
El maestro se emocionó al oír estas palabras y se sentó al
borde de la cama de Iván.
Eso me parece muy bien. Usted escribirá la continuación.
Los ojos de Ivánushka se encendieron:
Pero cómo, ¿no lo va a hacer usted mismo? Agachó la
cabeza pensativo. ¡Ah!, sí, ¡qué preguntas hago! Ivánushka
miraba al suelo asustado.
Sí dijo el maestro, y su voz le pareció a Iván sorda y desconocida.
No escribiré más sobre él. Me dedicaré a otras cosas.
Un silbido lejano cortó el ruido de la tormenta.
¿Ha oído? preguntó el maestro.
Es la tormenta...
No; me están llamando, ya es hora explicó el maestro,
levantándose de la cama.
¡Espere un poco! ¡Solo una palabra! pidió Iván. ¿La
encontró? ¿Le ha sido fiel?
Aquí está contestó el maestro señalando a la pared. De
la blanca pared se separó la figura oscura de Margarita, que se
acercó a la cama. Miró con lástima al joven acostado.
Pobre, pobre... susurraba sin voz, inclinándose sobre
la cama.
Qué guapa dijo Iván sin envidia, pero tristemente, con
una especie de ternura infantil. Mira, qué bien les ha salido
475
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
todo. Pero lo mío ha sido distinto se quedó pensando y añadió:
A lo mejor, así tiene que ser...
Sí, sí susurró Margarita, y se inclinó sobre la cama. Le
voy a dar un beso y ya verá cómo todo se resuelve... Créame, ya
lo he visto todo, lo sé...
El joven rodeó con sus brazos el cuello de la mujer y ella le
dio un beso.
Adiós, discípulo apenas se oyó la voz del maestro y empezó
a desvanecerse en el aire. Desapareció junto con Margarita. La reja
del balcón se cerró.
Ivánushka sintió un gran desasosiego. Se incorporó en la
cama, miró alrededor angustiado, gimió, se puso a hablar a
solas y terminó por levantarse. La tormenta era cada vez más
fuerte y, por lo visto, le había trastornado. También le inquietaba
el ruido de pasos y voces ensordecidas detrás de la puerta,
que podía distinguir porque sus oídos estaban ya acostumbrados
al silencio. Se estremeció y llamó nervioso:
¡Praskovia Fédorovna!
Ella entraba ya en la habitación mirándole con ojos preocupados
e interrogantes.
¿Qué? ¿Qué le sucede? preguntó. ¿Le altera la tormenta?
Tranquilícese, no es nada, ahora llamaré al médico y le ayudará...
No, Praskovia Fédorovna, no llame al médico dijo
Ivánushka, mirando a la pared y no a la mujerNo me pasa
nada especial. Ya me conozco, no se preocupe. Dígame, por
favor preguntó en tono cariñoso, ¿qué ocurre en el cuarto de
al lado, en el 118?
¿En la 118? repitió Praskovia Fédorovna, desviando
la mirada. Pues nada, no pasa nada pero su voz era falsa, e
Ivánushka lo notó en seguida.
¡Ay! ¡Praskovia Fédorovna! Usted siempre dice la verdad...
¿Tiene miedo de que me exalte? No, le prometo que no sucederá.
Dígame la verdad. Además, se oye todo a través de la pared.
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Acaba de fallecer su vecino susurró Praskovia Fédorovna,
sin poder evitar su franqueza bondadosa. Miraba asustada a
Ivánushka, iluminado por un relámpago. Pero Ivánushka no reaccionó
como ella esperaba. Levantó el dedo con ademán significativo
y dijo:
¡Ya lo sabía yo! Le aseguro, Praskovia Fédorovna, que
ahora ha muerto otra persona en la ciudad. Además, sé quién
es Ivánushka sonrió misterioso. ¡Una mujer!
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31
En los montes del Gorrión
La tormenta se disipó sin dejar rastro y un arco multicolor,
cruzando todo el cielo de la ciudad, bebía agua del río Moskva.
En lo alto de un monte, en medio de los bosques, se veían tres
siluetas oscuras: Voland, Koróviev y Popota, montando negros
corceles, contemplaban la ciudad a la otra orilla del río. El sol
quebrado se reflejaba en miles de ventanas y en las torres de
alajú del monasterio Dévichi.
Se oyó un ruido en el aire, y Asaselo, con el maestro y
Margarita, que volaban tras su capa negra llena de viento,
bajaron hacia el grupo de gente que les estaba esperando.
Tuvimos que molestarles dijo Voland después de una
pausa, dirigiéndose a Margarita y al maestro, espero que
no me lo reprochen. No creo que se arrepientan. Bien dijo al
maestro, despídanse de la ciudad. Ha llegado la hora Voland
indicó con su mano enguantada los soles innumerables que fundían
los cristales a la otra orilla, donde la niebla, el humo y el
vapor cubrían la ciudad, calentada durante el día.
El maestro saltó del caballo, abandonó a los demás y
corrió hacia el precipicio. Arrastraba por el suelo su capa negra.
Se quedó mirando la ciudad. Por un momento una gran tristeza
le oprimió el corazón, pero pronto empezó a sentir una dulce
ansiedad, una emoción de gitano nómada.
¡Para siempre!... Esto hay que comprenderlo susurró el
maestro, pasándose la lengua por sus labios resecos y partidos.
478
Prestó atención a todo lo que sucedía en su alma... Después de la
emoción sentía una profunda y encarnizada ofensa. Pero no fue
un sentimiento duradero; le sucedió una indiferencia orgullosa;
por último, experimentó un presentimiento de la paz eterna.
El grupo de jinetes esperaba al maestro en silencio.
Miraban la negra figura al borde del precipicio, que gesticulaba,
levantaba la cabeza como queriendo atravesar con la
vista toda la ciudad, ver más allá de sus límites, y luego apoyaba
la barbilla en el pecho, estudiando la hierba pisoteada y
mustia bajo sus pies.
El aburrido Popota interrumpió el silencio.
Permítame, maître, que silbe antes de emprender la
marcha.
Puedes asustar a la dama contestó Voland, y además
ya has hecho bastantes trastadas por hoy.
Ay, no, messere intervino Margarita, sentada en el
sillín como una amazona, con una mano en la cintura y arrastrando
la larga cola por el suelo. Permítale que silbe. Siento
una gran tristeza antes del viaje. ¿No le parece, messere, que es
lo más natural, incluso sabiendo que al final del camino está la
felicidad? Que nos haga reír, porque me temo que esto va a terminar
con lágrimas y no me gustaría que emprendiéramos así el
camino.
Voland le hizo una seña a Popota; este se animó mucho,
saltó del caballo, se metió los dedos en la boca, hinchó los carrillos
y silbó. Margarita sintió un terrible zumbido en los oídos.
Su caballo se encabritó, de los árboles empezaron a caer ramas
secas, toda una manada de urracas y gorriones echó a volar, un
remolino de polvo avanzó hacia el río y todos vieron que en un
barco que pasaba junto al muelle varios pasajeros perdieron sus
gorras, que cayeron al agua.
El maestro se estremeció; pero siguió de espaldas, gesticulando
aún más, levantando los brazos hacia el cielo, como
479
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
si estuviera amenazando a la ciudad. Popota miró alrededor,
orgulloso.
Has silbado, no lo niego dijo Koróviev en tono condescendiente,
has silbado. Pero, como soy imparcial, te diré que el
silbido te ha salido bastante regular.
Es que no soy chantre contestó Popota, inflado y
digno, e inesperadamente guiñó un ojo a Margarita.
Voy a intentar yo, para recordar los buenos tiempos
dijo Koróviev. Se frotó las manos y se sopló los dedos.
Oye, ten cuidado se oyó la voz severa de Voland desde
su caballo, sin causar destrozos.
Créame, messere respondió Koróviev, llevándose la
mano al pecho, es una broma, nada más que una broma... De
pronto se irguió como si fuera de goma, formó con los dedos de
la mano derecha una figura complicada, se enrolló como un tornillo
y, desenrollándose de golpe, pegó un silbido.
Margarita no lo oyó, pero sí lo notó al salir disparada unos
veinte metros con su caballo excitado. Un roble quedó arrancado
de raíz y la tierra se cubrió de grietas hasta el mismo río.
Un enorme trozo de orilla, con el muelle y un restaurante, cayó
al agua.
El agua del río hirvió, subió y precipitó a la orilla de
enfrente el barco con los pasajeros sanos y salvos. Un pájaro,
muerto por el silbido de Fagot, cayó a los pies del caballo relinchante
de Margarita.
El silbido asustó al maestro. Se echó las manos a la cabeza
y corrió hacia el grupo de gente que le esperaba.
¿Qué? preguntó Voland desde su caballo. ¿Se ha despedido?
Sí contestó el maestro ya calmado, dirigiéndole una
mirada recta y valiente.
Entonces rodó por las montañas una voz terrible de trompeta,
la voz de Voland:
480
¡Es la hora! le respondió el silbido agudo y la risa de
Popota.
Arrancaron los caballos, y los jinetes, subiendo por el aire,
emprendieron la marcha. Margarita sentía a su caballo rabioso
roer y tirar de la embocadura. La capa de Voland se alzó sobre
toda la cabalgata, cubriendo el cielo del atardecer. Cuando por
un instante el velo negro se apartó hacia un lado, Margarita
volvió la cabeza y pudo ver que no solo ya no había torres de
colores, sino que hacía mucho que había desaparecido también
la ciudad.
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32
El perdón y el amparo eterno
¡Dioses, dioses míos! ¡Qué triste es la tierra al atardecer!
¡Qué misteriosa la niebla sobre los pantanos! El que haya errado
mucho entre estas nieblas, el que haya volado por encima de
esta tierra, llevando un peso superior a sus fuerzas, lo sabe muy
bien. Lo sabe el cansado. Y sin ninguna pena abandona las nieblas
de la tierra, sus pantanos y ríos, y se entrega con el corazón
aliviado en manos de la muerte, sabiendo que solo ella puede
tranquilizarle.
Los mágicos caballos negros llevaban despacio a sus jinetes;
y la noche, inevitable, les iba alcanzando. Al sentirla a sus
espaldas, incluso el incansable Popota permanecía en silencio,
volaba serio y callado, con la cola erizada, agarrando la silla con
sus patas.
La noche cubría con su pañuelo negro los bosques y los
prados, la noche encendía luces tristes abajo, en la lejanía, pero
eran luces que ya no interesaban y no importaban al maestro y a
Margarita, eran luces ajenas. La noche adelantaba la cabalgata,
chorreaba desde arriba, vertiendo repentinamente unas manchas
blancas de estrellas en el cielo entristecido.
La noche se espesaba, volaba junto a ellos, les tiraba de las
capas, y arrancándolas de sus hombros, descubría los engaños.
Cuando Margarita, bañada por el viento fresco, abrió los ojos,
vio cómo cambiaba el aspecto de los que volaban hacia su fin. Y
cuando desde el bosque surgió a su encuentro una luna llena y
482
roja, todos los engaños desaparecieron, cayendo a los pantanos,
y las vestiduras pasajeras de sortilegio se hundieron en la niebla.
En el que volaba junto a Voland, a la derecha de Margarita,
sería difícil reconocer ahora a Koróviev-Fagot, el intérprete
impostor del consejero misterioso que nunca había necesitado
traducción. En lugar de aquel, que vestido con ropa destrozada
de circo había abandonado los montes bajo el nombre
de Koróviev-Fagot, cabalgaba, haciendo sonar las cadenas de
oro de las riendas, un caballero color violeta oscuro, con cara
lúgubre y taciturna. Con la barbilla hincada en el pecho, no
miraba la luna, no se fijaba en la tierra, pensaba en algo suyo,
avanzando junto a Voland.
¿Por qué ha cambiado tanto? preguntó Margarita a
Voland con una voz tan baja, que se confundía con el silbido del
viento.
Una vez este caballero gastó una broma poco feliz contestó
Voland volviendo hacia Margarita su rostro con el ojo
lleno de luz suave. Compuso un juego de palabras, hablando
de la luz y las tinieblas, que no era muy apropiado. Por eso tuvo
que seguir gastando bromas mucho más tiempo de lo que esperaba.
Pero esta noche se liquidan todas las cuentas. El caballero
ha pagado y saldado la suya.
La noche arrancó la bonita cola de Popota y los mechones
de su piel sembraban los pantanos. El gato que entretenía al
príncipe de las tinieblas resultó ser un adolescente delgado, un
demonio paje, el mejor bufón que nunca existiera en el mundo.
Ahora se había apaciguado y volaba en silencio, con su rostro
joven iluminado por la luz de la luna.
El último de la fila era Asaselo. Brillaba el acero de su armadura.
La luna también había transformado su cara. Desapareció
por completo el colmillo absurdo y espantoso, y los ojos torcidos
se volvieron iguales, vacíos y negros; la cara blanca y fría. Ahora
ofrecía su verdadero aspecto de demonio del desierto, demonio
asesino.
483
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Margarita no se veía a sí misma, pero pudo observar cómo
había cambiado el maestro. A la luz de la luna su cabello era
blanco, formando en la nuca una trenza que flotaba en el aire.
Cuando el viento levantaba la capa descubriendo las piernas
del maestro, Margarita veía cómo se encendían y apagaban las
estrellas de sus espuelas. Igual que el joven demonio, el maestro
volaba sin apartar la mirada de la luna, sonriéndole, como si
fuera algo conocido y querido, y murmuraba entre dientes,
según la costumbre que adquiriera en la habitación número 118.
El mismo Voland también había recobrado su aspecto verdadero.
Margarita no podría decir de qué estaban hechas las
riendas del caballo; pensaba que podrían ser cadenas de luna,
y el caballo, simplemente una masa de tinieblas; su crin, una
nube, y las espuelas del jinete, manchas blancas de estrellas.
Así volaron en silencio largo rato, hasta que empezó a
transformarse el paisaje bajo sus pies.
Los bosques tristes se hundieron en la oscuridad de la
tierra, tragándose las cuchillas opacas de los ríos. Abajo aparecieron
grandes piedras iluminadas, y entre ellas, huecos negros,
donde no penetraba la luz de la luna.
Voland detuvo el caballo en una cumbre pedregosa, plana
y triste, y los jinetes avanzaron a paso lento, escuchando cómo
las herraduras de los caballos aplastaban el sílice y las rocas.
La luna bañaba la planicie con luz fuerte y verdosa. Margarita
descubrió un sillón y la figura blanca de un hombre sentado.
El hombre parecía sordo o demasiado absorto en sus pensamientos.
No oía el temblor de la tierra bajo el peso de los caballos,
y los jinetes se le fueron acercando sin atraer su atención.
La luna ayudaba a Margarita, alumbrando mejor que
cualquier luz eléctrica, y la mujer pudo ver cómo aquel hombre
sentado extendía sus brazos y clavaba sus ojos ciegos en el disco
de la luna. Ahora Margarita veía que junto al pesado sillón de
piedra yacía un perro oscuro, enorme, con las orejas afiladas,
que miraba con inquietud a la luna igual que su dueño. A los
484
pies del hombre había un jarrón hecho pedazos y un charco rojo
oscuro, que nunca se secaba.
Los jinetes detuvieron los caballos.
Su novela ha sido leída habló Voland, volviéndose
hacia el maestro, y solamente han dicho que por desgracia
no está terminada. Yo quería enseñarle a su héroe. Lleva cerca
de dos mil años sentado en esta plazoleta, durmiendo, pero
cuando hay luna llena, como puede ver, sufre terribles insomnios.
También sufre su fiel guardián, el perro. Si es verdad que la
cobardía es el peor vicio, el perro no es culpable. Lo único que
temía este valiente perro era la tormenta. Pero el que ama, tiene
que compartir el destino de aquel a quien ama.
¿Qué dice? preguntó Margarita, y una sombra de compasión
cubrió su rostro tranquilo.
Dice siempre lo mismo respondió Voland. Dice que
ni siquiera con la luna descansa y que no le gusta su trabajo.
Eso dice siempre que no está dormido, y cuando duerme ve lo
mismo: un camino de luna por el que quiere irse para hablar con
el detenido Ga-Nozri, porque, según dice, no acabó de hablar
con él entonces, hace mucho tiempo, el día catorce del mes primaveral
Nisán. Pero nunca consigue salir a ese camino y nadie
se le acerca. Entonces, ¿qué puede hacer? Habla consigo mismo.
Bueno, naturalmente, a veces necesita alguna variante y muchas
veces añade a sus palabras sobre la luna que lo que más odia en
este mundo es su inmortalidad y su fama inaudita. Asegura que
cambiaría encantado su suerte por la del vagabundo harapiento
Leví Mateo.
Doce mil lunas por una, hace tanto tiempo, ¿no es
demasiado? preguntó Margarita.
¿Qué? ¿Se repite la historia de Frida? dijo Voland. No,
Margarita, esta vez no se moleste. Todo será como tiene que ser,
así está hecho el mundo.
¡Suéltelo! gritó de pronto Margarita con voz estridente,
como gritaba cuando era bruja. Una piedra se desprendió con el
485
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
grito y empezó a rodar por los resaltos, cubriendo las montañas
con un ruido estrepitoso. Pero Margarita no podría decir qué
había provocado aquel ruido: si la caída o la risa de Satanás.
Voland reía mostrando a Margarita:
No grite en las montañas, él está acostumbrado a los
desprendimientos y no le molestan. Usted no tiene que pedir por
él, Margarita, porque ya lo hizo aquel con el que tanto quiere
hablar entonces Voland se volvió al maestro: Bien, ¡ahora
puede terminar su novela con una frase!
El maestro parecía esperarlo, mientras estaba inmóvil
mirando al procurador. Puso las manos en forma de altavoz y
gritó; el eco saltó por las montañas desiertas y peladas:
¡Libre!, ¡libre! ¡Te está esperando!
Las montañas convirtieron la voz del maestro en truenos,
que las destruyeron. Los malditos muros de roca se derribaron.
Sobre el abismo negro, que se había tragado los muros, se iluminó
una ciudad inmensa donde unos ídolos dorados y relucientes
dominaban el frondoso jardín, crecido durante muchas
miles de lunas. El camino de luna, esperado por el procurador,
se extendió hacia el jardín, y el perro de orejas afiladas echó
a correr por el camino primero. El hombre de manto blanco
forrado de rojo sangre se levantó de su sillón y gritó algo con
voz ronca y cortada. No se podía comprender si lloraba o reía,
ni qué había dicho. Se le vio correr por el sendero de luna,
siguiendo a su fiel guardián.
¿Y yo?... ¿También lo sigo? preguntó el maestro intranquilo,
cogiendo las riendas.
No contestó Voland, ¿para qué seguir las huellas de lo
que ya ha acabado?
Entonces, ¿hacia allá? preguntó el maestro, volviéndose
atrás, donde había surgido la ciudad recién abandonada
con las torres de alajú del monasterio, con el sol hecho pedazos
en los cristales.
486
Tampoco respondió Voland, y su voz se espesó y flotó
por las rocas: ¡Romántico maestro! Aquel con el que tanto
ansía hablar, el héroe inventado por usted, ha leído su novela
Voland se volvió hacia Margarita: ¡Margarita Nikoláyevna!
No puedo dudar de que usted haya intentado conseguir para el
maestro el mejor futuro, pero le aseguro que lo que yo les quiero
ofrecer y lo que ha pedido para usted Joshuá ¡es mucho mejor!
Déjelos solos decía Voland, inclinándose hacia el maestro y
señalando al procurador, que se alejaba. No vamos a molestarles.
Puede que lleguen a un acuerdo Voland agitó la mano
en dirección de Jershalaím y la ciudad se apagó. Tampoco
allí Voland señaló hacia atrás. ¿Qué van a hacer en el
sótano? Se apagó el sol quebrado en los cristales. ¿Para
qué? seguía Voland con voz convincente y suave. ¡Oh, tres
veces romántico maestro! ¿No dirá que no le gustaría pasear
con su amada bajo los cerezos en flor y por las tardes escuchar
música de Schubert? ¿No le gustaría, como Fausto, estar
sobre una retorta con la esperanza de crear un nuevo homúnculo?
¡Allí irá usted! Allí le espera una casa con un viejo criado,
las velas ya están encendidas y pronto se apagarán, porque en
seguida llegará el amanecer. ¡Por ese camino, maestro, por ese
camino! ¡Adiós, ya es hora de que me marche!
¡Adiós! contestaron a la vez el maestro y Margarita.
Entonces el negro Voland, sin escoger camino, se precipitó al
vacío, seguido de su séquito. Todo desapareció: las rocas, la plazoleta,
el camino de luna y Jershalaím. También desaparecieron
los caballos negros. El maestro y Margarita vieron el prometido
amanecer, que sustituyó la luna de medianoche. El maestro
y su amiga iban, con el resplandor de los primeros rayos de la
mañana, por un puentecillo de piedra musgosa que atravesaba
un arroyo. El puente quedó detrás de los fieles amantes, que
recorrían ya un camino de arena.
Escucha el silencio decía Margarita al maestro, y la
arena susurraba bajo sus pies descalzos, escucha y disfruta
487
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
del silencio. Mira, ahí delante está tu casa eterna, que te han
dado en premio. Ya veo la ventana veneciana y una parra que
sube hasta el tejado. Esta es tu casa, tu casa eterna. Sé que por
la tarde te irán a ver aquellos a quien tú quieres, quienes te interesan
y no te molestan nunca. Tocarán música y cantarán para
ti y ya verás qué luz hay en la habitación cuando arden las velas.
Dormirás con tu gorro mugriento de siempre, te dormirás con
una sonrisa en los labios. El sueño te hará más fuerte y serás
muy sabio. Y ya no podrás echarme. Yo guardaré tu sueño.
Así hablaba Margarita, yendo con el maestro hacia su casa
eterna, y al maestro le parecía que las palabras de Margarita
fluían como el arroyo que habían dejado atrás, y su memoria,
intranquila, como pinchada con agujas, empezó a apagarse.
Alguien dejaba libre al maestro, igual que él acababa de liberar
a su héroe creado, que había desaparecido en el abismo, que se
había ido irrevocablemente, el hijo del rey astrólogo, perdonado
en la noche del sábado al domingo, el cruel quinto procurador
de Judea, el jinete Poncio Pilatos.
489
Epílogo
Pero ¿qué había pasado en Moscú desde aquella tarde del
sábado, en que Voland abandonó la capital durante la puesta del
sol, desapareciendo con su séquito por los montes del Gorrión?
Ni que decir tiene que durante mucho tiempo toda la
capital estuvo impregnada por un pesado murmullo de rumores
increíbles, que se propagaron con gran rapidez a los lugares más
apartados de las provincias. No merece la pena repetirlos.
El que escribe estas líneas verídicas oyó personalmente en
un tren que se dirigía a Feodosia el relato de cómo en Moscú dos
mil personas habían salido del teatro completamente desnudas,
en el sentido literal de la palabra, y con esa pinta tuvieron que
irse a sus casas en taxis.
El susurro el Diablo se oía en las colas de las lecherías,
tranvías, tiendas, pisos, cocinas, trenes de destino próximo y
lejano, estaciones y apeaderos, casas de campo y playas.
La gente más instruida y culta, como es lógico, no participaba
en los comentarios sobre el Diablo que había visitado
la ciudad, sino que se reía de ellos y trataba de hacer entrar en
razón a los narradores. Pero ahí estaban los hechos y no era
posible ignorarlos sin dar alguna explicación. Alguien había
estado en la capital. Las cenizas que quedaron de Griboyédov
lo demostraron con demasiada evidencia. Y había muchas más
cosas. La gente culta se puso del lado de la Instrucción Judicial:
todo había sido obra de una pandilla de hipnotizadores y ventrílocuos
que eran verdaderos artistas.
490
Se habían tomado urgentes y enérgicas medidas para
la captura de la banda, en Moscú y en sus afueras, pero, desgraciadamente,
no dieron ningún resultado. El que se decía
Voland y todos sus compañeros habían desaparecido de Moscú
y no se manifestaban de ninguna manera. Como es natural, se
extendió la sospecha de que se habían escapado al extranjero,
pero tampoco se hicieron ver allí.
La investigación de este asunto duró mucho tiempo.
Realmente, era tremendo. Aparte de los cuatro edificios quemados
y los cientos de personas que se volvieron locas, hubo
muertos. Podemos hablar con seguridad de dos: Berlioz y el desafortunado
funcionario de la oficina de guías para extranjeros,
el exbarón Maigel. Ellos sí que estaban muertos. Los huesos
carbonizados del segundo fueron encontrados en el apartamento
número 50 de la calle Sadóvaya después de que se apagará
el incendio. Sí, hubo víctimas y estas víctimas justificaban
una investigación. Hubo víctimas incluso después de la desaparición
de Voland, y que fueron, aunque sea penoso reconocerlo,
los gatos negros.
Unos cien animales, fieles, leales y útiles al hombre, fueron
fusilados y exterminados por otros medios en distintos puntos
del país. En varias ciudades más de una docena de gatos, y
algunos bastantes mutilados, fueron entregados a las milicias.
Así, en Armavir, uno de estos inocentes animales fue conducido
por un ciudadano a las milicias con las patas delanteras atadas.
El ciudadano acechó al gato en el momento en que el
animal con aire furtivo (¿qué se le va a hacer, si los gatos siempre
tienen ese aire? No es porque sean viciosos, sino porque tienen
miedo de que algún ser más fuerte que ellos, un perro o un
hombre, les haga daño o les perjudique. Las dos cosas son muy
fáciles de hacer, pero les aseguro que esto no honra a nadie,
¡absolutamente a nadie!), sí, como decía, con aire furtivo el gato
se disponía a esconderse entre unas hojas.
491
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Abalanzándose sobre el gato y quitándose la corbata para
atarlo, el ciudadano murmuraba con voz venenosa y amenazadora:
¡Ah! ¿Conque ha venido a vernos a Armavir, señor
hipnotizador? ¡Pues aquí nadie le tiene miedo! ¡Y no se haga el
mudo! ¡Ya sabemos qué clase de bicho es usted!
El ciudadano llevó al pobre animal a las milicias, arrastrándole
por sus patas delanteras, atadas con una corbata verde,
con ligeros puntapiés, consiguiendo que anduviese sobre las
patas de atrás.
¡Deje de hacer el tonto! gritaba el ciudadano, acompañado
por unos chiquillos que silbaban. ¡No va a conseguir
nada! ¡Haga el favor de andar como es debido!
El gato negro ponía en blanco sus ojos de mártir. La
naturaleza le había privado del don de la palabra y no podía
demostrar su inocencia. El pobre animal debe su salvación
a las milicias, en primer lugar, y luego, a su dueña, una respetable
anciana viuda. En cuanto el gato estuvo en presencia de
las milicias, se comprobó que el ciudadano despedía un fuerte
olor a alcohol, lo que hizo dudar inmediatamente de sus declaraciones.
Mientras tanto, la viejecita, que supo por sus vecinos
que su gato había sido detenido, corrió a las milicias y llegó a
tiempo. Habló del gato con las consideraciones más favorables,
explicó que hacía cinco años que le conocía, que desde que era
pequeño respondía de él como de sí misma; demostró que nunca
había sido culpado de nada malo y que nunca estuvo en Moscú.
Había nacido en Armavir, allí creció y aprendió a cazar ratones.
El gato fue devuelto a su dueña, aunque después de
haber sufrido y experimentado lo que es la equivocación y la
calumnia.
Además de los gatos, algunos hombres tuvieron ciertas
complicaciones de poca importancia. Resultaron detenidos en
un plazo muy breve, en Leningrado, el ciudadano Volmar, y
492
Volper, en Sarátov; en Kíev y Járkov, tres Volodin; en Kazan,
Voloj, y en Penza, lo que ya es realmente absurdo, el candidato
a doctor en ciencias químicas Vetchinkevich. Era un hombre
moreno y muy alto.
En distintos lugares fueron detenidos nueve Korovin,
cuatro Korovkin y dos Karavayev.
En la estación de Belgorod sacaron atado del tren de
Sebastopol a un ciudadano al que se le había ocurrido distraer a
sus compañeros de viaje con juegos de manos.
En Yaroslav, a la hora de comer, apareció un ciudadano
en un restaurante con un hornillo de petróleo que acababa de
arreglar. Abandonando su puesto en el guardarropa, dos conserjes
salieron corriendo seguidos de todos los empleados y
clientes. Mientras tanto, a la cajera le había desaparecido toda
la ganancia de un modo incomprensible.
Pasaron muchas cosas más, y sería imposible recordarlas.
Otra vez tenemos que ser justos con la Instrucción. Todo
fue organizado no solo para pescar a los delincuentes, sino también
para explicar lo sucedido. No se puede negar que las explicaciones
fueron razonables e irrefutables.
Representantes de la Instrucción y psiquiatras experimentados
demostraron que los miembros de la banda de delincuentes
eran, o al menos uno de ellos (las sospechas recaían
principalmente sobre Koróviev), hipnotizadores con una
fuerza nunca vista, que podían hacerse ver en otro lugar del
que estaban realmente, en situaciones ficticias y tergiversadas.
Además, podían, sin dificultad alguna, sugestionar a cualquiera
que se encontrara convenciéndole de que algunas personas u
objetos estaban donde no habían estado nunca, y al contrario,
alejaban del campo visual los objetos o personas que realmente
se encontraran allí.
Estas explicaciones esclarecían absolutamente todo, incluso
lo que más preocupaba a los ciudadanos: la incomprensible
493
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
invulnerabilidad del gato, que había sido el blanco de muchos
tiros durante el intento de captura.
Naturalmente, nunca había habido ningún gato en la
araña y nadie había pensado responder con tiros, todos dispararon
al aire, mientras que Koróviev, convenciéndoles de que el
gato estaba haciendo barbaridades, permanecía detrás de los
que disparaban, haciendo muecas y regocijándose de su enorme
poder de sugestión, utilizado con fines criminales. Él mismo,
como era lógico, incendió el piso, vertiendo la gasolina.
Claro está, que Stiopa no había ido a Yalta (esto sería
imposible hasta para Koróviev) y no había mandado ningún
telegrama. Después de haberse desmayado en la casa de la
joyera, asustado por el truco de Koróviev, que le había enseñado
un gato con una seta en un tenedor, se quedó allí hasta el
momento en que Koróviev, burlándose de él, le pusiera un sombrero
de fieltro y le mandara al aeropuerto de Moscú, tras haber
sugestionado a los representantes de la Instrucción Criminal de
que Stiopa iba a salir del avión procedente de Sebastopol.
Y a pesar de que la Instrucción Criminal de Yalta aseguraba
que había recibido al descalzo Stiopa y había enviado telegramas
a Moscú, en el archivo no se encontró ni una copia de
aquellos telegramas, lo que condujo a la conclusión, triste, pero
indiscutible, de que la panda de hipnotizadores tenía la propiedad
de sugestionar a distancias enormes y no solo a individuos
aislados, sino a grupos enteros de gente.
En estas condiciones, los delincuentes podían volver loco
incluso a un hombre con una constitución psíquica de lo más
fuerte. No vale la pena hablar de pequeñeces como la baraja en
el bolsillo del hombre del patio de butacas, o los trajes de señora
desaparecidos, o la boina que maullaba y cosas por el estilo.
Todo esto lo puede hacer cualquier hipnotizador mediocre, en
cualquier escenario, incluido el truco facilón de la cabeza del
presentador. El gato que habla, ¡eso ya es una tontería! Para
mostrar al público un gato de este tipo basta con dominar las
494
bases del arte ventrílocuo y nadie podría dudar de que el arte de
Koróviev fuera mucho más allá de esas primicias.
Claro, lo importante no era la baraja ni las cartas falsas
en la cartera de Nikanor Ivánovich. ¡Eso son tonterías! Fue
Koróviev quien volvió loco al pobre poeta Iván Desamparado,
haciéndole ver en sus sueños dolorosos el antiguo Jershalaím y
el Calvario, quemado por el sol, sin una gota de agua, con sus
tres hombres colgados en postes. Fueron él y su pandilla quienes
hicieron desaparecer de Moscú a Margarita Nikoláyevna y
a su criada Natasha. Por cierto: este asunto suscitó un interés
especial por parte de la Instrucción. Había que aclarar si las
mujeres fueron raptadas por la banda de asesinos incendiarios
o si se fugaron con ellos por su propia voluntad. Basándose en
las declaraciones absurdas y confusas de Nikolái Ivánovich,
y teniendo en cuenta la nota extraña e incomprensible que
Margarita Nikoláyevna dejara a su marido, donde decía que
se convertía en bruja, añadiendo a esto la desaparición de
Natasha, que había dejado toda su ropa, la Instrucción llegó a
la conclusión de que la dueña de la casa y su criada fueron hipnotizadas,
al igual que mucha más gente, y raptadas por la pandilla.
Surgió la idea, seguramente bastante acertada, de que los
delincuentes se sintieron atraídos por la belleza de las mujeres.
Lo único que la Instrucción no había conseguido descifrar
fue la razón por la que habían raptado del sanatorio psiquiátrico
al enfermo mental que decía ser el maestro. No hubo
manera de averiguarlo, como tampoco el apellido del enfermo
raptado. Desapareció para siempre como el hombre muerto del
número 118 del primer bloque.
Así, pues, casi todo quedó aclarado y el trabajo de la
Instrucción terminó, como todo termina en este mundo.
Pasaron varios años y los ciudadanos empezaron a olvidar
a Voland, a Koróviev y a los demás. Ocurrieron muchas cosas
que cambiaron la vida de los que habían sufrido por culpa de
495
Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Voland y su comparsa, y aunque fueron cambios pequeños e
insignificantes, hay que mencionarlos.
Por ejemplo, Georges Bengalski, después de haber pasado
tres meses en el sanatorio, tuvo que abandonar su puesto en el
Varietés, precisamente cuando había más trabajo, pues el
público acudía en masa a las taquillas: el recuerdo de la magia
negra y la revelación de sus trucos resultó ser muy duradero.
Bengalski abandonó el Varietés porque comprendía que sería
demasiado penoso aparecer todas las noches ante dos mil
personas, ser inevitablemente reconocido y someterse a las
preguntas burlonas sobre cómo se estaba mejor: con cabeza
o sin ella.
Además, el presentador había perdido gran parte de su alegría,
tan indispensable en su profesión. Le había quedado un
trastorno desagradable y molesto: cada plenilunio de primavera
sentía gran desasosiego, se echaba las manos al cuello y miraba
alrededor angustiado. Estos ataques terminaban pasándosele,
pero no le permitían dedicarse a su antiguo trabajo, y el presentador
se retiró a vivir en paz, valiéndose de sus ahorros, que,
según sus modestos cálculos, debían durarle unos quince años.
Se fue y nunca más se encontró con Varenuja, que gozaba
de gran popularidad y de la simpatía general, gracias a su amabilidad,
excepcional incluso entre los administradores de teatro.
Los aficionados a los vales le llamaban padre bienhechor. A
cualquier hora el que llamara al Varietés oía una voz suave, pero
triste: Dígame, y a la pregunta de cuándo se podía hablar con
Varenuja, la misma voz le contestaba: Servidor. Pero, ¡cómo
sufría Iván Savélievich con su propia amabilidad!
Stiopa Lijódeyev no volvió a tener la pasión de tratar con
el Varietés. Nada más salir del sanatorio, en el que pasó ocho
días, le trasladaron a Rostov, donde recibió el puesto de director
de una gran tienda de comestibles. Corren rumores de que ha
dejado de beber vino de Oporto y no bebe nada más que vodka,
macerada en yemas de grosella, lo que le ha convertido en un
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hombre robusto. Dicen que se ha vuelto callado y evita a las
mujeres.
El alejamiento de Lijódeyev del Varietés, ansiado durante
muchos años, no le causó a Rimski tanta alegría como pensara.
Después del sanatorio y la estancia en Kislovodosk, Rimski,
viejecito, con la cabeza temblorosa, presentó la solicitud para
dimitir de su cargo en el Varietés. Es curioso que esta solicitud
la llevó al teatro la esposa de Rimski. El mismo Grigori
Danílovich no se encontraba con fuerzas para ir a la casa donde
había visto un cristal roto bañado de luna y un brazo largo, que
se acercaba al cerrojo de abajo.
Al dejar el Varietés, Rimski entró en un teatro infantil de
muñecos en el barrio de Samoskvorechie. En ese teatro ya no
tuvo que enfrentarse con el respetable Arcadio Apolónovich
Sempleyárov sobre los problemas acústicos. Este había sido
trasladado rápidamente a Briansk y nombrado director de un
centro de preparación de setas. Ahora los moscovitas comen
setas saladas y en vinagre; y no se cansan de celebrarlas y de alegrarse
del traslado. Ya es cosa pasada, y podemos decir que no
le iba a Arcadio Apolónovich eso de la acústica y que, a pesar de
todos sus esfuerzos por mejorarla, quedó como estaba.
Entre las personas que rompieron con el teatro, aparte de
Arcadio Apolónovich, estaba Nikanor Ivánovich Bosói, aunque
su única relación con el teatro fuera su pasión por las entradas
gratuitas. Nikanor Ivánovich no solo ya no va a ningún teatro,
pagando o sin pagar, sino que cambia de cara al oír cualquier
conversación teatral. Odia todavía con más fuerza al poeta
Pushkin y al brillante actor Savva Potápovich Kurolésov. A
este último lo odia hasta tal punto que el año pasado, al ver en
el periódico una nota enmarcada en negro, anunciando que
Savva Potápovich, en la flor de su vida artística, había sufrido
un ataque, Nikanor Ivánovich se puso tan congestionado
que por poco le sigue a Savva Potápovich, y exclamó: ¡Se lo
merece!. Más aun, aquella misma tarde Nikanor Ivánovich,
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
impresionado por la muerte del conocido actor, que le trajo
muchos recuerdos penosos, se fue solo, acompañado por la luna
llena que iluminaba la Sadóvaya, y cogió una terrible borrachera.
Cada copa prolongaba la maldita cadena de figuras odiosas, y
ante sus ojos se sucedían Dunchil Serguei Gerardovich, la bella
Ida Herculánovna, el pelirrojo dueño de gansos de lucha y el sincero
Nikolái Kanavkin.
¿Y qué les pasó a ellos? ¡Por favor! No les pasó absolutamente
nada y era imposible que les pasará algo, porque nunca
habían existido, al igual que el simpático presentador de
revistas, como el mismo teatro y la tía Porojóvnikova, vieja y
avara, que guardaba divisas pudriéndose en el sótano. Tampoco
habían existido las trompetas de oro y los descarados cocineros.
Todos ellos no habían sido más que un sueño de Nikanor
IvánIvánIvánovich, provocado por el asqueroso Koróviev.
Savva Potápovich, el actor, era el único real, que se mezcló en el
sueño solo porque se le había grabado en la memoria a Nikanor
IvánIvánIvánovich gracias a sus frecuentes actuaciones por
radio. Él existió, pero los otros no.
¿Entonces, a lo mejor tampoco existió Aloísio Mogarich?
No solo existió, sino que sigue existiendo y ocupa el puesto que
dejó Rimski, es decir, el de director de finanzas del Varietés.
Cuando volvió en sí a las veinticuatro horas de su visita
a Voland, en un tren cerca de Viatka, se dio cuenta de que se
había ido de Moscú en un momento de demencia, olvidando
ponerse los pantalones y habiendo robado un libro de registro
de inquilinos. Mediante el pago al encargado del tren de una
suma enorme, le compró unos pantalones viejos y mugrientos
y se volvió a Moscú. Desgraciadamente no pudo encontrar su
antigua casa. Pero Aloísio era un hombre muy emprendedor.
A las dos semanas ya tenía una preciosa habitación en la calle
Briusov y a los pocos meses estaba instalado en el despacho
de Rimski. Igual que antes Rimski había sufrido por culpa de
Stiopa, ahora Varenuja sufría por Aloísio. Varenuja solo sueña
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con que se lleven a Aloísio lo más lejos posible, porque, como
dice a veces a sus amigos más íntimos, no hay otro canalla tan
grande como Aloísio y de él se puede esperar cualquier cosa.
Puede que el administrador no sea imparcial; nadie ha
visto a Aloísio hacer nada malo, ni siquiera hacer algo aparte del
nombramiento de un nuevo barman en lugar de Sókov: Andréi
Fókich murió de cirrosis en la clínica del primer Instituto
de Medicina, a los nueve meses de la aparición de Voland en
Moscú...
Pues sí, pasaron varios años y los verídicos sucesos relatados
en este libro se fueron olvidando, apagándose poco a
poco en la memoria. Pero eso no les sucedió a todos.
Cada primavera, en cuanto llega la luna llena de fiesta,
bajo los tilos de Los Estanques del Patriarca aparece al atardecer
un hombre de unos treinta años. Tiene el pelo rojizo,
ojos verdes y va vestido modestamente. Es un colaborador del
Instituto de Historia y Filosofía, el profesor Iván Nikoláyevich
Pónirev.
Al encontrarse bajo los tilos siempre se sienta en el mismo
banco donde estuvo aquella tarde con Berlioz, hace tiempo
olvidado por todos, cuando este vio por última vez la luna rompiéndose
en pedazos. Ahora está entera, blanca al comienzo de
la tarde y luego dorada, como un caballo-dragón, y pasa por
encima del que antes fue poeta.
Iván Nikoláyevich ya sabe y comprende todo. Sabe que en
su juventud fue víctima de una panda de hipnotizadores, que
luego estuvo en tratamiento y consiguieron curarle. Pero sabe
también que hay ciertas cosas que no es capaz de dominar. No
puede dominar esta luna llena de primavera. En cuanto el astro
empieza a aproximarse, en cuanto empieza a crecer, llenándose
de oro, Iván Nikoláyevich se siente desasosegado, nervioso,
pierde el apetito y el sueño y espera que madure la luna llena.
Nadie le puede retener en su casa. Sale al atardecer y se va a
Los Estanques del Patriarca.
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
Sentado en el banco, Iván Nikoláyevich habla consigo mismo
abiertamente, fuma, mira a la luna y al conocido torniquete.
Así pasa una o dos horas. Luego se levanta de su sitio y,
siempre por el mismo camino, atravesando la calle Spiridónovka,
con los ojos vacíos y sin ver nada, se va a las bocacalles de Arbat.
Pasa por el puesto de petróleo, dobla junto a un farol de
gas, viejo y torcido, y se acerca a una verja, tras la que hay un
hermoso jardín, todavía sin verde, y en él, un palacete gótico,
con una torre con ventana de tres hojas, iluminada por la luna.
El profesor no sabe qué es lo que le trae hacia este palacete,
ni quién lo habita, pero sabe que no puede luchar contra sí
mismo las noches de luna llena. Y también sabe que detrás de la
reja, en el jardín, siempre verá lo mismo.
Verá sentado en un banco a un hombre de edad, con barbita
e impertinentes y un cierto aire de cerdo. Iván Nikoláyevich
siempre encuentra al hombre del palacete en la misma actitud
soñadora, con los ojos puestos en la luna. Iván Nikoláyevich ya
sabe que después de admirar un rato la luna, el hombre bajará la
vista hacia la ventana de la torre, mirando como si esperara que
se abriera de un momento a otro y en ella fuera a aparecer algo
extraordinario.
Lo que sigue, Iván Nikoláyevich ya lo conoce de memoria.
Hay que esconderse bien detrás de la reja, porque el hombre
empezará a mirar alrededor con ojos angustiados, tratando de
localizar algo con la vista en el aire; luego, alzando los brazos,
exclamará con dulce dolor y seguirá murmurando:
¡Venus! ¡Venus!... ¡Qué imbécil he sido!
¡Dioses míos! susurraba Iván Nikoláyevich, escondiéndose
detrás de la reja y sin apartar la vista del misterioso desconocido.
Otra víctima de la luna... Otra víctima como yo.
Y el hombre del jardín seguirá hablando:
¡Qué imbécil! ¿Por qué? ¿Por qué no me habré ido con
ella? ¿De qué te asustaste, burro? ¡Pedir un certificado! ¡Pues
ahora aguántate, viejo cretino!
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Esto continuará hasta que en la parte oscura del palacete
se abra de golpe una ventana, aparezca algo blanquecino y se
oiga una desagradable voz de mujer:
Nikolái Ivánovich, ¿dónde está? ¡Qué fantasías tiene!
¿Quiere pescar la malaria? ¡Venga a tomar el té!
Entonces el hombre despertara y dirá con voz falsa:
¡Quería tomar el aire un poco, cielo mío! ¡Hace una
noche estupenda!
Se levantará del banco, amenazará con el puño la ventana
que se cierra y se irá a casa de mala gana.
¡Miente, miente! Oh, dioses, ¡cómo miente! murmura
Iván Nikoláyevich, alejándose de la reja. No es el aire el que
le atrae al jardín, algo ve en estas noches primaverales de luna
llena, algo ve en la misma luna y en lo alto del palacete. ¡Cuánto
daría yo por conocer su secreto, por saber quién es aquella
Venus que ha perdido y ahora busca en el aire, alzando los
brazos!
El profesor vuelve a su casa completamente enfermo. Su
mujer hace que no se da cuenta de su estado y le mete prisas
para que se acueste. Pero ella no se acuesta: se queda sentada,
leyendo junto a una lámpara, mirándole con amargura. Sabe
que al amanecer Iván Nikoláyevich se despertará con un grito
de dolor, empezará a agitarse, llorando. Por eso ella tiene preparada
bajo la lámpara una jeringuilla en alcohol y una ampolla
llena de líquido color té.
La pobre mujer, atada al hombre gravemente enfermo,
ya puede dormirse. Después de la inyección Iván Nikoláyevich
dormirá hasta la mañana con expresión feliz, soñando con algo
que ella desconoce, algo precioso y elevado.
Lo que despierta al sabio y le hace exhalar el grito de dolor
en las noches de luna llena de primavera es siempre lo mismo. Ve
al extraño verdugo sin nariz que, dando un salto con un aullido,
clava su lanza en el corazón a Gestas, que está atado a un poste
y ha perdido la razón. Pero lo más terrible no es el verdugo, sino
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Mijaíl Bulgákov / El maestro y Margarita
la luz irreal del sueño que viene de una nube y que cae sobre la
tierra, como sucede solo durante las catástrofes universales.
Después de la inyección todo esto se transforma. Un
ancho camino de luna se extiende desde la cama a la ventana,
y un hombre con manto blanco, forrado de rojo sangre, camina
hacia la luna. Junto a él va un joven vestido con una túnica rota
y con la cara desfigurada. Los dos hablan acaloradamente, discuten,
quieren llegar a un acuerdo.
¡Dioses, dioses! dice el del manto, volviendo su rostro
arrogante al joven. ¡Qué ejecución más vulgar! Pero dime,
por favor y su expresión se vuelve suplicante, no la hubo,
¿verdad? Te ruego, dímelo, ¿no fue así?
Claro que no responde el hombre con voz ronca, lo
has soñado.
¿Puedes jurarlo? pregunta el del manto con aire servil.
¡Lo juro! dice su acompañante, y sus ojos sonríen.
¡No quiero nada más! grita el hombre del manto con
voz cascada, y sube hacia la luna, llevándose a su interlocutor.
Les sigue un enorme perro de orejas puntiagudas, tranquilo y
majestuoso.
Entonces el rayo de luna empieza a revolverse y se convierte
en un río que se desborda. La luna reina y juega, la luna baila y
hace travesuras. Del torrente se forma una mujer de una belleza
sorprendente, que conduce de la mano hacia Iván a un hombre
con barbas, que mira alrededor asustado. Iván Nikoláyevich le
reconoce en seguida. Es el número 118, su visitante nocturno.
En su sueño Iván Nikoláyevich le extiende las manos y pregunta
con ansia:
Entonces, ¿así terminó?
Así terminó, mi discípulo contesta el del número 118.
La mujer se acerca a Iván y le dice:
Así terminó. Todo terminó como todo termina... Le
daré un beso en la frente y todo saldrá bien.
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Se inclina hacia Iván y le da un beso en la frente. Él quiere
acercarse a ella, le mira a los ojos, pero ella retrocede, retrocede
y se va con el hombre hacia la luna...
La luna se enfurece, derrama torrentes de luz sobre Iván,
salpica todo, la habitación se inunda de luz, la luz tiembla, sube,
cubre la cama... Iván Nikoláyevich duerme feliz.
Por la mañana se despierta tranquilo y despejado. Su
memoria dolida se calma y hasta la siguiente luna llena nadie
hará sufrir al profesor: ni el asesino sin nariz de Gestas, ni el
quinto procurador de Judea, el cruel jinete Poncio Pilatos.
FIN
Índice
Libro primero
1 No hable nunca con los desconocidos 15
2 Poncio Pilatos 31
3 La séptima prueba 59
4 La persecución 65
5 Todo ocurrió en Griboyédov 75
6 Esquizofrenia, como fue anunciado 91
7 Un apartamento misterioso 101
8 Duelo entre el profesor y el poeta 115
9 Cosas de Koróviev 127
10 Noticias de Yalta 139
11 La doble personalidad de Iván 153
12 La magia negra y la revelación
de sus trucos 159
13 La aparición del héroe 177
14 ¡Viva el gallo! 199
15 El sueño de Nikanor Ivánovich 209
16 La ejecución 225
17 Un día agitado 241
18 Visitas desafortunadas 257
LIBRO SEGUNDO
19 Margarita 281
20 La crema de Asaselo 297
21 El vuelo 303
22 A la luz de las velas 319
23 El Gran Baile de Satanás 335
24 La liberación del maestro 353
25 Cómo el procurador intentó salvar
a Judas de Kerioth 381
26 El entierro 395
27 El final del piso número 50 421
28 Últimas andanzas de Koróviev y Popota 441
29 El destino del maestro y Margarita
está resuelto 457
30 ¡Ha llegado la hora! 463
31 En los montes del Gorrión 477
32 El perdón y el amparo eterno 481
Epílogo 489
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